El Bosco: Ten cuidado, que Dios está mirando
Mientras que la Italia del siglo XVI se nos presenta como el culmen del Renacimiento, del humanismo y de la búsqueda del pensamiento científico, mientras Miguel Ángel realizaba su magnífico David y una de las esculturas para la tumba de Julio II (su famoso Moisés), un pintor del norte realizaba un tríptico moralizante y simbólico, caótico y críptico llamado “El Jardín de la Delicias”.
Desconocemos gran parte de los aspectos de su vida y su obra; hoy día, nos resulta tan enigmática como atractiva. El Bosco, Hieronymus Bosch, a penas ha dejado datos en algunos documentos notariales, pero nos ha dejado sus pinturas realizadas con un lenguaje ajeno a nuestro tiempo y a nuestra cultura contemporánea. Lo que en su época fue seguramente comprendido, hoy se nos escapa, aunque no podamos dejar de mirarlo y admirarlo.
Tal vez esa seducción que produce en nosotros es la que nos hace buscar significados y explicación a símbolos e imágenes que no podemos comprender. El Bosco nos habla desde unas claves que hemos perdido, con unos símbolos que no entendemos y con unos principios moralizantes que ya no son los nuestros. De ahí la dificultad, de ahí la fascinación, de ahí el reto intelectual y estético que nos provoca un artista como él.
Artistas de las vanguardias del siglo XX como Dalí, Buñuel, Magritte o Ernst, se sintieron impactados por esas imágenes que quisieron interpretar con su óptica, fascinada por el sicoanálisis y Freud. Un intento arrogante de querer traducir a su propio tiempo y lenguaje aquello que no entendían. Intento fallido. El Bosco maneja símbolos de una complejidad enorme pertenecientes a una época pasada que nada tuvo que ver ni con Freud ni con el surrealismo, sino con una larga tradición iconográfica que venía sucediéndose en el arte europeo a lo largo de toda la Edad Media.
El Bosco, perteneciente a una familia de pintores y casado con una mujer muy rica, tuvo unos interlocutores iniciados, inteligentes y cultos que fueron sus comitentes, como el mismísimo Felipe el Hermoso, duque de Borgoña e hijo del emperador Maximiliano. Un espectador semejante, podía entender, por ejemplo, que un sapo o una rana eran símbolos de la lujuria, ya que era un animal que venía viendo en las escenas del Juicio Final de algunas catedrales góticas, en los libros iluminados o en la lectura atenta del Apocalipsis: “Vi que de la boca del Dragón salían tres espíritus inmundos como ranas”. Nosotros, tenemos que acudir a un bestiario medieval para empezar a descifrar estas imágenes que, en el caso de “El Jardín de la Delicias”, son cientos.
No hay que olvidar que el pintor fue miembro de una cofradía importante en su ciudad, la de Nuestra Señora, para cuya capilla pintó una de sus más bellas y delicadas obras, “La adoración de los Reyes Magos” (hoy en el Museo del Prado). Los miembros de esta cofradía tenían indulgencias otorgadas por el Papa que les aseguraban la redención de los pecados.
Sin duda, El Bosco debió ser un fiel creyente, convencido de que el mejor camino hacia la salvación era evitar la tentación y sus obras nos hablan de las consecuencias irremediables del pecado y de los horrores del infierno para quienes no se alejan prudentemente de las tentaciones. Pensamiento muy diferente al que plantea que para salvarse hay que hacer obras buenas, que no se trata de no hacer el mal, sino de hacer el bien. El camino de salvación que propone El Bosco es el de la ascesis, identificar los pecados y luchar contra ellos y en este camino cargado de negatividad, no está el amor.
“El Jardín de la Delicias”, una de sus obras más bellas y celebradas, es un tríptico que, cerrado, nos ofrece en grisalla un universo a mitad de la Creación y un Dios creador observador en la esquina superior izquierda. Cuando se abre la obra, aparece ante nosotros una maravillosa sinfonía de colores e imágenes que debemos leer de izquierda a derecha. La primera tabla, nos presenta un paraíso, en el que Dios creador es representado con la apariencia de Cristo. Protagonizando la escena, la fuente de la vida y multitud de animales y plantas, mientras el creador nos mira a nosotros.
La tabla central representa las tentaciones que los seres humanos van a tener en el mundo; especial cuidado hay que tener con la lujuria, que está representada de manera insistente en todas sus formas. Y, finalmente, la tabla de la derecha representa las penas del infierno. Cada detalle, cada uno de los personajes, cada imagen, nos habla de la enorme cultura de El Bosco, de su capacidad de observación y de su imaginación creadora. Una obra fascinante, llena ironía, mensajes morales y misteriosos enigmas
Ya en el siglo XVI se hicieron interpretaciones descabelladas de las imágenes de El Bosco, acusándolo de pertenecer a sectas y a prácticas oscurantistas. Ante estas acusaciones, el padre Sigüenza, bibliotecario del rey Felipe II, defendió la innegable carga moral y ortodoxa de uno de los pintores preferidos de su señor ,y se encarga de recordar que sus obras tienen un carácter intelectual y que así es como hay que leerlas: “sus pinturas son de cuidado y estudio y con estudio se han de mirar”.
Efectivamente, el pintor causó una enorme atracción sobre Felipe II, el llamado Rey Prudente, que adquirió lo que hoy en día conforma la mejor colección de originales del artista, pertenecientes al Museo del Prado (Madrid) y al Patrimonio Nacional español. El monarca eligió las pinturas de El Bosco para las salas del palacio reservadas a la familia real, incluso algunas de ellas, como “La Mesa de los pecados capitales”, lo acompañó en sus habitaciones privadas. Esta magnífica pieza, muestra un gran ojo en el centro con un Cristo redentor y la inscripción que advierte: “Cave, cave, Deus videt”.
Ten cuidado, que Dios está mirando.
Los siete pecados capitales están representados alrededor con imágenes que ilustran los vicios: la soberbia, encarnada por una mujer; la gula, una familia de glotones; la lujuria, dos parejas dedicadas a la seducción no ven el dolor cerca de ellos; la pereza, un sacerdote dormitando; la envidia, todos desean lo que tiene el otro; la ira, dos borrachos peleando; la avaricia, un juez corrupto.
En las esquinas de la mesa están las postrimerías, en cuatro círculos donde se representa la muerte, el juicio final, el cielo y el infierno.
Se trata de una obra con un mensaje claro para el espectador, que, además puede leer dos inscripciones del Deuteronomio que vienen a completarlo:
“Esa gente ha perdido el juicio y carece de inteligencia, si fuesen sensatos entenderían la suerte que les espera» y «Esconderé de ellos mi rostro y consideraré sus postrimerías”.
La amenaza de las penas del infierno como disuasivo para no caer en el pecado. De nuevo, nada de amor en el mensaje.
Cuando El Bosco no acomete temas de carácter religioso, sigue advirtiendo al espectador sobre los riesgos de elegir el mal camino. Así, en “La extracción de la piedra de la locura” con grandes dosis de humor, nos habla de cómo la ignorancia lleva a los supersticiosos a ponerse en manos de los charlatanes que lo que buscan es el dinero. La falsa ciencia, la falsa cultura, es criticada sin compasión y de la crítica no se libra ni el clero, puesto que algunos de sus miembros son cómplices de patrañas engañosas.
En esta obra, al fondo, apreciamos otro de los aspectos de la pintura de El Bosco: el paisaje. Minucioso y detallado con primor, envuelto en azules y grises con verdes, nos habla de las ciudades del norte de Europa, de sus imponentes agujas góticas llenas de encajes realizados en piedra y nos habla también de la aplicación de la perspectiva atmosférica partiendo de la observación de que el aire desdibuja los contornos y la paleta se enfría.
Vimos, vemos y veremos a El Bosco con nuestros propios ojos y nuestro propio contexto histórico y cultural, así en el siglo XVII, Quevedo en su obra El Sueño del Alguacil endemoniado o Diálogo Apologético, señala la falta de fe del artista y lo define como un descreído que pinta escenas «lascivas».
La minuciosidad y la impecable técnica de El Bosco nos dejan maravillados. Las modernas técnicas de infrarrojos nos permiten incluso ver el dibujo subyacente e inferir el gozo con el que debió realizar su trabajo, detenido en cada pliegue, en cada sombra, en cada pincelada. Utilizaba pinceles de una finura inverosímil que le permitían hacer veladuras, pintar detalles ínfimos o dejar caer pequeñas gotas, allí donde deseaba mayor textura. Pintaba con lupa cada detalle y su experiencia, de la mano de su imaginación, lo llevaron a realizar obras que nunca dejaran de atraparnos.
Hasta el 11 de septiembre, puede verse en Madrid en el Museo del Prado, El Bosco, la exposición del V centenario.