Guerra y aerosol
Busco un mapa en aerosol,
tan estable como el sol,
tan fugaz como el valor,
tanto como el mundo alrededor.”
–Rebio Díaz
(«Aerosol», en Haciacontradesde, 2003)
Es el clásico choquencuentro entre el viejo New Yorker que todo lo ha visto, con el turista europeo en sus zapatos picudos de piel y con la Nikon al corazón.
Son los aspectos políticos de ambas muestras, junto con ciertas similitudes de paleta pictórica y coincidencias temporeras en los ritmos de ataque, lo que me llevó a pensarlas juntas. Ambos movimientos comparten amoríos por el metal y un paradigma aniquelado; los dos se enfrentan al caos con adrenalina; ambas se encuentran temporeramente en Nueva York. The Warriors (1979) en Museum Mile.
Hay mucha cosa que observar, mucho de ello ya sabido: la disciplina macharrana, la claustrofóbica verbosidad, la sofisticación bugarrona y misógina actitud bélica que el corillo graffitero nuyorquino nunca ejercitó y que eran la comidilla de los futuristas. Está todo el humor, lo rudimentario, las curvas y líneas de clase trabajadora, la alegría fundamental tan ajena a los futuristas y que define buena parte de la colección graffitera de Martin Wong (1946-1999, gran artista gay chino-americano –nuyorricanizado-, compañero de Miguel Piñero, promotor, defensor, mecenas y primer coleccionista significante de los graffiteros.)
El futurismo nació dando cháchara, saloneando, manifestándose; City as Canvas demuestra que el street art ochentoso nació con brothers y sistas buscándoselas, tratando de matar el aburrimiento de ese peculiarísimo hastío urbano.
Digamos, así en lo abstracto, que el futurismo pare a un vandalismo ideológico (el fascismo) vistiendo a la mona de seda. El graffiti, muy al contrario, le quita la seda a la mona y la viste con aerosol. Si se entiende esa diferencia todo lo que sigue fluye. A medida que el canon lo absorbe como género legítimo, espectáculo parecido al de ver a una boa tragarse una vaca, el graffiti contamina la pureza del white box con su estado bastardo.
A nivel de la pintura, y no empece el variado banquete visual de la muestra, el futurismo (sobretodo el temprano, el más vital, al que los curadores llaman «futurismo heroico») se puede resumir en la idea de «un punto al centro». Las obras son embudos. Literalmente. Hay un punto al centro. Un punto rodeado de caos y velocidad. Uno nunca entiende si vemos un centro que se desmenuza hacia la periferia, o periferias que colapsan hacia el centro. La violencia es indudable; pero la predictibilidad de esa violencia también lo es, al punto de resultar formulaica. No se me entienda mal; a mí me vacila la predictibilidad, ver las «variaciones de», sobre todo porque la predictibilidad en estos casos tiende hacia la grandilocuencia, hacia el sobre-pasarse y a eso es siempre divertido estar atento.
Lo interesante es que a pesar de -o quizás dado a- el amor por lo dinámico, tanto el catálogo como la exhibición futurista presentan la historia de un movimiento de repetidos cansancios; una escuela que se tenía que re-fundar y reinventar de manera sistemática cada cierto tiempo; un grupo de artistas que se exiliaba de manera cronológica en medios y formatos distintos, y que envejeció heroicamente tratando de mantener un «mensaje» manifiesto (oficial) hasta el amargo fin. Baste ver la interminable cantidad de manifiestos futuristas; que si de la danza, que si de la literatura, que si de la cocina, que si de la mujer, etc., etc.
Marcado contraste con el emplegoste, a la misma vez tan orgánico y tan tóxico, de los homeboys y homegirls de los B-boroughs (Bronx y Brooklyn). City as Canvas te recibe con una pared hecha de potes de aerosol a un lado, y al otro un vagón del subway (de a mentiras, pero a escala real) lleno de marcas. Hay una simplicidad casi clásica en el asunto. Este tipo de arte vernacular-pٍúblico-callejero nació en la brega, de los chamacos y chamacas corner (que no los chamaquitos de Rodríguez-Casellas), de algunos dulces arrebatos adolescentes. Cabe preguntarnos sobre las propuestas contemporáneas de arte joven urbano: ¿qué espasmos se han convertido en movimientos?, ¿queda espacio en la ciudad riquitilla lavada a Clorox para expresiones tales?
Los lumpen-adolescentes Nuyorkinos de hace 30 años atrás le legaron al mundo, y a generaciones de entes urbanos, un lenguaje impresionante, un modo de expresión universal, un latter-day esperanto. Los futuristas nos dejaron unos exquisitos y hermosísimos recalentamientos de ideas ya vistas y trabajadas por generaciones anteriores, solo que incluyeron aviones, el amor a la guerra, y al duce Mussolini en su mamposteado italiano. Que orgullo que vivo en el South Bronx.
El futurismo se expresa en verbos, literal y figurativamente. Los comienzos del movimiento graffitero (street art) nuyorkino ochentoso y setentoso se expresa sobre todo en el tag propio, en la afirmación del yo, en la búsqueda de respeto (Philip Bourgeois); es una batalla que comienza en una esquina pero que realmente tiene proporciones épicas.
Es aquel cansancio antes mencionado lo que hace interesante, en mis ojos, al futurismo. La incesante experimentación de medios, la persistencia y la dinámica obsesión por lo dinámico. La búsqueda. Esa gente estuvo décadas martillando ese clavo y el cansancio los persigue de manera natural.
Dramático, generalizante y aleatorio que soy, toda esa trayectoria trabajosa, vergonzosa, humana, trágica y equivocada, se resume (y se redime) en aquellos cinco murales azul divino, azul mi hija, azul mi madre santísima de Benedetta Cappa Marinetti (viuda de Filippo Tomaso). Todos ellos tan azules, todos ellos mínimos pero gigantes, todos tan oceánicos como desérticos, todos ellos nostálgicos y tan inocentones (eso es, dentro de la medida que se puede ser inocente y colaboradora en la Italia fascista del ’26 al ’34). Esos murales son un arrebato estético digno de Yep, protagonista de La Grande Bellezza. Lentos los murales, fáciles y cómodos a la vista. Dígase que tenía que ser una de las pocas mujeres del movimiento quien moviera el asunto de lo misógino a lo tactil.
Me gustó ver tanto Boccioni junto; alboroto y virtuosismo insoportables. Me pregunto si Boccioni habrá prefigurado en una de sus vitales y pesadas esculturas la violencia de aquel caballo que lo aplastó hasta la muerte en 1916 mientras entrenaba para la guerra, hobby favorito suyo.
Me disfruté ver el trabajo tan gráfico y comercialísimo de Fortunato Depero; gozarme la ironía de cómo tanto manifesto desembocó en esos bellos anuncios y bien diseñadas botellas de Campari, bebida favorita del ilustre Steve Zissou. Trabajo gráfico de primera clase y divertido, infectado profundamente de nuevo mundo y de Nueva York (donde Depero vivió).
A Marinetti ya lo había estudiado, y salvo la perenne admiración de ese impresionante mostacho, no me dijo nada nuevo. Miento, me conmovió ver su transición del romanticismo bélico a lo más inmediatamente sensual, tocable y fenomenológico (influenciado y elevado por Benedetta).
De la muestra The City as Canvas me llevaría para mi casa (confesión incómoda: yo voy al museo a imaginarme qué me llevaría para mi casa) aquel tablón untitled de Futura 2000 que cuelga en la misma entrada. La yuxtaposición del canvas de madera roído, arrugado, tosco e imperfecto -material de ícono religioso griego- con esos colores tan eternamente optimistas y nerdos de la obra…silencio.
También está ese misterioso cuadro de Lady Pink, The Death of Graffiti, que logra darle al tema de los edificios de ladrillo (estúdiese el ladrillismo preciosita de Martin Wong) y al tren elevado un aire de la Teogonía de Hesíodo, una pátina de heroísmo working-class limpio, noble y mítico. Yo sabía de Lady Pink (sobre todo gracias a la peli Wild Style de Charlie Ahearn), pero jamás me imaginé la posibilidad de The Death of Graffiti.
Hay un lazo persistente entre ambos grupos: la obsesión tipográfica, el trabajo artesanal de las letras y palabras como objetos concretos. Eso está ahí y vale la pena perder horas de vida entre esas letras y fuentes.
Hay que preguntarse hasta qué punto el fluido y grandioso Guggenheim, como espacio de exhibición, nos sobre-vende y sobre-determina la experiencia futurista (esta pregunta es retórica y recurrente con ese espacio), y hasta qué punto lo minúsculo y estático del espacio en el Museum of the City of New York nos impide la apreciación honesta de obras que fueron concebidas como flashes, rabos brillantes de luz en movimiento, a ser observados a distancias de bloques.
En lo explícitamente político sospecho que mucha de la atracción futurista radica en ese falso peligro de la fascinación fascista, el romántico romance con los artistas que pusieron y expusieron sus pellejos a la guerra a la que tanto le cantaron. No hay afrodisíaco más potente que los burgueses peligros de museos. Curioso ver el Guggenheim repleto sobre todo de norteamericanos, y mucho argentino. Wink, Evita, wink. Curioso ver The City as Canvas lleno de japoneses y alemanes. Al buen entendedor. Gentes buscando otras cosas. No hay high más único -por barato, accesible y democrático- que el olor del spray paint.