Frozen
Para denunciarlo, no valen las frases trilladas con que en nuestro país se exhorta a otros a hacer. Cansa ese proponer sin obrar para sermonear respecto al futuro del legado edilicio isleño. “Debemos”, “hay que”, “tenemos que” y otras aseveraciones afines se esgrimen como exhortaciones cívicas solemnes que, a fin de cuentas, resultan de poco peso cuando se desentienden de las complejidades inherentes a cualquier acción en pro del patrimonio edificado.
Sirve de ejemplo el estado actual de los centros tradicionales de los pueblos. Una y otra década se ha promovido su “revitalización”, pero hace años que dejaron de ser centro, de evocar tradición alguna o servir como punta de lanza para la recuperación económica del país. Y sin embargo, a estas alturas, alcaldes, políticos… ¡hasta economistas! siguen con el cuento. Los centros históricos volverán a ser centro cuando la bonanza económica de las zonas periferales y suburbanas viabilice su disfrute como centros de cultura, ocio, arte y recreación, con tiendas serias, no de chucherías. En base a ello se hará posible su segundo aire. Como pasó con el Viejo San Juan, pero que no acaba de cuajarse en el resto de la Isla porque —estemos claros— no todo pueblo puede considerarse imán turístico, no importa el sobrenombre perfumado con que se mercadee.
¿Quién quiere vivir en el centro de donde sea ahora mismo? ¿Cómo se atenderían allí las expectativas contemporáneas de espacialidad y privacidad? ¿O el tema del carro sin transportación colectiva efectiva? ¿Cómo redunda esto en la población envejeciente y la emigrante? Hasta ahora, las soluciones se han quedado cortas. Que si remodelar la plaza, cerrar calles, pintar, volver a pintar… ¿A quién atraen los edificios que bajo la Ley #212 de rehabilitación urbana se desarrollaron en Ponce, en su mayoría de líneas arquitectónicas bastas y terminaciones crudas?
El concepto de zona histórica —originalmente inspirado en proteger el mayor número de propiedades históricas del país— falló precisamente por ser restrictivo en fechas, también demasiado inclusivo en edificios y áreas de cobertura, sin distinguir su valor arquitectónico o potencial de rehabilitación. Los criterios meramente cronológicos resultaron cimiento débil para fomentar una cultura de conservación.
Sin fundamento filosófico ni conciencia de necesidades tecnológicas, la intervención en cualquier edificio histórico falla dos veces. Ausente una filosofía que respalde los criterios de intervención, se hace ininteligible su significado para la generación que lo recupera. Desentenderse de los problemas de construcción y las soluciones a largo plazo a que estos obligan, privan de vida extendida a cualquier obra que se restaura, vedando así su disfrute a generaciones subsiguientes. Sin hablar del desperdicio de dinero. ¿Cuántos edificios restaurados por el Instituto de Cultura, municipios y entes privados a través de los años ha habido que reparar una y otra vez?
Llegó la hora de sacar las zonas históricas de la nevera y descongelar reglamentos. Procede hacerlo sin nostalgia, descartando agendas identitarias que han prescrito, cediendo el paso a diseños contemporáneos que eventualmente habrán de considerarse históricos, aceptando de una vez y por todas que la mejor estrategia ante los edificios históricos ya se dilucidó por el conservacionista Ambrogio Annoni en Italia hace más de un siglo: antes que generalizar, atender los problemas caso por caso. Es cuestión de ponernos al día.
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*Esta es una colaboración entre 80grados y la Academia Puertorriqueña de la Historia en un afán compartido de estimular el debate plural y crítico sobre los procesos que constituyen nuestra historia.