Ese imposible que insiste en la vida amorosa
La primera dimensión sugiere problemas bastante pesados. Un país, que desde su constitución política misma, ha evitado a toda costa enfrentar las consecuencias de lo que en nuestro campo llamamos castración. Una clase política mayoritariamente inhibida, distraída en sus modalidades de goce y prácticas corruptas, y consumida por la falta de voluntad y deseo para asumir la responsabilidad y las consecuencias de actos políticos fundacionales. Una formación social donde las genealogías parecen ser sucesiones interminables de hijas e hijos trabajando para ser objetos amados por un amo siempre ausente y distraído, y en donde muy pocos quieren pagar el precio de los límites para sí y para estar en posición de cumplir la función de transmitirlos a otros. Un país sin límites donde la transgresión y la huida desbordan la posibilidad de cualquier proyecto. Un país en el que lo que los psicoanalistas tenemos que decir no quiere ser escuchado pero por eso mismo, tiene que ser dicho. No hay en Puerto Rico, en términos políticos y sociales, un lugar ni para el psicoanálisis ni para la ética que lo comanda, pero por eso mismo, los psicoanalistas debemos insistir con propuestas que muevan el tapete con fuerza e interroguen sin ambages las trampas y los riesgos subjetivos y políticos de la sociedad que habitamos.
Para la segunda dimensión, por muchas y diversas razones y sinrazones que conocemos, tampoco parece haber mucho espacio. Las prácticas psiquiátricas hegemónicas; las pretensiones de muchos psicólogos y psicólogas de inscribir su disciplina e inscribirse en el campo de las ciencias duras y evidenciables; las modalidades prevalentes de gestión de los planes médicos; las estrategias de mercadeo de las casas farmacéuticas; el bochornoso e irresponsable afán de muchos gobiernos y ONGs de insistir en implantar modelos de dudosos resultados; el imaginario de los quick-fixes, las respuestas instantáneas y los cambios de microondas; y la férrea resistencia de tantos clínicos a escuchar y tener que lidiar con todo aquello que desborda el ámbito de la percepción, del placer y de la fenomenología, sugerirían que insistimos en una práctica y en una ética que no tienen cabida y que sólo convocan a los conversos.
Catorce años de práctica clínica confirman que sin duda, nadamos contra corriente. Validan también que estamos lejos de Buenos Aires, de Medellín, de París o de Barcelona, y que San Juan no cuenta precisamente con una cultura psicoanalítica evidente. Pero constatan igualmente que así como hay gente aferrada a sus síntomas y modalidades de goce, que no quiere saber nada de lo que ello oculta, hay otros segmentos de la población que saben o al menos sospechan que algo no marcha.
Han ido al psiquiatra, han tomado o toman medicamentos, pero siguen convencidos de que algo no marcha.
Han cambiado de iglesia, han consultado a curas, pastores y babalaos, pero todavía algo no marcha.
Se confesaron y hablaron muchas veces con su barman o su estilista, rompieron o trataron de romper con la coca o el alcohol, siguieron los doce pasos, pero todavía algo no marcha.
Vieron a un psicólogo, trataron de modificar conductas y reorganizar pensamientos y emociones, contestaron cuestionarios y pruebas psicométricas, hicieron regresiones, leyeron a Brian Weiss, pero todavía algo no marcha.
Se volvieron vegetarianos, fueron al naturópata, a la sanadora, al masajista, hicieron rebirthing y empezaron clases de yoga, pero todavía algo no marcha.
Tomaron talleres de Lifesprings, fueron a Momentum o a Impacto Vital, consultaron a un coach de vida, leyeron a Paulo Coelho, a Walter Riso, a Jorge Bucay y a Nildín Comas, pero todavía algo no marcha.
Y por una vía muchas veces curiosa, llega a sus manos o a su correo electrónico el nombre y el teléfono de un psicoanalista y se deciden a consultar. La mayoría no demanda inicialmente un análisis, pues ni siquiera sabe de qué se trata. Pero llaman haciendo otro intento, con la débil esperanza de que lo que todavía no marcha, en algún momento llegue a andar. El encuentro con la escucha y el lugar de un analista, sin embargo, anuncia la posibilidad de algo muy distinto.
Bien sabemos que las crisis de goce y las fuentes de sufrimiento que motiven -al menos prima facie- una consulta, pueden ser diversas, pero el mal de amores sigue siendo, en sus múltiples modalidades y manifestaciones, un ganador indiscutible.
¿Y qué puede ofrecerle un psicoanalista al que sufre de mal de amores? En su seminario “o peor”, Lacan, en referencia a “esa ficción instituida que se llama matrimonio” decía simple y llanamente lo siguiente: “que se las arreglen como puedan”. Inscritos en la tradición lacaniana y partiendo de su contundente afirmación de que “no hay relación sexual”, ¿qué puede ofrecer un psicoanalista en estos tiempos en que en el amor, como en la política, la mercadotecnia hace promesas que luego no puede sostener? Lo que el psicoanalista tiene que ofrecer en esta segunda dimensión que al comienzo mencionaba, el psicoanálisis en intensión, va igualmente a contrapelo de los imaginarios todavía vigentes y continuamente nutridos por tradiciones varias, a saber, que es posible encontrar el objeto; que cada media naranja encuentra su otra mitad y pueden juntos producir la naranja entera; que todo ying encuentra su yang y que cada quien tiene y debe buscar, por qué no, su alma gemela.
La oferta del psicoanalista, como sabemos, no se inscribe ahí. El psicoanalista escucha y acoge el sufrimiento del paciente, dando dirección a una experiencia que, en virtud del silencio, la ausencia, la frustración de las demandas y la maniobra del analista, haga posible subjetivar la queja y convoque al sujeto a ir más allá de la demanda de que la cosa marche, para llegar a saber qué es exactamente lo que no marcha, por qué, y cómo él o ella está implicado allí.
Si el mal de amores nació, por ejemplo, de lo que algunos llaman “amor a primera vista”, sabemos que algo no marcha puesto que allí seguramente la mirada activó la ilusión de haber encontrado el objeto, encuentro que tuvo el efecto de tocar y movilizar algo del fantasma. Y sabemos que a ese encuentro y esa ilusión, el desencuentro no tarda en pisarle los talones.
Si el mal de amores fue construyéndose de a poquito y tiene su historia, no es más que otro ejemplo, encontramos que muchas veces el desencuentro se materializa, tarde o temprano, cuando la pareja se revela en su otredad; cuando el uno se da cuenta o sospecha que no es capaz de detener el movimiento del deseo del otro; cuando el narcisismo se mete en el medio de la relación y uno de los dos fantasea con que puede descarrilar el deseo de la pareja. Si algún descarrilamiento consigue, seguramente provocará la respuesta agresiva del otro a esa demanda apasionada.
Hay mal de amores, pues, cuando se opera o se entiende que amar es tomar el lugar del otro del goce, estrategia de destitución del amado siempre condenada al fracaso y tristemente, en muchos casos, a la violencia.
El psicoanalista no tiene afanes pedagógicos que busquen educar sobre la imposibilidad de que marche eso que no anda. Tampoco aspira a mediar entre dos. Pero el analista sí sabe –o debería saber, por el resultado de su propio trabajo de cura analítica- de la imposibilidad de la total satisfacción. Y sabe también que el sujeto no acepta renunciar a la satisfacción imposible. E insiste. Y cada vez que fracasa, o la mayoría de las veces, vuelve a insistir.
Y en este punto las dos dimensiones de las que hablaba al comienzo de mi columna vuelven a encontrarse: No solamente vivimos en un país que resiste asumir las consecuencias de lo que llamamos castración, sino que el mal de amores, hace aparecer, una y otra vez, la insistencia subjetiva en no tener que vérselas, en su particularidad, con ella.
Varias cosas para evitar malos entendidos que pongan en riesgo lo que intento transmitir:
Nótese que hablo de castración, no de frustración ni de privación.
No hablo de castración para referirme a hombre o mujeres, ni para destacar una u otra u otra estructura psíquica. Hablo de la experiencia de la castración en tanto experiencia universal, tanto para hombres como mujeres, sin importar la forma en que eligieron vivir y enfrentar su condición humana.
La castración no concierne al órgano; implica renunciar a ser y a tener el falo.
Sin inscribirse en una lógica desarrollista, es importante señalar que el niño experimentará la castración a través de las prohibiciones familiares y edípicas que se inscriben en la cultura.
Que lo que Lacan llama la función del Padre (que no tiene que ver con un personaje sino con una función) es representar la necesidad de prohibición y garantizar así la imposibilidad de la satisfacción total, vale decir, del goce absoluto.
Que la función del Padre es también convertir la castración simbólica en el corazón de la coexistencia y garantizar que el niño no sea esclavizado como objeto exclusivo de goce de un otro al que el niño deba entregarse devotamente.
Que ni la madre tiene el falo, ni el sujeto puede ser el falo de la madre. Que el sujeto debe renunciar a los intentos de ser el objeto del deseo de la madre y trabajar para ella.
Que a partir de la adolescencia se confronta la castración en formas que van más allá del Edipo y las prohibiciones culturales.
Que en la adolescencia se encontrará aquello que es imposible, vale decir, una imposibilidad estructural para todo sujeto humano, a saber, la imposibilidad de la plena satisfacción, ésa a la que al hablar del mal de amores, hacía mención.
Es sobre la base de esos entendidos que espero sean compartidos, que quiero proponer lo que puede constituir la oferta más importante del analista frente al sujeto que sufre de mal de amores por ese imposible que insiste en su vida amorosa. Esa oferta tiene que ver justamente con la castración, pero no como experiencia –lograda, parcialmente lograda o fallida- en la infancia y la adolescencia de un sujeto, sino con la castración como momento en la experiencia de una cura analítica.
Es curioso: cuando se lee a los llamados post freudianos uno constata que la noción de castración está casi totalmente ausente. Debemos a Lacan su renovada centralidad en la experiencia analítica. Más que un juego teórico, debemos a Lacan, gracias a la centralidad que otorga a la experiencia de la castración en la clínica, la posibilidad de pensar un análisis como terminable.
¿Qué momento lógico marca lo que podríamos llamar la asunción de la castración en una cura analítica? La castración marca el paso –de hecho, el único modo de pasar- del síntoma al fantasma; del fantasma de seducción al fantasma de castración. Ese paso lógico implica la pérdida, la caída del objeto de la seducción. El sujeto llega a saber que el objeto imaginario no es el que el “ello” en él ha estado buscando. En el registro de lo imaginario, tratamos de bregar, de manera protegida, con eso que Freud llamaba la segunda muerte y con la ausencia / ausencia de sentido del Otro. Ello aparece en modalidades de goce, estructuradas en torno al trabajo de la pulsión de muerte.
El fantasma es la defensa más arcaica del sujeto frente a ese trabajo de la pulsión de muerte. El fantasma crea un imaginario como respuesta a la soledad y al vacío que causan la efracción y el encuentro con lo Real. Allí, la seducción operaba como una cortina, como una pantalla. Y es en la seducción, no lo olvidemos, donde se inscribe la lógica cultural del sexo como síntoma.
Pero dirá la psicoanalista quebequense Lucie Cantin que la “castración se impone en la cura analítica como el efecto, la consecuencia de la inclusión de la lógica del inconsciente, que saca del partido el montaje del Yo, su historia, sus identificaciones, sus cojinetes, y sus etiquetas”.
El fantasma de castración aparece en la cura como la consecuencia lógica de la caída del Otro del lugar de agente de la seducción. Y lo que el sujeto experimenta en este punto es la falta estructural que el fantasma de seducción trató por un tiempo de encubrir. La castración consagra el colapso de la vana esperanza de que el Otro pudiera ser la garantía de un objeto que aseguraría la satisfacción. Es por ello que decimos que la castración implica la renuncia a ser el falo y la renuncia a tenerlo, esto es, a ser (o pretender ser) el amo.
Con la asunción de la castración en la experiencia analítica, el sujeto entra en el mundo de la falta y la pérdida. Y llega a saber, no sin dolor, que para la falta no hay objeto sustitutivo. Llega a saber que ningún otro y ningún objeto en la realidad podrán ser adecuados, suficientes y satisfactorios.
Pero ese saber no resuelve del todo las cosas. Si bien el sujeto en ese momento de la experiencia, luego de la caída del fantasma de la seducción, logra desvincularse de la lógica de la demanda, enfrenta un resto, un sobrante de pulsión, no atrapado, que es causado por el Otro del lenguaje, no ya por los otros de la realidad y de las demandas. Ello lo obliga, ya sin amo al que servir que no sea su propio inconsciente, a dejarse guiar por el objeto que lo habita.
Antes no. Antes, a causa del imperativo seductor de las demandas del otro, el sujeto quedaba atrapado en las identificaciones narcisistas en ese juego incesante de calcular formas de conseguir el reconocimiento del Otro. Ahora, el analizante toma del analista el lugar del sujeto supuesto saber del que Lacan hablaba y se dedica a elaborar una relación al fracaso del significante en intentar aprehender el goce errante y en exceso que habita su vida como sujeto.
Colette Soler, destacada psicoanalista alumna de Lacan, describe este momento de la experiencia en los siguientes términos: “Es un cambio de posición respecto de lo que el sujeto tiene de más real, que va acompañado de la reducción de la angustia que dicho real suscitaba (…) es un cambio de la relación con lo real fuera de sentido”.
De ahí que atravesar la castración, luego de la caída del fantasma de seducción, traiga consigo exigencias inconscientes, de otro mundo, que no tienen nada que ver con las satisfacciones narcisísticas. El asunto clave, a partir de este momento, es cómo puede un sujeto acceder al deseo –un deseo que, contrario a tantos malos entendidos, no se define por la lógica de la satisfacción o del hallazgo del Dorado.
Atravesando la castración se llega a saber que el deseo es la búsqueda de un objeto que nadie tiene ni dará. Se pierde la ilusión de ser el objeto del deseo del Otro. Ése es el verdadero sentido de la castración: no soy el objeto del deseo de mi amante. Se pierde la ilusión de la complementariedad. Se pierde la ilusión de ser el objeto del deseo del Otro. Lacan lo decía de manera precisa en 1970: “Hay lo Uno y nada más”.
La psicoanalista madrileña Araceli Fuentes García Romero lo elabora del siguiente modo: “Ese Uno que se escribe, que cesa de no escribirse, demuestra lo que no se puede escribir, a saber, el Dos que permitiría escribir la relación, entre el Uno y el Otro sexo. Lo imposible de escribir queda demostrado a lo largo del análisis por la escritura repetida del Uno y este imposible constituye el real propio al psicoanálisis, un real diferente al de la ciencia. A partir de estos desarrollos, el fantasma, aparece como una suplencia imaginaria de lo real, es decir, de la imposibilidad de escribir la relación entre el Uno y el Otro”.
La asunción de la castración es pues, la de una falta que crea un deseo, un deseo que cesa de estar sometido al ideal parental. Hay deseo porque hay algo imposible. Por eso es que debemos entender que el deseo es irreductible, no tiene objeto específico y no puede ser satisfecho.
De ahí que la castración como momento de la experiencia analítica sea un avance indiscutible en lo que respecta a la dirección de la cura. Con Freud, la clínica se entiende como el paso del síntoma al fantasma. Con Lacan, se introduce, a partir del fantasma, la producción del objeto @.
Pero es importantísimo que quede claro lo siguiente: La castración, sus efectos y la aceptación de ambos no implican resignación, ni sumisión a ningún amo. Implica una elección ética que se efectúa en un momento lógico de la experiencia analítica. Una elección que, gracias a la asunción de la castración, hace posible que el goce de la pulsión se transmute en deseo. Esa conversión, que Lacan elabora en su escrito sobre “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, vale la pena, dice el también analista Michel Silvestre, “pues si el análisis conduce al sujeto a abandonar su goce, es para que este goce pueda desearlo, para que pueda satisfacerse con ser, con ser un sujeto del deseo”.
El trayecto de un análisis puede entenderse así como un proceso de aprender y acceder a convivir sin resistir ni imponer montajes a la castración; castración que para Lacan “significa que el goce debe ser rechazado para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la Ley del Deseo”.
La castración es –cito ahora a Lucie Cantin- un pasaje obligado para acceder a otro espacio, donde el deseo no espera más por la satisfacción, sino que deviene el motivo, el motor de una nueva creatividad que se sostiene de ese goce que antes lo desorganizaba y que ahora es todo para él”.
Debe entenderse que el goce y la pulsión son fuerzas negativas mientras estamos en la escena de la seducción donde establecemos vínculos imaginarios con el Otro. Tras la asunción de la castración, la producción del objeto @ permite la transformación del goce en energía creativa, en una inventiva y estilo creativo; ello permite la expresión de un estilo singular que tendrá que negociarse un lugar en la escena social.
Más allá de la castración, pues, el deseo es una búsqueda, interna, íntima, que no admite coerción, e incesante, de un objeto imposible. Y ese deseo es indisociable de la falta. No solo deseamos lo que no tenemos, sino aquello que jamás podremos obtener. El deseo se constituye así en esa búsqueda inagotable, que no cesa de querer conseguir eso que sabe que es inaccesible. El deseo no es, pues, deseo de un objeto, pero causado, eso sí, por un objeto alucinado, el objeto @ que, en palabras de la psicoanalista Lyne Rouleau, es el destilado de la experiencia analítica.
La castración es clave para entender la pertinencia ética y clínica del psicoanálisis en el contexto del capitalismo tardío: supone que la oferta del analista trae consigo la posibilidad de una radicalización de lo humano y de una centralidad de la falta y el deseo en medio de un entorno marcado por la voracidad del consumo y la ilusión de que objetos sustitutivos son capaces de obturar el hecho fundamental de la experiencia humana que es, como espero haber sido capaz de transmitir, la castración.
Ahora bien, esta experiencia analítica, ¿supone que los analizantes se curan del mal de amores porque la asunción de la castración trae consigo el fin de la inocencia y se deja de buscar aquello que no vamos a poder encontrar? ¿Se trata de que a partir de este momento de la experiencia, el sujeto se repliega a su soledad y renuncia a acompañar y a dejarse a acompañar por otros?
El análisis, dirá Colette Soler, “lejos de producir a-sociales, elabora para el analizado un campo nuevo de eficacia posible para la realización de sus ambiciones, y que además, con la aceptación de la diferencia radical de los seres, ahorra nuevos recursos a los lazos de amor y amistad, liberándolos en parte de la obsesión del Uno ideal y de la aspiración a la similitud”.
No sin dolor pero tampoco no sin posibilidades, el analizante llega a saber que el amor luego de la asunción de la castración no es del orden de la transacción o del intercambio. La ética del sujeto luego de esa experiencia supone la gratuidad del acto amoroso. Se ama por necesidad y por deseo, no buscando encontrar ni buscando algo a cambio. Los resultados de un acto ético de amor rara vez son utilitarios. El sujeto llega a entender que amar es respetar el deseo del amado, deseo del que no es ni nunca será objeto. Y responde únicamente con actos gratuitos. No es un asunto de valores. Es un asunto de humanidad. De sostener la vida y lo humano. De disfrutar la vida, siendo, sin pretensiones de centralidad ni unicidad, compañero de ruta del amado, antes de la muerte. Esa experiencia humana del amor, es accesible gracias a lo que el psicoanálisis oferta. Y ello otorga pleno sentido a que, no importa cuánto y cómo la cultura y la civilización pretenda censurarlo, sostengamos el deseo decidido de saber que la experiencia analítica hace posible.