Género, delito y sistema legal (a propósito del asesinato de Ivonne Negrón Cintrón)
Por ejemplo, hace unos días oí en la radio a un abogado decir que no todos los casos son casos de ley 54 porque, de ser así, (esto es, de constituirse la ley 54 en una suerte de a priori) no habría necesidad de jueces y abogados.
A mi modo de ver, el planteamiento del abogado remite a las maneras en que las demandas del activismo feminista y de otros sectores en la dirección de una respuesta de mayor severidad por parte del sistema legal (simbolizada en tanto equivalente de mayor “justicia”) es registrada (por el sistema) como una amenaza a su propia autoreproducción al tiempo que es también una forma de reafirmar lo que el feminismo ha querido justamente deconstruir: el entendido de que un asesinato es igual a otro asesinato y a otro asesinato, con independencia del género de las personas implicadas.
De otro lado, si hay algo que expresa el asesinato de Ivonne Cintrón Negrón es un incremento en los niveles de crueldad de la violencia local. (Se trata de una mujer apuñalada y desmembrada por su asesino, que luego lanzó sus restos a la orilla de una quebrada). Crueldad viene del latín crudelitas, deriva del adjetivo crudelis (crudo) y conforma un sentido originario de aquél que “se recrea en la sangre”. Pienso que es igualmente importante conceder a que esta intensificación de la crueldad desborda los asesinatos de mujeres como bien lo expresa, por ejemplo, el caso entre otros de la muerte del publicista José Enrique Gómez Saladín en noviembre del 2012.
La interrogante central aquí tendría ser, ¿qué es lo que se juega en esa intensificación de la crueldad, a qué cuestiones psíquicas, sociales, culturales y/o puntuales nos remite? Al decir de Michel Wievviorka, lo que caracteriza la crueldad es que no es algo absolutamente indispensable para la destrucción de una persona, sino que es un “añadido, un sobreañadido en el que resulta artificial pensar desde el punto de vista de la utilidad calculada” (2003:162). Hay tres figuras de la crueldad destacadas por Wievviorka, (a su vez dando cuenta de un estado de discusión): la crueldad en tanto exceso que desafía el entendimiento (disfrute, locura violencia absoluta) asociada a las guerras convencionales y a la guerra urbana de la cual las mujeres son particularmente víctimas; la crueldad que es pura libido, “placer de la expansión del yo”, vinculada por el discurso psicoanalítico a la presencia de pulsiones arcaicas la cual, desde la óptica de Sigmund Freud, no podría ser erradicada por política alguna2; y la crueldad “inútil” en la que “la víctima debe ser degradada a fin de que el asesino sienta menos el peso de su falta” (Levi en Wievviorka, 2003: 163) y que, autores como Primo Levy (2000), han vinculado al fenómeno nazi y al exterminio de los judíos.
Es ésta última la que provoca el que, para Wievviorka, antes de despachar la crueldad desde su “gratuidad y sin sentido” sea necesario ponderar si es posible encontrar en ella algo más. Cabe preguntarnos aquí si el imaginario de la guerra (en este caso, social generalizada) ocupa algún lugar dentro de esta intensificación de la crueldad local o bien preguntarnos si hay estados de violencia (abandono, penuria, crisis económicas) contemporáneas que inciden en esta intensificación. Por ejemplo, un cotejo superficial de la noticia en torno a asesinatos que envuelven descuartizamientos/desmembramientos es suficiente para detectar su marcada presencia en guerras convencionales y en la violencia asociada al narcotráfico. ¿Se trata de lógicas distintas o bien hay en ellas alguna comunalidad?
Pienso que es importante también inventariar el conjunto de paradojas y disonancias tramitadas el interior de la problemática de violencia contra las mujeres. Por ejemplo, tiene que sernos significativo que esta intensificación de la violencia y de la crueldad se suscita en un contexto en el que se ha producido una relativa laxitud cultural respecto de la rígidez asociada a las categorías de género convencionalmente constituidas Después de todo, no es lo mismo la masculinidad “a la John Wayne” en una película western que la masculinidad tramitada en un anuncio del perfume Calvin Klein.3
De otro lado, el uso del machete (extendido a la segueta) como arma blanca utilizada es casi como un cultural reconversion4, en el contexto de un social emitentemente digital. Hay también lo que a mi modo de ver es una suerte de disonancia afectiva entre el carácter festivo de la música de ciertas canciones populares adscritas al imaginario puertorriqueñista (la plena Cortaron a Elena, por ejemplo) y el contenido mismo de las canciones; una disonancia también entre frases de uso popular (“lo partiría en cantitos”, por ejemplo) y la consternación expresa ante la intensificación de la crueldad.
La indignación suscitada por el veredicto de asesinato en segundo grado en el caso penal contra Juan Ramos Álamo de alguna manera tramita el entendido (y la expectativa) por parte del activismo feminista y de otros sectores sociales de que el castigo a ser impartido en este caso tendría que ser equivalente a la magnitud de la violencia (ó, en clave criminológica, equivalente a la ofensa cometida) De no ser éste el caso, es como si el sistema legal devaluara, o bien tuviera a menos, la denuncia en torno a la violencia contra las mujeres con los efectos políticos y sociales amplios que, se entiende, esta devaluación provoca.5 El imaginario que impera es el de asumir que el castigo tiene que operar como un alerta sobre las consecuencias personales y jurídicas que enfrentarían los hombres que incurren en este tipo de violencia. Si bien este imaginario de indignación generalizada tramita toda una preocupación social y política, legítima y urgente, lo cierto es que hace tiempo ya que hemos reconocido que ni la cárcel ni el incremento en la severidad de las penas constituyen instrumentos disuasivos de la violencia. Después de todo, ahí tenemos el ejemplo del narcotráfico en tanto expresión de una negocio que se extiende, se intensifica, e incrementa su presencia en sociedad, a más aumentan las penas y los castigos.
Queda entonces la pregunta: ¿qué hacer, cómo reivindicar, cómo “hacer justicia” (para algunos) contra una violencia que incluye un componente cada vez mayor de crueldad? Si bien para Hannah Arendt solo los crímenes de carácter colectivo desbordan las capacidades del sistema legal/penal, lo cierto es que, a mi modo de ver, la intensificación de la crueldad en otro tipo de actos violentos nos deja prácticamente sin alternativas a menos que no activemos de manera abierta el dispositivo de la venganza (algo así como “mátenlo a él también”) o bien seamos capaces de disponernos a producir una crítica radical del sistema penal y del social en su conjunto.
Las complejidades son muchas. Por ejemplo, se objeta el uso del término delito pasional porque se entiende que su uso en las cortes es una coartada del sistema de dominación masculinapara justificar la violencia contra las mujeres (“le dio un arrebato de ira”, por ejemplo). Sin embargo, la deslegitimación de este término también acarrea enormes consecuencias tanto jurídicas como sociales porque nos fuerza a operar dentro de un imaginario de lo humano que se representa como uno enteramente racional, algo que, paradójicamente, también el feminismo ha combatido particularmente en su avance de la categoría de daño emocional. Es importante tener en cuenta aquí que la incursión de los saberes psiquiátricos, psicológicos y psicoanalíticos al interior del sistema penal es un problema pero también un enriquecimiento del sistema en la medida en que permite la consideración jurídica de otros modos de lo humano, al tiempo que opera como una manera de conceder a una de las grandes contribuciones del psicoanálisis y de la teorización contemporánea: el reconocimiento de que la subjetividad no coincide con la conciencia.
Lo anterior sugiere que hay violencia contra las mujeres en tanto expresión de condiciones de dominación sistémicas y también casos de violencia que remiten a lo que el discurso psicoanalítico ha denominado «pasaje al acto» en tanto expresión de aquello que no pertenece al orden de la razón, intención o bien de la significación. Establecer esta compleja distinción es algo a ponderar en el caso por caso y esto, a su vez, es independiente del tema de la responsabilidad.
De paso, la incursión de esos saberes justamente ha tenido como efecto una erosión cada vez mayor de ese nítido deslinde que la Modernidad quiso establecer entre el llamado hombre “normal” y la figura del monstruo y es esto justamente lo que marca otra crisis del “poder de castigar”. Habrá quien piense ahora: “claro vamos a decretar que todo el que mata está loco!”. No se trata de eso, sino de tener en cuenta que esta complejización ha sido lo que ha atemperado en muchos casos ese poder de castigar, particularmente sobre aquellos a los que la imposición de la ley pública no supone diferencia alguna.
Como sabemos, aquello que hemos convenido en denominar “justicia restaurativa” se ha constituido en un espacio cuya intención es un tránsito del enfoque punitivo (cuyo énfasis es el castigo al infractor) a uno de carácter restaurativo (cuyo énfasis es la reparación del tejido social). Un ejemplo de justicia restaurativa en casos de asesinato (asesinato de un hombre con esposa e hijos) sería imponer una pena que requiriera que el perpetrador tenga que trabajar para hacer un pago de manutención de la mujer viuda y de sus hijos hasta que estos cumpliesen la mayoría de edad.6
Ahora bien, en el caso que nos ocupa, ¿hay reparación (singular o social) posible? ¿Habrán otras formas del hacer (justicia) aquí? Si bien la posibilidad de hacer uso de la justicia restaurativa en casos de violencia contra las mujeres es un debate en sí mismo y, para algunos, inoperante en casos donde la víctima directa ha sido asesinada, conceder al carácter eminentemente social/sistémico de la violencia contra las mujeres tendría que suponer una invitación a plantearnos la posibilidad de producir otros imaginarios de reparación social. Estas son las preguntas que, a mi modo de ver, tendríamos que ponderar tanto desde diversidad de flancos de observación amplia del sistema social en su conjunto como del sistema legal.
Quizás, la energía que se gasta en buscarle una solución penal a la violencia contra las mujeres pueda ser replantada a otros terrenos (sociales, políticos, personales) en los que podamos abordar las profundas interrogantes a las que este significante – violencia- nos remite.
- Lo digo de esta manera adscribiéndome al planteamiento de Niklas Luhmann (cuyo referente es la teoría de sistemas de segunda generación) en torno a que el sistema legal opera, como cualquier otro sistema, de manera autopoiética. Esto es, como sistema que se reproduce desde sus propias operaciones. La información del entorno (bien sea del sistema social en su conjunto, o de sistemas particulares -moral, mediatico, politico, educativo – etc) opera en calidad de irritaciones al sistema legal, pero esta comunicación el sistema legal no la reconoce como relevante a menos que no pase en calidad de comunicación legal. Es así como los asuntos, desde el punto de vista del sistema, se vuelven justiciables. [↩]
- Y que puede, efectivamente, quedar imbricada a cualquiera otra figura de crueldad. [↩]
- En los anuncios del perfume de Calvin Klein encontraríamos una masculinidad que se ha feminizado. [↩]
- Esto es, como una imagen/retorno de un pasado cultural que irrumpe imbricándose complejamente con lo presente. [↩]
- Expresado en el entendido de que “ahora los hombres van a estar por ahí matando mujeres y desmembrándolas…”. [↩]
- Agradezco el ejemplo suministrado por el profesor Daniel Nina en conversación sobre la justicia popular en Africa hace unos años atrás. [↩]