El odio
Sea como sea, está claro que la debilidad política de la Unión Europea puede ser un preludio de un fracaso histórico de consecuencias imprevisibles. La fascinación de los europeos, y de buena parte de las poblaciones del planeta, con el dulce despotismo del “american way of life” es algo que ya he destacado en otras ocasiones, y que bien merece un estudio en profundidad. De paso, hay que reconocer al respecto que los iberoamericanos, y en particular los puertorriqueños, están de vuelta por su más que centenaria subordinación a las directrices políticas, militares y culturales del primer imperio americano. (Todo, claro ha de estar, en nombre de la democracia). A veces se tiene la impresión de que Europa es un conjunto de estados más «libremente asociados» a los EE.UU. que entre ellos mismos.
La unión formal de los estados nacionales europeos se ha basado casi exclusivamente en los dictados del capital financiero, la intimidación de las portentosas y corruptas agencias crediticias de Wall Street, las exigencias de limitación del gasto público, el impulso de las políticas sostenidas por la especulación, el crédito y el endeudamiento. Esto ha tenido como consecuencia la consolidación de la plutocracia, el auge de los llamados «nuevos ricos», la mercantilización a todos los niveles de los bienes culturales y la instauración de un nuevo régimen que muy bien podría llamarse la civilización del dinero. Nadie se ha salvado de esa cruzada economicista. Incluso, con tal de perpetuar la renovación del capitalismo, ella puede muy bien dar un nuevo giro de majestuosa hipocresía y cuestionar hasta las propias políticas de «austeridad» que hasta ahora se han pregonado.
En un tal contexto, hay que reconocer que si los justos reclamos de participación política de la ciudadanía, y la recuperación de la experiencia histórica de la democracia se ven frustrados una vez más; y si las nuevas organizaciones de la llamada «izquierda radical» no están a la altura de las circunstancias, los fantasmas nacionalistas, racistas y xenófobos se encarnarán de nuevo en Europa, de manera más o menos sofisticada (Frente Nacional en Francia o Águila Dorada en Grecia), con un creciente odio social, mucho más complejo y polifacético que el del sombrío siglo XX. Los europeos se enfrentan ante la disyuntiva de decidir entre el camino del reencuentro y actualización de su vasto y hermoso legado cultural; o, por el contrario, seguir acomodando sus políticas a las exigencias de los EE.UU., a los recelos cada vez más virulentos de Rusia o, en su caso, al paciente y poderoso expansionismo del capitalismo de Estado en China.
Lo anterior es un trasfondo ineludible para poner en justa perspectiva el terrible atentado contra el semanario satírico parisino Charlie Hebdo. No obstante, hay que tener en cuenta también algunos aspectos geopolíticos insoslayables. En primer lugar, no debe perderse de vista que los asesinos son jóvenes franceses de ascendencia magrebí o africana. La película francesa La haine («El odio», 1994) puede tomarse como telón de fondo de este asunto. Como tampoco debe obviarse que algunos de los dirigentes y verdugos mediáticos del autoproclamado Estado Islámico, entre las franjas de Irak y Siria, son europeos; y que, finalmente, esa región del mundo que sirve de cultivo al llamado islamismo ha sido una de las más expoliadas y humilladas por los imperios europeos entre los siglos XIX, y por los EE.UU. en el siglo XX.
El resentimiento contra las potencias coloniales europeas, pero también contra las propias y opulentas castas dirigentes – esas sí son castas – de los países árabes, ha hecho que sectores cada vez más desarraigados, sobre todo entre los jóvenes, encuentre en el Islam un cauce ideológico para desencadenar su furia y profundo desprecio por la vida. En este sentido la «conversión islamista» les permite encontrar en el martirio el falso testimonio de una pseudo religión de desgraciados. En efecto, sus supuestas creencias les conducen a identificarse con una sobrenatural sensación de poder que, además, puede llegar a ser fácilmente compatible con el generalizado afán mediático de celebridad. Por otra parte, la contradictoria posición de no pocos de sus fieles de cara a una modernidad que a la vez que se la repudia, se la envidia, pone en evidencia una perniciosa ofuscación con resultados insospechados.
Se está abriendo en el mundo, de manera cada vez más desgarradora, en medio de una cada vez mayor exaltación y deslumbramiento con toda suerte de tecno-gadgets (¡ah, las mágicas delicias de la inteligencia artificial!), una cantera de odio que deja atrás por completo el perverso lugar común de la guerra de civilizaciones. Cualquier imbécil se siente con el derecho a matar en nombre de Dios o, por el contrario, en nombre del ateísmo y contra la religión. Sin embargo, a la postre, todo se diluye en la sistemática y uniforme banalidad de esta primera civilización mundial que es la nuestra. Pase lo que pase, de inmediato se acuña el eslogan, se desenrolla el cliché y se encarrila la desmemoria que es más tupida que el olvido: «Todos somos…», expresión que ya ha pasado a ser una insípida muletilla publicitaria. Así queda asegurada la próspera vocación contemporánea del mentecato, es decir, de aquel o aquella que es succionado por la mente, da igual que se tenga un cerebro, un cerebrito o un cerebrucho.
En este contexto no podemos pasar por alto lo siguiente. Son dos los grandes pilares de la civilización occidental: el legado grecorromano y el cristianismo. Y son estos dos pilares los que están siendo socavados por los patrones culturales que la propia idea de civilización, progreso y modernidad han forjado. Definitivamente se está viviendo el fin, no de los tiempos, como proclaman las nuevas sectas apocalípticas y sus estridentes telepredicadores, sino de un determinado tiempo histórico que comenzó hace poco más de dos mil años. Un tiempo ínfimo si se piensa en lo que significa la experiencia de esta humanidad que se remonta al neandertal y al cromañón; para no decir nada de la edad del planeta, de su sistema solar, de su galaxia o de la edad inmemorial de los mundos que en un parpadeo surgen, persisten y cesan. Hay que tener muy en cuenta además que el cristianismo es inconcebible sin el judaísmo; y que el Islam no existiría sin la tradición judeocristiana, ya firmemente establecida en la península arábica en la época de Mahoma, quien muere en el año 632. Las tres grandes religiones monoteístas reconocen igualmente al Dios de Abraham. El caso de la religión fundada por Mahoma es particularmente interesante debido a su reclamo de ser la religión verdadera y definitiva por haber comprendido y rescatado la genuina palabra de Dios que se le revela en el Al-Corán.
A la luz de lo anterior, es claro que el Islam es parte integral de la civilización occidental que Europa funda, como lo es también el judaísmo. La expulsión de judíos y musulmanes de España en 1492 y 1493, respectivamente, por los reyes católicos interrumpe una fecunda historia común de cristianos, judíos y árabes que no dejará por ello de reanudarse. Una historia común repleta también de guerras y conflictos fratricidas, no solamente entre las tres religiones sino también, como es bien sabido, en el seno mismo de cada una de ellas: cristianos católicos y protestantes, judíos ortodoxos y heterodoxos, musulmanes sunitas y chiítas, amén de un largo etcétera de rupturas, subdivisiones y refundaciones. Las tres religiones se reclaman poseedoras de la Verdad, en un sentido profético y escatológico. No puede menos que reconocerse que este reclamo está a la base de la violencia que ha arropado sus configuraciones históricas.
Se dice que el amor es más fuerte que el odio. Sabemos muy bien por experiencia, sin embargo, que no siempre es así. En todo caso, como se lee en un pasaje de esa gran novela de Gore Vidal que es Juliano, “el hábito es más fuerte que el odio” (habit is stronger than hate). ¿Qué sucede entonces cuando el odio se convierte en un hábito, en la morada habitual de los afectos más tristes? El amor se nutre del miedo a perder aquello que se ama; y el odio se fortalece con el miedo a ser presa de aquello que se odia. Siendo así, vale la pena preguntarse si acaso el odio, el amor y el miedo no están profundamente arraigados en el monoteísmo judeo-cristiano-islámico, en tanto que religiones de la deuda y culpa para con el Padre, omnipresente y todopoderoso, y en la idea misma del temor a Dios. La fascinación que ejerce lo que Sigmund Freud nombró acertadamente como pulsión de muerte, sobre sectores cada vez más amplios de la población mundial – en buena parte debido al manejo manipulador y propagandístico de las llamadas redes sociales – adquiere entre los islamistas que apelan caprichosamente a la guerra santa (ﺟﻬﺎﺩ ŷihād ), el sentido de una sacralización del odio que las culturas occidentales no logran calibrar ni entender. Aún así, me pregunto también, hasta qué punto apelar a la destrucción de todo aquello que se opone a la expansión coránica de la Verdad no es una extensión de la lógica de exterminio que caracterizó al pasado siglo XX desde sus inicios.
Por su parte, cuando la llamada extrema derecha o neonazi europea aboga por el enclaustramiento nacionalista y vuelca su odio hacia lo supuestamente ajeno y extraño, ignora a propósito que los llamados terroristas son las criaturas de la propia sociedad que quieren defender. Lo expresado en una frase por unos profesores franceses de Liceo en los suburbios (banlieux) de París lo dice todo: “Nuestros hijos mataron a nuestros hermanos”. Los asesinos – téngase en cuenta la etimología árabe de esta palabra – están adentro, en el propio corazón de Europa, porque son ciudadanos europeos. Por eso resulta patético ver a la clase política francesa, reunida solemnemente en la Asamblea Nacional, entonando la Marsellesa y declarando oficialmente la guerra al terrorismo, como ya lo hiciera esa otra claque asesina, la del expresidente de los EE.UU., George W. Bush, a propósito de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en la ciudad de Nueva York. El gesto grandilocuente de la razón de estado, repleto de extrañas complicidades con el propio enemigo que se dice combatir, no pudo tener un contraste mayor que la imponente manifestación de los ciudadanos en París y en todo el territorio francés. Fue una manifestación que desbordó por completo la convocatoria oficial y el desfile en primera línea de una cada vez más sórdida, mediocre y alicaída clase política.
Se olvida con demasiada facilidad, como no cesa de recordar Noam Chomsky y otros de los pocos intelectuales que quedan dignos de ese nombre, que las masacres de civiles de los EE.UU., de la OTAN o del Estado de Israel en Oriente Medio, se llevan a cabo con total impunidad. Se parte de la premisa que la violencia institucional de los estados democráticos y las sociedades libres, por más perversa que sea, está justificada, pues es moralmente superior a la violencia criminal de los terroristas. Basta con escuchar las declaraciones de Dick Chaney en relación al centro de reclusión y tortura en la base militar estadounidense en Guantánamo, reafirmándose en el derecho a ese recurso de presión extremo, pero necesario para salvaguardar la libertad y seguridad» de los norteamericanos.
Se explica así, también, la desmemoria con respecto al hecho de que Sadam Hussein, Osama Bin Laden y Muamar Gadafi, para solo mencionar algunos nombres célebres y funestos, fueron en mayor o menor grado auspiciados por los propios estados occidentales, que luego decidieron derrocarlos y prescindir de ellos como desechos humanos. La cacareada primavera árabe ha dado paso a los batallones del odio que han convertido a Dios en el asilo de la ignorancia, prolongando la confusión y la estupidez. Para lo único que todo ello sirve es para justificar la militarización de la sociedad y los cada vez más sofisticados controles policíacos dentro de las autoproclamadas democracias occidentales o, como también se dice, para proteger el mundo libre de la barbarie terrorista.
Las religiones, sean monoteístas o politeístas, cumplen la función nada desdeñable de servir de amparo a la condición de nuestra mortalidad. Matar y matarse en nombre de Dios puede parecer una aberración. Pero si se piensa bien, el deseo de morir es redimido de esa manera por vía del aferramiento a aquello que se cree, y al voluptuoso anhelo de inmortalidad que dicha creencia garantiza. Esto es particularmente relevante si se lleva una vida de miseria espiritual o intelectual, por más religioso que se sea. Más que una ruptura con la tradición, la modernidad supone un revestimiento de las creencias y los temores más atávicos de la cultura, llegando a transformar su contenido, pero dejando intacto el componente estructural en las que se fundan sus ideales: la bestia que llevamos dentro está siempre al asecho. La experiencia humana del desamparo persiste, quizá más fuerte que nunca, precisamente porque se vive creyendo en la burbuja analgésica de los aparatos tecnológicos y en el evangelio o la buena nueva del capital. Convertir al planeta en un gigantesco centro comercial y en un magno parque de diversiones en manos de controles electrónicos y digitales: he ahí la meta a alcanzar para el posmoderno animal humano.
Se explica así que en Rusia se haya pasado del ateísmo como doctrina oficial de Estado en la antigua URSS al fervor capitalista de la clase dirigente de la nueva Rusia imperial; y que el capitalismo sea, de hecho, una fe patentizada en el billete del dólar estadounidense “In God we trust”. Por eso no basta con ser creyentes; ni con ser ateo y defender la laicidad; ni tampoco basta con proclamar el derecho a la libertad de expresión. ¿De qué vale esta libertad si no se tiene capacidad de estar a la altura de lo que a cada cual le toca vivir, y de entender las condiciones reales de la existencia que desencadenan el odio, el miedo y la decisión de ignorar lo que implica nacer y morir? Recordemos la sentencia tan apreciada por Spinoza: Neque lugere neque indignari sed intelligere, esto es: «No se trata de lamentarse ni de indignarse; se trata de entender». Se trata de un entendimiento visceral y no solamente teórico o especulativo. Por eso solamente desde su potencia puede nacer y cultivarse el amor verdadero. Un amor verdadero es aquel que no se aferra a nada, ni siquiera al propio entendimiento, y es capaz de cultivar, día a día, momento a momento, el más firme de los regocijos: el simple estar ahí en medio del fugaz esplendor de la vida, a la manera de una gota de rocío en el jardín de los cerezos.