Entre la abundancia y la escasez
Ser pobre es no tener recursos. Algunos le añadimos el no poder, no querer o no saber salir de la escasez en que se encuentra. Usualmente asociamos la pobreza con recursos económicos, pero existen los escasos de conocimientos y voluntad.
Publicidad es la comunicación persuasiva para estimular el consumo u adopción de productos, servicios o ideas. Industria millonaria al servicio del mercadeo, la publicidad también es la que sostiene a los medios masivos y construye socialmente la cultura popular.
En nuestra sociedad, el acceso a los medios masivos de comunicación, sobre todo radio y televisión, está ampliamente generalizado en todos los estratos socio económicos, por lo que tanto los de abundantes como los de escasos recursos, reciben a diario variedad de propuestas para comprar. Pobres y pudientes son bombardeados por igual con ilusiones y escenas de convivencia ideal que estimulan sus sentidos y deseos. Pero los pobres no tienen la capacidad de consumar sus ilusiones.
En las décadas de los 50’s y 60’s, múltiples teóricos se enfocaron en investigar y reflexionar sobre los efectos sociales de la publicidad. Publicaciones como The Hidden Persuaders (1956) del periodista y crítico social Vance Packard, atacaba la publicidad por manipular la mente humana con estrategias psicológicas para inducirlos a consumir alcohol, cigarrillos y comprar de forma desmedida.
La industria publicitaria es hija del capitalismo. Surge ante la competencia de la producción excedente de bienes de diversidad de marcas privadas. Sabemos que sus mensajes han creado necesidades en las audiencias para estimular la venta de nuevos productos.
La producción de bienes de consumo a nivel masivo, que surgió tras la Revolución Industrial del siglo dieciocho, cambió también la organización social que movía a los campesinos a las ciudades donde se instalaban las fábricas que los empleaban por sueldos de miseria. La finca que les proveía al menos alimento saludable, fue dejada atrás. Ahora en la ciudad, todo costaba. La industria le pagaba y la industria le cobraba por todo: casa, comida, transporte, ropa, entretenimiento. El estilo de vida tranquilo y natural del campo, con un comercio artesanal y comunitario, fue desapareciendo.
El siglo veinte fue revolucionario. Los trabajadores de las fábricas se revelaron y se unieron solidariamente para reclamar mejores condiciones laborales y de vida. La migración del campo a la ciudad cambió valores y estilos de convivencia.
Un visionario capitalista llamado Henry Ford se percató del mercado que tenía en su propia fábrica y revolucionó la industria creando productos y condiciones laborales que permitieran al obrero tener mayor poder adquisitivo. Se creó la ilusión de que el trabajador ahora tendría más… más para gastar consumiendo… más para gastar en los productos de las fábricas donde dejaban la vida.
Este fue el siglo que vio nacer la radio y la televisión. Estas nuevas tecnologías pronto probaron ser una mina de oro, y crecieron estimuladas por la creciente industria publicitaria. Entraron masivamente en los hogares de los trabajadores los mensajes que vendían mejores estilos de vida, mejores relaciones y mayor autoestima. Se fueron construyendo en constantes segmentos de a minuto, aspiraciones que costaban, productos que nos ponían en competencia continua con el vecino, en una constante carrera por tener… para ser.
Ojos que no ven, corazón que no siente, dice el antiguo refrán. Pero en nuestro ambiente, la publicidad está expuesta a los ojos de todos, aún cuando sólo quiera conquistar los corazones de los que pueden comprar.
Los que no tienen recursos se van sintiendo excluidos de una vida social inalcanzable. Sobre todo los niños y jóvenes, van desarrollando frustraciones de no poder tener lo que todos parecen poseer, según las historias del discurso publicitario. El juguete de moda, la ropa de marca, los tenis de celebridad, el celular más inteligente… son los nuevos símbolos de valor. La publicidad, más que otros discursos mediáticos, va formando las expectativas e ilusiones, los modelos de opulencia y éxito, donde lo importante es tener, no saber.
Van cambiando las expectativas hacia aquellas donde poseer comodidades y artículos de valor es lo que nos hace gente. Pero la realidad de ser pobre no cambia. El dilema es cómo tener lo que quiero. Cómo lograr valor ante la sociedad. Cómo salir del estado de pobreza.
Ronald Berman, autor de Advertising and Social Chance (1981) advertía que en ocasiones, la publicidad presentaba la producción y el consumo, no como un medio, sino como el objetivo, el fin de nuestro comportamiento social. Encontraba contradicción en los analistas liberales que criticaban que la publicidad reflejara de forma estereotipada a las minorías, pero a su vez proyectaba nuevas imágenes de esos grupos excluidos para alterar la opinión pública sobre éstos.
Y esto nos lleva a los que, para sí, no se consideran pobres, aún cuando sus ingresos los coloquen en las estadísticas de la pobreza nacional. Son los que tienen un trabajo. Los que el trabajo les da margen para lograr crédito. Los que pueden comprar aunque sea fiao. Esos que deben más de lo que ganan. A esos son los que la publicidad más enamora, y los bancos, aunque ahora más cautelosos, le brindan crédito para “mover la economía”.
Esos son los que reciben el bono y lo gastan en corporaciones que pagan miserias a sus trabajadores. Esos son los que han sucumbido al consumismo de la propaganda publicitaria y como creen que pueden, viven con la ilusión de que son libres para sentirse superiores a los pobres, a quienes miran con desprecio. No se dan cuenta cuán pobres son, pues la publicidad les ha construido otra historia.
La publicidad no vende productos, vende ilusiones. En la mayoría de los casos, estimula el deseo de adquirir algo no por su función utilitaria sino por cómo nos hace sentir. Por lo tanto, el no poder tener el objeto deseado no solo nos priva de usarlo, sino nos hace sentir inadecuados, desvalorados.
Los tenis de marca que el muchacho del barrio ve en la celebridad del deporte o la farándula, no lo hace jugar o caminar mejor o más cómodo, lo hace sentir poderoso. Y los quiere a toda costa, sin importar el precio, porque quiere ser parte de ese mundo que le ha vendido la publicidad, de los que tienen, de los que ganan… de los que son.
El vandalismo que provocaron los jóvenes manifestantes en los motines recientes en Inglaterra era destinado selectivamente a tiendas que vendían productos que ellos ansiaban tener porque eran los de moda, los que la publicidad les había indicado que debían poseer. Pero ellos no tenían los recursos para comprarlos, sólo el deseo. Y no se trababa de un vulgar robo de mercancía. Era una manifestación social y política para reclamar el derecho a tener lo que el poder económico les ofrece, pero les impide adquirir.
La publicidad sostiene a los medios, que también ignoran las necesidades del pobre. El pobre no es su audiencia favorita porque el verdadero pobre no es consumidor selectivo, por lo tanto, no es atractivo para el publicista. Los medios no venden espacio ni tiempo, venden audiencias que pescan construyendo contenidos atractivos para el público que aspiran tener. Por supuesto, prefieren audiencias que sean más atractivas para los publicistas que pagan por llevar el mensaje que estimula el consumo.
Los programas de noticias son de los pocos que muestran la pobreza en nuestros medios electrónicos comerciales, pero cada vez se reducen más. Aumentan los contenidos que entretienen y muestran gente “linda” y exitosa o pobres a quienes ridiculizan o se aprovechan de su dolor. Mientras en la radio, los analistas son cada vez más clasistas, comentando el país desde sus cómodas circunstancias de vida, sin saber lo que es pasar hambre o moverse en carro público. Pero eso es lo que busca el publicista, porque son los programas que más gente escucha.
Campañas como la reciente del Banco Popular, refuerzan la creencia de que el problema del país es que somos vagos. Si todos nos animamos a trabajar, seríamos más felices. Estimula en una apretada clase media, la que vive del crédito y aspira a ser “pudiente”, un sentimiento de hostilidad hacia aquel que no trabaja, a quien percibe como pobre.
La publicidad no es democrática. Sólo dirige sus esfuerzos al que tiene recursos e invierte en los medios que le sirven. Controla los medios y por lo tanto, la información y la cultura. El verdadero poder es el económico y el que no tiene, no puede.
Y entonces llegamos a los pobres de conocimiento y voluntad. Esos sí que son peligrosos y más difíciles de identificar. Los hay en todos los estratos sociales. Están los pobres de conocimiento porque no pueden y los que lo son porque no quieren aprender.
Los pobres de conocimiento, distinto a los pobres de recursos económicos, sí son buena tarjeta para la publicidad. Esos son los que sin pensar mucho, se someten a las ilusiones consumistas. Son los que compran por comprar, los que son porque tienen, los depredadores del planeta a quienes no les importa desechar lo que aún tiene valor.
Esos pobres de cultura, que no pueden comprender la economía ni contextualizar la noticia, son los que sostienen a los políticos y empresarios que nos hacen más pobres. No se dan cuenta de que son utilizados. Son presa fácil de los publicistas de campañas electorales. Son los que han perdido la voluntad y actúan como les dicen los constructores de imágenes promocionales.
La pobreza es producto de la desigualdad social y económica. El economista John Kenneth Galbraith en The Affluent Society (1958), denunció que la publicidad estimulaba un consumismo derrochador que le permitía a un pequeño grupo de la sociedad global abusar de los recursos ambientales del planeta para su propio beneficio.
El consumismo es el resultado de la propaganda promocional en los medios masivos que cuentan la historia que ellos quieren para complacer al poder económico. Los trabajadores producen para que otros se enriquezcan con lo que esos mismos trabajadores consumen. Es una trampa que no es distinta a las monedas acuñadas por los patronos, con las que le pagaban a los obreros de la caña para que solo pudieran comprar en la tienda del mayoral.
El filósofo de la política, Herbert Marcuse publicó El hombre unidimensional en 1964 donde advirtió que la publicidad era el medio a través del cual la tecnología deshumanizadora alcanzaba la profundidad de nuestra conciencia y destruía nuestra libertad. Pero ni la publicidad ni la tecnología son los villanos, sino simples medios al servicio de quienes pueden pagarlos.
La villana es la ignorancia, la incapacidad para hacer la conexión entre lo que nos hace pobres y lo que hacemos para hacer a otros más ricos. La dejadez para mirar en un contexto global que la miseria en el mundo la estamos provocando los que consumimos sin conciencia. Lo cómodo para nosotros es producido en el mundo por pobres, que aún con trabajo, no les da para comprar lo que producen.
Mientras estemos sometidos a la urgencia de comprar sin necesitar, somos todos pobres de voluntad y cómplices de la pobreza mundial, aquella que paga injustamente al que verdaderamente produce y hace más rico al que menos se esfuerza.