El sabor de la felicidad
No sé si todo el mundo es capaz de sentir el sabor de la felicidad. Tampoco sé a qué le sabrá a otras personas y ni siquiera estoy segura de recordar ese sabor una vez se disipa. Sin embargo, el sabor salado de la tristeza a veces parece más intenso y duradero. También el sabor metálico del coraje. ¿Será por eso que a veces entramos en una carrera desbocada para borrarlos de nuestra memoria? Comemos, bebemos, besamos, nos sumergimos en cosas que apelen a otros sentidos en busca de ese sabor a felicidad o de un sustituto sensorial aceptable. Y es que –según nos han dicho– todas y todos tenemos derecho a paladear el sabor de la felicidad. Sin embargo, eso no es verdad. No todas tenemos la suerte de sentarnos a la mesa en la cual se sirven los platos de la verdadera felicidad.
Pero, ¿y qué es la felicidad? ¿Cómo se cuece, qué se usa para aderezarla, dónde se compra y cuánto nos cuesta la libra?
Para algunas personas, la felicidad es entrar en un estado de paz interior en el cual se cierren las puertas a las emociones negativas o muy fuertes. Aderezan su felicidad con afirmaciones que contradicen la realidad que ven sus ojos. Asumen que el pensamiento positivo reafirma la felicidad sin importar que el mundo se derrumbe a su alrededor. Creen firmemente en teorías «secretas» sobre las supuestas reglas que crean la abundancia en el planeta y, según las cuales, nombrar la desigualdad, la guerra y la pobreza sólo logra fortalecer la negatividad. Saborean una felicidad orgánica, imposible de ser adquirida por quienes sólo tienen dinero para comprar arroz y habichuelas en especial.
Para otras personas, la felicidad es una casa grande y bonita con una familia en la cual sus crías no tienen idea de lo que es la escasez o la privación. Todo lo que se cree necesitar está presente en el hogar de estas personas felices. Cable, Wi-FI, celulares, televisores, equipos costosos, señora que limpia, señor que limpia el patio, colegio, médicos para changuerías cosméticas, reuniones sociales con gente como ellas. Saborean una felicidad al estilo Chili’s o tal vez al estilo P.F. Chang’s. Una felicidad que no se puede saborear en el calor de un chinchorro de Piñones a menos que hayan elegido darse una vuelta por allí en un ejercicio de turismo pintoresco.
La felicidad de los aleluyas teocéntricos es otro cantar, digo, sabor. Se parece peligrosamente a las dos primeras felicidades que he mencionado y puede que hasta esté enredada entre unas y otras. Sin embargo, a esta felicidad también acceden las personas hambrientas y adoloridas que se resignan a esperar un más allá. Cual nuevos siervos y siervas de un feudalismo contemporáneo, oran, cantan, diezman, siguen instrucciones de sus pastores, se autoflagelan y se amoldan a un sistema que les oprime y al final del día se dan palmaditas de satisfacción en el alma porque hay un dios que les ama. Su felicidad sabe a ostia, a arroz con pollo servido a personas sin hogar y a bizcocho de vainilla vendido en algún semáforo del país.
Hay quienes saborean la felicidad a través del sexo. “Véndelo con sexo, celébralo con sexo, llóralo con sexo, ríelo con sexo, vívelo con sexo”, parece ser su consigna. Tal vez buscan el sabor del amor, tal vez el sabor del éxito como artistas o vendedores. Lo cierto es que esa felicidad sabe a carne y tal vez por eso resulte atractiva en un mundo de naturaleza carnívora y depredadora.
Hay felicidades que son facsímiles razonables de la verdadera. Esas aparecen en las góndolas de los especiales y tienen un alto grado de demanda. Es la que la gente saborea en las esquinas tristes de algunas de nuestras barriadas y que sabe a cerveza nacional. También la que se compra furtivamente y que sí, también la compran los de las casas grandes y familias felices.
La felicidad más cara es la que sabe a caviar. Sólo que esa es devorada por seres que en realidad prefieren el sabor de nuestra infelicidad aunque luego salgan de sus paraísos de seda a dar alguna limosna que les ponga en las páginas de alguna revista social. Siempre se ven felices en esas fotos. Seguramente en esas ocasiones tienen en su boca el sabor de champán y en sus mentes la idea de que acaban de ganar alguna buena indulgencia social o religiosa. No tienen ni idea de las tristezas y dolores que invaden los paladares del resto del país.
¿En qué mesa se sirve la felicidad? Pues no es una sola mesa. Son muchas. Pero en todas y cada una de ellas debe haber siempre una silla reservada para el otro o la otra. No hay felicidad posible si no es compartida con la humanidad y no hay forma de compartirla si no distribuimos el bienestar, si no garantizamos un acceso real de todo ser humano a aquello que necesita para vivir plenamente. Podemos engañarnos con sabores orgánicos o artificiales pero en el fondo siempre quedará en nuestras bocas y conciencias ese dejo amargo que deja el aspartame cuando trata de sustituir al azúcar de verdad en nuestro café.
¿Vivir amargadas por ese sabor? ¿Privarnos de saborear la felicidad? No se trata de eso. Se trata de ser fieles a una visión social y de tener el valor de abrir nuestros ojos y corazones para compartir nuestras mesas con amor y responsabilidad.
¿Qué sabor tiene la felicidad? ¿A qué me sabe la felicidad? A mí me sabe a los bizcochos, a las paletas de chocolate, a los flanes y a la sonrisa de las mujeres que eligen superarse y que nos privilegian cuando eligen a Matria como su apoyo para el proceso. Me sabe a sol y a mar. También a monte y cielo. Me sabe a libertad. Me sabe a solidaridad. Me sabe a abrazos y a besos cuando se ama de verdad.