De violencias y espectadores: notas sobre lo político en “El Mediocre”
A Gandúl
-¿Y qué sería de las obras si los lectores [espectadores]
no se dieran a la tarea de «apropiárselas» ilegalmente?
-Mara Negrón/Bernat Tort
Un hombre se pone un chaleco explosivo y se auto-inmola. Así termina la obra teatral El Mediocre del dramaturgo Jorge González, que estrenó el pasado 27 de marzo en el teatro Shorty Castro (antiguo El Josco). Pensaría quien no ha visto la obra que se trata sin duda de un acto terrorista del fundamentalismo islámico. Pero no. Quien se auto-inmola es un recién liberado ex-preso político puertorriqueño, o al menos eso parece. Sí, así como suena, un izquierdista revolucionario puertorriqueño convertido en suicide bomber. Nada en la historia de la izquierda en Puerto Rico nos hace pensar que este tipo de violencia haya sido jamás perpetrada por la lucha armada de nuestro país, e incluso se sabe que, en aquellos casos en que sí se pusieron bombas, no hubo suicidios y que la intención explícita de dichos actos era dar un golpe al imperio yanqui sin herir a ningún puertorriqueño en la medida de lo posible. ¿Qué nos quiso decir González con esta escena? ¿Se trata de una propuesta política novel sobre la violencia, o de un gesto poco reflexionado, un simple gimmick melodramático? La respuesta redundaría en decir y decidir si se trata de una obra políticamente torpe o si, por el contrario, se trata de una crítica (en el sentido kantiano del término) a la violencia en el mundo contemporáneo. La pregunta también nos lanza sobre un tema más amplio y mucho más importante: el del teatro político en general; pues la pregunta implica cierta comprensión y consenso sobre la función y necesidad del teatro político y, por añadidura, la función y el rol del artista (dramaturgos, directores y actores) en la sociedad. Para contestar la pregunta daré una pequeña vuelta sobre los fundamentos teóricos del teatro político del siglo veinte (y uno). Así que comenzaré de nuevo…Teoría del teatro político y El Mediocre
¿Es El Mediocre una pieza de teatro político? ¿Qué hace a una pieza de teatro una pieza política? ¿Es la intención del dramaturgo, su contenido, puesta en escena y contexto socio-histórico, o es el público que la va a ver? O dicho de otro modo: ¿qué resulta más pertinente: un teatro político o una comunidad de espectadores politizados? Si dijésemos sin titubeos que lo que hace falta en Puerto Rico es un teatro político frente a un teatro chabacano (Le pegué un cuernito) o de mero entretenimiento (Teatro Breve), y si, más aún, identificamos este teatro político con obras del calibre y talla de Sin título o El Maestro de Nelson Rivera (las dos mejores obras de contenido político que he visto aquí o en ningún sitio), habría que contestar sin lugar a dudas que El Mediocre le hace honor a su título y que no es una buena obra. Y si a asuntos de contenido político le añadimos preocupaciones estéticas, como la escenografía, la iluminación, los cambios de escena y de espacios, etc.; y si comparamos estos mismos elementos con la estética impecable de Coraje de Teresa Hernández, o de las decenas de obras ejecutadas por el dúo dinámico de Rosa Luisa Márquez y Antonio Martorell, con las mágico-poéticas puestas en escena de Y no había luz, o nuevamente, si las miramos lado a lado con las obras de Rivera, pues tendríamos que concluir que El Mediocre se queda corta en cuanto a lo estético. Y si, para rematar, a esto le sumamos que la trama de la obra gira en torno a la salida de la cárcel y regreso a su pueblo de un prisionero político independentista/nacionalista/socialista (¿?) que llevaba 25 años preso, y que este tema, principalísimo en la obra, no se trata con la profundidad y complejidad que el tema reclama ameritar —sobre todo en tiempos en que la excarcelación de Oscar López aviva y aglutina tanto consenso en la isla— pues, podemos suponer por qué hubo alguna que otra personalidad del teatro puertorriqueño que se paró y se fue tan ofendida a mitad de función.
Muchos han sido los que me han comentado lo estereotipados que resultan los personajes de Yadiel y Yanet, (un chamaco que tira drogas en un punto y una empleada doméstica, respectivamente), lo superficial del cuestionamiento de la izquierda nacionalista, lo tajante y simplón que fue el ataque a los empleados de gobierno, etc. Pero sobre todo, no parece haber en la obra una propuesta política específica; no logramos adivinar las intenciones políticas del dramaturgo/director. Nos vemos obligados a preguntar: ¿Por qué hacer una obra que trata sobre un preso político, cuando parece no interesarle verdaderamente la historia de la izquierda en Puerto Rico? ¿Por qué hacer esta obra ahora? ¿Por qué representar a la izquierda como chotas, terroristas, indecisos o frustrados? ¿Qué lo motivó? ¿Por qué hacer preguntas cuya contestación no parece importarle? Una vez hechas estas preguntas de esta manera, alguien podría pensar que nos vemos obligados a concluir que la obra no tiene, políticamente hablando, ni pies ni cabeza, que no está bien pensada, que plantea más cosas de las que puede resolver, y así por el estilo.
Peeeero, y qué si el problema no es la obra; y qué si el problema y la respuesta a una de las preguntas con que comienza esta sección es que lo verdaderamente importante e imperante no es el teatro político, sino una comunidad de espectadores politizados. Y qué si el problema con las críticas que se lanzan contra la obra es que parten de un posicionamiento teórico sobre el teatro que está equivocado. Y qué si el problema es que estamos viendo la obra a través de los ojos de Brecht en lugar de mirar con los nuestros. Y qué si el problema es el público y no la obra. O más bien, qué si el problema es cómo estamos conceptualizando al espectador, al actor, al dramaturgo. ¿Y qué si es que no hemos aprendido nada del siglo veinte?
El Verfremdungseffekt vs la emancipación del espectador: Brecht vs Rancière
“The aim of this technique, known as the alienation effect [Verfremdungseffekt], was to make the spectator adopt an attitude of inquiry and criticism in his approach to the incident. The means were artistic.” -Bertlot Brecht
“This is what ‘emancipation’ means: the blurring of the boundary between those who act and those who look; between individuals and members of a collective body.” -Jacques Rancière
El teatro político en el siglo veinte ha sido un teatro eminentemente marxista. Esto no quiere decir que era necesariamente un teatro de contenido socialista o comunista, aunque en muchas ocasiones lo fue; sino que su fundamento teórico era la teoría de la enajenación marxista. La teoría marxista nos dice que el trabajo en la sociedad capitalista, en la medida en que separa al trabajador de los vínculos con la comunidad, con su entorno local (la tierra) y con el fruto de su trabajo, al equiparar el trabajo a fuerza laboral y esta su vez a un valor en dinero, produce un efecto de enajenación. El trabajador, al vender su fuerza laboral por dinero —en lugar de vender el fruto de su labor (como es el caso de artesanos o agricultores, por ejemplo), queda existencialmente desenraizado, aislado y desconectado de manera directa con los vínculos socio-materiales y con la vida de la comunidad. Este queda solo y condenado a la mera reproducción de su fuerza laboral; su vida se reduce a mera sobrevivencia. Pero esta explotación y reducción del ser humano a mera fuerza laboral queda enmascarada por los aparatos ideológicos del Estado, que crean en el obrero una identificación con los valores de la clase dominante. (Esta es la función ideológica que cumple, por ejemplo, el “American Dream”). De esta manera, el ciudadano en la sociedad capitalista está dos veces plagado por mor del efecto de enajenación que implican los modos de producción capitalista, junto a la identificación con la clase dominante que generan los aparatos ideológicos del Estado. De este modo, la función del político marxista es arrancarle el velo ideológico al ciudadano para que este vea claramente su condición de oprimido y explotado a la que está siendo sometido y logre emanciparse.
Traducido al contexto del teatro, esta teoría de la enajenación implica que el espectador, debido a los procesos de enajenación y de (falsa) identificación con los valores de la clase dominante, ignora su verdadera condición de oprimido y enajenado. La función del teatro político es, entonces, despertar al espectador de su somnolencia ideológica mediante, no solo el contenido político de las piezas de teatro, sino también de su forma. El teórico del teatro y dramaturgo del siglo veinte que más influencia ejerció en este tipo de representación que busca despertar la verdadera conciencia política del espectador mediante ciertas técnicas, fue Bertolt Brecht. En particular, la invención de Brecht de una técnica que genera un efecto de alienación [“Alienation effect” o “A-effect” en inglés y “Verfemdugseffekt” en alemán] que, mediante ciertos medios estéticos produce una actitud crítica en el espectador, relativa a aquello que le está siendo presentado en la obra.
“The first condition for the A-effect’s application to this end is that the stage and auditorium must be purged of everything ‘magical’ and no ‘hypnotic tensions’ should be set up. […] The audience was not ‘worked up’ by displays of temperament or ‘swept away’ by acting with tauntened [sic.] muscles; in short, no attempt was made to put it in a trance and give the illusion of watching an ordinary unrehearsed event. As will be seen presently, the audience’s tendency to plunge into such illusions has to be checked by specific artistic means.” -Bertolt Brecht [mis itálicas]1
Este efecto busca romper con la empatía que te envuelve en la trama “como si” fuese verdadero el relato, para así crear o despertar en el espectador una actitud de sospecha ante las posibles manipulaciones del dramaturgo, que en última instancia —y esta es la apuesta de todo teatro político— se traduzca en una actitud de sospecha crítica ante las manipulaciones y explotaciones ideológicas de la clase dominante. Esto, nos dice Brecht, se ha de lograr por medios artísticos.
Algunas de las técnicas artístico-teatrales para lograr dicho efecto de alienación son, por ejemplo: hacer visibles las luces; hablarle directamente al público; decir las líneas en tercera persona (i.e.: el actor que hace de Hamlet dice en escena: “Hamlet dice: ‘¿Ser o no ser? Esa es la pregunta.”); poner cables (hoy llamados “cables de Brecht”) transversalmente entre el escenario y la audiencia para obstaculizar la visibilidad y hacer romper la ilusión de la “cuarta pared”; cambiarse de vestuario en escena; etcétera, etcétera.
Todas estas técnicas y muchas otras se han usado fructíferamente a lo largo del siglo pasado y lo que va de este en el teatro político mundial. Ahora bien, podríamos argumentar que en su mayoría, estas técnicas han sido cooptadas, fructíferamente también, por el teatro tradicional y por el cine, de tal manera que ya no cumplen el efecto alienador deseado o prescrito por la teoría brechtiana. Por ejemplo, la técnica de hablar directo a la audiencia (o a la cámara) ha sido empleada hasta la saciedad por el cine (Ferris Buller’s Day Off; Annie Hall; Fight Club; High Fidelity; Wit; por mencionar solo algunas) sin el alienador efecto deseado. Cambiarse de ropa en escena ya se ha convertido en una práctica tan usual que ya no llama la atención; hacer visibles las luces o la tramoya, “been there, done that”; y así por el estilo, con todas y cada una de estas técnicas. Más aún, debe ser admitido que esta técnica brechtiana muy bien pudo ser necesaria a mediados del siglo pasado, pero hoy en día cabe cuestionarse su función y necesidad; sobre todo cuando se admite que el cine y la televisión son, desde hace décadas, el mayor factor en la producción y reproducción de realidades y modas ideológicas. En este sentido, todo teatro, sea clásico, experimental o contemporáneo, genera, en comparación con el cine, por sí solo, e independientemente de las intenciones del dramaturgo, director y elenco, una suerte de efecto de alienación. El teatro en el mundo contemporáneo es ya y para siempre una forma extraña de realidad. Nunca pensamos que nos encontramos ante un “hecho” al ir al teatro. Por “naturalistas” que sean los actores y la puesta en escena, nos sentimos ante un espectáculo afectado e hiperbólico. La forma del monólogo ya no imprime en el espectador una sensación de intimidad, sino de extrañeza y perplejidad. El teatro en el siglo veintiuno es siempre medio queer. O como decía Yadiel en escena: “escribir”, y añadamos dirigir, actuar, hacer escenografías, e iluminar, “es cosa de patos”.
Estas razones práctico-estéticas deberían ser suficientes para que reconsideremos nuestra adhesión implícita al brechtianismo, pero existe una razón política de mucho más peso para hacerlo. La teoría brechtiana (y la marxista, dicho sea de paso) requiere, implícitamente, que concibamos a los espectadores como idiotas ignorantes; ovejas enajenadas que no saben lo que hacen, lo que verdaderamente les gusta o les conviene. En fin, implica que los espectadores están perdidos políticamente y que es la labor, función y deber del artista despertarlos, sacarlos de su ensoñamiento pequeñoburgués, tomarlos de la mano y mostrarles el recto camino, cuidarlos de no caer víctimas de esa “tendencia a zambullirse en esas ilusiones” [Brecht].
Puede que la gesta revolucionaria del siglo pasado se haya montado sobre el entendido de que era necesaria una vanguardia o un foco revolucionario que guiase a las masas, tanto en la lucha armada como en la educación revolucionaria.2 Pero el Zeitgeist de la política radical comunista del siglo veintiuno parece apuntar a un repudio de la forma del partido, de la vanguardia paternalista, de toda idea de representación, y por lo tanto, nos dice Alain Badiou, requiere de un rompimiento con la izquierda.3
Debemos romper con esta idea de que un grupo de iluminados va a venir a mostrarnos el camino de la liberación. Es con esta izquierda, definida de esta manera, que debemos romper. ¿Qué si no, nos están diciendo a gritos los movimientos políticos ocurridos en el periodo del 2011 hasta el presente? ¿Qué nos dice la plaza Tahrir, qué la huelga de la UPR, qué Occupy Wall Street, qué España, qué Turquía, qué…?
Si lo político, y en particular la política comunista del siglo veintiuno, parece estarse rebelando contra la forma representacional del partido y contra toda noción de vanguardia entendida como guía de la revolución, y si el teatro político del siglo veinte, y en particular la teoría brechtiana del efecto de alienación como herramienta para despertar una actitud crítica en el espectador, está fundamentada en este tipo de política representativa, ¿no deberíamos, si es que queremos seguir haciendo teatro político, buscar otro fundamento teórico para montar y comprender el teatro en el siglo veintiuno? ¿No debemos dejar atrás a Brecht?
Para estos fines, creo que podemos encontrar algunas pistas en la teoría del espectador emancipado de Jacques Rancière. Rancière nos presenta lo que ha sido la teorízación del teatro político del siglo veinte como una pugna entre la mediación/enajenación del espectáculo del teatro mismo y la salvación/redención que el teatro político pretende implicar.
“‘Good’ theater is one that uses its separated reality in order to abolish it. […] Theater accuses itself of rendering spectators passive and thereby betraying its essence as community action. It consequently assigns itself the mission of reversing its effects and expiating its sins by restoring to spectators ownership of their consciousness and activity.” -Jacques Rancière4
El problema, claro está, estriba en que este posicionamiento requiere que constituyamos al espectador en ente pasivo, inactivo políticamente: equipara ver y escuchar con pasividad y cifra toda la “acción” en el escenario. De ahí que se haga necesario ingeniar toda esa técnica de alienación para despertar y “activar” a los espectadores para que tomen las riendas de su vida y participen activamente de la vida política. Lo curioso es que a este tipo de teatro Rancière no le opone otra nueva técnica para hacer teatro “verdaderamente” político; al teatro él lo deja intacto. Por ejemplo, si preguntásemos: ¿Cómo se hace entonces el nuevo teatro político del siglo veintiuno? ¿Cómo lo reconocemos? ¿Qué características tiene? La única respuesta que podemos dar desde la teoría del espectador emancipado es esta: El teatro político se hace como cualquier teatro, se reconoce como a cualquier teatro y tiene las características de cualquier teatro. Podemos seguir haciendo el teatro que nos dé la gana —brechtiano, incluso. Lo que hay que cambiar es al espectador, o más específicamente, nuestra teoría del mismo.
El problema principal que delata cómo hemos estado mirando al espectador en el teatro político es la inequidad; la inequidad de la inteligencia expresada en una serie de binomios oposicionales que definen los roles del actor vs el espectador. El actor enseña, el espectador aprende; el actor sabe, el espectador ignora; el actor hace, el espectador ve; el actor habla, el espectador escucha. Y aunque parecería que la meta política del teatro brechtiano es abolir estas distinciones y esta distancia entre actores y espectadores, Rancière nos dice que es lo opuesto lo que ocurre:
“But could we not invert the terms of the problem by asking if it is not precisely the desire to abolish the distance that creates it? What makes it possible to pronounce the spectator seated in her place inactive, if not the previously posited radical opposition between the active and the passive? Why identify gaze and passivity, unless on the presupposition that to view means to take pleasure in images and appearances while ignoring the truth behind the image and the reality outside the theater? Why assimilate listening to passivity, unless through the prejudice that speech is the opposite of action? These oppositions […] specifically define a distribution of the sensible, an a priori distribution of the positions and capacities and incapacities attached to these positions. They are embodied allegories of inequality.” [mis itálicas]5
Son estas alegorías de la inequidad, como las llama Rancière, las que tenemos que atacar y eliminar de nuestra teoría del teatro. Para hacerlo tenemos que partir de una postura ético política radical: la igualdad de la inteligencia. Al traste con la teoría de la enajenación marxista, al traste con la desigualdad implícita de las capacidades entre actores y espectadores.
“Being a spectator is not some passive condition that we should transform into activity. It is our normal situation. […] We do not have to transform spectators into actors, and ignoramuses into scholars. We have to recognize the knowledge at work in the ignoramus and the activity peculiar to the spectator.” -Jacques Rancière6
¿Qué encontramos en el teatro si en lugar de partir de la premisa de que los espectadores están enajenados con relación a su propia realidad, partimos de la premisa opuesta? ¿Qué si partimos de la premisa de la igualdad de la inteligencia?
¿Qué es entonces una comunidad de espectadores emancipados? “Una comunidad emancipada” —nos dice Rancière— “es una comunidad de narradores y traductores” (22), narradores de sus propias historias y vidas y traductores de todo lo que ven y escuchan, a los términos compatibles con sus experiencias, vivencias, expectativas y proyectos.
“The collective power shared by the spectators does not stem from the fact that they are members of a collective body or from some specific form of interactivity. It is the power each of them has to translate what she perceives in her own way, to link it to the unique intellectual adventure that makes her similar to all the rest in as much as this adventure is not like any other. […] Every spectator is already an actor in her story; every actor, every man of action, is the spectator of the same story.” (Rancière, 16-17)
La teoría del espectador emancipado no es otra cosa que la aplicación de la tesis de la muerte del autor al teatro. Ya no nos preguntaremos qué nos quiso decir el autor de la obra. La pregunta es cómo se vincula esto que me presentan con mi vida, con mi experiencia, con mis proyectos políticos: qué sentido tiene esto para mí.
De modo que, a la hora de preguntar por lo político en El Mediocre, no podemos preguntar qué nos quiso decir González, por qué se auto-inmoló el Prócer (el nombre que le dan al ex-preso político) en la última escena, o cuál es su propuesta política. ¿A quién le importa lo que quiso decir González? O como nos decía Roland Barthes en su ensayo “La muerte del autor”: “[E]l nacimiento del lector [epectador] llega a expensas de la muerte del autor [dramaturgo].” [mis corchetes y tachaduras] La pregunta es ¿qué ví(mos) (tú y) yo?
Desde este lugar que nos provee la teoría del espectador emancipado, podemos volver a hacernos la pregunta de si El Mediocre es una buena obra y de si es una buena obra política. Veamos por fin a El Mediocre desde una perspectiva emancipada.
Lo político en El Mediocre: notas de un espectador emancipado
“It is in the power of associating and dissociating that the emancipation of the spectator consists —that is to say, the emancipation of each of us as spectator.” -Jacques Rancière
“Para leer, para hacer buen ejercicio de lectura, hay que sacar de contexto un texto.” -Mara Nergón
Yo vi en El Mediocre una obra radicalmente política. Desde su planteamiento escenográfico hasta la tipología de los personajes. El antagonismo —ingrediente esencial de todo planteamiento genuinamente político— estaba planteado en todas partes. La escenografía se dividía en dos: campo y ciudad. Campo a la izquierda y ciudad a la derecha. En el apartamento en la ciudad vivía una pareja de blanquitos pequeñoburgueses: Cristina, la hija del Prócer (representada por la actriz Isel Rodríguez), y Ricardo, el joven capitalista (representado por el actor Israel Lugo). En la casita de campo habitaban dos izquierdistas revolucionarios: Juan, el chota, pone bombas (representado por René Monclova) y Luis, el Prócer, preso político (representado por Teófilo Torres). Entre estos dos extremos: Yadiel y Yanet (representados por Yussef Soto y Jessica Rodríguez, respectivamente). Ellos vivían en el no-lugar, en el barrio, el lugar que no aparece en la escenografía de la obra —las escenas que ocurren en el barrio ocurren en un no-lugar delimitado mediante efectos de iluminación. La trama los ubica, sin embargo, a Yadiel en la casita y a Yanet en el apartamento. Tres espacios (apartamento, casita, barrio); tres lugares-políticos o splaces como diría Badiou (ciudad, campo, barrio); tres parejas (de blanquitos, de revolucionarios, de chamacos de barrio). Tres posicionamientos o subjetividades políticas: (el sujeto oscuro, el sujeto reaccionario, y el sujeto fiel). Inevitable pensar en la tríada hegeliana (tesis, antítesis, síntesis); en la teoría del sujeto de Badiou (la expuesta en Logics of Worlds), ni se diga. Lo político se desborda a chorros en la obra.
En la teoría del sujeto de Alain Badiou este distingue entre tres formas que puede tomar un sujeto político: el sujeto fiel, el sujeto reactivo o reaccionario y el sujeto oscuro. Los tres están definidos por la relación que guardan con el presente, siendo el presente el producto de la fidelidad a un evento por parte del sujeto fiel. Es decir, el sujeto fiel produce un presente distinto al presente del mundo en el que vive. Por ejemplo, un presente comunista en medio del presente capitalista del mundo en el que vivimos. El sujeto reaccionario conoce ese nuevo presente, pero lo niega. Por ejemplo, el socialista que a pesar de conocer el antagonismo entre opresores y oprimidos, prefiere llegar al comunismo por pequeños incrementos democráticos, mediante elecciones, luchas de derechos humanos, todo desde el interior del presente capitalista. El sujeto oscuro, oculta el nuevo presente negándose a aceptar las condiciones que lo generan. Por ejemplo, un capitalista que en lugar de ver que hay ciertas relaciones socio-económicas que generan opresión y por lo tanto, oprimidos y opresores, solo ve individuos trabajadores y fajones e individuos vagos. Es decir, interpreta el presente como consistiendo solo de individuos y no de sujetos políticos, de tal modo que en lugar de ver pobres ve vagos y mantenidos y en lugar de ver capitalistas explotadores ve gente fajona, trabajadora y responsable. Para dar cuenta de estas relaciones con el nuevo presente político que produce el sujeto fiel, Badiou distingue cuatro destinos del sujeto: la producción del presente, su negación, su ocultamiento, y finalmente, su resurrección. Todos los sujetos aparecen en El Mediocre, todos sus destinos nos son presentados.
El sujeto fiel aparece dos veces en la obra, primero en la figura de Luis, el Prócer, que es quien establece el proyecto político comunista como nuevo presente y declara su fidelidad al mismo. Luis, antes de que lo cogieran preso, estaba organizando a su barrio en torno a un proyecto cafetalero, donde todos serían dueños de los medios de producción y todos serían trabajadores en igualdad de condiciones. Mientras tanto, organizaba con Juan un ataque terrorista contra el presente capitalista, planeaban poner una bomba en un hotel, donde iba a haber una convención de banqueros (si mal no recuerdo), para crear una distracción mientras robaban un banco para sacar el dinero para lograr el proyecto cafetalero. El proyecto, tanto del nuevo presente comunista, como el del ataque al viejo presente capitalista, muere en el momento en que el FBI lo coge preso, luego de que alguien lo chotiara. Ese alguien, luego descubrimos, era Juan, el compañero de lucha. La razón que nos da Juan para justificar por qué lo chotió era que había claudicado a la lucha por haberse enamorado.
He aquí en la obra el surgimiento del sujeto reaccionario. Este sujeto tiene dos encarnaciones en la obra: Luis y Juan. La primera es en Luis quien se vuelve reaccionario debido a la ambigüedad que presenta a lo largo de la obra entre su compromiso con la lucha armada y la violencia revolucionaria y su apego a una amante compañera de lucha (antes de ir preso) y a su hija Cristina (luego de regresar). La cárcel lo ha vuelto reaccionario. Estando en la cárcel solo piensa en su hija, se olvida de la lucha armada y al regresar retoma el proyecto del presente comunista, pero esta vez no busca robarle el dinero al sistema, sino buscar inversionistas (Ricardo, el prometido de su hija). El dilema del sujeto reaccionario se ve claramente: Luis sabe que en una sociedad capitalista la gente no invierte dinero para ayudar a los demás, sino a sí mismos y sin embargo, le pide al sistema lo que este no puede dar. Sabe que hay que hacer surgir un nuevo mundo, pero se niega a destruir el viejo. Piensa que puede hacer surgir al nuevo desde el seno del viejo sin recurrir a la violencia ni el terror. Al igual que el socialista (o social demócrata) que sabe que mediante elecciones y enmiendas constitucionales y protestas y activismo no va a lograr una sociedad sin clases, pero aún así piensa que poco a poco se puede ir cambiando el mundo para mejor sin necesidad de una lucha armada. Luis, habiendo perdido toda su fidelidad al proyecto de nuevo presente comunista, se conforma con hacer una cooperativa con inversión de capital externa. Esto lo hace a pesar de que Ricardo le advierte en varias ocasiones que eso de tener “socios” (¿soviets?) no funciona.
La segunda encarnación del sujeto reaccionario es Juan, pero este es solo la caricatura del mismo. Juan dice seguir creyendo en la lucha armada pero, durante los 25 años en que Luis estuvo preso, este no dio un tajo para adelantar la lucha y dejó que el proyecto comunitario se echase a perder dejando en su lugar un barrio destruido por la violencia y las drogas. Este es tal vez el verdadero mediocre.
El sujeto oscuro, es encarnado tanto por Cristina como por Ricardo. Cristina es la forma más pura de este sujeto oscuro en tanto que se rehúsa a ver, a reconocer, el presente comunista: a pesar de que lo conoce decide ocultarlo. Ella, aún sabiendo quién es su padre y cuál era y sigue siendo su proyecto, no logra ver más que a un padre que la abandonó, solo ve la pérdida personal, es incapaz de posar sus ojos sobre lo social en general, no ve categorías ni clases, solo ve gente; gente que se ha jodío trabajando, como dice ella, “pa’ tener las cuatro mierdas que tiene” (ella vive en un apartamento de lujo) y gente vaga o irresponsable como Yanet (ella no limpia las ventanas cuando Cristina quiere y mete a su novio Yadiel a su casa cuando ella no está). Y como es “buena” persona hace sangüichitos pa’ los pobres, porque aunque sean vagos no se les debe dejar morir de hambre. Ricardo, por su parte, representa la hipocresía (o la honestidad radical, que resulta ser lo mismo) del sujeto oscuro, desprecia a los pobres pero va al punto y les compra drogas. No le puede prestar $50,000 dólares a Luis para su cooperativa cafetalera pero se gasta $200,000 en su boda. No cree en la violencia revolucionaria, pero está armáo hasta los dientes. Cree que eso de los “socios” no funciona, pero es porque él mismo se encarga de que no funcione (le roba las semillas de café descafeinado y la idea de mercadearlas a Luis, su “socio”). Esta es gente que no quiere ver que otro mundo es posible. De hecho, cuando la cosa se pone mala, cuando las contradicciones y los antagonismos surgen a plena luz del día, cuando no queda otra que ver la posibilidad de un presente nuevo, estos se van a Florida; escapan al centro del viejo mundo.
Finalmente, se nos presenta el sujeto fiel en su segunda versión: Yadiel. Es en manos de Yadiel que el proyecto del presente comunista ve su resurrección. La figura de Yadiel es la pieza que vincula todo lo político en la obra; sin él no hay síntesis, sin él no se da la transubstanciación de la violencia sin destino —como Yadiel le llama a la violencia de la calle, la del punto— en violencia revolucionaria. Sin él el proyecto revolucionario no encuentra su agente: no tendría quién lo llevase a sus últimas consecuencias.
Pero hablemos primero de Yanet. Yanet representa lo ingobernable, ella es la condición de posibilidad del proyecto comunista: la anarquía democrática en su sentido más puro. Como notó Guillermo Rebollo Gil en su reseña crítica de El Mediocre, titulada “Sobre la yal y el mediocre”, sucede algo radicalmente político hacia el final de la obra, cuando Cristina bota a Yanet (que es su empleada doméstica) por meter a Yadiel a su apartamento y Yanet le dice: “Tú y yo somos la misma cosa.” Es la expresión misma de la igualdad radical. Más allá de las diferencias de clase y raza, son ambas la misma cosa. Si no se parte de esta premisa ningún reclamo político de izquierda, y mucho menos comunista, puede dar un primer paso. Es solo porque somos lo mismo que la injusticia social reclama violencia revolucionaria. Si no fuésemos iguales, si no fuésemos “la misma cosa”, entonces habría un reclamo de gobernanza de parte de los ricos hacia los pobres o de los blanquitos hacia la gente de a pie. Pero si somos la misma cosa, entonces hay que responder: ¿Quiénes son ellos para gobernarnos? Es solo cuando el peso completo de esta pregunta cae sobre nuestros hombros que se puede estar en posición de entender la necesidad de la violencia revolucionaria, la necesidad del terror revolucionario.
Yadiel. Yadiel es un chamaco encojonao. Encojonao porque vive rodeado de un barrio que se está cayendo en cantos, porque su jeva (Yanet) anda con otro, porque él no tiene chavos pa’ mantenerla “legítimamente” (Yadiel tira drogas). Encojonao porque él piensa que se murió el Prócer en la cárcel, que según le cuenta su madre (la amante de Luis antes de que lo cogieran preso), era “como un bichote, pero bueno”. Es este encojonamiento —requisito de toda acción política, pues la gente cómoda y feliz no protesta— el que le permite tener la sensibilidad de reconocer el proyecto del Prócer y decidir resucitarlo.
Yadiel, como dije, trabaja en el punto. Estando en el punto le pegan un tiro. Herido, va a buscar resguardo a la casa del Prócer, que él piensa está abandonada. Allí se encuentra a Luis, que recién regresaba a su casa luego de 25 años preso, quien lo atiende. Luego de un rato, Luis cae en cuenta de que Yadiel es su hijo, pues su amante estaba embarazada cuando lo cogieron preso. Comienza pues una relación y un intercambio de ideas en donde se da y se ve la transformación en el discurso sobre la violencia en Yadiel. Yadiel transforma la violencia “sin destino” como él la llama, la violencia producto del sistema mismo, en violencia revolucionaria: violencia con destino, con proyecto. En lugar de seguir sufriendo la violencia que genera el sistema, se empata con Juan para crear una violencia contra el sistema. O, puesto en palabras de Silvio Rodriguez: Yadiel “descubrió que la guerra era la paz del futuro.”
Yadiel decide unirse a la causa revolucionaria y poner una bomba en el mismo hotel en que la iban a poner 25 años atrás. La fecha del atentado coincide con la boda de Cristina, su hermana, hija de Luis. Luis, ya convertido completamente en sujeto reaccionario, y al aprender que la fecha del atentado pone en riesgo la vida de su hija, decide llamar al FBI y chotea a Yadiel. A Yadiel lo mata la policía, Cristina se casa y se muda a Florida, a Yanet la mata Papo, su sugar daddy, Juan vivito y coliando, y Luis, destruido por el remordimiento, se pone el chaleco-bomba que iba a usar Yadiel y se auto-inmola. Fin de la obra.
Y volvemos al principio de este escrito. ¿Qué nos quiso decir González con esta última escena? ¿Por qué sacó del contexto de la lucha armada puertorriqueña esa violencia? La respuesta, desde la perspectiva de un espectador emancipado es: “no importa.” No importa lo que González quiso decirme. Solo podemos decir lo que eso puede significar para nosotros. Y sin embargo, si hemos de ser consistentes con el postulado de la muerte del autor y de la igualdad de la inteligencia, tendremos que admitir que González es también un espectador emancipado; todos lo somos. Y por lo tanto, preguntar por lo que nos quiso decir él, en tanto que espectador emancipado, participando de la comunidad de narradores y traductores, sí nos debe importar. Es decir, no me parece casualidad la solidez estructural de la obra (la repetición de tres pares de sujetos, tres espacios, tres posicionamientos políticos). Tampoco parece casualidad lo estereotipado de los personajes: estos no representan personas, sino tipologías de sujetos, y en este sentido fueron magistralmente encarnados por todos los actores en su puesta en escena. Y creo que podemos arriesgarnos a decir que el chaleco, alusivo a una violencia fundamentalista islámica, es precisamente la forma de sacar todo el texto de contexto. Todo el texto sobre la violencia revolucionaria local y relacionarlo con la violencia (con y sin destino) global. Es la forma de decirnos que no nos quedemos pegaos pensando si la historia es cónsona con nuestra historia, pues se trata de la historia genérica de la tensión entre los dos tipos de violencia. En este último gesto, en esta última escena, lo que se nos presenta es una propuesta política de ponerle fin al cuarto de siglo mediocre que ha transcurrido desde la caída del bloque soviético hasta el día de hoy. No es casualidad que sean 25 años que estuvo preso el Prócer, o lo que es lo mismo, su proyecto político: el comunismo. Han pasado exactamente 25 años de la caída del bloque soviético y la obra nos propone dejar esa izquierda mediocre atrás con Luis y resucitar el proyecto político del comunismo con Yadiel.
Tal vez esta sea la razón por la que la obra parece ofender a la vieja izquierda, porque su título dice lo que nadie quiere admitir: que la historia de la izquierda independentista en Puerto Rico es la historia del chota, de la desilusión y la falta de entrega a la causa. Que la nuestra es una izquierda mediocre.
Esto fue lo que le saqué a El Mediocre. No creo que haya dejado con este escrito espacio para la duda de que se trata de una pieza de teatro político de gran calibre, pero para verla de esta manera hace falta romper con la vieja izquierda y convertirnos en espectadores emancipados.
- Bertolt Brecht, “Short description of a new technique of acting which produces an alienation effect” en Michael Huxley y Noel Witts (eds.) (1996), The Twentieth Century Performance Reader, Routledge, Nueva York, p. 99. [↩]
- Sobre el papel que jugó y juega el foco revolucionario en el imaginario de la izquierda en América Latina, véase: La guerrilla armada: acción, acontecimiento, sujeto de Juan Duchesne Winter. Ediciones Callejón: San Juan, Puerto Rico (2010). [↩]
- Esto no quiere decir que no haga falta que unos pocos actúen. Es decir, que negar la forma del partido no implica que hace falta un consenso multitudinario y unánime para llevar a cabo actos revolucionarios, revueltas, motines, huelgas, etc. Lo que hace falta es dejar de pensar en esos individuos como “representantes del pueblo.” Como dice Badiou: “A minimal and purified political heterogeneity is a hundred times more combative than a parliamentary armada of represented struggles.” (Theory of The Subject (2009), Continuum, Londres, p. 44). [↩]
- Jacques Rancière (2009), The Emancipated Spectator, Verso, Londres, p. 7. [↩]
- The Emancipated Spectator, p. 12. [↩]
- The Emancipated Spectator, p. 17. [↩]