Etiquetas
Los del mundo del mercadeo y la publicidad son locos con las etiquetas. No solo las de marcas que promueven para el consumo, sino las que le ponen a las personas para empaquetar el mensaje promocional. Es comprensible. Cuando vamos a comunicar un mensaje a multitudes heterogéneas, es necesario simplificar el contenido, identificando denominadores comunes en la audiencia. Esos elementos de similitud, usualmente están fundamentados en estereotipos. Pero igual ocurre que estas generalizaciones pueden terminar en prejuicios y discrimen.
El Modelo Teórico del Etiquetado, desarrollado para mediados de los 60s, justo en el boom publicitario y del interaccionismo simbólico, advertía los riesgos de calificar con características generalizadas a grupos marginales o catalogados como desviados por el poder social. Una vez los esquemas de poder, incluyendo los medios de comunicación y el sistema educativo, definen el contenido de la etiqueta, la venden al resto de la sociedad y hasta los mismos etiquetados la compran, asumiendo comportamientos que se convierten en profecías autorrealizables.
Hace unos días conversaba con una amiga que realiza un extraordinario trabajo en comunidades marginadas y me relataba cómo entre grupos de una comunidad pobre en el Sur de la Isla, la mayoría de los adolescentes marginaba a su vez a algunos integrantes a los que catalogaba “los más pobres” y estos aceptaban con resignación dicha etiqueta, quedando fuera del círculo que dirigía la actividad.
Semanas antes, compartía con una periodista que hacía un trabajo sobre la Generación Z, y le comentaba mi preocupación por estas clasificaciones que muchas veces nos llevan a crear esquemas de aprendizaje y estrategias de comunicación que lo que hacen es uniformar las audiencias y marginar a los que se desvían de ese modelo empaquetado. Pensamos entonces que esos que se apartan de la etiqueta son los raros, los otros, de los que nos burlamos en las redes, los que no encajan, sin acordarnos de que son precisamente esos fuera de esquemas los que han revolucionado la humanidad, en todos los aspectos.
Si bien es cierto que estas generalizaciones se basan en datos reales y concretos, también podemos afirmar que hay mucho de profecía realizada cuando los individuos comienzan a responder a las características del grupo justo para satisfacer una necesidad de aceptación, pertenencia e inclusión. Esto es reforzado por las estructuras académicas y publicitarias.
Al igual que ocurre con el proceso de comunicación persuasiva, el generalizar características de los grupos meta facilita comprender el mundo tan diverso en que nos desenvolvemos. Los estereotipos guían nuestro entendimiento de la sociedad y aunque siempre provocan prejuicio, este no necesariamente es siempre negativo. Anticipar posibles comportamientos de un grupo social, basados en generalizaciones de su cultura, puede ayudar a planificar nuestro acercamiento para lograr una comunicación más efectiva.
Por ejemplo, cuando viajamos por primera vez a un país, de seguro que nuestros amigos que ya lo han visitado nos darán consejos de cómo comportarnos basados en los estereotipos de los habitantes de dicha región.
Pero cuando esas generalizaciones nos llevan a discriminar en perjuicio de ese grupo social, ya el resultado es otro. Más aún, cuando todo un aparato de información que responde a las estructuras de poder, como lo es la iglesia, el Estado o los medios de comunicación que publicitan el poder económico, refuerzan constantemente dichas etiquetas, los sujetos aprenden a aceptarlas y ajustar su vida a las circunstancias impuestas, como medida para sobrevivir y evitar la fuerza de la represión.
Algunos pocos aprenden las estrategias de las instituciones represivas y usan de vuelta la etiqueta como discurso contestatario, como lo hemos visto en la contra cultura, o expresiones artísticas del llamado arte urbano. Otros grupos adoptan la etiqueta como elemento de identidad ante el rechazo de su estilo de vida por parte de las instituciones sociales de las cuales aspiran a ser parte, y van construyendo todo un paquete de lo que son para venderlo etiquetado, a veces para lograr aceptación y otras para provocar con su imagen y llamar la atención.
Casos como el de las llamadas “yales”, o los “princesos”, que se convierten en burla popular, gritan la desigualdad e injusticia social en la que vivimos. Los comportamientos que nos molestan de los “menos educados”, por ejemplo, nos llevan a rechazarlos, en vez de incorporarlos en una experiencia de vida donde tengan iguales oportunidades de experimentar que los que tienen los recursos para pagar.
Nuestro país, tan chiquito y poblado, está inmerso en una batalla de etiquetas, exponencialmente magnificada por las opiniones en las redes sociales, los comentarios en la programación de radio y televisión, y hasta el discurso político. No solo somos un país de gran desigualdad económica, sino que construimos constantemente barreras entre nosotros mismos, etiquetando al que está del otro lado de la verja, al “outsider” como decía Howard Becker, proponente de la Teoría de la Etiqueta.
Soy de la opinión que esto no es un acto fortuito. Creo que sistemáticamente, nuestro país ha sido adiestrado a ver al otro como el de afuera y estando en espacios tan pequeños, a verlo como intruso y amenazante a la estabilidad personal e individual. Hemos aceptado la etiqueta del individualismo, muy bien vendida por años y que sigue siendo reforzada en los medios de forma tan eficiente. Hemos aceptado que no podemos confiar en el otro, que no hay acto de solidaridad que valga pues estás en riesgo de que te usen, te cojan de lo que tú piensas que no eres.