Detroit, el Tea Party, Obama y Puerto Rico
A tale of two cities
¿Detroit o Puerto Rico? La descripción encaja con la ciudad y con la isla. Hay, por supuesto, diferencias importantes, que no podemos pasar por alto. En el caso de Detroit se trataba de uno de los centros industriales más destacados de una de las más importantes ramas industriales del capitalismo de postguerra. En el caso de Puerto Rico se trataba de operaciones industriales sin eslabonamientos entre sí y operadas por capital externo. En Puerto Rico, por tanto, a diferencia de Detroit, aún en el periodo de expansión (en las décadas de 1950 y 1960) existió un altísimo nivel de desempleo, con su efecto depresivo sobre los salarios y el fomento de la emigración de parte significativa de la fuerza laboral, emigrantes, además, que enfrentan formas particulares de discriminación en la metrópoli. En fin, la historia de Detroit es el relato de la crisis de una parte del centro de una economía capitalista desarrollada, la de Puerto Rico es la historia la de la crisis de una economía colonial.
Sin embargo, las coincidencias no carecen de significado. Nos recuerdan que nuestra crisis particular tiene una dimensión general, que es parte específica de una crisis universal: la crisis del capitalismo, que arropa tanto a Detroit como Puerto Rico. Por lo mismo, nos recuerda que la salida de nuestra crisis particular no puede divorciarse de la salida de la crisis general. Por eso no podemos desatender la forma en que el gobierno federal ha respondido a la crisis.
Lo menos que puede decirse sobre esa respuesta es que hasta ahora ha sido poco alentadora. No me refiero a las políticas promovidas por el Tea Party (sobre lo cual volveremos), sino a las de la administración de Barack Obama, que se presentaba como un cambio, pero cuyas acciones se diferencian mucho menos de lo que cabría esperar de las administraciones republicanas que la precedieron. Antes de ver esa respuesta decepcionante, repasemos algunos aspectos del camino que conduce a la crisis de 2008.
Camino a la crisis
A partir de la década de 1970 termina el periodo de crecimiento acelerado posterior a Segunda Guerra Mundial. La economía capitalista internacional entra en una creciente crisis que se expresa en una caída de las tasas de ganancia (he discutido el tema en otros artículos en 80 grados). La respuesta del capital y sus gobiernos a la crisis busca aumentar la tasa de ganancia a través de una acentuada explotación del trabajo: ese es el denominador común de todas las políticas llamadas neoliberales que empiezan a generalizarse bajo los gobiernos de Reagan y Thatcher en Estados Unidos y Gran Bretaña, respectivamente. Esas políticas incluyen la presión para congelar los salarios nominales y reducir los salarios reales (incluyendo la ofensiva para destruir sindicatos, convenios colectivos y legislación laboral), la reducción de impuestos a las ganancias y a los sectores más ricos, la respuesta al consiguiente déficit del gobierno con la privatización y el recorte de los gastos sociales (que abren más campos de inversión al capital privado y hace más vulnerable a la clase trabajadora ante sus exigencias y presiones). Ejemplo fue la reforma del «welfare» en Estados Unidos promulgada bajo la presidencia de Clinton en 1996 que recortó las prestaciones y las limita a 60 meses por persona. (La ley lleva el fraudulento y grandilocuente nombre de Personal Responsibility and Work Opportunity Reconciliation Act.) El nuevo dogma de la teoría del supply-side y del trickle down (goteo) aseguraba que reducir los impuestos a las ganancias aumentaría la inversión, promovería el crecimiento, cuyos beneficios «gotearían» del capital a los trabajadores. La realidad era, y es, que ante la baja del ingreso real, las familias trabajadoras sobreviven trabajando overtime o enviando más personas a trabajar fuera del hogar. El abismo entre el limitado poder de compra de la mayor parte de la población y las mercancías que el capital necesita vender tan solo puede cubrirse con un aumento monumental del crédito, es decir, de la deuda: préstamos de automóvil y personales, tarjetas de crédito, hipotecas, segundas hipotecas, etc. A esto se añade un elemento fundamental: la creación de nuevas formas de especular con la deuda. Se trata de la llamada titularización (securitization) de la deuda y la expansión del mercado de los llamados «derivados»: hipotecas y deudas de todo tipo se convierten en paquetes que se venden como títulos a inversionistas (bancos, fondos de pensiones, gobiernos, individuos). Más adelante, con el estallido de la crisis, estos títulos que en su momento se presentaban como formas de reducir y distribuir el «riesgo», se convertirán en los famosos «títulos tóxicos», cuyo valor ajustado será una fracción de lo que se pagó por ellos. Esta montaña de riqueza especulativa crece gracias a dos facilitadores que no deben olvidarse: primero, las casas cualificadoras, como Standards & Poors y Moody´s (mismas que se supone juzguen la solvencia de los bonos del ELA) que otorgan la más alta cualificación a esos futuros títulos tóxicos y, segundo, las políticas de desreglamentación neoliberales, como, por ejemplo, la revocación en 1999, también por administración Clinton, de la Ley Glass-Steagall, que, a partir de la experiencia de la Gran Depresión, había separado las actividades de los bancos comerciales (que toman depósitos de particulares) y los bancos de inversión (que especulan con la compra y venta de títulos).
Todo esto se promovía y justificaba con una doctrina que proclamaba que lo público es malo y lo privado bueno, que la disciplina del mercado es la mejor maestra de productividad y eficiencia, que sus castigos a los improductivos son merecidos, que la competencia es dura pero justa, que el peligro y amenaza de sucumbir ante la competencia es el mejor aliciente para la productividad, que los dictados del mercado son inapelables. Como decía un exgobernador de Puerto Rico: «¡que el mercado decida!».
Las consecuencias fueron las que podían esperarse: un estancamiento de los salarios reales y los niveles de vida de la mayoría, un enriquecimiento acelerado del 10% más rico, un aumento, por lo mismo, de la desigualdad y también una divergencia cada vez mayor, y a la larga insostenible, entre una acumulación de riqueza financiera y especulativa y un crecimiento lento de la ganancia generada por el trabajo en el sector productivo. Bastó con que se decubriera que un número creciente de hipotecas en Estados Unidos era impagable para que el edificio financiero montado sobre la deuda se viniese al piso y se iniciara la gran recesión de 2008.
Pero la crisis de 2008 había tenido dos antecentes con diez años de diferencia: a finales de la década de 1980, la crisis producto de la desreglamentación de las instituciones de ahorro y crédito (savings and loans) en Estados Unidos (que ya exigió un rescate multimillonario) y, a finales de la década del 1990, la crisis de la burbuja de inversiones en las empresas vinculadas al internet y sectores afines (y la caída de gigantes como Enron y WorldCom y de casas pioneras en las nuevas formas de especulación como la Long Term Capital Management). La crisis de finales de la siguiente década tan solo podía sorprender a los que habían confundido las doctrinas neoliberales con la realidad del capitalismo.
Las consecuencias humanas de la crisis son conocidas. Bajo la definición más abaracadora de desempleo (que incluye a los que han buscado empleo durante el pasado año y a los que trabajan tiempo parcial pero desean un empleo a tiempo completo) hay cerca de 25 millones de desempleados en Estados Unidos. Más de 11 millones de familias han perdido sus viviendas, más de 17 millones tienen una vivienda cuyo valor ha caído por debajo de las hipotecas que deben. Más de 15% de la población está bajo el nivel de pobreza, cifra más alta en medio siglo. Más de 22 millones de personas se encuentran a menos de la mitad del nivel de pobreza. Cerca del 25% de los niños menores de 6 años viven en condiciones de pobreza. Mientras desaparecen empleos seguros y bien pagados se crean empleos mal pagados, temporeros y precarios, sin beneficios y a tiempo parcial.
Respuestas a la crisis
Lo primero que debe destacarse de la respuesta del gobierno de Bush II y de los sectores empresariales a la crisis que se inicia en 2008 es la total falta de pudor con que, de un día para otro, echaron a un lado las doctrinas sobre las bondades de la disciplina del mercado. Atrás quedaron los sermones sobre la maldad de las distorsiones provocadas por la intervención del gobierno en la economía. Esa doctrina es buena para imponer austeridad a trabajadores empleados y desempleados. Ahora se trataba de rescatar a los más grandes bancos, casas aseguradoras y empresas industriales. Ahora, luego décadas de recortes a programas sociales porque alegadamente no había dinero, aparecen más de $700 mil millones para financiar el primer rescate (bailout) de los bancos y grandes empresas, todavía bajo el gobierno de Bush II. La parte más importante de ese welfare para los bancos fue el programa llamado Troubled Assets Relief Program (TARP), bajo el cual el Banco Popular, por ejemplo, recibió $935 millones. En este caso nadie planteaba que la ayuda gubernamental fomentaba la «dependencia» y minaba la «responsabilidad personal».
De allá para acá se estima que el rescate y la ayuda a los bancos, primero bajo el gobierno de Bush II y luego bajo el de Obama, asciende a más de 9 millones de millones (9 billones en español o 9 trillions en inglés). Ese rescate, además del ya mencionado TARP a cargo del Departamento del Tesoro y financiado con fondos designados por el Congreso, ha incluido diversas medidas y programas adoptadas por la Reserva Federal que incluyen préstamos a prácticamente sin intereses (conocidos como ZIRPs) a los bancos y las políticas conocidas como Quantitative Easing (alivio cuantitativo), conocidas como QE. El mundo de las finanzas, como puede verse, está poblado de estas siglas exóticas, uno de cuyos propósitos es tratar que la persona de a pie desista de intentar entender qué hacen y deshacen estos supuestos «expertos». La QE básicamente conlleva que la Reserva Federal imprime dinero y lo usa para comprar títulos a los grandes bancos (en muchos casos los ya mencionados títulos tóxicos), que de ese modo aumentan el capital que tienen a su disposición. La lógica de estas medidas es la siguiente: rescatar a los bancos reavivará la economía. Al mejorar su situación, los grandes bancos retomarán la inversión y emisión de préstamos y se reactivará la actividad productiva y comercial. Esa ha sido la actitud tanto de la administración Bush II como de la administración Obama.
A los $9 millones de millones (9 trillion) invertidos en rescatar a los bancos hay que añadir otros $3 millones de millones ($3 trillion) invertidos en sucesivos programas de estímulo en 2009, 2010 y 2011. La mayor parte de estos programas de estímulo ha consistido, no de proyectos para crear empleos directamente o auxiliar a las millones de familias en peligro de perder sus hogares, sino de recortes de impuestos a las ganancias y a las grandes empresas. La lógica es la misma que la del rescate del sector financiero: aumentar el dinero en manos de las grandes empresas estimulará la inversión, el aumento del empleo y la recuperación económica. Es decir, la administración Obama, lejos de abandonar, asume buena parte de la lógica de la doctrina del supply side y del trickle down que ya se había inaugurado bajo el gobierno de Reagan. Sus programas de estímulo tan solo proveen alivio temporero a los estados (los fondos ARRA) y nada o casi nada, como ya indicamos, en términos de creación directa de empleo o de alivio para la crisis de vivienda.
El resultado de estas políticas ha sido bastante pobre. La economía de Estados Unidos apenas se recupera lenta y precariamente y sigue bajo la amenaza de una segunda caída recesiva. A pesar de todas las ayudas, los bancos y grandes empresas siguen acaparando una cantidad masiva de capital y no dan muestra de querer invertir productivamente. Según algunos cálculos se trata de cerca de: $1.5 millones de millones (1.5 trillion) en manos de los bancos; $2 millones de millones (2 trillions) en manos de las grandes corporaciones; cerca de $1.2 millones de millones (1.2 trillions) ubicados en paraísos fiscales fuera de Estados Unidos, para un total de cerca de $4 millones de millones (4 trillions). En lugar de invertir, las empresas han usado los fondos puestos a su disposición para comprar sus propias acciones (y aumentar su valor), pagar dividendos a sus accionistas, aumentar la paga de sus ejecutivos y continuar la especulación financiera.
Peor aún: como consecuencia de la insistencia en reducir los impuestos al gran capital y de no revocar las reducciones decretadas por el gobierno de Bush II, los programas de estímulo de Obama se traducen en un aumento del déficit federal. De aquí se agarra el Tea Party y la derecha republicana para lanzar su crítica: los estímulos de Obama no funcionan y aumentan el déficit. Se demuestra una vez más, afirman, que el gobierno debe reducir su intervención al mínimo: se impone una reducción radical de los gastos del gobierno, incluyendo el Seguro Social, Medicare, Medicaid y otros programas. La administración Obama ofrece una resistencia tibia a estos planteamientos y abandona una posición tras otra ante la presión de la derecha republicana: el problema es que Obama comparte buena parte de su actitud sobre cómo reactivar la economía (con estímulos al capital) y sobre la necesidad de recortar el déficit, no imponiendo contribuciones al gran capital, sino recortando gastos sociales. Así, desde 2011 hemos visto varios rounds en que los Republicanos, a cambio de aprobar el presupuesto o un aumento del tope de la deuda del gobierno federal, extraen del gobierno de Obama nuevos y futuros recortes de diversos programas sociales.
Otras respuestas posibles
Economistas liberales como Paul Krugman han criticado las posiciones del Tea Party y de la derecha republicana e incluso demócrata indicando que su obsesión con la reducción del déficit tan solo puede prolongar la crisis. La reducción del gasto público, señala Krugman, solamente puede deprimir la demanda y retrasar la recuperación. La ampliación del gasto público, como se demostró durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, es necesaria para salir de la crisis: el crecimiento sostenido que esa intervención puede generar es la clave para posteriormente superar el déficit de las finanzas del gobierno que, mientras tanto, se haya podido acumular. En ese sentido, Krugman también critica los paquetes de estímulo de Obama por su tamaño insuficiente: para reactivar la economía de Estados Unidos era y es necesario un gasto quizás tres veces mayor que el realizado hasta el presente. Pero, como bien señalan otros economistas, como Jack Rasmus en un libro que recomiendo a los lectores interesados (Obama’s Economy: Recovery for the Few, Londres: Pluto Press, 2011), el problema no es solo la magnitud insuficiente sino la composición de los programas de estímulo: su énfasis en recortes de impuesto y estímulos al gran capital para que éste, a su vez, reactive la economía con el reavivamiento de la inversión privada. El resultado de esa política es una prolongación de la crisis, el aumento del déficit y convertir a la administración Obama, como ya la ha convertido, en rehén de la extrema derecha.
Rasmus y muchos otros plantean que existen alternativas más efectivas, democráticas, justas e igualitarias para salir de la crisis. Sobre esto, además del libro ya indicado recomiendo el de Paul Leblanc y Michael Yates, A Freedom Budget for All Americans (New York: Monthly Review, 2013), que recupera para el presente ideas ya formuladas por el movimiento de derechos civiles en la década de 1960.
El camino que conduce a la gran recesión actual se caracterizó por la creciente concentración de la riqueza, la baja o eliminación de la carga contributiva del gran capital y los sectores más ricos, la privatización y la desreglamentación de la actividad económica, la fe ciega en la competencia y el mercado, la precarización del empleo, los recortes del gasto social y la destrucción de los sindicatos y derechos laborales. Una recuperación duradera y justa debe tomar el camino opuesto. Se debe caracterizar por: la redistribución de la riqueza, una política contributiva que convierta riquezas secuestradas privadamente en recursos públicos, la creciente planificación democrática del desarrollo económico, el empleo e ingreso garantizados para todos y todas, incluyendo la salvaguarda de las pensiones, la actualización del salario mínimo y otras disposiciones laborales, así como el crecimiento de la organización sindical. ¡Basta ya de rescate para los bancos y austeridad para la gente! ¡Basta ya de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas! Si el gobierno rescata los grandes bancos y las grandes corporaciones, entonces debe tener ingerencia en el curso de acción de esas empresas. Si algunos bancos o empresas son «too big too fail», es decir, demasiado grandes para que se permita su colapso, entonces son sencillamente demasiado grandes e importantes para ser operadas privadamente y con fines privados: deben ser administradas como bienes sociales. No se trata de esperar que el gran capital decida invertir y crear empleos cuando le resulte rentable: se trata de tomar el capital paralizado para crear empleos ahora. No se trata de esperar a que los bancos renegocien las hipotecas existentes, sino de ordenar dicha renegociación (o iniciarla, en el caso de entidades semipúblicas como Fannie Mae y Freddie Mac). No se trata de esperar a que el gran capital inicie la conversión masiva del automóvil al transporte público o de la energía fósil a la renovable cuando comprenda la necesidad del cambio y lo considere compatible con sus ganancias, sino de iniciar esa transición con la urgencia que la crisis ecológica impone. Ese programa debe incluir el aumento del salario mínimo. Para que se tenga una idea: para vivir sobre el nivel oficial de pobreza en Estados Unidos se requiere un salario de por lo menos $11 la hora. El salario mínimo actual es $7.25.
Pero, ¿cómo financiar todo esto? ¿Acaso no tienen razón los neoliberales y los Tea partiers cuando dicen que esta es la fórmula para el crecimiento astronómico del déficit? La realidad es que los recursos para todo esto existen, siempre y cuando se esté dispuesto a tocar los privilegios del gran capital que los neoliberales tanto defienden. Sus doctrinas son eso precisamente: una defensa de la santidad de esos privilegios. Para los que piensan que durante una recesión o depresión no puede realizarse un programa como este, me permito recordar que durante la Gran Depresión de la década de 1930, con un nivel de riqueza per cápita mucho menor y en condiciones económicas peores, el gobierno del Presidente Roosevelt se las arregló para ampliar los derechos sindicales con la Ley Wagner (posteriormente revocados en parte por la Ley Taft-Hartley en 1947), crear el sistema de Seguro Social, aprobar la primera ley federal de salario mínimo (la Fair Labor Standards Act de 1938) y crear empleos directos en grandes proyectos de reconstrucción (como la Public Works Administration, entre otros).
Entre las medidas propuestas por diversos autores para hacer posible un programa como el mencionado anteriormente se encuentra revertir los recortes de impuestos a los sectores más ricos adoptados por la administración Bush II. Estas reducciones de impuestos a los grandes acaparadores cuestan al menos $50 mil millones anualmente y mantenerlos costará más de $4 millones de millones (4 trillions) entre 2011 y 2018. Otras medidas para allegar fondos para un plan de reconstrucción son impuestos: (1) a las transacciones financieras (un impuesto de .03%, es decir tres centavos por cada $100 de transacción generaría más de $352 mil millones en diez años); (2) a la riqueza (a diferencia del ingreso) del 1% más rico (un impuesto de 2% a esa riqueza generaría cerca de $400 mil millones al año; (3) a las superganancias de cuatro «industrias» particularmente privilegiadas: la banca, empezando por los 20 bancos más importantes, las más grandes aseguradoras, las empresas petroleras y la industria farmaceútica. En cuanto a las contribuciones sobre ingresos debe regrasarse para el 10% más rico a las tasas vigentes en 1980. Último pero no menos importante sería cumplir una promesa olvidada de Obama: terminar las intervenciones en Irak y Afganistán y reducir el gasto militar. Con lo primero ya se liberarían más de $100 mil millones anuales. Medidas como los ZIRPs o el QE deben aplicarse no para rellenar las arcas de los bancos sino, en todo caso, para rescatar los planes de pensiones y las finanzas de los estados y municipios. En más de un caso, el objetivo de mejorar los servicios y abaratar los costos van de la mano: un seguro universal de pagador único daría mejor servicio de salud a toda la población y reduciría los costos grandemente, como demuestra la experiencia de Canadá y la mayoría de los países de Europa. De igual forma, proveer empleo e ingreso seguro para todos se traducirá en grandes ahorros en los gastos de salud, ayudas por desempleo y del sistema de corrección, servicios relacionados con la adicción, entre otros.
¿Y Puerto Rico?
La contrapartida lógica de un programa de este tipo es el proyecto de reconstrucción de la economía de Puerto Rico de manera tal que pueda emplear las habilidades de su población para satisfacer sus necesidades. La situación existente, como vimos al comienzo de este ensayo, y como comprobamos todos los días, es un desastre para Puerto Rico. También es un desastre para el pueblo trabajador de Estados Unidos, cuyo gobierno destina varios miles de millones de dólares anualmente para compensar parte del daño social y las carencias provocadas por esa economía desarticulada y unilateral. De la situación actual tan solo se benefician unas pocas grandes empresas que extraen de Puerto Rico más de $35 mil millones en ganancias cada año (o al menos las declaran en Puerto Rico para luego extraerlas). Superar esta situación conviene tanto al pueblo trabajador y desposeído de Puerto Rico como al de Estados Unidos. Por eso hemos señalado la necesidad de plantear un plan de reconstrucción económica de Puerto Rico, que debe incluir una ampliación de la inversión pública y del sector cooperativo y que, con fondos federales y la reinversión y recuperación de parte importante de las ganancias que hoy se fugan del país, se plantee la creación de una economía acorde con nuestras necesidades. Entre otras aréas, ese plan debe incluir la recuperación del sector agrícola, según las indicaciones de organizaciones internacionales sobre la seguridad alimentaria, y la necesidad de hacer la transición a la formas de energía renovable.
En mi caso, considero que tal proceso de reconstrucción debe conducir a la independencia de Puerto Rico, en condiciones de colaboración con los movimientos y gobiernos afines de todo el mundo. Sin embargo, considero y reconozco que no hay que ser independentista para apoyar tal reconstrucción económica en Puerto Rico y en Estados Unidos. Al contrario, creo que los que apoyamos tal reconstrucción debemos colaborar en la lucha contra los que pretenden mantener las estructuras y políticas económicas existentes. Pero sería poco realista esperar que los partidos existentes vayan a asumir este programa, sea en Puerto Rico o Estados Unidos. En Estados Unidos ya vimos que la administración Obama no ha pasado de intentar estimular la inversión del gran capital. En Puerto Rico hay que decir lo mismo del Partido Popular Democrático y del Partido Nuevo Progresista. Para impulsar una reconstrucción económica verdadera hacen falta nuevos movimientos sociales, un sindicalismo renovado y nuevos programas y partidos que los promuvan, tanto en Puerto Rico como Estados Unidos. Esa me parece que debe ser la orientación de los esfuerzos por salir de la crisis de los que vivimimos en Puerto Rico, de los cuatro millones de puertorriqueños que viven en Estados Unidos y de nuestros esfuerzos por construir alianzas con los movimientos sociales y políticos en ese país. El hecho de que en la actualidad los que defendemos estas posiciones tanto en Estados Unidos como Puerto Rico somos minorías tan solo subraya la importancia del trabajo conjunto.