El giro tierno
El neoliberalismo se ha instalado en todos los rincones del planeta. Y mientras la izquierda que podría hacerle frente, sufre un prolongado conflicto identitario que la hace cada vez más inoperante, la derecha neoliberal encuentra maneras de naturalizarse desde su siempre asombrosa capacidad para absorber y neutralizar diferencias internas.
Por casi medio siglo esa ha sido la tendencia —esto no pare más. Con gran frustración uno mira el menú de opciones de acción política sabiendo que se nos va la vida entre negaciones, afirmaciones, matices y notas al calce, antes que dar con los pequeños grandes pasos capaces de adelantar un decisivo momento de inflexión.
De entrada estarán los que con sólida argumentación procurarán invalidar la definición de una derecha y una izquierda. Usualmente lo que sigue a esa orientación de discurso es la invitación a cambiar de narrativa, de la mano de alguna nueva forma de hibridez que dice escuchar, incluir, meta-adjetivar e instrumentalizar formas de negociación entre nociones que antes se pensaron irreconciliables —unju. Mi experiencia con muchos de estos enfoques de dogmático pluralismo es que no aguantan la puesta en marcha a gran escala, y que entre el pensamiento político bienintencionado, y hasta mejor argumentado, y las nimiedades que articulan o arruinan una gestión política, se abren distancias insalvables. No conozco al aparato interdisciplinario, o la estructura administrativa, que pueda conjugar propósito común, negociación, cautela y programación dentro de una gramática de acciones efectivas. Celebro la porosidad, la multiplicidad y la flexibilidad como el más entusiasta porrista, pero admito que en la práctica no he visto cómo es que ese imaginario de proceder progresista logra auto-constituirse en instrumento de resistencia y transformación. Debe ser mi corta memoria.
Luego no puede uno dejar de abordar a los metafísicos prende-velas, los incondicionales defensores de la esperanza política y de la fuerza del cambio de actitud, del pensar bonito, o dar con la metáfora simpática que sume voluntades, conciencias y espíritus. Atacar a ese bando cultista puede resultar tan antipático como asesinar niños en masa. Pero aun los más incondicionales defensores de estos cambios de mentalidad, jinetes caídos del caballo en el camino a Plaza, que no a Damasco, o soldados apertrechados de convicción moral, llegan al mismo momento de frustración de sus colegas más cínicos. La de veces que he vuelto a coincidir en la barra donde se ahogan las penas con estos seres de esperanza y luz que antes huyeron de uno —es demasiado negativo—, para ahora admitir que, en verdad, esto está mucho más cabrón de lo que pensábamos.
Un sentimiento común a toda esa vasta demografía de inconformes es la impaciencia. Tanta inversión emocional, con tan pocos resultados, descoñeta el ánimo. Ya es imposible negar la sequía de momentos donde nos pensamos libres, capaces de resistir y a la vez materializar una sociedad abocada a la justicia y a auto-gobernarse desde y para el respeto de sus minorías. La impaciencia en algún momento también irrumpe las mentes de los que hoy se ven salvando el planeta habiendo puesto su esperanza en la gran mentira del ecologismo apolítico. A todos llega el momento de descubrirse idiotas bolsa en mano, camino al contenedor de reciclaje.
Poco a poco la población con simpatías progresistas ritualiza su oposición y tibia respuesta, luego se rodea de individuos afines a su vecindario ideológico para así fijar entre los ahora suyos, y no tuyos, un catálogo de emociones/acciones pre-aprobadas junto a la contraparte del eso-no-se-hace. La costumbre, entre todo un entramado de razones, es la gran fuerza debilitadora del progresismo. Desde esa irrazonable calma es difícil dar con acciones desmanteladoras, pedradas conceptuales que sacudan entendidos, movilizaciones que metan miedo porque proveen el desafío, la masa crítica de fuerzas que descalabra el aparato gastrointestinal del enemigo.
Me decía un chamaco los otros días que uno no puede andar todo el tiempo movilizado, que por más imaginación y auto-certeza progresista, uno termina sometiéndose a un calendario de explotación e intercambios injustos. Se defendía de no sé qué aduciendo responsabilidades de tiempo parcial que invaden las posibilidades del resto del tiempo. Decía que había que ser generoso en la crítica, porque coño, uno hace lo que puede. Hay doña, hijos, padres ancianos, en fin, urgencias éticas en primera fila que requieren atención prioritaria antes que atender al resto del auditorio social.
Otro chamaco menos generoso, y posiblemente muy adentrado en el territorio del apestamiento masivo, me bajó con el cuándo carajos hablaremos de soluciones (el sujeto plural en el que me incluye es un misterio para mí). El impulso inicial frente a ese rutinario gancho de tiraera es asociar su tipo de queja pragmática del coño-deja-de-hablar-y-propón-algo con los remanentes del echapalantismo. Pienso que detrás de la campaña de buenas vibras y crítica a la crítica subsiste la intención de re-asignar roles de villanía lo más lejos posible de los responsables, con la siempre deseable ñapa de poner a sectores potencialmente aliados a mearse los unos a los otros, como yo (ellos) os he (han) meado.
Seamos crudamente honestos aquí, el neoliberalismo, signo indiscutible de la derecha hoy, más que organizar el espacio político para robustecer su amplia agenda de desregulación y acaparamiento de recursos, se ha entronizado como gran lógica moral en las mentes de quienes son sus principales víctimas, y hasta en los sectores con suficientes privilegios para poder resistirlo con relativa comodidad.
Lo que sigue son una serie de admisiones. No vas a transformar a ningún monstro desde adentro; tu carrera profesional ejercida desde la conciencia no va a alterar las estructuras que fijan el valor supremo de la inequidad; el patriarcado, mientras sea una efectiva manera de doblegar voluntades y reproducir obediencias, no va a desaparecer porque te vuelvas una voz habitual de denuncia desde las páginas editoriales; ningún lenguaje inclusivo va a adelantar la inclusión; el Caño Martin Peña no va a recibir el dinero que necesita del Estado para ganar acceso al mínimo de infraestructura que necesita, la justicia ambiental es hoy más quimérica que nunca pues corre contraria a las grandes lógicas de expulsión; las universidades no van a proteger su oferta de humanidades y pensamiento crítico, y terminarán cediendo a las demandas de sus propios clientes, que piden conocimiento práctico, inmediatez ejecutora; la tierra no volverá a producir la comida del País porque hagas harto evidente la vulnerabilidad de depender en un 80% de importaciones; las ciudades no van acogerse a previos patrones de densidad y mezcla de usos porque apoyes un Plan de Uso de Terrenos mientras el propio progresismo siga cómodo en su casa de urbanización, porque resulta que los nenes necesitan columpios y jardín privado; el narcotráfico no mermará, como tampoco adoptaremos nuevos escenarios de descriminalización de la venta o el consumo, y no existen claros indicadores anticipando que nuevas generaciones traerán maneras de pensar más sensatas y alejadas de las tranquillas anímicas/mentales de sus predecesores.
Hablar de ello, escribir de ello, marchar por ello, acorazarnos en el imaginario de víctima colonizada, obrero explotado, sujeto des-agenciado, eterno agraviado, mientras se es todo colaboración y obediencia, aunque sea a tiempo parcial, porque hay que sobrevivir, figúrese usted, no va a adelantar medidas progresistas ni abrirá nuevos escenarios de participación. Los partidos políticos, como ya es tópico decir, son instrumentos del que tiene el poder, y el que no lo tiene pero sufre del virus mesiánico con el cual quisiera transformar a las estructuras políticas desde el interior tampoco cuenta con las solidaridades horizontales que necesitaría para hacerlo, y posiblemente tampoco piensa que las necesita.
Demasiado intento fallido, demasiado ciclo de esperanza alimentada por el auto-engaño. No hay poema, gestión cultural, movilización que pueda alterar la ecuación original, que se reconfigura con mayor fuerza bajo una misma lógica explotadora.
Si no he logrado espantarlo hacia una columna más bonita, y todavía sigue ahí, quizá preocupado por el giro de negatividad que esto ha tomado, y que algunos despachan como emoción agotadísima, sepa que mi intención original hoy sigue siendo compartir una buena nueva. A eso voy.
Hace rato que he dejado de confiar en el oráculo de las bibliografías de teoría política. Mientras más rigurosas son, menos capacidad les reconozco para articular la chispa transformadora. Paralelamente, encuentro en el comentario aficionado del arte, en cualquiera de sus manifestaciones, mucha más claridad inspiradora, en parte porque no reconoce el peso literario del pasado de su disciplina, y existe, por así decirlo, fuera de su ojo regulador. Del mismo modo, cada vez me veo gravitando con más persistencia hacia personas con poca convicción en los campos para los cuales fueron entrenados; me veo compartir sus esfuerzos en meterse en lo que no les compete, su gateo aficionado, y a la vez osado, porque no reconoce los ojos patriarcales que limitan lo que puede o no decirse, actitud que empieza a perfilarse como posibilidad, quién sabe si hasta modelo de acción.
Se siente uno menos solo cuando se junta con individuos igualmente atribulados pero que han decidido salirse del confort disciplinar para aventurarse en terrenos estético-discursivos que les resultan extraños. La aventura, por supuesto, da paso a todo tipo de ataques, en parte por el sabor inicialmente indescifrable de una voz discursiva estrenando enfoque. Por aquí mismo uno ha visto los remanentes del quiste ninguneador, que ante la diferencia de voz, exige una vuelta a formas consagradas de comentario.
Desfilan objeciones para todo, desde la alegada exterioridad del “yo”, cuando es asumido que todo ha de articularse a través de un azucarado “nosotros”, típico de las éticas de salón hogar; hasta la discontinuidad intencional en el manejo de contenidos, porque para todo lo azaroso que es el universo formal caribeño, prolifera en Puerto Rico una corriente de purismo discursivo, un calvinismo de regaño y sumisión que patologiza la ruptura, el salirse de la fila. Se cansa uno hasta de construirle genealogías a este desorden anímico.
Podría aprovechar esta nueva confianza en la periferia para encontrar empatías en el registro criminal, o en los grises éticos incluso. O podría explorar la libertad post-disciplinaria aprendiendo de las ovejas rebeldes, hombres/mujeres cuya inflexión y replegamiento al “yo” no viene de actitudes insolidarias, como se aduce. Interpreto en sus rupturas una invitación a adoptar otras convenciones de socialización. Asumirle tendencias anti-sociales a la voz disidente no es sino una medida profiláctica para prevenir contagio; es aislar preventivamente la postura peligrosa porque en el fondo se percibe el abismo de la transformación, y eso, por más evangelio progresista, sigue calando la conciencia de la izquierda, que entre el miedo y la comodidad, colabora con su enemigo imaginario, reforzando el statu quo y folclorizando la queja hasta reducirla a ruido de fondo, canción de coquíes.
En una de esas excursiones buscando salir del confort disciplinario di con una artista australiana que decidió usar su posición independiente para articular una propuesta política sin pasar por el objeto/obra de arte/talismán que termina siendo cómplice de lo mismo que critica. Lynette Wallworth descubrió en la comunidad de Port Kembla, a ocho kilómetros del corazón de Sydney, una chispa de movilización política que se sale de los lugares comunes de asuntos de sobrevivencia, como serían los huertos comunitarios, la recreación auto-gestionada, la medicina alternativa, o el reciclaje de basura. Wallworth se mete en el desagradable pero inescapable tema de la muerte. Su propuesta documental, titulada “Tender”, visibiliza los esfuerzos de esta comunidad por enfrentarse al aparato biopolítico/bioeconómico desde la muerte, último renglón en la cadena de producción.
Lo que podría ser visto como gesto definitivo de claudicación —volcarse al proceso de la muerte como causa aglutinadora en lugar de a la vida y a los derechos asociados a ella— es convertido en manos de esta singular comunidad, y en las de la artista que contribuye a diseminar su historia, en una valiosa reflexión en torno a nuestros agotados modos de resistencia. La idea de adelantar una agenda de vida, mediante el manejo comunitario de la muerte, una idea tan antigua como el hombre mismo, de pronto representa un giro radical, la vuelta a la raíz que tanto me recuerda el amigo y colega de Puerto Crítico, Juan Carlos Rivera, alias Juanqui.
Los expertos en teoría política me dirán que ya han visto esa película antes, que existe una amplia bibliografía al respecto; podrían hasta despachar la idea, adjudicarle ingenuidad, ignorancia crasa, y volver a la normalidad. Reto a los dueños de la certeza a que se permitan ocupar el ojo de esta artista que decidió meterse a documentalista, sin previa experiencia, porque entendió que era la mejor manera de hablar sin panfletear desde las voces mismas de la comunidad que dio con tan simple y magna idea.
Hoy observo cualquier ruta de escape o alternativa, por más tenue que sea, desde el entendido de que el mundo se está moviendo hacia el totalitarismo. La catástrofe no nos resulta más evidente porque asociamos esta corriente política a una cierta estética, y mientras la apariencia del universo de relaciones cotidianas adquiera otras apariencias y formatos, la pérdida de libertades individuales y ámbitos de participación seguirá pasando desapercibida. No hay que vivir en la línea de producción de la Metrópolis de Fritz Lang para ver y vernos en esa ruta. Uno pensaba que el totalitarismo se iba a dar de la mano de estéticas grises y homogeneidades forzadas por el Estado, pero hoy no me quedan dudas de que detrás del supuesto abanico de opciones, pluralismos y asumidas libertades se nos dirige a unas mismas formas de participación, cada vez más limitadas, mientras crecen los mecanismos de exclusión.
Y frente a ese hecho, ¿qué hacer? ¿Cómo producir nuevos bolsillos de resistencia? ¿Alternativas? Hablemos de ocupar lo desocupado, lo que poco interesa. Hablemos de entregarles lo esencial —tómalo, no lo quiero—, y utilizar lo que sobra como bastión de acopio de fuerzas y posible vehículo de avance. Hablemos de entregar los renglones de la vida, de aquello que por básico antes nos pareció pertinente, y reconfigurarnos en torno a la muerte. Sí, hablemos de la muerte como nuevo gran espacio de resistencia.
De eso trata “Tender”, el documental que comienza a circular en circuitos de cine rompiendo corazones donde quiera que va, renovando la esperanza con una nueva propuesta de efectiva movilización. A continuación comparto una breve sinopsis.
La comunidad de Port Kembla existe en el clásico espacio de la ruina post-industrial. Su población envejecida, con altos niveles de desempleo, más las enfermedades sociales asociadas a ello, no ha descendido a escalones más bajos de deterioro social por la estructura de organización comunitaria que un grupo, compuesto principalmente por mujeres, ha logrado mantener en sitio. Lejos de conformarse a la agenda típica de un centro comunitario, que suelen terminar fungiendo como instrumentos de cooptación política, esta comunidad sigue manteniendo vivo su espíritu de resistencia, y lo ejercen desde la imaginación, la mejor arma contra cualquier encuadre de burocracia estatal o sistema de valoración corporativo.
Desde esa fértil imaginación política la comunidad identificó un asunto capaz de unirlos, disipar diferencias de enfoques o tensiones comunes a cualquier lucha, y a la vez encausar un modelo efectivo de auto-gestión comunitaria. Resulta que a alguien se le ocurrió investigar los costos de los servicios relacionados a la muerte, desde la asistencia del enfermo terminal hasta la disposición final del cuerpo. Dos compañías tienen prácticamente el monopolio nacional sobre la muerte en Australia —según nos enteran las carismáticas líderes comunitarias—, y desde ese ámbito de privilegio imponen costos cada vez más altos. Los servicios, para colmo, ni siquiera velan por la dignidad del fallecido y sus dolientes, arrinconando el ritual a un último momento de extracción de valor donde cuerpo y asamblea son tratados de la manera más despiadada y genérica posible. Todos hemos sido testigo de la fealdad de la muerte cuando se la entregamos al mercado.
Vi este documental, “Tender”, en el contexto de un simposio de arte y mortalidad organizado por el “College of Arts & Social Sciences” de la “Australian National University”, con sede en Canberra, y tras haber escuchado ponencias que abordaron tanto aspectos forenses, y el arte que involuntariamente ha nacido de la fotografía de entornos criminales, como la historia reciente de los rituales mortuorios, desde los velatorios domésticos, cuando la residencia familiar era eje de la asamblea fugaz, hasta la hoy hegemónica corporativización del duelo. En ese contexto, y francamente un poco harto de tanto abordaje archivista, que es una forma particular de hacer historia del arte, apareció esta joya de documental. Lo vi sabiéndome cansado, posiblemente desanimado, pero el candor de sus voces comunitarias, y las posibilidades teóricas y prácticas de su propuesta, me dieron el equivalente a una inyección cafeínica.
El giro decisivo del documental, que narra las gestiones para crear una empresa comunitaria de servicios fúnebres, “Community Undertakings”, a una fracción del costo del proveedor comercial, se da cuando uno de los propios gestores es diagnosticado con cáncer terminal del pulmón. Al hombre le quedarían unos pocos meses de vida; su deterioro y eventual muerte sería ahora parte central de la historia.
La cualidad abstracta de la propuesta política/económica adquiere otra dimensión cuando el cuerpo deja de ser cifra y pasa a ser el sujeto querido, con afectos e historias comunes. Sería ahora el amigo, el vecino amado, el colega solidario, quien probará como primer cliente la posibilidad de poner en práctica este proyecto de auto-gestión.
Fue precisamente el ojo aficionado de la artista, consciente pero no experta en sociología o campo de estudio político alguno, lo que permitió cubrir mediante el poema audio-visual las complejidades del modelo de movilización que esta comunidad puso en marcha. Las escenas cumbres del cuerpo desnudo del infortunado vecino (que antes vimos lleno de vida, hablándonos de su condición frente a un camarógrafo conmovido) siendo preparado por sus propios vecinos para el velatorio, con las manos de la comunidad unidas en acto de despedida del que fuera su amigo, exponen con inmediatez lírica las razones por las cuales se objeta el statu quo de indiferencia, agencia personal y competencia, a cambio de un modelo de amor y solidaridad, no muy distinto al imaginario social de los primeros cristianos.
La posibilidad de dar con una dimensión de trascendencia espiritual, para los creyentes, o de vuelta a la dignidad, para los que no creen, desde la inmediatez del cuerpo, sin la intersección del mercado, sugiere nuevas formas de organización para la vida, germinadas a partir de los sobrantes, que son el cuerpo muerto y la comunidad abandonada a su suerte.
La incorporación del amor a la acción política, lejos de los frenos de cursilería y complacencia, adquiere en esta hermosa pieza de arte la fuerza de una guerilla política. La articulación de un acto de violencia desde el amor, más que sonar a una extraña perversión de emoción y propósito, es aquí la más natural forma de resistencia. En esta comunidad se erradicaron las trampas del paternalismo, el mesianismo, el moralismo de izquierda, la híper-certeza que entrampa y disipa resistencias.
Que nadie confunda el gesto documentado en «Tender» con echar pa’ lante. En Port Kembla, New South Wales, la comunidad desafía al propio aparato que los expulsa; allí no se negocia rol alguno de mascota del micro-empresarismo. Son redes de expulsados, asiéndose a la muerte como estrategia para radicalizar la vida, las que se rebelan sigilosamente en este poema y manifiesto de futuro.
Tomo nota y aprendo. Y sí, lloré junto al resto de la audiencia, hermanado a la cercanía de perfectos extraños.