¿Cuándo empiezan a caducar los museos?
¿Si los museos son instituciones permanentes sin fines de lucro al servicio de la sociedad y abierta a todo tipo de público, cómo es posible que puedan caducar a pesar de que nunca cierren sus puertas?
– Cuando sus directores son nombrados por el gobierno de turno, viciando o contaminando de esta manera la toma de decisiones y resoluciones curatoriales junto a su programa de adquisición.
Esta podría ser una respuesta plausible, pero no la única, por su puesto; aun cuando contenga intertextualmente la célebre cita del artista Jean Dubuffet: “Cuando los gobiernos se encargan de proteger a las artes, es el fin de todo”. Sin embargo, existen un sinnúmero de factores para que un museo sea un fracaso viviente, o una patrimoniología fosilizada. A pesar de que muchos teóricos entienden que la palabra “museo” es un término burgués ya obsoleto (sin entrar en su etimología), si los museos que nos rodean, es decir, las instituciones que se encargan de proteger y preservar nuestra memoria material e inmaterial se desentienden de su comunidad inmediata y no involucran activamente a sus visitantes, tanto locales como extranjeros el museo comienza, irremediablemente, a caducar.
Para la museología crítica, el visitante debe ser confrontado con los dilemas de la sociedad contemporánea, siempre desde una perspectiva ética. Con esta configuración teórica resulta inevitable incluir las voces de sus visitantes y diferentes públicos a la programación expositiva. Como lo hiciera el MoMa en sus audioguías, donde también podíamos escuchar no tan solo a algunos visitantes, sino a críticos y veladores de salas hablando de su obra predilecta, por mencionar un ejemplo.
Por otro lado, no podemos dejar de mencionar la popular demanda museológica que intenta siempre festejar un pasado deshistorizante, por carecer de una narrativa cultural simétrica. En este aspecto, cabe citar al profesor de historia del arte, Dominique Poulot:
“[…] el museo debe conservar elementos del pasado y dar conciencia de ellos, es decir, construir un relato, sin reducir a sus visitantes al silencio, pero sin caer tampoco a los peligros de una representación demasiado enfática que suscite respuestas afectivas”.
Ahora bien, todavía queda mencionar las interpretaciones curatoriales que, si por un lado son parte de un fenómeno ineludiblemente hermenéutico, por el otro no pueden evitar disgregarse de las trascendencias historiográficas de los objetos u obras exhibidas. Una visita al museo no puede ser un reto filosófico basado en una epistemología discursiva autorreferencial. Si la interpretación no apela a la propia experiencia del visitante resultará en una experiencia estéril. Las interpretaciones deben provocar y estimular el pensamiento crítico, más que instruir. Quizá sea imposible desarrollar la curaduría perfecta que apele a cada espectador en todos los niveles intelectuales y sensoriales “habidos y por haber”; lo que sí resultaría imperdonable sería el incurrir al escapismo intelectual de un pasado histórico con el peso de su propia herencia. En tal caso, comenzarían a desvanecerse las preguntas y sus posibles respuestas. El museo seguiría abierto, sí: irremediable y caduco.