El sistema de retiro: ideología implícita
En Puerto Rico el sistema de retiro de empleados públicos está constituido por múltiples subsistemas autónomos diseñados para distintos grupos de empleados. Tienen estructuras financieras separadas, pero persiguen objetivos similares. Hasta ahora se han modificado tres de esos subsistemas, correspondiendo a empleados del gobierno central, el sistema escolar y la judicatura.
Las recientes modificaciones a los subsistemas mencionados tienen dos vertientes: el fiscal y el ideológico. Desde el punto de vista fiscal podríamos decir que la insuficiencia monetaria del sistema ha sido conjurada, al menos por unas décadas. Eso, presuponiendo que los datos financieros y las proyecciones económicas correspondientes no tienen un alto por ciento de error. Pero la solución también supone un cambio radical en la forma de ver la función social del gobierno. Ese cambio le imprime un carácter ideológico a las leyes de “reforma” que se aprobaron.
En lo sucesivo, para simplificar la discusión, hablaré del sistema de retiro modificado, en singular. Pero, salvo que indique lo contrario, realmente me estaré refiriendo a los subsistemas del gobierno central y los maestros. Dejo fuera el de la judicatura pues ese corresponde a un grupo de empleados públicos minoritario y de perfil sociológico diferente al de los otros dos.
Obviamente, el sistema de retiro se creó para ayudar a los empleados públicos a tener una vida digna en su vejez, cuando ya no estuvieran trabajando. Como, en términos generales, los sueldos del sector público eran y todavía siguen siendo inferiores a los sueldos en el sector privado por funciones laborales semejantes, se trataba de compensar por esa diferencia con mejores beneficios marginales y con la garantía de un sistema de retiro apropiado. Desde ese punto de vista, el sistema de retiro fue concebido como un mecanismo de seguridad social.
Con el correr del tiempo, la inflación fue aumentando mientras los beneficios de la inmensa mayoría de los pensionados permanecía constante y en niveles muy bajos. Reconociendo eso se aprobaron leyes especiales que mitigaban esa insuficiencia. Esas son las leyes que proveían para una aportación del Fondo General que suplementara el pago de un plan médico privado, un bono de navidad y una modesta ayuda para medicinas.
Es cierto que esos estatutos se legislaron sin mucho análisis fiscal y por esa razón se ha afirmado que dicha acción refleja cierto grado de irresponsabilidad pública de los gobernantes de turno. Pero, esas leyes se hicieron bajo dos premisas: que la economía de Puerto Rico habría de mantener un ritmo de crecimiento económico que permitiría sufragar el gasto de las leyes especiales y que el Gobierno tiene el deber social de reducir el infortunio económico de los ciudadanos de menores ingresos para propiciar una sociedad más justa.
En otras palabras, si el Gobierno acepta que, en la medida que sus posibilidades fiscales lo permitan, su deber social le obliga a asumir el papel de nivelador económico entre las distintas clases sociales, minimizando las diferencias a niveles aceptables, su acción aprobando las leyes especiales no fue irresponsable sino acertada. Esa perspectiva social es en sí una ideología y es la que da origen al Estado de bienestar. En Puerto Rico, a pesar de los múltiples beneficios contributivos que se han legislado a favor del Gran Capital, la forja de un Estado de bienestar fue el objetivo social dominante durante las primeras tres o cuatro décadas a partir de la creación del Estado Libre Asociado.
Pero con el correr del tiempo y en función de nuevas realidades económicas, la persistencia del Estado de bienestar fue cediendo ante la ideología neoliberal. Según esta, el gobierno debe concentrarse en funciones básicas de seguridad (protección de la vida y la propiedad), mantener un sistema justo para dirimir diferencias entre los ciudadanos (el sistema de justicia), garantizar solo una serie de servicios básicos pagados por los ciudadanos (mediante cuotas especiales o indirectamente vía contribuciones) y garantizar un ambiente económico que facilite la libre competencia y el respeto a los contratos legalmente contraídos. Más allá de eso, corresponde a los ciudadanos procurarse su propio bienestar y servicios. En su modalidad más extrema, los neoliberales inclusive extienden esto a áreas tan fundamentales como la educación, salud y pensiones de retiro, admitiendo solo una participación mínima del Estado en esas funciones.
El subsistema de retiro para el gobierno central de Puerto Rico fue enmendado en 1999 por la administración Rosselló González, creándose un nuevo subsistema de pensión identificado como la Reforma 2000, pues esta habría de aplicar solo a los empleados públicos que ingresaran al servicio a partir del año 2000. Al momento de retirarse, la cuantía total que recibirá un empleado de ese grupo será lo que hubiese aportado más las ganancias que su capital hubiese acumulado por concepto de inversiones. La aportación patronal no se añade a la pensión. En esencia, es un sistema de ahorros y se conoce como uno de contribución definida. Según la Reforma 2000, los empleados que hubiesen ingresado al servicio previo al año 2000 serían pensionados conforme al sistema tradicional de beneficio definido (la pensión en función de edad, años de servicio y sueldo promedio).
La Reforma 2000 conllevó un cambio ideológico radical en lo concerniente al papel del Estado para procurar bienestar social general. Conforme con criterios puramente económicos, el gobierno debilitó su función como importante nivelador social para minimizar los estragos de la privación económica. Mas la reciente reforma del sistema de retiro de la Administración García Padilla dio el golpe de gracia, pues generalizó el concepto adoptado en la Reforma 2000 (aunque para los maestros se sigue añadiendo una aportación patronal a la pensión para compensar por estos no recibir beneficios del Seguro Social federal). Es cierto que se establecen mecanismos de transición para que el cambio no sea abrupto, pero al final el sistema nuevo es radicalmente diferente al anterior.
La realidad económica no puede ignorarse, por lo que se explica la acción gubernamental tanto de la administración Rosselló como de García. Sin embargo, el no plantearse explícitamente las implicaciones ideológicas y sociales de los cambios aprobados sugiere una de dos cosas: aceptación de que al Estado no le corresponde una función primaria en la distribución de las riquezas con el propósito de eliminar o al menos mantener un sistema de mínima equidad social en la población o un proceder irreflexivo que lleva a la resolución de problemas mediante acciones de efecto inmediato, sin que se examinen sus consecuencias sociales de largo alcance.
Cualquiera de ambas razones es mala. La primera, porque denuncia un retroceder ideológico, de corte neoliberal, mediante el cual el Estado puertorriqueño claudica a una de sus más importantes razones de ser desde que gradualmente fue asumiendo más responsabilidades de corte social-demócrata. La segunda, porque sería indicativa de una clase política presentista, ideológicamente llana, que lleva a adoptar medidas que en el mediano y largo plazo degradan inadvertidamente las bases de una sociedad sana, equilibrada por la aplicación de principios de equidad y una perspectiva donde las personas asumen responsabilidades de bien colectivo por encima de extremos y egoístas intereses individualistas.
El argumento oficialista es que no había alternativa; para retener alguna versión del sistema de retiro era preciso recortar el presente. Eso es cierto si se parte de la premisa que se está obligado a funcionar dentro de los parámetros dictados por el problema inmediato que se atiende. Según esos parámetros solo se mira lo que está en crisis, no la totalidad del sistema económico y fiscal. Pero si se está dispuesto a romper con los paradigmas que nos constriñen a ese modo de pensar, habría otro curso de acción.
En primer lugar, para evitar mayores degradaciones al sistema de seguridad pública es imperativo mirar al Gobierno en su conjunto. Es decir, precisamos un ejercicio que ponga TODO programa, agencia, departamento y corporación pública sobre la mesa. Pero no para mirarlos con perspectiva de contador, sino con perspectiva social. Es decir, no para realizar un ejercicio de recortes presupuestarios indiscriminados sin considerar sus posibles efectos –como lo hizo la administración Fortuño– sino para una evaluación de costo versus beneficio social.
Muchas entidades pasarán la prueba porque son esenciales para nuestro bienestar social, pero no todas. Otras resultarán esenciales pero ineficientes (ejemplos: AEE, AAA, DE, FSE). Esas se prestarán para una significativa reestructuración y reingeniería de procesos. Conociendo algunos programas e instituciones que no satisfacen criterios de significativo beneficio social, sabiendo lo burocrático que es nuestro sistema gubernamental y conscientes de que la tecnología ofrece oportunidades para notables reducciones de costos, ¿quién puede dudar que un ejercicio de esta naturaleza generaría economías suficientes para salvar el sistema de retiro, manteniéndolo como uno de beneficios definidos, aunque más modestos?
En segundo lugar, nuestro sistema contributivo necesita urgente y comprensiva revisión. Pero, de nuevo, no con perspectiva de contador cuyo objetivo es obtener recaudos sin considerar efectos económicos y sociales. Hay contribuciones que perjudican más que ayudar. Concentrarse en los que ya están pagando para sacarles un poco más es injusto y contraproducente. El sistema debe revisarse con miras a hacerlo progresivo en su conjunto pero equilibrado, de base amplia y EFECTIVO EN SU SISTEMA DE CAPTACIÓN.
En tercer lugar, es necesario enfocar en actividades de producción para provocar crecimiento económico. Para ello hay que involucrar a EE. UU. en la solución porque tienen una enorme cuota de responsabilidad por obligarnos a funcionar en un sistema jurídico-político de múltiples limitaciones. No se trata de procurar más fondos de dependencia, sino de gestionar cambios estructurales que resulten en mayores márgenes de acción para que el gobierno y la empresa privada puedan experimentar nuevas soluciones económicas.
Por ejemplo, con solo ajustar los estándares federales de aire limpio para acomodarlos a la realidad geográfica y económica de la Isla, nos economizaríamos millones de dólares en la compra de petróleo para generar electricidad; con eximirnos de las leyes de cabotaje se abaratarían significativamente nuestras importaciones; con aprobar un crédito contributivo federal por empleos de manufactura creados en la Isla se estimularía la inversión en Puerto Rico de muchas fábricas estadounidenses que ya no ven incentivo alguno para establecerse aquí. Un último e importante ejemplo: si lográramos que Puerto Rico quede exento de la Cláusula de Comercio Uniforme que rige en el sistema federal, podríamos iniciar un proceso acelerado de sustitución de importaciones. Eso generaría miles de empleos vía actividades productivas endógenas, que es lo que el País necesita.
Los que defienden la viabilidad de un ELA Mejorado dentro de las estructuras legales existentes tienen el deber de gestionar esas y otras mejoras sin necesidad de esperar por plebiscitos ni asambleas de estatus. De lo contrario, deben mover sus banderas políticas a otro campamento ideológico. Concedido, lo propuesto tiene sus complejidades procesales y no produciría resultados inmediatos para satisfacer a las casas acreditadoras de corretaje. Pero satisfarían al pueblo. El neto de la gestión sería una sociedad mejor servida y más justa.
Si al aprobar las nuevas leyes de retiro el PPD hubiese debatido esto explícitamente, denotaría una clase política del País alerta y consciente de sus deberes para con el pueblo que le dio la responsabilidad de gobernar. Denotaría, además, una comprensión de que toda decisión que modifique un servicio fundamental para la sociedad encierra en sí misma una o más ideologías. La honestidad moral e intelectual de los que nos gobiernan les obliga a hacer explícitas esas ideologías. Ya sabemos dónde están los neoliberales de Puerto Rico. Lo que no sabemos es dónde están los social-demócratas.