El paisaje y el poder: la tierra en el tiempo de Luis Muñoz Marín (fragmento del libro)
El autor ha tenido la amabilidad de compartir su libro con 80grados y su público. A continuación la introducción.
Una mañana de enero de 1947 un viajero cruza la cordillera Central de Puerto Rico en dirección al llano del sur.1 Viaja en automóvil, repechando con dificultad las cuestas empinadas de la carretera La Piquiña. Pero las montañas no le impresionan: son bajas, flacas y espinosas y en su abrupto descenso hacia el mar Caribe pierden su denso follaje para volverse secas, polvorientas y amarillas. Las montañas –más bien montes- carecen de majestuosidad, le parecen al viajero la mera antesala del llano costero. Allá dirige su mirada, al lejano valle, a una franja explosivamente verde, paralela al mar, de tierra cultivada, fértil y productiva: el hermoso cañaveral.Sabedor de geografía, el viajero glosa el clima: los vientos alisios, al alcanzar el sur, llegan sin la humedad que le roba la cordillera. Como son escarpadas, las lomas amarillas al pie de la montaña no se prestan al riego; tienen valor de segunda, yermo pastizal. Así fue el llano hasta que el riego cambió su clima seco por el húmedo de la montaña aguada. Entonces la tierra baldía devino paisaje agrícola y el cañaveral pintó su cinta verde para cantar la victoria fértil del trabajo humano en su geografía.
Al arribar a la planicie el viajero entra en la región irrigada del cañaveral. Inmensos campos de caña en varias etapas de crecimiento bordean la carretera. El carro atraviesa un pueblo muy compacto-sin duda Salinas- y cruza un río de cauce desaguado -seguramente el río Seco- pero por alguna razón el viajero no relata los nombres, tan iluminadores de la geografía. El llano está salpicado de marismas sin potencial cañero. Por lo demás, de aquí a Ponce no hay nada excepto caña y más caña de azúcar.
Los suelos del llano -profundos, nivelados, bien drenados y alcalinos- son ideales para el cultivo de la caña. Como el agua del riego, los mismos suelos se deben a las montañas. Se formaron en el tiempo inmemorial por la erosión de la cordillera del centro, cuyo material fue arrastrado por los ríos para conformar en sus lechos -como abanicos de aluvión- los suelos de mayor productividad de la isla.
De pronto aparecen ruinas en el paisaje – la chimenea deteriorada de una vieja hacienda, un almacén desolado, la barraca de ladrillos que una vez albergó esclavos- y el viajero modera su entusiasmo. Apiñadas, en torno al antiguo batey, están las chozas de los peones. Una columna de humo negro mancha el cielo y esparce el aroma meloso de la caña recién molida. Entonces aparece la colosal central.
El paisaje, transformado por la presencia de la fábrica molino y, más adelante, de los peones sudorosos, se rebela contra lo pintoresco. Los trabajadores aparecen en formación, obligados sus cuerpos a la línea del corte. Enfrentan con sus machetes una naturaleza que ahora es impenetrable muralla de caña. Bajo un candente sol avanzan a machetazos contra la yerba, a medida que la caña retrocede y el mayordomo vigila.
Desde que arribó al llano ha transcurrido una hora, y el viajero finalmente llega a Ponce. Ha atravesado la tierra más rica y productiva del país. 73,000 cuerdas de aluvión componen la fértil banda verde del litoral sur oriental. Concentrada en manos de grandes corporaciones cañeras, esta tierra no se compra ni se vende a ningún precio.
El viajero que, apenas medio siglo después, cumple este itinerario, enfrenta un paisaje radicalmente cambiado. Desciende fugaz la cordillera por la autopista Ferré y si remansa en el mirador que alberga el monumento al jíbaro puertorriqueño y extiende su mirada al valle, enfrenta una tierra yerma, baldía y frecuentemente en venta, en el mejor caso involucionada a pastizal salpicado de platanales, en el peor, degradada a grisáceo poblamiento horizontal.
La tierra boricua bajo cultivo se redujo en las décadas de 1950 y 1960 a una velocidad vertiginosa: según algunos cálculos la reducción fue del orden del 60%. Con frecuencia, tierra fértil e irrigada pasó irreversiblemente a usos urbanos o industriales o a pastos en espera de algún desarrollista. Las páginas que siguen intentan dilucidar esta compleja y portentosa transformación del paisaje, este fracaso de la tierra.
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En 1940 un partido político de corte ruralista -con la promesa de la tierra y la agenda de la agricultura- logró una sorprendente victoria electoral. Inmediatamente el Partido Popular Democrático (PPD) adoptó su programa legislativo de reforma agraria. Apenas veinte años tras la victoria del partido del jíbaro y de la puesta en vigor de su programa de tierras la agricultura del país iba camino a la ruina, y tanto el empleo agrícola como la producción y el área bajo cultivo iban en vertiginosa picada. ¿Cómo fue que en los tiempos victoriosos del Partido Popular, el partido de la tierra, la agricultura de Puerto Rico entró en agonía, para no recuperarse más?
Anteriormente, en las primeras décadas del siglo XX, la industria del azúcar de Puerto Rico había tenido un espectacular boom que se reflejó no sólo en las cifras de producción y empleo agrario, sino también en las de la banca y el comercio, y en el paisaje. Con su enorme productividad, el azúcar cumplió las aspiraciones económicas que tuvo la isla en el siglo XIX: la inversión en los recursos geográficos, la apertura en los mercados y la creación de riqueza que habían pedido los cabildos a las Cortes Españolas en 1810-12 y que seguían reclamando a la Corona los próceres autonomistas cuando sobrevino la guerra de 1898.
Pero como todo proceso de modernización, el desarrollo azucarero de principios de siglo XX fue traumático: centralizó la producción, revolucionó las viejas tecnologías y trastocó la secuela de relaciones sociales y valores. Volvió muy ricos a muchos colonos cañeros, pero a otros viejos agricultores los desposeyó de algunas tierras, que consolidó en grandes fincas de administración, dando pie al mito de la desposesión. Proletarizó al peón, aunque no sustituyó el machete por la máquina. No tuvo necesidad: con su inmenso poder, el azúcar impuso salarios de hambre, que se agudizaban en los tiempos muertos y en las cifras alarmantes del crecimiento poblacional. Además, la bonanza azucarera se logró bajo la bandera de Estados Unidos. Aunque el capital residente fue mayoritario, las centrales americanas, en especial las del llano del sur, tenían mayor visibilidad. Y la industria dependía del acceso al mercado de Estados Unidos.
A fines de la década de 1920 la Depresión puso fin al periodo de bienestar económico que había capitaneado el azúcar y se radicalizaron los reclamos de tierra en esta isla de economía agraria. Entonces despuntó el discurso anti-cañero, en la pluma de los poetas del criollismo y de los ensayistas de la Generación del 30, que hilvanaron la crítica del azúcar con la defensa de la cultura autóctona y de la tierra de los aquí nacidos. Entroncando con crecientes nacionalismos, la literatura ruralista asoció la tierra al conuco y la patria al jíbaro y, con frecuencia, desasoció el progreso material y el bienestar espiritual del país. Viejos hacendados desplazados se unieron a políticos de tendencias socialistas y a escritores de romanticismos anti-capitalistas para esgrimir contra la caña la justa queja del peón. La ley de los 500 Acres, un extraordinario estatuto federal, prestó al movimiento anti-cañero un poderoso lenguaje legal y una agenda concreta de fragmentación de la tierra.
Esta efervescencia del discurso anti-cañero coincidió con los grandes cambios en la política de Estados Unidos que a partir de 1933 vio surgir el Nuevo Trato. Bajo sus auspicios tuvo lugar la segunda invasión norteamericana de Puerto Rico, la del estado interventor y de bienestar, que comenzó a regular la industria azucarera. Así se conformó el escenario para las elecciones de 1940.
La campaña del PPD de 1940 se articuló sobre dos cuestiones: el valor del voto y la promesa de la tierra. El genio político de Luis Muñoz Marín fue unir las dos: con el voto se recuperaría la tierra, que Muñoz juró repartir; y con la tierra se recuperaría el poder político sobre el territorio que -pese al status colonial y contra el capitalismo monopolista- daría al país y al pueblo el control sobre su economía agraria. La campaña conmovió la isla y llevó al PPD a una inesperada victoria electoral.
Inmediatamente, y aprovechando la relativa bonanza económica que provocó la Segunda Guerra, el PPD puso en marcha su programa de tierras. A partir de 1940 el gobierno adquirió por expropiación o compra tierras agrícolas que redistribuyó mediante dos programas: el de parcelas, o minifundios de cultivos, y el de cañaverales estatales, o fincas de beneficio proporcional. En ambos programas se manifestó una profunda ambivalencia ante el progreso agrario, que interroga la noción del 1940 como momento fundante de la modernidad del país.
Las parcelas, el programa agrario que Muñoz tenía más cerca de su corazón, aspiraban a devolver el peón proletarizado a los conucos pre capitalistas, terreno de la agricultura de subsistencia y hogar de la antigua sabiduría montañesa. No obstante, el programa tenía objetivos contradictorios, y junto a la regresión a la subsistencia aspiraba a la evolución social del campesinado, a re-educarlo con programas de agronomía, higiene y trabajo social, y a mudarlo del insalubre bohío a la vivienda de concreto que, sin embargo, se modeló en el conuco antitético de la ciudad.
El programa de cañas estatales, promovido por los novotratistas estadounidenses y adoptado tardíamente y a regañadientes por el PPD, tenía la patina del cientificismo socialista modernizador. Aspiraba reproducir la eficacia productiva de la moderna central en siembras planificadas y tecnificadas. Pero mediante la propiedad colectiva pretendía revertir el proceso de proletarización del peón, que lo había enajenado de la tierra amada de labranza y de la tradición.
En resumen, el progreso que generó el capitalismo azucarero en las primeras décadas del siglo XX se acompañó de desplazamientos, proletarizaciones y materialismos que fueron representados con inflamado verbo al desacelerarse el crecimiento económico durante la Depresión. El PPD articuló estas querellas contra el capitalismo agrario en un programa de tierras que constituyó, en cierta medida, una reacción ruralista y hasta conservadora contra el vértigo modernizador del azúcar. El PPD combatió la modernización agrícola, que en Puerto Rico se había efectuado bajo el paradigma de la central americana, con nociones de autoctonía jíbara o hacendada. Y para corregir las intolerables desigualdades sociales del sector azucarero de la economía, no sólo recurrió a la regulación de los salarios y de las condiciones de empleo, sino que adoptó una agenda de fragmentación de fincas contraria al agro industrializado, aunque también, bajo la paradójica influencia del novotratismo norteamericano, a un programa de estatización de grandes cañaverales.
La reforma agraria tuvo un rápido fracaso económico. Las parcelas nunca llegaron a convertirse en unidades de producción y en 1947 perdieron su carácter agrícola para convertirse en mero programa de vivienda y welfare. Los cañaverales estatales, plagados por el partidismo y la ineficiencia burocrática, comenzaron a generar pérdidas y paulatinamente sufrieron el abandono gubernamental.
La promesa de la tierra aun resonó en las elecciones de 1948. Pero para entonces Muñoz se había volcado hacia un proyecto económico de industrialización por invitación al capital foráneo –sin base en la agricultura o en la geografía del país- que se conoció como Fomento o bootstrap. Sus exitosas estrategias, sin embargo, nunca aplicaron a la agricultura.
El mito de la desposesión de la tierra, la retórica del ausentismo, la poesía romántica sobre el jíbaro y la realista sobre el peón, el discurso legal de los 500 Acres y las memorias de la victoria de 1940 llenaron de emoción (no exenta de victimismo) las decisiones económicas sobre el agro. Contrario al sector manufacturero, el gobierno no fomentó las inversiones foráneas en el sector cañero y mantuvo vivos –o más bien, undead- los objetivos y principios de la reforma agraria. En las difíciles coyunturas de los años 1950 y 60, el sector azucarero confrontó la ambigüedad gubernamental frente al azúcar. No se llevaron a cabo los ajustes ni las inversiones que hubiesen hecho viable –objetivo en todo caso incierto- la economía cañera.
El fracaso del azúcar marcó el ocaso de la agricultura de Puerto Rico. Los conocimientos, las prácticas y también los afectos de los agricultores de uña negra y de los agrónomos de estación experimental se perdieron en el paso de una generación. También fracasó la tierra. Sin el contrapeso de un plan de uso de terrenos o de un sector agrario vigoroso y capaz de defender sus terrenos agrícolas, a la velocidad del seductor automóvil y capitalizando en el suburbio los fondos federales para carreteras y las nostalgias consumidoras de la naturaleza, el capitalismo se reinventó en una tierra vuelta gris por la mal llamada industria de la construcción. El paisaje de suburbio remplazó al cañaveral.
Al lector que piense que la reforma agraria fue inconsecuente, le propongo que en ella se jugaron muchos de los temas centrales de la historia de Puerto Rico en el siglo XX: los temores y las esperanzas frente a la modernidad, las luchas entre la autoctonía y el cosmopolitismo, los balances entre la ciudad y el campo, los significados de la americanización y las contradicciones entre los fundamentos económicos y morales del desarrollo. En la reforma agraria se ensayaron los primeros programas de bienestar, se incubó el paternalismo gubernamental y, paradójicamente, se restó importancia a la productividad agraria frente a los objetivos de la autoctonía y el welfare, allanando la conversión de la tierra del cultivo al real estate.
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Esta historia de la caña oscila entre la economía y la literatura. No es cuantitativa, aunque refiera cifras y estadísticas. Pretende describir cosas, como los científicos, y escudriñar visiones, como los poetas. Al modo que propone Octavio Paz, intenta traer al ruedo hechos pero también imágenes, enunciándolos y examinándolos, buscando sus orígenes, trazando sus latencias y postulando sus consecuencias.2
El relato sobre la isla agraria que fue Puerto Rico en la primera mitad del siglo XX, el relato sobre la caña y sobre el peón, se fue forjando en documentos fríos que contaban bocoyes, sueldos y cuerdas, tabulaban cifras y discutían los factores de producción. Pero también se fue relatando en vislumbres de poesía y narrativas que elaboraron poderosas imágenes que se tradujeron en creencias y, a veces con cálida inocencia, en acción económica y política.
Según los historiadores franceses de la escuela de los Annales, las fuerzas impersonales del comercio, la tecnología y la geografía –profundas e invisibles como las corrientes submarinas- se ocultan tras los eventos políticos y personales -superficiales como las espumas- para determinar el curso de la historia.3Sin embargo, no hay nada inevitable en los procesos históricos. Las corrientes profundas son poderosas, pero no ineluctables.
La historia del azúcar en Puerto Rico es parte de la historia mundial de la tecnología y el comercio y refleja los ciclos económicos que marcaron la historia de Estados Unidos. Pero el boom del azúcar en la primera mitad del siglo XX, así como su fracaso en la segunda, fue más que un reflejo mecánico de las corrientes externas o de las fuerzas impersonales. También dependió de las voluntades del país, de las metáforas y las imágenes con que sus escritores dieron emoción a la situación económica, de los discursos con que sus políticos movilizaron los intereses y las resistencias, de los conceptos con que sus ensayistas enunciaron su realidad social.
En 1920 el mercado mundial se desplomó, pero el azúcar de Puerto Rico, entusiasta y pujante –si bien ayudado por las tarifas- logró sobrevivir; en los años 1950 el mercado se estancó pero la industria desmoralizada sucumbió. Tras la Segunda Guerra los cañeros de Hawái y Luisiana hicieron ajustes, e inversiones en tecnologías, y lograron pagar salarios relativamente altos y competir en el mercado protegido de Estados Unidos. Los de Puerto Rico -a pesar de contar con similar protección tarifaria- mudaron sus capitales a otros sectores y sus tierras al real estate.
La historia del azúcar de Puerto Rico tampoco se agota en la recitación acrítica de la villanía colonial. La americanización, económica y cultural, no tuvo siempre una agenda fija: a veces fue espectacular crecimiento, a veces calloso capitalismo, a veces reforma social. Diversos intereses y perspectivas, locales y estadounidenses, lucharon por apropiarse sus contenidos o resistir sus definiciones. En su nombre actuaron los centralistas, pero también los novotratistas. La americanización es un concepto indispensable, pero abierto, del que se ha abusado para oscurecer la responsabilidad que tuvo el país no sólo por los problemas sino también por los aciertos de su desarrollo cañero y de su historia.
Las fuerzas impersonales sí, pero también las voluntades de las gentes de carne y hueso son responsables por su historia. ¿No es precisamente para intentar controlarlas –con qué sino con la voluntad- que intentamos entender las fuerzas profundas y las condiciones estructurales de la historia?
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Creo que Muñoz, con su profunda inteligencia, atisbó esta complejidad de factores estructurales pero, con su convicción humanista, privilegió la acción de los hombres y mujeres que encauzan la historia. Muñoz desvaloró las fuerzas de la geografía y de la tradición frente a las fuerzas de la voluntad. Su paisaje era de gente, más que de tierra; su geografía era geografía humana. En ciertos momentos, Muñoz habló del jíbaro como se habla de un proyecto, y de la tradición como de una herencia elegida. En general, Muñoz concibió la historia en términos de tiempo y no de espacio, y así empoderó al país.
Pero mirando las resultas de la operación bootstrap uno pregunta si no hubiese convenido más recato -más Annales- pues el voluntarismo político frente a la geografía también propició un desentendimiento de la tierra, de los factores de enraizamiento, del medioambiente y de la agricultura. El proyecto económico del PPD finalmente denotó cierta insensibilidad frente a la geografía y a los recursos naturales. La industria bootstrap, distinto a la caña, no tenía que ver con ellos. Quizá por esto el PPD nunca adoptó un plan de uso de terrenos para el campo. Y, en consecuencia, nunca adoptó un proyecto sensato de ciudad.
Toda historia es del presente. Los sucesos son del pasado y se busca en ellos, no siempre de forma directa, saberes de hechos y de intuiciones que puedan proyectarse al futuro. Pero qué se busca y cómo se busca, las preguntas y las hipótesis, son del presente.4 El presente de Puerto Rico es el de una isla que se achica por la construcción del suburbio, el de un país que ha quedado sin agricultura, y prácticamente sin industrias que se relacionen a su geografía, el de un pueblo que, enfocado en el tiempo de cambio, se ha olvidado del espacio. Por eso es importante hurgar en la historia de la tierra, buscar entre sus hechos y sus imágenes.
La escritura de la tierra es, según Raymond Williams, como una escalera mecánica: con el paso del tiempo ha de aparecer un nuevo escalón, una nueva etapa en el desarrollo socio económico y un nuevo paisaje material y literario. El perfil actual de la tierra, el último escalón, se compara con nostalgia con el escalón anterior, que parece más natural, más cercano al primer escalón, que era el paraíso.5Pasó con los escritores del criollismo y de la Generación del 1930, que añoraron el conuco desde el cañaveral, y con importantes escritores de la Generación del 1950, que lo añoraron desde el arrabal y la ciudad infernal. Quizá pase en estas páginas, que se añore el cañaveral desde el suburbio.
La nostalgia es una forma de criticar el presente, que a veces no mira al futuro, y que a veces mira al pasado con anteojos color rosa. Espero que estas páginas tracen con mayor realismo los aspectos terribles del cañaveral, y que nos sirvan no para añorar un mundo que ya se fue, sino para pensar el que viene: la ciudad en sus balances con el campo, la raíz social en la geografía humana, las posibilidades de una agricultura tecnológica, las contradicciones del progreso y la responsabilidad por la tierra.
- El relato del viaje está basado libremente en el que escribió Sidney Mintz al principio de “Cañamelar: The Subculture of a Rural Sugar Plantation Proletariat”, en Julian Steward, et al, The People of Puerto Rico, Urbana, Ill., Univ. of Illinois Press, 1956. [↩]
- Octavio Paz, El laberinto de la soledad, 2da. Ed., México, F.C.E., 1959; véase también el ensayo de Michael Schmidt en Octavio Paz, On Poets and Others, New York, Arcade, 1986. [↩]
- Fernando Braudel, Memory and the Mediterranean, New York, Vintage Books, 2002; On History, Chicago, Univ. of Chicago Press, 1980. [↩]
- Edward Carr, ¿Qué es la historia?, Barcelona, Ariel, 1983. [↩]
- Raymond Williams, The Country and the City, Oxford, Oxford U.P., 1973. [↩]