Doble tanda con Jim Jarmusch
1. El límite presupone control
Recuerdo que la sala estaba casi vacía. Solo dos personas, ambas solitarias como yo, me acompañaban anónimamente. Ya van seis años y todavía me puedo ver frente a esa pantalla. Es una sensación perfectamente incómoda, un desliz agraciado que me produce una suerte de desorientación frente al pensamiento de ayer, ante la huella de lo recién presenciado; tal pareciera que su rumor permanece en mí. Esas intimidades en torno a Limits of Control (2008), de Jim Jarmusch, se reconfiguran a modo de círculo hermenéutico en el espectador. En ese momento en que salgo del tiempo -navegando en la esfera referencial- se me ocurre la pregunta clave: ¿Hacia dónde se interpretan las pantallas?
Com0 punto de partida, podríamos decir que la experiencia cinematográfica produce una sensación necesariamente contradictoria; por un lado, requiere de extrema pasividad física ante un entorno cuyos alrededores están diseñados para que se pueda, en teoría, lograr la desconexión de todo estímulo o distracción menos el de la pantalla. Distinto al teatro, o a cualquier otro tipo de performance en directo que asuma la promesa (amenaza, en algunos casos) de una representación limitada al espacio y temporalidad singulares al proscenio, el cine pretende que todo espectador reaccione a una misma representación estética. La tenue iluminación, el efecto de separación en la ambientación sonora, las dimensiones de la pantalla, el montaje y la duración específica de cada minúsculo elemento dentro de la película, contribuyen a proveer unicidad.
Una vez se monta, se copia y se proyecta, el cine se encierra en una inevitabilidad, reproduciéndose como una exaltación ontológica de la muerte. Hay un control absoluto del tiempo posmórtem, que informa nuestra participación, así facilitando una discursividad intersubjetiva muy particular. Si bien es cierto que una película determinada siempre se mantiene exacta en su duración cronométrica, también es cierto que ese aire de inmutabilidad hace que el cine sea una de las expresiones idóneas para ejercer un criterio de interpretación que rebase esos límites. Aunque la designación en sí de la pantalla es inmutable, nuestros retornos a la misma siempre traen consigo una apertura a nuevas perspectivas de apreciación crítica.
Mediante este breve y fragmentario análisis de las particularidades sepulcrales del cine, me reencuentro justamente con el camino hacia los límites del control metacinemático. El pertinente filme de Jarmusch, o al menos mi memoria atemporal del mismo, carece de gran complejidad narrativa; es sencillo sin redundar en la simpleza. Básicamente se sigue a un innombrado protagonista, interpretado por el debonair Isaach De Bankolé, vestido en sofisticados trajes, mientras se traslada por algunas ciudades españolas que exuden un aura de seducción histórica. Al parecer el personaje se encuentra en una misión de espionaje/terrorismo que lo lleva a interactuar individualmente con varios personajes, quienes crípticamente le van dando instrucciones para cumplir el objetivo de su misteriosa búsqueda. Curiosamente, todos parecen extranjeros (al igual que el innombrado), intercambiando un código que identifica quién es aliado o enemigo, de acuerdo con una respuesta en la negativa a la interrogante de índole lingüística: “¿Sabes hablar español?”. Ese significador cultural, que resalta la extemporaneidad sobre el espacio compartida por los personajes, sugiere la concepción de un tercero aporético, un sujeto tal vez múltiple, desde el cual Jarmusch va escudriñando el espectro de un otro.
Las diferencias idiomáticas han sido tema recurrente en la obra del realizador. Lo podemos comprobar en elementos tales como el choque cultural experimentado por la prima proveniente del «viejo mundo» en Stranger than Paradise (1984), el «ice cream-tú, gritando-todos mantecado» de Roberto Beningni en Down by Law (1986), los japoneses (ir)reverentes hacia la cultura de Memphis en Mystery Train (1989) y, posiblemente en su instancia más evidente, la íntima y abarcadora amistad entre el haitiano que no sabe inglés y el estadounidense que no sabe creole en Ghost Dog: The Way of the Samurai (1999). Ahora, aun cuando es posible tener una interpretación bajo ese marco de continuidad temática, Limits of Control hace uso del lenguaje para proponer otra función que, en mi opinión, apunta hacia nuevas constelaciones en el cosmos Jarmusch. Sus proyectos anteriores señalan a una modalidad de la pantalla que se reproduce hacia sí misma -no solo porque todas sus tramas se resuelven bajo sus propias lógicas internas, sino porque toda significación posible se encuentra dentro de las piezas mismas; son círculos o planos que revierten sobre sí; obedeciendo únicamente a sus propios ímpetus narrativos. Por lo general el espectador es capaz de identificarse con su forma, aunque no suele ser reciprocado en la difusión de esta configuración imaginística, ya que solo se puede acceder a la muerte en lo relativo a su carácter de preterición o inteligibilidad; el confort otorgado por la pantalla recae en la evasión del mundo exterior.
Es cuando Jarmusch hace hincapié sobre su limitado control como cineasta que el diálogo previamente aludido se hace tangible, proveyéndonos una alteridad a su vez incómoda, como estimulante. Este fenómeno es lo que facilita que el innombrado siempre mantenga un pie fuera de la pantalla, dando relieve a su dimensionalidad. De hecho, recuerdo pensar que ese otro pie le pertenecía a uno de mis acompañantes de sala; que ese otro pie era una extensión de mi cuerpo. Que soy un espectador y que la película lo sabe; que el resto de mi cuerpo es parte de la pantalla.
Creo haber escrito esto antes, y algo me dice que no es mera digresión. Si me desvío, sé que reencontraré mi camino. Me devuelvo al ritmo y ahora, ya avanzada la nimia trama, veo que el innombrado está acompañado de una mujer desnuda. Mantienen una interacción muy extraña. Ella, de manera explícita y constante, le implora cualquier tipo de contacto sexual. Sin embargo, aun cuando ella le excita sin reparo, el innombrado parece reconocer su rol como proxy del espectador, dejándole sin otra opción que rechazarla. En este caso, el acto sexual no puede consumarse ya que, durante el proceso de asimilación por parte del espectador, el acto en sí es, precisamente, nada más que una imagen: un constructo apetecible, pero imposible de palpar. La fémina no se percata -como todos los personajes anteriores, no es más que una emulsión inconsciente de la pantalla- pero el innombrado sí logra intuir ese deseo, cobrando sucesivamente una conciencia silente.
En medio de todo esto, el marco de referencia nos lleva de la mirada por parajes españoles, prácticamente tomados de alguna crónica de viajes, abrumándonos con su musicalidad, a medida que nos envuelven en su regazo. Dentro de una barra presenciamos el ensayo de un recital de flamenco. Unos pasos de baile gráciles, una voz quebrantada/vociferante, y el estribillo: «el que se crea [por] grande, que vaya al cementerio». ¿Será que me leyeron? Siempre que llego a este momento el sonido se torna tan familiar, tan mortal, tan vivo. Más allá de nuestro trip metatextual, Jarmusch, el innombrado y yo dejamos que la escena musical nos estremezca. Solo puedo pensar en dos posibles correspondencias: Rebekah del Río llorando y despertando con un genial cover de Roy Orbison en Mulholland Dr. (2001), y Caetano Veloso provocando el llanto en Marisa Paredes con su nocturno en Hable con ella (2002).
De vuelta a la vuelta, la mujer desnuda parece haber fallecido. Con impulso vengativo el innombrado -nosotros- se acerca al instante determinante, y de pronto -«usando su imaginación»- se encuentra de cara al blanco de su persecución. Su búsqueda concluye con una salida de rauda facilidad que, consecuentemente, nos aproxima al límite nominal del control. ¿Hacia dónde nos dirigimos cuando se satisface la dimensión narrativa? En mi lectura, Jarmusch supone una respuesta al final.
El innombrado se torna concretamente espectador, y una vez superado el punto en que la mayoría de las películas culminarían, alcanzamos a ver una secuencia en la que este silenciosamente dirige su mirada a lo largo de la galería de un museo. Su contemplación varía dependiendo del cuadro. El último en esta secuencia es el único objeto que lo invita a sentarse. Lo podemos ver con la mirada fija sobre un lienzo gigante. El cuadro contiene una lona blanca y completamente vaciada de contenido: la pantalla en sí. De ahí, cortamos a un aeropuerto. En uno de los baños, observamos la primera y única vez en que el innombrado se cambia de su usual vestimenta formal. Ahora viste como un cualquiera, logrando que su semblante se transforme en un ente indistinguible del espacio. Este se va caminando mientras la cámara permanece en el baño. Con cada paso que da se va alejando de la imagen. Se hace uno con la multitud, y justo antes de desaparecer completamente del encuadre, acontece un movimiento visual, un temblor que jamaquea la cámara hasta que se cae de su montura. De manera violenta culminamos en el rito de los créditos fílmicos.
El parpadeo de las luces se confunde con mis ojos y puedo ver que la película me ha abandonado, haciéndome reconocer que soy uno con el ahora. El Jarmusch/innombrado me provocó; me incitó a buscar una realidad fuera de la muerte. El temblor es una burla; allí, tras el plano, no hay nada. Tengo que seguir caminando. La pantalla nunca existió y/o se interpreta al que interpreta.
2. La pantalla que sobrevive: Amor, creador y mirada
Tratando de cercar los límites experienciales sugeridos por Limits of Control (2008), recientemente me sumergí en las entrañas de internet y encontré la nueva película de Jim Jarmusch. Aunque hasta donde sé todavía no ha estrenado en las salas de Puerto Rico, Only Lovers Left Alive (2013) ya es parte de mi pasado. Quiero pensar que esto de acceder de manera ilícita, esto de aportar al flujo de la dimensión pirata, corresponde al reto que me antepuso el innombrado. En mi ilusión de renegar de la pantalla, ver desde la comodidad/encerrona de mi cama infiere cierta blasfemia del espectador. El cine sigue significando un tipo de muerte; la película continúa inalterable a pesar de sus contextos de proyección, pero ahora soy yo el rey forense de su defunción, la cual manipulo con el control temporal de las pausas, con mi poder para repetir cada momento de manera improvista, con mi conocimiento de que aun comenzada, siempre puedo posponer su transcurso. Sin embargo, tal vez porque estuve demasiado consciente de mi albedrío, Lovers no me sobrecogió con el mismo ímpetu que Limits.
Esta vez la trama es un poco más compleja, siguiendo a más de un solitario personaje principal. Adam y Eve, nuestros protagonistas, son interpretados por Tom Hiddleston y Tilda Swinton. Son una pareja de vampiros que lleva muchísimo tiempo de separación. Todavía se aman y se contactan con frecuencia, pero desde hace una serie incalculable de décadas viven en países distintos. Rápido notamos que sus personalidades son complementarias: Adam siendo un artista musical, cuyas últimas grabaciones desearía mantener en el anonimato; Eve como una voraz lectora que domina el arte de la apreciación estética.
Al comienzo de la película, ella vive su vampirismo bohemio en Tánger. Se pasea etérea y glamorosa por las históricas calles y se relaciona con otro viejo vampiro que le facilita la sangre necesaria sin tener que repercutir en asesinatos. Simultáneamente, vemos parte de la cotidianidad de su amante en Detroit, quien tampoco recurre a la violencia para alimentarse (en su caso, le paga a un médico por empaques de sangre donada), y ocupa sus días en la soledad de su hogar. Adam vive entre sus guitarras y equipo de grabación, reproduciéndose en una implosión artística que no le provee felicidad. Su hermetismo cultural, crea arte que no pretende ensuciarse con audiencias, le confiere control sin trascendencia. La única persona que ha escuchado su música es un joven a quien infrecuentemente emplea para encomendarle algunos recados. Una vez avanza la trama, los amantes se reencuentran en la casa de Adam y logran consumar su relación como si el tiempo no existiera.
Eventualmente ocurren otras complicaciones, desembocando en la realización del mayor temor de Adam: la diseminación pública de su música. La reacción de los amantes es extrema y pronto ejercen sus poderes vampíricos sobre ciertos humanos. Más allá de estos breves exabruptos de tensión dramática, no me parece que escudriñarse en la narrativa sea de gran importancia. Lo verdaderamente interesante del filme es su dialogismo temático, que en mi opinión retoma las ideas sobre el rol del espectador sugeridas en Limits.
Lovers añade dos elementos clave al proceso de asimilación/destrucción de la pantalla: la consecuencia del sujeto creador y la indiferencia del espectador duplicado, ahora concebido en su carácter de audiencia. Eve, por su parte, representa al esteta ideal. Su conocimiento y poder apreciativo le permite gran capacidad de internalizar el arte más allá de meramente consumirlo. Me pregunto si esta es una proyección de Jarmusch, quien concibe un personaje que tal vez hubiese comprendido la intención de Limits -injustificadamente su película menos exitosa, tanto en la taquilla, como en la crítica. Lovers, curiosamente, sí ha tenido reconocimiento, pero aunque a nivel sensorial es muy gratificante (la cinematografía y banda sonora son excelentes), los diálogos carecen de sutileza. La película funciona dentro de su círculo teórico-conceptual, pero es muy fácil enajenarse de la experiencia como experiencia en sí.
Pese a mis reservas sobre el filme quisiera subrayar sus atributos metatextuales. Me llama la atención el que Eve no se asemeje al resto de los sujetos que se han confrontado al arte de Adam. La diferencia es que ella –vampiresa al fin- es de los pocos entes capaces de superar la eventualidad de la muerte, a diferencia de los entusiastas humanos. Esa masa, que Adam tilda de zombis, es el público. En uno de los desvíos narrativos -que si bien no es importante para la trama tampoco implica un desvío de sus ideas- tenemos una escena en que los amantes presencian una emocionante interpretación musical de la libanesa Yasmine Hamdan. A modo de espejo invertido, esta secuencia provee la antítesis del innombrado y de su silenciosa apreciación por los embates sensoriales del flamenco. Muy distinto a lo que vimos en Limits, los amantes comentan directamente sobre lo visto. Adam reconoce gran maestría en Hamdan, lo que le provoca indignación, ya que, según su visión desdichada del público-zombi, una vez la intérprete logre cierto nivel de popularidad perderá su propósito. ¿Estará Jarmusch adjudicando jerarquías de apreciación? ¿Se pretende, entonces, que uno se identifique con Adam o se supone que lo cuestionemos?
Hay otras escenas que presentan esta cosmovisión del artista, que ama al espectador y reniega de la audiencia, aludiendo a un juego de identidades co-dependientes. A mi entender, Lovers plantea que la tensión entre el artista y su posible audiencia es, precisamente, lo que potencia la concepción plena del objeto de arte. El ejercicio de entendimiento puramente racional no es una cualidad necesaria, pero la creación artística no existe hasta que un otro la pueda dirimir. Por lo menos, esta reflexión fue lo que extrapolé de la última escena, la conclusión temática/emocional donde Adam y Eve conversan sobre la teoría del entrelazamiento cuántico. Ella, sabiendo la respuesta, le pregunta sobre la relación entre las partículas separadas, a lo que él responde que «aun en universos opuestos, cuando le haces algo a una partícula entrelazada, su homóloga se afecta de manera idéntica». Esta meditación parece dotarlos de cierto confort existencial, impulsándoles a convertir a una pareja de humanos en vampiros; la única vez que los vemos hacer tal cosa. El asecho de los amantes, que nunca vemos totalmente consumido, nos deja en un estado de continuidad después de la pantalla. Con Lovers verificamos que el vampirismo es una negación de la muerte. Ello sugiere un sujeto-creador incapaz de concluirse y, por ende, siempre afincado en la relevancia. El artista (Adam, el innombrado, Jarmusch) no puede existir unívocamente, por lo que, junto a su espectadora individuada (Eve, el innombrado, nosotros), necesita cultivarse en un público. Al igual que en Limits, se alza una provocación acerca de los significadores polivalentes de la pantalla.
No estoy superdotado de conclusiones, dirimo concienzudo y emotivo a la vez, pero vislumbro la génesis de un modelo de apreciación crítica en el esquema mimético del innombrado/vampiro/cineasta. Mientras me reconstruyo en el comentario, siento cómo la partícula del cine nos entrelaza. La dobletanda, la concatenación de los límites y los amantes, compone una correspondencia particular. Dicha disparidad en mis espacios de proyección condiciona la experiencia de cada película y, a modo de epifanía desdoblada, me hace recaer en la interrogante originaria. ¿Exculpar o encadenar? ¿Amarla o limitarme a admirarla? Solo puedo responder desde el rol que adopto. Escribir a posteriori, invocar una respuesta, es como beber sangre, como prender la computadora, o sentarme en la sala o recostarme en la cama. Reconozco el eterno retorno de la pantalla y sé que la muerte nunca descansa.