Invitación al baile del muñeco I
Los relatos ancestrales, que podemos llamar mitos por conveniencia, sin asumir usos truncos de esa palabra, son anteriores y posteriores a la literatura escrita convencional, toda vez que se ubican en un presente que desde siempre ya ha acaecido, está acaeciendo y por acaecer; por esto trascienden la letra alfabética, el significante y el significado en general, por actuar desde sentidos más bien relacionales, materiales y espirituales que rebasan las convenciones del lenguaje. Como demostró Lévi-Strauss en sus Mitológicas, el sentido de los mitos es profunda y minuciosamente materialista, sin contradecir su espiritualidad. El poder de esta red ancestral de flujos narrativos es tal que incluso “ancestraliza”, “mitologiza” y por ende colectiviza historias recién surgidas de testimonios particulares, como son los testimonios recientes sobre el Cortacabezas supuestamente gringo que sobrevuela la triple frontera del trapecio colombiano en las noches, decapitando a personas desprevenidas y coleccionando sus cabezas para obtener de estas informaciones y energías aún indeterminadas.
Lo anterior significa que la literatura amazónica no se reduce a textos impresos derivados de los relatos tradicionales o contemporáneos que circulan en esa red geopoética, sino que se compone de relaciones extratextuales donde la escritura alfabética es un elemento más, si bien ha sido privilegiado por el sistema letrado dominante. Para leer la literatura amazónica hay que leer el territorio, entendido este no como un perímetro o área estrictamente espacial y geográfica, sino como retícula de actores, colectividades constitutivas del sentido de la tierra. No se trata, entonces, de seguir el modelo dominante de la lectura en la cual un sujeto interpreta a un objeto de manera unidireccional, sino de una interacción que va más allá de la interpretación convencional y conlleva el establecimiento de relaciones entre actores con múltiples perspectivas. Más bien se asume el hecho de que cada sujeto constitutivo del territorio trata de interpretar cómo el otro interpreta y no hay nadie capaz de fungir exclusivamente como el intérprete o el sujeto del conocimiento. Tal lectura es, en suma, un recorrido del territorio, y el territorio es una red de actores colectivos más que un simple espacio.
Este ensayo pretende dar cuenta de un recorrido, por necesidad digresivo y curvilíneo como los ríos donde se escenifica, en torno a una magnífica expresión amazónica llamada El baile del muñeco. En la Amazonía noroccidental se realiza un repertorio estrechamente relacionado de festividades de carácter cíclico centradas en el baile y el canto. Diferentes etnias comparten la estructura fundamental de estas celebraciones pese a sus diferencias de lengua y cultura y, de hecho, muchas son acontecimientos interétnicos correspondientes a sociedades exogámicas, donde hombres y mujeres deben buscar su pareja sexual en etnias diferentes a la suya. Se les llama simplemente bailes aunque son acontecimientos complejos que involucran la pesca, la cacería, la cosecha, la recolección de frutos, la preparación y consumo de bebidas y comidas, de plantas de conocimiento (tabaco en sus diversas formas, como cigarro, ambil o rapé, mambe de coca, y en algunas zonas, como en la cuenca del Vaupés, yagé); así como fabricación de máscaras, atuendos, adornos, instrumentos musicales, acciones de curación chamánica, extensos e intensos diálogos entre pensadores (chamanes) y mucha magia, además del baile, el canto, la dramatización, el performance y el teatro. Todo ello conlleva semanas de preparativos en los que participa toda la comunidad, siguiendo procedimientos complejos rigurosamente prescritos según los roles sociales de cada individuo, cada sexo, cada edad y parentesco y de acuerdo a aspectos muy específicos de los relatos ancestrales o mitos vinculados a cada celebración. Cada evento de estos es una efectuación del mito que engrosa mucho más que su aspecto verbal. La porción propiamente bailada-cantada se extiende por tres noches y dos días sin interrupción. Así, hay baile del muñeco, pero este es uno más entre otros bailes como el del plumaje, de la piña, del tablón, del canangucho, el yuruparí (que es de hombres exclusivamente) y otros, en concordancia con los ciclos naturales-culturales y la cosmovisión de las sociedades amerindias involucradas. En fin, vamos viendo que una invitación a un baile amazónico es algo más complicado que una simple invitación a bailar o un “entretenimiento” social.
Recibimos la invitación seis personas a quienes nos une el interés por las sociedades amazónicas y amerindias en general. Tres de ellos ya tenían experiencia en el trabajo con diversas comunidades de la Amazonía colombiana y se habían ganado el afecto y la confianza de estas. Venimos de prácticas disciplinarias distintas, que menciono sin ánimo de mostrar títulos, solo para ilustrar la polivalencia del acontecimiento que nos convocó: una socióloga, una arqueóloga, una antropóloga, una estudiante de biología y autosustentabilidad, un artista gráfico y un investigador literario.1 Las líneas que aquí intento escribir enfocan el aspecto literario del acontecimiento de la manera interdisciplinaria ya señalada, beneficiándose de la aportación de los compañeros copartícipes, pero sin pretender hablar por ellos. Cada paso dado en la aceptación y cumplimiento de la invitación a “muñequear” significó comenzar, solo comenzar, mínimamente a leer El baile de muñeco en su multiplicidad inagotable, teniendo en cuenta, por supuesto, la breve pero indispensable bibliografía existente sobre el tema.
La comunidad Villa Nueva ubicada en la bocana del río Mirití-Paraná (afluente del bajo Caquetá), compuesta por un conjunto de familias de la etnia matapí, decidió realizar un baile del muñeco, también conocido como baile de chontaduro por estar dedicado al consumo de la chicha de ese fruto de palma en su temporada de cosecha. En consecuencia, se invitó a participar en calidad de huéspedes o invitados primarios del baile a la comunidad Puerto Nuevo localizada más arriba en el Mirití-Paraná a unos dos días de viaje en bote de motor. Los hombres de la comunidad invitada a un baile de esta naturaleza son quienes asumen el rol principalísimo de bailadores-cantores. Son ellos los invitados en propiedad. Además de ellos hay también invitados secundarios, muchas veces con rol de asistentes y asesores, que pueden venir de otras comunidades y de otras etnias. A ellos se suman ocasionalmente algunos individuos de la sociedad no-indígena, como nosotros. Los no indígenas contamos, en todo caso, como invitados extranumerarios, es decir, estamos fuera de lugar en lo que a la estructura interna del ritual concierne, si bien un deseo amistoso de compartir anima la invitación y la presencia durante la celebración.
En el caso de los invitados en propiedad se persigue un intercambio de bienes a nivel cósmico entre los seres humanos y no humanos (espíritus o dueños de animales) de la selva, en el cual se reafirman las relaciones de reciprocidad y coexistencia entre las diversas colectividades que componen dicho ecosistema. Los animales ofrecen su propia abundancia como presas y proveedores de otros recursos a cambio de la fertilidad y potencia reproductora en general que les proveen los humanos mediante actos de consumo cuidadosamente regulados para dar continuidad al flujo vital. Esto se entiende en una ontología en la cual la acción de cazar-comer es intercambiable por la de copular-engendrar mediando ciertos procedimientos que complementan lo espiritual y material (llamados “rituales” por los antropólogos): así, cuando se caza y se consume debidamente un animal, se está copulando con su espíritu para potenciar la reproducción de la colectividad a la que pertenece. Cuando el macho copula físicamente con la hembra, espiritualmente se la come; cuando el depredador se come a la presa, espiritualmente copula con ella. Pero esto solo se garantiza mediante negociaciones y relaciones que deben reanudarse sin cesar, entre ellas, prácticas colectivas como el baile del muñeco. Los invitados titulares del baile del muñeco se transforman en espíritus de animales, los “hacen bajar” con su performance ritual para que dicha negociación se efectúe. Con sus disfraces, cantos y actuación general ellos se transforman en el otro del humano, es decir, el animal y asumen su perspectiva. De ahí su rol principalísimo.
Queda claro, entonces, que invitados no-indígenas como es nuestro caso, lo somos de manera muy marginal y circunstancial, pero esto no obsta que también esta invitación involucre intercambios recíprocos. La comunidad dona la belleza y acción sanadora de su baile amazónico y los no indígenas invitados a testimoniarla reciprocamos con apoyos y acompañamientos concretos a su autogestión y resistencia ante las fuerzas hostiles y disgregantes que rodean y amenazan su vivir. Solo en el marco de esa reciprocidad tiene sentido el estudio de las sociedades amazónicas, incluyendo la investigación de su literatura (oral), no empece la limitaciones y la modestia de recursos que uno tenga para aportar a sus actividades. Se trata de una oportunidad de conocimiento, pero se debe tener en cuenta que el conocimiento es ante todo relación con la perspectiva del otro. Ante la gentil invitación de la comunidad había que ver, sobre todo, cómo, desde la perspectiva de ellos, podíamos reciprocar, y en consecuencia, dentro de nuestra limitadas capacidades, juntar los recursos y concebir las aportaciones que mejor pudieran responder a las necesidades de ellos. En este aspecto fue fundamental la experiencia adquirida por los compañeros del grupo que ya habían trabajado con comunidades indígenas de la zona.2 Ellos fueron los que coordinaron con la comunidad nuestro modestísimo pero puntual aporte en términos de contribuir con un registro audiovisual a la preservación de una memoria sobre el baile del muñeco, aportar a la movilización de participantes, y brindar los infaltables regalos de amistad. Se hizo “una vaca” y cada cual puso lo que podía.
Los matapí (también llamados upichia), según su historia oral, se originaron en un sitio de cabecera fluvial entre los ríos Apaporis y Mirití-Paraná llamado Yuinata. Allí surgió el héroe cultural Camari con los conocimientos necesarios para fundar la tribu matapí. Hoy día los matapí comparten el gran resguardo indígena Mirití-Paraná con los letuama, yukuna, tanimuka, miraña, cubeo y cabiyarí, y en resguardos y asentamientos adyacentes hay también yauna, macuna, makú, carijona, bara, barazano, itano, taiwano, bora, muinane, carapana, piratapuyo, siriana, tatuyo, tuyuka, tucano, puinave y guahibo. Los yukuna, de filiación lingüística arawak han sido aliados tradicionales de los matapí, quienes perdieron su propio idioma, perteneciente al grupo lingüístico tucano oriental y hoy hablan la lengua de los yukuna. Las comunidades matapí se constituyen por grupos de hombres que son hermanos (y de parentescos derivados), es decir, fratrias, que solo se casan con mujeres de otras etnias. Por tanto, es de esperar que, como sucede con las otras sociedades exogámicas del amazonas noroccidental, en cada comunidad matapí todas las mujeres casadas pertenezcan a otra etnia, y que sean matapí solo los varones y las hembras solteras. A los conflictos internos que anteceden la llegada de los blancos, a las redadas de los esclavistas portugueses y brasileños y luego al impacto de la esclavitud y violencia impuestas por la extracción cauchera a principios del siglo veinte se suele adjudicar el crítico descenso poblacional de los matapí, quienes alcanzan a ser poco más de 200 personas. La extinción es un tema que se plantean a menudo los pensadores (chamanes) matapí. Comparten esta preocupación las personas y entidades comprometidas con las sociedades amazónicas.
Los bailes de estas etnias amazónicas no son meros símbolos de identidad y afirmación cultural, sino prácticas cosmopolíticas que contribuyen a su supervivencia al sostener la continuidad de las relaciones del grupo humano con los seres de la flora, la fauna y el entorno climático con quienes intercambian medios y energías de vida. Hay que ver en este contexto el acuerdo de la comunidad matapí de invitarnos a presenciar uno de sus bailes de muñeco. Se trata, tanto para ellos como para nosotros, de afirmar una práctica vital contra el peligro de extinción.
La manera más simple de llegar al Mirití-Paraná es volar a Leticia y de ahí a La Pedrera. A Leticia solo se llega por agua o por aire: se ubica a orillas del río Amazonas, en la punta sur del Trapecio Colombiano, triple frontera con Brasil y Perú; es capital del departamento Amazonas, de Colombia. El departamento así llamado es uno de seis departamentos de la Amazonía colombiana que cubren el 41% del territorio nacional. Leticia da la impresión de ser una pequeña ciudad agradable, más que nada por estar bellamente arborizada, en consonancia con su entorno selvático. La ciudad que le queda contigua en el lado brasilero, Tabatinga, luce ser mucho más grande y también menos acogedora, desprovista de árboles. En Leticia se asienta una significativa población indígena migrante (cíclica y permanente) de varias etnias: ticuna, huitoto, cocama, bora, matapí, yukuna, tanimuca, miraña y andoque, pero la mayor parte de su población es mestiza-criolla. La población indígena de la región constituida en comunidades reside mayormente en unos 152 resguardos ubicados en los 6 departamentos amazónicos. Estos resguardos no siempre son las tierras ancestrales de las etnias que los ocupan, pues una serie de procesos históricos vinculados al desarrollo del sistema global moderno-capitalista forzó el desplazamiento, dispersión y muerte de decenas de cientos de comunidades indígenas, entre ellos, gran parte de la acción misionera cristiana, las redadas de esclavistas de portugueses y brasileños (desde principios de la colonia hasta entrado el siglo veinte), y la esclavitud y violencia impuestas por la explotación del caucho. Se conoce bastante bien el holocausto del pueblo judío en la Segunda Guerra Mundial pero apenas se habla sobre el holocausto de decenas de miles de indígenas esclavizados y conducidos a la muerte para suministrar caucho a los vehículos y equipos de ejércitos occidentales durante las dos guerras mundiales del pasado siglo. Las sociedades amerindias hoy existentes en la región son sobrevivientes de estos eventos etnocidas y se encuentran en un precario proceso de reconstitución que no está exento de amenazas de desplazamiento y mortandad de parte de entes legales e ilegales interesados en la explotación minera, agroindustrial y turística. Decenas de etnias que han sido muy duramente golpeadas demográficamente se encuentran en peligro de extinción.
En esa multiplicidad de etnias, lenguas y formas de vida también nacen y renacen comunidades, organizaciones, luchas y por ende historias y relatos. Por algo se ha dicho que el Amazonas es la mata de todos los cuentos. Apenas llegamos a Leticia escuchamos la historia de la joven dueña del hostal donde nos alojamos en espera de un piloto que nos volara a La Pedrera. Elizabeth Yukuna, hija de un hippie español y la bella indígena yukuna con quien él se casó y vivió en la selva por el resto de su vida, encarna dilemas de psiquis y cultura que comenzaron con la conquista hace cientos de años y hoy se proyectan con nuevas aristas. Académica, indígena, selvática y bogotana de estrato seis, ella regresa al Amazonas a rehacer su vida. Sus investigaciones se centran en la llamada “brujería”, es decir, la acción de pensamiento y sanación que ahora asume positivamente el nombre incriminatorio usado por los colonizadores. Cuenta que cuando era niña, en el Mirití-Paraná, los pensadores (chamanes) yukuna la estaban preparando para ser “bruja” pero las misioneras católicas interrumpieron su educación para llevársela al colegio internado donde pretendieron enseñarle a odiar todo lo suyo, y que todo lo que es verdaderamente interesante en la vida, desde la libertad hasta el amor, es cosa del diablo. Brujas, en el sentido negativo de esta palabra en el idioma español, eran las monjas, concluye ella, dando a entender que está decidida a retomar de alguna manera la educación chamánica interrumpida por las “siervas del Señor”.
El conductor de taxi que debía informarnos cada mañana si el piloto, de acuerdo al tiempo, finalmente volaría o no volaría, nos contó también una historia. Él es de un pueblo del altiplano boyacense, cercano a Bogotá. Allí su prometida lo abandonó escandalosamente por su mejor amigo. No soportaba el dolor de ver a la exnovia pasar cada vez con el otro, tan enamorada. Un día decidió poner tierra por medio sin demora, de inmediato. A esa hora en el aeropuerto había cupo para dos vuelos, uno a Santa Marta, en el extremo norte del país, el otro a Leticia, en el extremo sur. Lanzó una moneda, cara o cruz. Salió la cruz del sur: Leticia, donde llegó con los 50,000 pesos que le quedaban en el bolsillo. Allí trabajó en oficios varios; sobrevivía entre la melancolía y el despecho. Brindaba por la perfidia de las mujeres. Una tarde un amigo le encargó buscar a un brujo famoso del lado peruano del río Amazonas para que salvara a un pariente desesperadamente enfermo. El boyacense buscó en el puerto quien lo llevara donde el brujo. Nadie iba allá a esa hora. Hasta que alguien le dijo, pregúntele a aquella muchachita, la india, ella va por esos lados. Él le preguntó. Ella sin mirarlo dijo sí, yo lo llevo: hágase ahí atrás del bote y esté quietico, no se mueva. El bote de ella era minúsculo. La joven agarró el remo y avisó: vamos a cruzar el Amazonas, no debe moverse. Era imposible entender cómo la jovencita en esa canoa tan pequeña, apenas con un remo, pretendía cruzar el Amazonas. La canoa bailaba en la corriente. Ella remaba adelante. Él creía caer al agua en cada vaivén. Temblaba. La joven se volteaba hacia atrás por momentos y le gritaba: quieto, le dije que no se mueva. Llegaron a la otra orilla al anochecer, ella le señaló la casa del brujo. El pasajero, con emoción de sobreviviente, le quiso pagar, pero ella ni las gracias ni el adiós quiso escuchar, yéndose por un camino sin mirar atrás. En ningún momento esa chica lo miró, mucho menos le sonrió. Pero él no podía dejar de verla en su mente. Luego, por semanas estuvo acercándose al puerto, no la veía, preguntaba, nadie le daba referencia. Una noche creyó verla en una festividad en la plaza. Sí, era ella, la misma. Se acercó. La saludó. ¿Se acuerda de mí? Ni un gesto de reconocimiento. Ella volteó la cara como si no mirara a nadie. Se alejó. Sucedió igual en dos ocasiones más. Era algo inexplicable. ¿Cómo es posible que una mujer sea tan indiferente? ¡Esto es increíble! ¿Es que yo soy invisible o qué? Si es que soy invisible la voy a seguir. Al seguirla una noche, averiguó la casa donde se estaba quedando en la ciudad. A la madrugada volvió y la esperó a que saliera. De inmediato la detuvo y le habló, le pidió que por favor lo mirara, lo escuchara: quiero vivir el resto de mi vida con usted, no soy rico ni tengo parientes con dinero, no tengo nada de eso, pero sí tengo el día y la noche, mis días y mis noches le ofrezco señorita. Ella lo miró de arriba abajo silenciosa, y se alejó como siempre. Esa misma tarde, cuando el boyacense rumiaba pensativo en su casa y se preguntaba qué mujer era aquella que lo mataba con el silencio, ella se presentó en la puerta. Traía sus maletas, entró y le dijo con una sonrisa seria: lo mismo poseo y le ofrezco yo, el día y la noche. Llevamos juntos veinte años y tenemos tres hijos, nos cuenta este hombre con rostro permanentemente sonrojado de boyacense.
Finalmente el cielo clareó y el piloto mandó decir que sí volaba, que nos presentáramos en media hora en el pequeño aeropuerto de Tabatinga donde estaba parqueada su nave. Volamos en su bimotor, que más bien parecía un Volkswagen con alas, desde Tabatinga a Vila Bittencourt. Abajo, el verde incansable, absorbente del bosque, y los ríos como serpientes sin fin. De tanto mirar vi una maloca, que se me grabó en la retina buen rato. Tras una hora y cuarenta minutos de vuelo apareció el diminuto poblado de Vila Bittencourt justo en la desembocadura del Apaporis en otro río que se llama Caquetá en sus 1,200 kilómetros colombianos, pero se llama Japurá en su recorrido de 1,000 kilómetros por Brasil hasta desembocar en el Amazonas. En la Villa, como le llaman en español, nos esperaba el motorista con bote enviado por Jeison, que nos llevó por el río Caquetá hasta La Pedrera, en el lado colombiano. Este reducido casco urbano de 403 habitantes residentes en 11 cuadras es el centro administrativo del corregimiento así llamado. El área urbana y periurbana de La Pedrera es donde único residen colonos blanco-mestizos en toda la región conocida como el Bajo Caquetá. El área inmensa de decenas de miles de kilómetros cuadrados que rodea La Pedrera, donde cabrían cómodamente varias Antillas Mayores del tamaño de Puerto Rico y Jamaica, es lo que los biólogos llaman bosque tropical ombrófilo y aluvial ripario que se extiende como un mar hasta donde alcanza la vista. Las únicas rutas viables de transportación, aparte del aire, son los ríos y caños laberínticos que atraviesan, no siempre tierra firme, sino rebalses, lagunas, cananguchales, y otros terrenos que permanecen bajo agua en las temporadas de lluvia. Los predios más elevados y las breves lomas son como islas donde se establecen chagras y asentamientos indígenas distantes entre sí varias horas y hasta semanas de viaje en bote de motor. De hecho, esta vasta planicie de bosque tropical lluvioso fue un mar, un gran golfo interno, hace millones de años.
El lugar más acogedor al forastero que llega a La Pedrera, algunas veces un académico, es el restaurante de la Negra. Ella es una simpática mujer carijona que recibe al visitante con cuentos e historias de los personajes que han pasado por su comedero. La etnia a la cual ella pertenece, los carijona, de filiación lingüística caribe, impuso su presencia aguerrida en toda esa zona durante el siglo XVIII, tras lo cual sufrió un colapso demográfico explicable solo en parte por las redadas de los esclavistas portugueses y luego la explotación del caucho. Hoy día son una etnia en peligro de extinción, si no ya extinta (como comunidad). Existe la hipótesis de que los carijona provienen de las islas del Caribe. Es solo una hipótesis entre varias, pero con sugestivas insinuaciones sobre los vasos comunicantes entre el Caribe insular-marítimo y sus flujos fluviales continentales, que en la cuenca Amazónica conforman una especie de mar de agua dulce. El principal estudioso del misterio carijona es la persona que la Negra nos menciona cariñosamente como “el finado don Roberto”, con quien solía conversar cuando él llegaba a comer al negocio.
El antropólogo Roberto Franco destacó principalmente por sus investigaciones casi detectivescas del enigma de pueblos indígenas que se resisten a desaparecer precisamente desapareciendo, es decir, haciéndose invisibles ante la mirada del “blanco”, evadiendo la voracidad aniquilante de la sociedad moderno-capitalista. Su apasionante libro, Cariba malo (2012), rastrea y detecta, con evidencia circunstancial e indirecta, la existencia de al menos cuatro etnias que se creían extintas y que todavía habitan zonas aisladas de la Amazonía colombiana yacentes entre el Caquetá y el Putumayo: los yuri, jainuma, passé y jumana. Como estrategia de resistencia estos grupos humanos recurren al autoaislamiento y la invisibilidad ante el blanco a quien llaman “cariba malo” (es decir, caníbal). Roberto Franco se dedicó a sobrevolar una y otra vez las zonas aisladas adyacentes a los ríos Puré, Bernardo y afluentes, para completar su evidencia. Su propósito era documentar la existencia de las etnias aisladas y su ubicación para reclamar al Estado que protegiera el derecho de estos pueblos a rehusar el contacto con el “cariba malo”, es decir, con la sociedad moderno-capitalista que literalmente se come a la selva y a sus habitantes día a día en su voracidad extractora. Franco cuenta en su libro cómo los chamanes de estas sociedades ocultas y aisladas pasan las noches sentados en sus bancos rituales trabajando con su pensamiento para impedir la entrada del “cariba malo” a sus territorios…
Con su pensamiento trabajan para tapar las entradas por ríos, quebradas y caminos, y, así, cuidan su mundo. Mediante esa labor no solo evitan la entrada física a su territorio causando truenos y lluvias en medio de días soleados, sino que cierran el paso al pensamiento de otras gentes para que no los puedan ver ni mirar ni saber dónde y cómo viven. Desde hace más de cien años, su actitud vital consiste en rechazar el contacto.
La paradoja del asunto es que Franco entendía que precisamente mirando y sabiendo dónde y cómo viven estos pueblos indígenas, él podía contribuir a su estrategia de aislamiento radical. Pero la muerte lo interrumpió en su propósito. El 6 de septiembre de 2014 el avión en el que viajaba con otras personas se estrelló en la selva amazónica.
Da la casualidad que don Elías Yukuna, la persona que le sirvió de guía a Franco en varias de sus expediciones de búsqueda de estas sociedades especializadas en el arte de desaparecer ante los ojos del blanco, fue el motorista que nos condujo en su bote a la maloca donde se celebraría el Baile del Muñeco, y él mismo es miembro de una etnia que hace varias décadas decidió alejarse del contacto con los blancos internándose en las cabeceras del Mirití-Paraná: los urumi. Su padre y su abuelo decidieron no seguir a su etnia en esa estrategia y por eso él está aquí para contarnos. Elías, un hombre menudo, de edad y fortaleza incalculables no solo acompañó a Roberto Franco en sus investigaciones, sino que conoció de primera mano los hechos iniciales, ocurridos en 1969, que expusieron al mundo la existencia de los grupos en aislamiento estratégico voluntario. En ese año, adoptando todavía en la segunda mitad del siglo veinte un patrón depredador que venía funcionando por tres siglos, el aventurero Julián Gil, dueño de una finca a orillas del Cahuinarí, decidió “conquistar” y poner a trabajar en su beneficio a quienes intuyó eran un grupo indígena no contactado. Se le ocurrió la idea cuando meses antes sobrevoló el área y vio una maloca no identificada. Se internó a buscarlos en las zonas aisladas del río Puré con algunos ayudantes y como cuenta Franco…
La mañana del 18 de enero de 1969 en que Julián Gil y Alberto Miraña decidieron entrar a la maloca de unos indígenas desconocidos que se conocerían como caraballos, quienes estaban tomando chicha de chontaduro y tenían sus cuerpos pintados, esa mañana puso en el mapa de Colombia y el mundo a un pueblo aislado de la civilización occidental que antropólogos y lingüistas creían extinto. El tercer compañero de esa aventura, Alejandro Romá, no quiso entrar a la maloca pues tenía malos presentimientos. Dejó a sus compañeros y volvió a la finca de Julián Gil en la boca del río Cahuinarí. Después de algunos días de silencio, al ver que Julián no salía, avisó de lo ocurrido: Julián y Alberto no habían vuelto de la maloca de los indios bravos.
Las noticias sobre el asunto se publicaron en una serie de artículos de prensa que aparecieron en El Tiempo y El Espectador de Bogotá, The New York Times, de Nueva York, y France Soir de París.
Elías me cuenta que el error del “finado don Julián” fue ir armado a donde los indios. Elías participó como civil en una expedición organizada por la Armada y el hermano de Julián para rescatarlo. Al llegar a un área despejada en la selva donde había una maloca grande perteneciente a los yurí, la expedición se dividió en dos, cuenta Elías. La patrulla donde él iba no vio nada, pero la otra se topó con unos indios y mató a once de ellos. “Fue una masacre, fue horrible, muy triste aquello”, dice Elías. La cifra suya difiere del libro de Franco, que reporta cinco muertos: “dos mujeres, dos niños y un viejo, desarmados e indefensos, crimen que quedó en la impunidad”. Estos datos coinciden a su vez con el libro de Germán Castro Caicedo, Perdidos en el Amazonas (1978). La expedición capturó además a una familia de seis indios como rehenes, quienes fueron retenidos primero por los militares y luego recluidos en el internado católico de La Pedrera, bajo cuidado de las monjas. Se consultó a hablantes de dieciocho lenguas indígenas pero ninguno entendió la de los indios secuestrados. Su identidad étnica permaneció en el misterio en aquel momento y solo se aclararía en este siglo. Finalmente, tras varias semanas de intercesiones ante los religiosos y las autoridades militares, el periodista francés Yves-Guy Bergés logró permiso para acompañar a la familia indígena de regreso a su territorio, logrando así su liberación y reintegración. El francés no descifró ninguna palabra de los indios que acompañó, excepto que al blanco lo llamaban cariba. Bergés entendió por las señas de los indios que Gil estaba muerto y que si no quería correr su suerte debía desistir de tener más contacto con los indios del territorio aislado al cual acompañó a la familia de regreso. Él no volvió nunca más. Tampoco se supo más de Julián Gil o su cuerpo. El episodio inspiró varias series de artículos de prensa y dos libros, uno del propio Bergés (La lune est en Amazonie, 1970) y el libro ya mencionado de Germán Castro Caycedo. Este recoge el testimonio excepcionalmente articulado del hermano de Julián, en lo relacionado al contacto con los yurí y el secuestro de la familia de esa etnia. La familia fue secuestrada después que los militares, indios y aventureros criollos de la expedición de búsqueda pasaran toda una noche sitiando la maloca de la comunidad recién descubierta. El tenso impasse entre los forasteros armados de escopetas y los habitantes nativos armados con lanzas no concluyó hasta la madrugada. Dicho incidente constituyó un drama de incomunicación abundante en llantos, cantos e imprecaciones vertidas por los indios y las amenazas y blasfemias de los expedicionarios, sin que ninguna parte comprendiera en absoluto la lengua de la otra, lo que resultó en una especie de negociación forzada, donde la familia sirvió como rehén para evitar la confrontación. Esta captura, realizada por las autoridades militares de La Pedrera, constituyó para los niños y sus padres plagiados un cautiverio cruel durante el cual lloraron sin parar por semanas y se rehusaron a comer, enfermándose gravemente, por preferir morir a ser cautivos del “cariba malo”. El traslado de la custodia a los religiosos alivió solo mínimamente la ordalía de las víctimas; la intervención de Bergés para devolverlos a su territorio realmente les salvó la vida.
Aparte de la descripción de la comunidad yurí provista en la década del setenta por el hermano de Julián a Caycedo, contamos con otra mucho más reciente, pues Jeison Castillo, compañero de nuestro equipo de invitados al baile, tuvo el privilegio de escuchar la descripción que le hiciera un residente de La Pedrera, quien por circunstancias excepcionales pudo observar a los habitantes de esta sociedad hace algunos años. Los yurí son inusualmente altos, usan elegantes pinturas y tatuajes en el cuerpo y la cara. Los hombres usan lanzas imponentes y llevan cabellos largos y lustrosos que son peinados y recogidos a diario por sus mujeres. Ellas son muy hermosas, solo visten pinturas y adornan sus senos con copos de algodón. Sus malocas multifamiliares contienen gran variedad de implementos decorados. Ellos también tienen bailes como el del muñeco, pero muy diferentes, con máscaras nunca vistas. Se tatúan la cara con diseños impresionantes. Este testimonio es en verdad extraordinario, dada la efectividad de los yurí para evitar el contacto. Cabe tomar en cuenta que solo entrado este siglo fue que Roberto Franco retomó la investigación de los incidentes que rodearon a quienes él finalmente pudo identificar como los yurí, una sociedad proveniente del Amazonas medio, parte de los complejos cacicazgos de esa región masacrados por los colonizadores, cuyos sobrevivientes optaron hace más de cien años por convertirse en invisibles para los “cariba malo”. Elías recuerda que en los sobrevuelos que hizo con Franco poco antes de este morir, se pudieron contar desde el aire hasta siete malocas correspondientes a estos grupos aislados. Elías añade que si él quisiera sabría cómo abordar a los indios aislados sin crear violencia, simplemente iría desarmado y les hablaría amigablemente, despacito. Él es indígena y entiende perfectamente por qué ellos le huyen al “cariba malo”. Pero claro, la cuestión es que los yurí no quieren que nadie entre a su territorio a contactarlos y eso es lo que se debe respetar absolutamente, concluye él.
A las tres de la tarde, el mismo día en que llegamos a la Pedrera y supimos por él y la Negra carijona de estas historias, Elías tenía listo su bote para remontar con nosotros el río Caquetá e internarnos en la bocanas del río Mirití-Paraná, a donde llegamos en la noche tras seis horas de navegación, trayectoria muy corta en comparación con las que normalmente toman días y semanas en este vasto laberinto de aguas y árboles gigantes. (Continuará)
- Lilian Valverde Castro, Juliana Campuzano Botero, Constanza Ussa, Manuela Mejía, Jeison Castillo, Juan Duchesne Winter, respectivamente [↩]
- Lilian Valverde Castro, Jeison Castillo y Juliana Campuzano Botero [↩]