De sentarme en la fuente de Plaza Las Américas
De todas las fuentes que encontramos en el mol de los moles en mi tierra, quizás la más interesante es la que se ubica al norte cerca de Sears. El chorro central se eleva entre las escaleras eléctricas hasta llegar al concurrido comedor en el tercer piso, la llamada Terraza. Desde hacía mucho tiempo había decidido sentarme algún día en distintos puntos del elevado muro alrededor de la fuente para tomar notas de los detalles de ese espacio tan puertorriqueño.
La decisión, aunque viniera de mí mismo, siempre me pareció un poco extraña. No era para participar del rito del mol que me sentaría por allí. Nunca había querido descansar unos minutos en lo que retomaba un largo día de compras; nunca en esa fuente había querido cotejar los mensajes en el celular; tampoco había querido mirar la gente pasar, subir y bajar, al menos, no en el sentido, sin duda entretenido, en que usualmente se mira la gente; y, definitivamente, tampoco había querido lanzar monedas a la fuente, sobre todo, en el contexto de pedir un deseo.
Pero, en estos días por fin me senté y hasta saqué la libreta para hacer las anotaciones. Pensé que cualquier transeúnte que me viera tomando notas, subiría el ceño y concluiría que estoy, como decimos hoy de los excesos de ausencia, un poco quedao. ¡Y a qué tanta cosa! Estoy un poco quedao, ¡y qué! Aunque no fuera para participar de aquel rito del mol, la razón por la que decidí sentarme por allí, la verdad, me sentí como la niña de hierro y bronce fundido ubicada en una de las esquinas de esa misma fuente. En una mano esta niña lleva una perfecta barquilla y en la otra dos globos. Me sentí con las manos llenas y me sentí feliz.
La felicidad nada le quitó a la solemnidad de la ocasión. Como niño obediente que llega a tiempo a la misa un determinado domingo, tomé asiento. Y como ese niño también, me puse a hacer de todo menos escuchar al sacerdote. Al otro lado de la niña de los globos y la barquilla, se levanta otra estatua, precisamente de un niño y su perro, ambos trepados en un tronco. El niño y su perro están muy contentos porque de repente brinca y se escurre atrapada una trucha al final del hilo de la caña de pescar. Sí, es una trucha, o por lo menos eso concluí yo. Otra posibilidad es que sea un pescado genérico, algo así como el puro concepto platónico del pescado que ya no es pez porque ya no nada, el pescado qua pescado.
¿Quién aquí es la trucha y quién el niño? ¿Alguien en esta tierra sabe de riachuelos rebosantes con truchas? Ni hablar del campesinado al que nos remiten la caña de pescar, la desaliñada ropa de alta calidad, las confiables botas que calzan al extático niño; ni hablar tampoco de la afortunada complicidad de su expresión con la del perro; ni hablar del entretenido paraje que uno se puede imaginar es el día a día de este niño y su mascota, inclusive el idílico camino de regreso, probablemente al final de un entretenido día, a un hogar bendecido y seguro, a una madre y un padre sonrientes, genuinos habitantes de cualquier campo imaginario de la gran Europa que descubrió a las Américas o de cualquier campo de la América del Norte que trajo luz a esta isla entre las Américas, aconteciendo todo ello, más o menos, para finales del siglo diecinueve o principios del siglo veinte, si es que tenemos que estimar el momento. Preguntábamos quién aquí es la presa y quién el cazador. Los puertorriqueños somos la presa; el cazador somos nosotros mismos también. Nos arrebatamos el pasado; nos ponemos el pasado de otro en vez, y todo en nombre de un gran futuro global que es la promesa del mol.
Preguntémonos, si sería más genuino representar en la fuente a Silvina al borde del barranco, “asida a dos árboles para no caer”, inclinada “sobre la vertiente” y mirando “con impaciencia allá abajo, al cauce del río, gritando con todas sus fuerzas…”, que es como comienza La charca de Manuel Zeno Gandía. O si debemos remitirnos al joven Bayoán en el relato de Eugenio María de Hostos, embarcando para por fin comenzar su peregrinaje, cumpliendo su deber, dejando atrás su inmensa pasión por la joven Marién. Y quizás también corresponde exigir de la estatuaria el “color moreno”, la “frente despejada, mirar lánguido, altivo y penetrante” que constituye al puertorriqueño, según Manuel Alonso. Pudiéramos, para colmo, exigir que en el conjunto de escenas estatuarias quedaran bien representados todos los grupos étnicos de la gran familia puertorriqueña. JeJe, teclearíamos, si estuviéramos texteando. JeJe. JeJe. No es cuestión de sustituir esto por aquello hasta transformar la fuente al pie de la Terraza en Plaza Las Américas en un gran tributo a la verdadera historia de la patria, al menos en un gran tributo a la historia de la patria según fuentes autorizadas, o para irnos más a la segura, en un gran tributo a ciertos géneros de literatura netamente puertorriqueña.
¿De cuándo acá una estatua como la de la trucha o como las otras cuatro que le dan compañía a lo largo y a lo ancho de esta fuente en Plaza Las Américas debe fielmente reflejar algo, sea el pasado o sea la literatura, de quienes ahora pasan para aquí y para allá por dicha fuente, en medio de sus compras? Sabemos que estamos en un simple centro comercial y quienes pasan por allí son simples consumidores. Cualquier centro comercial alrededor del mundo podría ostentar las mismas estatuas. No descartamos la posibilidad. En cualquier mol del mundo, desde Siberia hasta la Patagonia, un común medio quedao como el que escribe puede un día llegar a sentarse a tomar notas y a escribir un relato muy similar. No es nada escandaloso darnos cuenta de ello. Los Fonalledas tienen sus compradores autorizados que, como cualquiera otros compradores en las oficinas administrativas de cualquier otro mol del mundo, habrán hecho click en estas estatuas porque le estuvieron muy lindas y muy apropiadas para sus buenos gustos, y tienen todo el derecho en el mundo a determinarlo así.
Tengo que añadir que lo siento por quienes insisten una y otra vez en echar culpas. Nada de esto ocurre, como si fuera, a propósito. La inocencia de todas las partes en esta cacería es evidente para cualquier medio quedao, precisamente porque está en la naturaleza del medio quedao insistir en darle vueltas una y otra a vez a todo aquello que los demás tienden a dejar pasar. El asunto se le presenta como un acontecimiento en el reino del rito del mol, lo que es otro rito, claro, el rito que lo hace explícito, el rito al que pertenece este escrito. Pero para quienes pasan para aquí y para allá y participan del rito, no hay fisura en esta herida. Tampoco hay conspiración que valga en esta historia. ¡Es simplemente genial la forma en que la gran mayoría viene a tergiversarse las cosas sin proponérselo! Con mucho gusto se embarca toda ella en el velerito de juguete que otro de los niños de hierro y bronce quiere lanzar al imaginario riachuelo que cruza los maravillosos campos del norte. Sobre todo, transposiciones como la que hemos señalado, que somos la presa y el cazador también, de seguro, no importan prácticamente a nadie, al menos no en estos tiempos.
De hecho, la fuente en Plaza Las Américas refleja el pasado, el presente y el futuro que ha venido construyéndose en las mentes de esta gente que circula por la fuente. Es quizás lo que está escrito y proclamado en el libro abierto del niño leyendo en la quinta, última, y más significativa estatua que deseamos comentar. Un niño sentado sobre un tronco, lee a viva voz de un libro abierto, mientras otro niño acostado en su falda extiende su brazo proclamando la felicidad que se anuncia. Nadie por allí escucha a estos dos, por supuesto, pero todas y todos parecen vivir lo que proclaman. El libro, a propósito, se llama TOY. Lo dice en la portada. Cualquier quedao que se detenga por allí puede cotejarlo asomándose a la estatua.
En algún momento abandoné la escena del acontecimiento. Pensé un poco los asuntos que se suscitaban en el juego de las cinco estatuas alrededor del chorro que conduce a La Terraza. A nivel global, estos lugares que, por su invisibilidad, difícilmente dan qué pensar, de hecho, se multiplican como conejos. Los moles, los servicarros, las carreteras, los aeropuertos, los servicios automatizados de compra y venta por internet, todos estos haciéndose cada vez más amplios, más cómodos y más necesarios, son espacios cada vez más desarraigados. De vez en cuando quedan adornados, celebran el acontecimiento, como es el caso de la fuente en Plaza Las Américas. La gente los pasa de largo en lo que hacen sus cosas.
Estos lugares no convocan. No invitan a la gente a reunirse, a compartir, a querer como país cambiar las cosas, a querer conspirar o a felizmente tramar algo bien serio y grande, excepto en este terrible sentido que solo un medio quedao puede tratar de hacer público. Me pregunto cómo subvertir un servicarro, una carretera, una tienda virtual. ¿Cómo subvertir la fuente en Plaza Las Américas? Me puedo imaginar mil formas de hacer esto y más. Que múltiples espacios nos convoquen es crucial. Se hace cada vez más crucial.