En el principio fue el agua: “inciertas-espectáculo erosionado” de/con Teresa Hernández
Esta es toda nuestra historia;
sal, aridez, cansancio,
una vaga tristeza indefineble,
una inmóvil fijeza de pantano,
y un grito allá, [acá] en el fondo,
como un hongo terrible y obstinado,
cuajandóse entre fofas carnaciones
de inútiles deseos apagados.
(Luis Palés Matos, “Topografía,” en voz de la erizada)[1]
En el principio fue el agua, que es lo mismo que decir, el devenir. Por mucho del poquísimo tiempo que nuestra especie ha caminado el planeta, lo entendíamos bien. No nos creíamos importantes, singulares, esenciales. El mito lo evidencia. Desparramado en el tiempo sin historia, en el espacio sin lugares, en el saber del misterio, el mito de una inmensa variedad de culturas humanas sitúa el agua-devenir como el origen. Por eso no se preocupa en absoluto por narrar como común y corriente lo que a nosotras nos parece insólito, irracional, imposible: que la cabeza de una leona llevó ayer la cola de un pez, hoy el torso de una humana y mañana los pies de un águila; que una tortuga gigantesca carga el mundo en su caparazón; que alguien puede asomarse por un hoyito y caer y caer y caer por miles de millares de años hasta encontrarse con la misma edad que al principio. El mito, pues, sabía desde muchísimo antes lo que la teoría de la evolución sólo vino a confirmar en el siglo XIX. Salimos del agua y no hacemos otra cosa que mutar.
Sólo una especie como la nuestra, seducida por imposibles contradicciones, podría haber actuado en contra de lo que siempre supo era su propia vida, olvidando su pasado. Trágicamente, ha dedicado buena parte de su historia al intento de estrangular el agua, apresarla, comodificarla, intoxicarla, secarla, delirar con abandonarla, contenerla o detenerla. Y también, a surcarla con sus barcos de la muerte y de la banca, del capital y de las armas, de la mercancía y del petróleo, de la esclavización y de la migración forzosa. Hemos convertido el agua, señal de plenitud si alguna vez hubo alguna, en símbolo de miserias.
Las islas, que por la acción de volcanes submarinos y desprendimientos de tierra aparecen y desaparecen sobre la superficie del agua a lo largo de los tiempos geológicos, sostienen con el agua la más íntima de las relaciones. De ello se deriva que se vean sometidas a los estragos más inmisericordes que resultan de que la humanidad haya convertido el agua en escenario de abyecciones. inciertas-espectáculo erosionado, de/con Teresa Hernández, es una pieza resueltamente salada, isleña, nuestra. Su “trama es la bravata” en el sentido que esa palabra tiene en “nuestra costa del noroeste:” “el mar picao, agitao, la marejada que se mete en tierra sin pedir permiso.” Así, no sorprende, aunque sí lastima –como cuando nos arrancamos la cascarita antes de tiempo y la herida tiene que volver a empezar–, que la erizada nos asegure que “quieren nuestra costumbre a la miseria.”
En escena, las mujeres inciertas, artistas, erosionadas, puertorriqueñas, que son Teresa y la artista invitada Miosoti Alvarado Burgos, son dos y son legiones. Ellas saben bien de compromisos con el intento. En poco más de 35 minutos, inciertas-espectáculo erosionado cuenta no sólo la historia del teatro, la de Puerto Rico/el Caribe y la de los llamamientos de sus mujeres y de sus erosiones –asuntos que atraviesan este comentario–, sino también la de la especie, pero al revés: de la ciudad en ruinas al vientre del agua, del güiro al sargazo, del cuchillo a la concha, del cemento a la sal. Así de grandilocuente me atrevo a postularlo porque así de fecunda es la pieza que me/nos ocupa.
Las mujeres primero aparecen, cada quien por su lado, en las afueras de una ciudad/país en ruinas: la demolición de un edificio en Río Piedras, el cerrado terminal en Fajardo hacia Vieques y Culebra, el cuchillo de Teresa-la mujer del cuchillo atacando el US Customs House y el güiro de Miosoti-la mujer del güiro haciendo lo propio en el Departamento del Trabajo. Sus desplazamientos por unas ruinas que bien podrían ser bienvenidas si son el fin palpable del ELA, de la dictadura del PNPPD, de la colonia que se ha quedado sin más jugo que exprimir, se hacen acompañar por un poderoso texto que, en boca de cuchillo y sonido de güiro, se siente, en su ritual repetición, consigna, llamamiento, grito:
La incertidumbre no es ajena.
Acá nos inundan y nos flushean.
La extracción es siniestra.
“Los vientos no son aleatorios.”
“La conquista no ha terminado.”
Una híperrealidad lo empaña todo.
El presente prolongado es amenaza.
Cada vez somos más….somos más,
las que ganamos menos.
Cuídense los culpables
que las bravatas insulares
pueden llegar a sus escondites.
Cuchillo y güiro se encuentran, resueltas, frente al edificio del teatro, el del Espinosa/Arriví. Antes de entrar juntas pisando sargazos, se desplazan por debajo de una azarosa pancarta de la candidatura de Manuel Natal a la alcaldía de San Juan. La imagen nos recuerda con precisión el momento histórico del grito proferido. Tras su ingreso al edificio, les toman la temperatura –pieza pandémica esta también– y caminan y caminan y suben escaleras, codeándose con la historia del teatro dramático en afiches que cuelgan de las paredes de un teatro vacío. Destacan visualmente los arquetipos patriarcales sobre las mujeres: por un lado, la sátira de Molière, Las mujeres sabias, que se burla de las aspiraciones por el saber de las así representadas frívolas mujeres y, por el otro, la reescritura trágica de Luis Rafael Sánchez, La pasión según Antígona Pérez, en la que la mujer es sujeto político, sí, pero a fuerza de pagarlo con su vida.
Recorriendo con las mujeres del cuchillo y del güiro los interiores de un teatro que, como audiencia presencial, no habríamos podido ver, sentimos la potente corriente submarina de dos reescrituras históricas que viajan aparejadas. Este teatro aún no es ruina, pero bien podría, como tantos otros en el país y, más aun, en el mundo pandémico de la “híperrealidad,” estar en camino a serlo. Al mismo tiempo, sin embargo, la ruina-erosión del teatro convencional abre la posibilidad de otros teatros en su interior. Lo mismo diríamos de las mujeres que el teatro dramático patriarcal ha nombrado: su ruina-erosión es acogida. Nosotras preferimos, por mucho, el ímpetu del cuchillo y del güiro. Nos sentimos por ellas convocadas. Acudimos. Prestas. Ávidas.
Pronto descubrimos que el escenario del Arriví es el mar, con la silueta de “isla grande” hecha de sargazo en el suelo. Vieques y Culebra, en contraste, son de sal y su topografía está completa, sólida. Ubican amorosamente en una mesa de centro, su sal iluminada, radiante. Las islas “nenas” quedan así destacadas como nunca lo están en la vida política del país. Considerando el resto de los objetos en el escenario –dos sillones, un saco de sal marina de Cabo Rojo, con todo su peso histórico de explotación y lucha obrera, un toldo azul, un taburete y un atril–, la mesa de Vieques y Culebra destaca como una suerte de altar alrededor del cual podríamos, si quisiéramos, juntar nuestras mejores voluntades de archipiélago.
Decir como antes lo hice que inciertas-espectáculo erosionado es la historia al revés de la especie humana no es lo mismo que decir que la pieza retorna al pasado del mito y a su conocimiento sobre los líquidos orígenes de la vida. Más bien, irrumpe con él –bravata– en el intolerable presente de un Puerto Rico/Caribe casi, pero no, desahuciado. Tal irrupción –“¿invasión o regalo?”– se nos sugiere muy pronto en la pieza. Tras la entrada a escena, al interior de la silueta de isla grande, las mujeres que antes fueron cuchillo y güiro devienen rodadas, oleajes, mareas inciertas entre litoral y litoral, algas bailando al son del agua, como las que acompañan el título de la pieza. Son las mujeres marejadas.
En lo sucesivo, sentiremos dicha irrupción cada vez con más potencia. En la próxima escena, la mujer del cuchillo, ahora sin el cuchillo, se mece, con violencia a veces sutil y otras abierta, en un sillón. La mujer y el sillón están en una ruina en Loíza, confrontadas por un oleaje imponente, avasallante. Mientras, la mujer del güiro, ahora sin el güiro, se mece, con la misma alternancia de leve y agresiva violencia, en otro sillón al interior del teatro. A esta última la rodean las butacas vacías y las proyecciones de más mares y viajes en el ferry. El sillón como símbolo, ubicado en Puerto Rico en la misma liturgia nacionalista que el güiro, es en inciertas el de un exterior inclemente. No se trata del sillón de pajilla de interiores. Es de metal y está enmohecido. El salitre ha dejado su rastro. Precisamente porque la queja política que proverbialmente se ventila en los sillones boricuas ha salido a la intemperie, los sillones devienen en inciertas plataformas políticas, diríamos que trampolines desde los que reclamar una justicia que aún estamos en curso de nombrar. Hay algo de verano de 2019 en esos sillones en los que estas mujeres físicamente maniobran, buscando abalanzarse más que mecerse.
Entonces, aparece la mujer marejada del inicio contando pinches de madera sobre el atril. Nos hablará mientras se va pinchando toda la cara, las orejas, la cabeza. Deviene la erizada. Con tono casi de mesurada profesora, nos cuenta, nos explica, nos ofrece definiciones, nos hace preguntas más o menos inquietantes. Dice que “no hay drama,” pero “el cuerpo de voz” de su ironía desarma su palabra: con ella, la “historia” de Palés se vuelve “histeria,” lo literal, litoral. Y el drama arrecia, acercándonos el rastro del mito al presente, cada vez más. Ese rastro bien podría ser “otra cosa tormentosa que entra a tierra.”
Tanto así que, tras preguntarnos, “¿no tienen la sensación de que las crisis desgastan el cuerpo como la erosión desgasta la costa?,” la erizada cae entre las butacas a una siguiente escena en la que, aunque se parece a la mujer oleaje, ha devenido otra, otra vez. Está ahora en el sótano del teatro, donde ejecuta, en espacio reducidísimo, una larga secuencia de movimiento apresado, tapabocado, cuadriculado. Tenemos la sensación de que, en cualquier momento, podría ser aplastada, atacada por una horda de hormigas bravas, restringida de pies y manos, hecha polvo. Hay en su circunstancia una angustia indecible, una no salida, un encierro, un martillazo inclemente en la cabeza, un cansancio, un lo-he-intentado-todo, un drama perturbador.
El taburete con ruedas que habíamos visto al inicio irrumpe entonces como una suerte de pequeña bravata capaz de rescatarla, devolviéndola a la platea, pero ahora ya no sobre sus pies, sino sobre ruedas, y devenida nuevamente la erizada. Hay un eco gestual con las rodadas del inicio de la pieza. No son sólo las proyecciones las que continúan sugiriéndonos que estamos en el agua. Es también la magistral resignificación de la que es capaz el teatro: un taburete con ruedas puede ser el mar, en el que la erizada busca “acá, acá, acá” el rastro de sal y sargazo del mito, la huella del origen que hemos olvidado, para nuestra ruina. Habiéndonos confrontado en su momento anterior con la pregunta política quizá más importante para las vidas isleñas –“¿tú eres una bravata?”–, y luego de recordarnos ahora que en “la zona de transición y transacción,” “acá en la tierra tomada por la banca de inversión, se vive,” la erizada se quita los pinches del dolor. El sonido del güiro acompaña el gesto, que se siente antítesis del encierro en el sótano. Su piel, colgada al inclemente sol de los expolios, ha quedado marcada, herida. Mostrándonos las huellas del daño con pasmoso sosiego, la erizada se retira con otra pregunta: “¿será el momento de sacarnos los ojos para ver?”
La referencia a la tragedia clásica es evidente, pero me parece que esta pregunta, considerada en el contexto de la pieza con la que he venido dialogando, deviene otra cosa. Siendo la vista el sentido por mucho privilegiado en las tradiciones artísticas e ideológicas de nuestra llamada modernidad, “arrancarse los ojos para ver” supone, necesariamente, devenir no-humano. Sólo si estamos en disposición de rodar en la sal y el sargazo que la bravata deja como su rastro, “veremos” que los horizontes son comunes en nuestros inciertos archipiélagos caribeños. Si la especie, el capital, la colonia, el patriarcado han desatado una descomunal erosión –en todos los sentidos–, inciertas-espectáculo erosionado parece decirnos que ello ha sido el resultado de desoír, de abandonar, de ningunear la originaria vitalidad del agua y de sus rastros. Ésa es nuestra tragedia.
Ya la mujer del güiro –ese “símbolo nacional” de “costumbres y tradiciones” devenido en inciertas arma de desafío– se había quitado los ojos para ver, a juzgar por el modo en que su breakdance encuentra la salida undercover del teatro elegante, la tras bastidores, la de los letreros de no exit. Ninguna de las otras mujeres de la pieza había salido del teatro, hasta ahora, por sus propios pies. Pero la mujer del güiro sube con su bravata una larguísima escalera que desemboca en el techo del edificio, desde cuyo cielo activa con furia su arma. Parecería, por lo que acontece de inmediato, que su rásrásrás hace llover la sal que, finalmente, acoge el último –que es también el primero– devenir de Teresa: la mujer de la concha.
Lo que en la escena inicial fue toldo, con toda su carga demoledora de huracán y FEMA, es ahora el mar salado en el que se revuelve la piel desnuda, el pelo suelto, de un cuerpo devenido lo mismo promontorio de islas que criatura gelatinosa en el fondo del océano. Su movimiento, caracterizado por una lentitud y fluidez estudiadas, diría que primigenias, contrasta dramáticamente con el de la mujer en el sótano y con el de todas las mujeres inciertas. Esta amalgama de piel que se agita en lo hondo lleva una concha en la boca. De cuchillo a concha hay un gran trecho, por supuesto, pero, encarada con la escena más mítica, más atávica, más feminista, de la pieza, siento –y me repito– que no hay retorno, sino irrupción. Sin concha no hay cuchillo. Sin sal no hay vida. Sin mar no hay tierra.
Las mujeres de inciertas-espectáculo erosionado han devenido no-humanas. Tanto y tan apasionadamente se han quitado los ojos para ver, que es sólo cuando la mujer de la concha mira a través de ella que puede erguirse sobre sus propios pies. Ha visto. Camina, entonces, arrastrando sus mares salados, los de las mujeres de todos los milenios, los de los trabajadores de la sal, devolviéndole a las aguas su plenitud. Ahora ella también encuentra la salida. No se acostumbra a la miseria. Nos desafía con mirada nueva desde el ascensor tras el que desaparece, dejando el rastro de su sal en el suelo de un teatro que, si nos quitamos nosotras también los ojos para ver, comprobaremos que será siempre otro, capaz de devolvernos la vida.
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inciertas: espectáculo erosionado se estrenó virtualmente como parte de la selección oficial del Festival de Teatro Puertorriqueño e Internacional del Instituto de Cultura Puertorriqueña el 28 de noviembre de 2020, libre de costo. Tienes oportunidad de verla hasta el 31 de enero de 2021 a través de este enlace https://www.teatropublicopr.org/tallerdeotracosa
CRÉDITOS:
Dirección-concepto-interpretación: Teresa Hernández
Dirección de cámara y edición: Gabriel Coss Ríos
Dirección técnica, realización de escenografía y diseño de luces: Juan Fernando Morales
Artista invitada: Miosoti Alvarado Burgos
Proyecciones: María del Mar Rosario
Producción de filmación: Rojo Chiringa
Producción general: Taller de Otra Cosa
Producción artística: Producciones teresa, no inc
Asistente de producción general y filmación: Alicia Vega
Escritura: Teresa Hernández, a partir de textos y versos de Luis Palés Matos, Beatriz Llenín Figueroa, Anayra Santory y Hélène Cixous, y de consignas, frases y palabras anónimas.
Música: DEFORMA (Jorge Castro) y Hi Heal (Alexa Rivera)
Asesoría y diseño adicional de sonido: Eduardo Alegría
[1] El adverbio “acá,” de especial importancia en la pieza, es un añadido de Teresa a este fragmento del poema de Palés.