El maestro Antonio Martorell
Medio siglo de trabajo continuo garantiza tela de sobra de donde cortar; consideremos:
En los años sesenta, los lugares para montar un taller eran el Viejo San Juan y Puerta de Tierra. El joven Martorell, sin embargo, monta su Taller Alacrán en la Calle Cerra en Santurce, en uno de esos sitios que todavía hoy llaman “malo” y que, cincuenta años después, es el lugar para hoy ubicar galerías alternativas, no muy lejos de donde Francisco Oller situara su taller/escuela. Alacrán es, entre otras cosas, taller de serigrafía, de producción de carteles sobre los más diversos y pertinentes temas, trabajados con la urgencia y el compromiso de quien sabe que la existencia de su colectividad está en juego. La comunidad circundante queda convocada. Varios de los participantes del Taller son gente del vecindario, carentes de educación formal en arte, originarios de zonas rurales. Alacrán abre una puerta para que puedan hacer arte aquellos que por su proveniencia de clase difícilmente hubiesen podido hacerlo; uno de los prodigios será Carmelo Sobrino, quien después por su cuenta volará muy alto. Las actividades que en el taller se realizan llaman la atención de los “carpeteros” de la policía, que llenan varios pliegos de la carpeta que llevará el nombre de Antonio Martorell.
En el Taller Alacrán, Martorell continúa el trabajo de sus antecesores, esto es, realiza un arte concebido como contribución al mejoramiento social (piénsese en Oller). Es precisamente en el Alacrán que Martorell define su praxis artística: exactitud a la hora de denunciar males y celebrar aciertos; humor como arma infalible al atacar al enemigo; experimentación rigurosa al abordar la producción; conciencia cabal de la necesidad social del trabajo que realiza, de su posición histórica y su proyección hacia el futuro.
Esta actividad de Martorell se da en Puerto Rico, país donde los artistas no existen. José Campeche, invisible. Francisco Oller, invisible. Luisina Ordóñez, invisible. Invisibles Manuel Jordán, Juan Rosado, Julio Tomás Martínez. Invisibles Luisa Géigel, María Luisa Penne del Castillo, Narciso Dobal. Ramón Frade, Julio Rosado del Valle, Lorenzo Homar, El Boquio, invisibles. Invisibles Antonio Navia, Frieda Medín, Elizabeth Robles. Arte—visual—puertorriqueño, invisible.
Leña ej, a la invisibilidad. Martorell concibe su arte como público y se lanza al público con la producción de las Barajas Alacrán (1968). Nada de artista en torre de marfil, nada de joven artista marginado porque “los que están arriba no dan la oportunidad”. En el país en el cual los artistas no existen, Martorell hace una inusual aparición en televisión, no por el Canal 6, sino en el muy comercial “Show de Tommy Muñiz”. Sin esperar a que museos y galerías lo “descubran”, Martorell monta un quiosco en la Plaza de Armas donde vende sus trabajos a quienes por allí pasen y les gusten. Martorell no se hace cómplice de la marginación que le impone el estado colonial, Martorell está en la calle con su último detalle y su arte molotov, pum. Y porque no se va a invisibilizar, Martorell adquiere, para agrado de algunos y empacho de muchos, el don de la ubicuidad: aparece hasta en el más nefando bautismo de muñecas, se retrata con Raimundo y to’ el mundo, con ángeles y con demonios y hasta con el mismísimo Satanás, para que no quepa duda de que los artistas existen, que son imprescindibles y que hay que machacarlo constantemente, porque la invisibilidad —individual y colectiva— está siempre a la vuelta de la esquina y Martorell no le va a dar la oportunidad.
(Digresión: Un adolescente mira ese Show de Tommy Muñiz y a ese invitado que se presenta como “artista” mientras bromea con el anfitrión sobre sus respectivas calvicies. Es la primera vez que ese adolescente ve a “un artista” —¿qué es eso?— por lo que graba el nombre en su memoria. Cuatro décadas más tarde, el otrora adolescente trabaja en este escrito.)
Hoy el público se refiere a Martorell —ya sea con respeto o con sorna, poco importa— como “maestro”; a veces se olvida por qué. Sus aportes a la plástica son fundamentales e indispensables pero, ya asimilados, se dan por sentado, como si del cielo hubiesen caído. Es necesario recordar que en Puerto Rico hubo un tiempo, no muy lejano, en que realizar múltiples, collages, instalaciones, medios mixtos, o arte con materiales de la cultura de masas, era, además de inusual, fuertemente censurado. Martorell trae algo nuevo, pues si bien produce un arte de compromiso social y político, este arte lo trabaja dentro de las corrientes del arte pop, en un momento en que tal identificación era desdeñada por sus maestros, los de la “Generación del 50”. Medio siglo atrás, la autoridad artística la ostentaba el Instituto de Cultura Puertorriqueña y artistas como Lorenzo Homar, quien vehementemente denunciaba cualquier tendencia peligrosamente “extranjerizante”. Uno de sus reclamos más temibles, los ataques a los múltiples, como prueba de la “chapucería” de artistas “vendidos” a estéticas extranjeras. Ante tales ataques, y junto a la necesidad de desarrollar y experimentar con nuevas técnicas, Martorell trabaja el múltiple de tal modo que inutiliza las protestas de su maestro Homar, particularmente en la serie de xilografías titulada El velorio (1972). La perspicaz estrategia de Martorell ofrece otras posibilidades de hacer arte con nuevos métodos y conceptos, a la vez que retiene su profundo respeto a la obra del maestro de maestros, el inmenso Homar.
Es por ello, que la obra de Martorell sirve de puente necesario entre esa Generación del 50 y los artistas posteriores, que no tendrán que pasar por el cedazo de los cincuentistas cascarrabias. En un ambiente artístico conservador, que se subestima vulnerable ante lo nuevo, Martorell demuestra que sí se puede experimentar con múltiples, collages, instalaciones, medios mixtos, materiales de la cultura de masas, sin que resulte en “mal arte” o arte “anti-puertorriqueño”.
En 1981, Martorell publica en la revista Plástica su “Ensayo de una mirada”, en el cual comenta cómo en el extranjero se reconocen las particularidades de la gestualidad de los puertorriqueños, como signo palmario de un comportamiento común compartido. En 2011, treinta años después, exhibe una serie de xilografías con el mismo tema, Gestuario, y uno agradece la persistencia del artista que insiste en explorar unas mismas ideas, década tras década, porque nunca se agotan, no de su imaginario, sino del imaginario colectivo. Pensemos en maestros obsesos, como Jasper Johns —dale que te dale con los números y las letras— o Joseph Beuys —dale que te dale con la grasa y el fieltro— o Yayoi Kusama —dale que te dale con las bolitas—, y en nuestros obsesos, como Omar Obdulio Peña Forty —dale que te dale con los recortes de pelo— y no es para menos agradecer esa constancia, ese empecinamiento, que más que agradecerlo, ese tesón lo convertimos en modelo de vida, o lo que es para Martorell lo mismo, en un modelo de arte. Que no es poca cosa perseverar en un proyecto en un país donde no parece haber uno.
Series como Gestuario dan fe del gran objetivo de Martorell, el de testimoniar una colectividad que, pese a la negación oficial, existe, con una historia común, una forma de ser y hacer propia, llena de aciertos y contradicciones, como cualquier otra nación. El proyecto implica, también, colocarnos y reconocernos al mismo nivel de los demás, esto es, de que cuando se hable de artistas ingleses, artistas argentinos, artistas surafricanos, artistas chinos, ecuatorianos, alemanes, australianos o mexicanos, en esa misma oración se pueda hablar de artistas puertorriqueños sin complejos, sin dar explicaciones ni aclaraciones. Somos, estamos y hacemos; ni más, ni menos.
Martorell habita el país de las muletillas en inglés, de los que creen que en inglés van a tener más oportunidad de que se les entienda y reconozca, de los que le dan la espalda a quinientos millones de hispanoparlantes porque en inglés las cosas y que se dicen mejor. Como se ha afirmado desde Platón hasta Derrida, se piensa en palabras. El dominio de la palabra es el dominio del pensamiento; la palabra conocida y utilizada determina la teoría y la praxis. Somos palabra. Martorell, “esclavo de la poesía” (John Cage) desde su infancia, sabe el poder que conlleva dominar la lengua propia y, por ello, cultiva un español envidiable, con un excepcional manejo del vocabulario y la expresión. Martorell sabe que con un idioma ajeno nadie se viene igual.
De ahí su intensa pasión por la poesía. En Puerto Rico, la poesía siempre ha sido espacio de subversión. Tres de nuestros grandes han vivido la prisión: Juan Antonio Corretjer, Clemente Soto Vélez, Francisco Matos Paoli. En el país que encarcela a sus poetas, Martorell tercamente apuesta por la poesía. Nos regala, a través de su letra, a Neruda, Cardenal, Machado, Benedetti, Villaurrutia. Y el verbo se hace imagen. Los portafolios literarios de Martorell son un esplendoroso regalo de vida a la colectividad, al mismo tiempo que polémicas sobre la definición del arte mismo y su espacio en la sociedad. El portafolio Poemas de la Oficina (1981), en particular, constituye una de los puntos más altos en la historia del arte latinoamericano, donde la creatividad y la imaginación de Martorell se desmandan ante el texto del poeta, con lecciones de arte para largo rato.
Artista-escritor, su libro más reciente, El velorio no vela (2010), versa sobre El velorio de Oller. En éste, Martorell nos hace redescubrir esa obra fundacional que no se agota, poniendo su mirada y su palabra hasta en lo que en la pintura no se ve. Hay mucho que comentar sobre este texto, pero un detalle en particular no se nos escapa: la insistencia de Martorell en siempre presentar el arte de Oller en un tú a tú con el de sus colegas europeos, sí, sus colegas, de otros lugares más conocidos, más famosos, que esta porqueriíta de islita. Porque en este libro, Cézanne o Pissarro no son más importantes que Oller; que si Oller no figura en la historia del arte occidental no es porque su trabajo no esté al mismo nivel de los que hoy cuelgan en el Musée d’Orsay, sino porque tomó la decisión más difícil, o sea, la correcta, de ser útil en un no-lugar fuera de París.
La celebración que de Oller hace Martorell en este libro ilustra un principio esencial que ha fortalecido la actividad cultural en esta porqueriíta de isla, a saber, la unidad de sus artistas. Esto último lo dejamos en palabras de Ernesto Cardenal, palabras que perfectamente aplican a la plástica puertorriqueña:
La poesía nicaragüense también es variada y cada poeta suele tener su propia individualidad. Todos nuestros grandes poetas son muy diferentes unos de otros, aun aquellos que son de la misma generación o el mismo grupo. Aun los jóvenes se libran de las influencias muy temprano y empiezan a ser originales. A pesar de eso, también toda la poesía nuestra ha estado unida, desde el viejo sacerdote Azarías Pallais hasta el joven guerrillero Leonel Rugama. Nunca ha habido una generación contra la otra; los poetas mayores no desprecian a los jóvenes, y los jóvenes no se tienen envidia entre ellos. Salvo, naturalmente, algunas excepciones. También los poetas han estado siempre contra la larguísima dictadura. Salvo también unas pocas excepciones. [Poesía nicaragüense. Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1981.]
“Salvo, naturalmente, algunas excepciones.”
Para Martorell, celebrar el trabajo de Oller es celebrar el milagro de la excepcional producción plástica puertorriqueña, toda. Martorell presenta la pintura de Oller como el espacio de la convivencia, porque Martorell reconoce, inteligentemente, que la obra de los maestros jamás caduca ni deja de ser pertinente, que en el arte puertorriqueño la lucha contra el imaginario colonial persiste, como persevera la resistencia en contra de nuestra supresión, llámense los guerreros José Campeche, Francisco Oller, Carlos Raquel Rivera, Myrna Báez, Melquiades Rosario, u Osvaldo Budet.
Obseso como nadie con el Velorio de Oller, Martorell entrega un considerable número de trabajos basados en la obra magna del maestro en su reciente exhibición El velorio ahora (2012). Si bien esta colección de trabajos es obra de un veterano, se siente en ella el aliento de quien en su juventud se atreve a explorar, a tomar serios riesgos, y en su madurez, a desafiar laureles previamente ganados; todo por la urgencia de dialogar sobre las muertes violentas de la juventud de nuestro país. Como parte de esta muestra, Martorell incluye una xilografía de gran formato (96” x 130 ½”) que titula Elegía a Filiberto (2011). La obra se compone de tres paneles, cada uno con un color único, de izquierda a derecha, rojo, azul, y blanco. Los paneles de los extremos son xilografías y el panel azul central es un frottage creado sobre el piso de cemento del estudio de Martorell. Por ello, aunque paneles monocromos, sus texturas son tan ricas y variadas como restringidos son los colores.
Tal como su título lo indica, este tríptico es un homenaje al asesinado líder Machetero, esto es, un reconocimiento a quien el poder colonial considera y trata como a un delincuente. Con ello, Martorell continúa la noble tradición plástica puertorriqueña de cometer el acto criminal de celebrar a los proscritos que han desafiado al fraude colonial: Oller pinta a Román Baldorioty de Castro, Homar graba a Pedro Albizu Campos, Martorell celebra a Ojeda Ríos.
Pero aquí Martorell hace lo inimaginable. En su homenaje al héroe asesinado, el artista utiliza el lenguaje pictórico que durante tantas décadas se denunció como un lenguaje “enajenado de nuestra realidad nacional”, ese lenguaje maldito que no podía dar cuenta de “lo puertorriqueño”: la abstracción. El cobarde homicidio del combatiente exige un sobrecogedor silencio; por ello, en la plancha de madera Martorell sacrifica su portentoso virtuosismo, para que en esta obra no quede sobre el papel ninguna otra imagen que no sea la de las texturas de los materiales utilizados para grabarla, y únicamente con los colores de nuestra bandera. Elegía a Filiberto cierra un ciclo definitorio en nuestra plástica, dándole brillante conclusión a una polémica que durante todo el siglo XX estimuló y mantuvo en guardia a nuestros artistas. Nada más apropiado que este trabajo se haga justamente para conmemorar al último de nuestros héroes del pasado siglo.
Como hemos dicho, son ya setenta y tres para setenta y cuatro; y esperamos muchos más, siempre con estas palabras a flor de labios: Maestro, gracias.