Interrumpir la normalidad para asegurar la democracia
La semana pasada, en una columna titulada “¿Quién dice neutralidad? Yo digo derechos”, la amiga Érika Fontánez desmontaba magistralmente una de las características principalísimas que se ha considerado tiene que tener un juez o jueza que aspire a ocupar una vacante en el Tribunal Supremo: la neutralidad. Y es que la neutralidad nunca es neutral, es un mito, una trampa del discurso liberal, proponía la Profesora. ¡Y tiene muchísima razón!
Estoy de acuerdo con que es hora ya de que nuestro más alto foro judicial tenga una diversidad en su composición que sea el reflejo de la pluralidad social. No veo nada escandaloso en que se piense en un juez o jueza que pueda operar desde diversas coordenadas ideológicas, de clase, de género, de raza, de diversidad sexual, entre otras, diferentes hasta las que en mayor o menor medida han predominado hasta ahora en los nombramientos a ese foro. Sin embargo, esas cualidades o características bien las ha mencionado Érika en su columna y aunque es importante discutirlas hasta la saciedad, propongo mirar el nombramiento desde otro ángulo.
De esta manera, les invito a retar la costumbre, muy mala diría yo, de que este tipo de nombramientos se discutan a puertas cerradas, lejos del debate público y en el más absoluto, o casi absoluto, de los secretos. Eso, atado a la normalidad con que, tanto la comunidad jurídica como la ciudadanía en general, ha aceptado que el nombramiento es uno político y que en última instancia el Gobernador nombrará a alguien allegado al Partido Popular Democrático asegurándose así el control de la Rama Judicial por los próximos años.
La normalidad con que hemos aceptado la premisa anterior unida a “el Partido Nuevo Progresista lo hizo peor el cuatrienio pasado” es el meollo principal por el cual el juez o jueza que propone Érika Fontánez no ha logrado aún ocupar una silla en el Tribunal Supremo.
El nombramiento y la posterior confirmación del próximo Juez Presidente o próxima Jueza Presidenta es un asunto intrínsecamente público que debe estar caracterizado por la apertura, la transparencia y una amplia discusión entre los diversos sectores que componen la sociedad puertorriqueña. No podemos aceptar como normales las declaraciones del Gobernador en cuanto a lo adelantado que está el proceso y la inminencia del nombramiento cuando como comunidad política ni siquiera hemos podido pensar en el juez o jueza que queremos y necesitamos. Si esta es la manera en que se ha hecho anteriormente me parece que es tiempo ya de que desmontemos esta mala costumbre y comencemos a exigir apertura y participación ciudadana.
No hay duda de que, en nuestro diseño constitucional, es el Gobernador el llamado a nombrar a los jueces y a las juezas y que el Senado es el llamado a confirmar el nombramiento. Sin embargo, pienso que la ciudadanía tiene un rol fundamental a la hora de exigir que ese nombramiento cumpla con unos mínimos que le aseguren que sus derechos estarán en buenas manos. Y no hablo de una transformación del proceso de nombramientos establecido en la Constitución, aunque de por sí no tendría problema alguno si se trata de democratizar los procesos. Hablo más bien de la inserción de los ciudadanos y ciudadanas a través de mecanismos de participación ciudadana que permitan tener aunque sea un mínimo de control democrático sobre los nombramientos. que son trascendentales a la hora de decidir los derechos de todas y de todos. Así, lo que en algún momento pareciera ser que sólo le atañe a la comunidad jurídica es un asunto político, en el más amplio sentido de la palabra, que pone en el tapete la responsabilidad de discutir largamente lo que queremos y esperamos de una institución que viene llamada a revisar que se cumpla con los entendidos que como pueblo hemos plasmado en la Constitución.
Pienso que para eso debemos empezar por retar la normalidad y exigir que el factor político partidista quede fuera de los criterios necesarios para nominar a un juez o a una jueza. Aunque pueda sonar un tanto naive entiendo que es indispensable comenzar a articular otros discursos desde unos imaginarios más inclusivos, democráticos y participativos que nos permitan tener discusiones vastas sobre los arreglos institucionales que queremos. El hecho de que no vaya a pasar con este nombramiento no implica que no podamos aunar esfuerzos de forma tal que surjan unos entendidos sobre qué esperamos de una nominación como ésta, tanto a nivel sustantivo como a nivel procesal, porque el proceso también es importante.
Si logramos trascender el discurso político partidista y ubicarnos en lo que Érika señalaba en su columna en cuanto a los criterios, habremos dado un gran paso porque estaremos provocando que quienes tienen el poder de tomar decisiones se vean obligados a, de una u otra forma, rendir cuentas y así habremos alcanzado uno de varios peldaños que nos restan por subir.
Es por ello que más allá de discutir sobre quién tiene el poder para hacer qué o quién tiene el poder para nombrar a quién, prefiero enfocarme en cómo diseñar mecanismos que nos aseguren participación en un proceso de la envergadura que ostenta la selección del próximo o próxima Juez o Jueza Presidente. Después de todo deberíamos aspirar a radicalizar la democracia porque sin duda votar cada cuatro años no nos asegura ni un mínimo aceptable. Esos procesos de radicalización democrática sólo pueden darse cuestionando los discursos de la normalidad y exigiendo participación en aquellas instancias de poder que, tradicionalmente, algunos pocos han reservado para sí bajo una cuestionable legitimidad democrática que el devenir eleccionario les concede cada cuatro años. Esa legitimidad artificial es la que provoca que a puertas cerradas se discutan y repartan posiciones tan importantes como ésta y eso debe cuestionarse.
¡La normalidad se debe interrumpir!, debemos cuestionar y hacerles sentir que tienen que rendir cuentas. Eso de por sí es incómodo pero sin incomodidad no hay ni habrá cambio.
Por último, este llamado a la participación ciudadana en el proceso de nominación es también un llamado a establecer controles democráticos en la Rama Judicial. De hecho, intuitivamente pienso que cualquier concentración de poder en una sola figura es antidemocrático. Es por ello que, parafraseando un poco a Rousseau, pienso que nadie debería ser tan poderoso como para poder construir lealtades que le aseguren un control total de una de las ramas de gobierno. Por ello entiendo que el próximo Juez o Jueza Presidente debe promover cambios en el diseño institucional de suerte tal que se articulen otras formas de ejercer el poder; que parta de entendidos y consensos que promuevan la administración democrática del poder judicial. Ahora bien, debe quedar claramente establecido que lo que propongo es diálogo sostenido y búsqueda de consensos, no la imposición de criterios de quien puede pensarse mayoría. Al fin y al cabo, mayoría y democracia no son lo mismo ni se escribe igual.
Para terminar, genuinamente espero que a la hora de la publicación de esta columna la suerte no esté echada. Aunque me piensen ingenua, prefiero apostar a la esperanza, la esperanza de pensar que podemos comenzar a hacer las cosas de manera distinta. Habrá que ver.