El enamorado de la muerta/e: Diálogo reseña con/de «La invención de Morel» y «La invención del amor»
Empero, si concebimos el síntoma tal como fue articulado en los últimos escritos y seminarios de Lacan –como, por ejemplo, cuando habla sobre “Joyce el síntoma”—, a saber, como una formación significante particular que confiere al sujeto su propia consistencia ontológica, permitiéndole estructurar su relación básica y constitutiva con el goce (jouissance), entonces toda la relación se invierte: si el síntoma se disuelve, el sujeto mismo pierde pie, se desintegra. En este sentido, “la mujer es un síntoma del hombre” significa que el hombre mismo existe únicamente a través de la mujer como su síntoma: toda su consistencia ontológica cuelga, está suspendida de su síntoma, es “externalizada” en su síntoma.
-Slavoj Žižek, Goza tu síntoma.
Estudio la literatura gótica con mis estudiantes y me fijo en que la expresión clásica de este género a lo que le teme es al otro y con él a la mujer. Ella se vuelve seductora, pierde su castidad, cuando está en contacto con el extranjero que la corrompe (el Conde Drácula es de Transilvania). Mary Shelley, en Frankestein, por su parte, representa este miedo a través de un doctor que le roba a la mujer y a la naturaleza (que en la literatura más clásica tienden a ser una y la misma cosa) la posibilidad (¿el privilegio?) de la reproducción, por lo que lo castiga con las consecuencias monstruosas de este acto. Pero han pasado siglos desde que el romanticismo en Europa derivó en literatura gótica como una reacción a lo ominoso implícito en el proyecto moderno que ponía en contacto, debido a las redes comerciales y a las cartas de derechos, al yo cartesiano con sus otredades, a la vez que éstas reclamaban participación igualitaria en los procesos del proyecto democrático. Hoy lo gótico retorna cual fantasma pero, en cada regreso de lo mismo a otro contexto, esa cosa adquirirá nuevas cualidades. Me interesa pensar los modos en que la escritura que se produce en español hoy en día recompone los miedos del pasado hasta convertirlos en otra cosa. Es en este contexto que entiendo la cita con la que comienzo esta reflexión. Más allá de absolutos, el hombre que tiene a la mujer como su síntoma es el sujeto cartesiano (así lo explica el propio Žižek en otras partes del libro que cito). El sujeto posmoderno asumirá su síntoma como imposible, a la vez que inevitable. Dice:La denominada resolución “normal” del complejo de Edipo (la identificación simbólica con la metáfora paterna, es decir, con la agencia de la prohibición) no es en última instancia más que un modo que tiene el sujeto de evitar el atolladero constitutivo del deseo, transformando en prohibición la imposibilidad intrínseca de su satisfacción: como si fuera posible satisfacer el deseo, de no mediar la prohibición que le cierra el paso… Sin embargo, el psicoanálisis no “apuesta al padre”; la meta del proceso analítico no es en absoluto generar una identificación “exitosa” con el Nombre-del-Padre sino, por el contrario, inducir al analizante a que elija “lo peor” en la alternativa “el padre o lo peor” (le père ou le pire), es decir, que disuelva al padre qua síntoma eligiendo el atolladero del deseo, asumiendo plenamente la imposiblidad constitutiva del deseo (345).
Dicho en otras palabras, Edipo se identifica con el padre al sacarse los ojos, que equivale a una castración, en castigo por haber deseado el objeto equivocado, pero es que es imposible satisfacer el deseo, por lo que su prohibición es una redundancia. Se lo prohibe porque es imposible de todos modos. Según Žižek, el análisis ayuda a asumir esta imposibilidad, a vivir con ella y rendirse a la persecución del deseo, puesto que éste nos mueve.
Según Teresa de Lauretis, filósofa feminista, el deseo de atrapar a la mujer es lo que ha movido la literatura occidental desde sus inicios. Para explicar esto utiliza un cuento de Calvino como ilustración. Es el cuento que narra la historia de la ciudad de Zobeida:
They tell this tale of its foundation: men of various nations had an indentical dream. They saw a woman running at night through an unknown city; she was seen from behind, with long hair, and she was naked. They dreamed of pursuing her. As they twisted and turned, each of them lost her. After the dream they set out in search of that city; they never found it, but they found one another; they decided to build a city like the one in the dream. In laying out the streets, each followed the course of his pursuit; at the spot where they had lost the fugitive’s trail, they arranged spaces and walls differently from the dream, so she would be unable to escape again.
This was the City of Zobeide, where they settled, waiting for that scene to be repeated one night. None of them, asleep or awake, ever saw the woman again. (citado en Alice Doen’t, 12).
De Lauretis pasa a explicar que la mujer en la cultura occidental es la fuente del impulso a la representación y su objetivo último e inalcanzable (13). Laura, Fiametta, Elisa, Dulcinea, Filí-Melé, son proyecciones del yo. No tienen que estar presentes en el diálogo con ellas. No tienen ni que estar vivas. En esa medida son fantasmas; proyecciones del imaginario.
La invención de Morel, del escritor argentino Adolfo Bioy Casares, contemporáneo y amigo de Borges, representa esta idea desde una reflexión sobre la escritura misma. En este caso la escritura se vuelve una máquina, como la máquina productiva que es el deseo para Deleuze y Guatari en el Anti-Edipo. En este texto hay un prófugo de la Ley. Éste se destierra a una isla abandonada para descubrir que está habitada por proyecciones tridimensionales y materiales de seres humanos que, descubrirá más adelante, están muertos, puesto que la máquina les roba el alma cuando los graba, lo que provoca que el cuerpo real se vaya desintegrando. Morel se había enamorado de Faustine y ella no le correspondía. Decidió grabarla, grabarla a ella, grabarse él y a un grupo de amigos que tenía invitados a la isla. En su lógica les regalaba a todos la eternidad en la paz de una semana en una isla desierta. Se regalaba a sí mismo la eternidad compartiendo la cotidianidad con Faustine. Todo esto lo descubre el prófugo después. Antes de saber que son proyecciones quienes se hospedan en la casa, éste también se ha enamorado de Faustine que no es más que una figura de mujer que mira el horizonte en calma. Faustine ya ha sido atrapada por la máquina que inventó Morel. El prófugo sigue su ejemplo y se graba él también, añadiéndose a la imagen que, debido a las mareas de la isla que hacen operar la máquina protegida en un cuarto sellado, los conservará juntos eternamente en una cotidianidad que nunca existió. Pero el fin regalará una nueva vuelta de tuerca. El texto nombra a la patria de la que huyó, con la que se reconcilia luego de haber logrado inscribirse en la vida de Faustine. Ya tiene una cotidianidad junto a su objeto de deseo y entonces sí puede volver a la patria que ahora ya no lo persigue.
Al principio del relato este narrador no-confiable protestaba su inocencia del crimen del que se lo acusaba sin aclarar su naturaleza. Ahora se refiere a Faustine como una intrusa y nombra a la original de la que en su subconsciente Faustine es una copia. Elisa. ¿Es que Elisa no entró a la narrativa de su vida por lo que la borró, como si fuera un personaje que no funciona en una trama deseada? El propósito explicitado al comienzo del diario que leemos que es el texto de la novela, es que el lector se de cuenta de la inocencia del prófugo, pero lo que confirma este texto, a partir del encuentro de este narrador con Faustine, es su culpabilidad. Su deseo del deseo, siempre vacío ese lugar del objeto que lo mueve, se reconcilia en una narrativa eterna que le apetece al exiliado. Para este exiliado, regresar a casa es la muerte contemplando a Faustine sin verla, sin que ella lo pueda ver a él. La máquina que inventa Morel no atrapa a la mujer que provoca la construcción de Zobeida, sino su presencia física sin alma. Pero si esa representación es eterna, aunque no la vea nadie, entonces basta, como si fuera equivalente a la vida, a lo Real, que es otra cosa que queda afuera y es inalcanzable. ¿Qué pasa cuando cambiamos el foco de la máquina que atrapa (el aparato de ciencia ficción o la escritura) al amor en sí?
La invención del amor de José Ovejero, premio Alfaguara de novela 2013, es una historia en la que también tenemos a un narrador que se enamora de una mujer muerta, o eso finge. Se desea el deseo, decía. Entonces, a este tipo llamado Samuel, aburrido con su vida, lo llaman para comunicarle que Clara, a quien no conoce, ha muerto en un accidente. Lo han confundido con otro Samuel que vive en su edificio. Eso lo sabrá después. De momento se le ocurre ir al funeral. Allí recibe los puños que el esposo de la difunta intentaba darle al verdadero amante, que no se ha enterado de nada. Establece una relación de amistad con la hermana, Carina, quien tiene curiosidad por ese aspecto oscuro de la vida de la hermana. Entonces se inventa la relación que no existió para Carina, le cuenta al verdadero Samuel del accidente y le dice que sabe porque es novio de Carina. Habla con el viudo y hace que éste le hable de la esposa muerta, como ha hecho además con el amante. Lo curioso es que esta relación ficticia y la más o menos real que se trama con la hermana de Clara lo vuelven otra persona. Su empresa anda mal, su socio está molesto con él porque no se involucra en los negocios en el momento de la crisis económica, y al descubrirse enamorado se lanza a cambiar las cosas en su vida de trabajo, en la personal. El objeto del deseo es una ficción; está ausente doblemente otra vez. Es un desplazamiento doble porque, mientras se relaciona con Carina para inventarle cuentos sobre la relación con su hermana, pareciera que, el amor que son capaces de sentir todos menos él, lo seduce.
Si en La invención de Morel una mujer muerta sustituye a la otra, en La invención del amor el vacío de deseo lo llena la muerta que vivió la vida con ganas, y luego su hermana que también aprende de aquélla que el deseo mueve la historia hacia adelante, aunque siempre quede el hueco, el vacío. El objeto del deseo será inalcanzable, pero mientras tanto paseamos, conversamos, cogemos, y esos detalles que se van hilando movidos por la máquina de sentidos que es el deseo son la vida más plena. Aunque no sepamos cómo será que vaya a acabar todo. Acá la mujer que está viva, Carina, aprende de su hermana muerta, Clara (quien siempre estuvo clara en sus asuntos, lo cual no implica que no hiciera líos) que la vida es un toro que hay que agarrar por los cuernos. En sicoanálisis, aceptar la pulsión de muerte implica estar listo para escoger el goce (“Por supuesto, el deseo puro es pulsión de muerte, aparece cuando el sujeto asume sin restricciones su “ser para la muerte”, la aniquilación final de su identidad simbólica, es decir, cuando soporta la confrontación con lo Real, con la imposibilidad constitutiva del deseo” 345). La rareza de esta novela en contraste con la tradición que explico al comienzo de mi reflexión, es que al narrador le interesa escuchar la voz de Clara, dejarse llevar por ella, aunque de pronto eso le produzca náuseas y vomite. Ella está en la libertad de irse, de negarse a pertenecer a esa trama. Al reconocer eso, el narrador mismo parece un personaje más libre que los fantasmas de la tradición con la que dialoga. Morel no tenía que inventar una máquina para con ella atrapar su objeto de deseo. Bastaba que aceptara su pulsión de muerte, su goce como cosa suya. Entonces se habría podido enfrentar a la realidad de la posibilidad de la pérdida como otro goce, puesto que es otro modo en que la vida, las cosas que pasan y en ese sentido la historia que tejemos en ella, con ella, se mueve, nos mueve.