José Juan Tablada en Nueva York…
…O por qué viajamos por necesidad acompañados por el Ángel de la Historia
La cita es archiconocida, pero de todas formas recurro a ella; proviene de la Tesis sobre la filosofía de la historia (1940) de Walter Benjamin:
“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (Traducción de Bolívar Echeverría. [email protected]/
Vuelvo a esta conocida idea de Benjamin porque creo que es una excelente metáfora para entender el proceso de creación de la cultura de los latinos o, como prefiero llamarlos, los latinoestadounidenses. Pero modifico un tanto la metáfora del gran teórico alemán. En mi interpretación el viento que empuja al Ángel representa el desarrollo de la literatura latina. Cada nuevo poema que un artista de este grupo escribe, cada novela que publica, cada obra de teatro que monta es parte de esa ráfaga que empuja al Ángel de las Letras Latinas, como ahora deseo llamar al que Benjamin llamó de la Historia. Lo empuja hacia el futuro, hacia el cambio o el desarrollo, que no es, en el campo de la cultura, por necesidad el progreso.
Pero ese ángel tiene que mirar también y a la vez hacia atrás. Su mirada es una búsqueda porque en nuestro caso, más que en el caso de la cultura dominante, esta implica una fuerte y constante voluntad de crear un pasado. Crear ese pasado es una labor muy ardua por ser este el de una cultura subordinada y también es un proyecto colectivo, comunitario. Aplaudimos la aparición de cada nueva obra que crea un artista latinoestadounidense porque nos impulsa, nos empuja hacia el futuro. Pero tenemos que estar, a la vez, escudriñando detenidamente lo que vino antes para ir creando a la vez nuestra historia, que no es un hecho dado de antemano. Es que vivimos en una comunidad imaginada y, por ello, imaginamos también nuestro pasado. La función del historiador cultural y del crítico latinoestadounidenses es, pues, definitivamente creativa.
La lectura de una selección de crónicas escritas en Nueva York por el escritor mexicano José Juan Tablada (Coyoacán, 1871- New York, 1945) entre las décadas de 1920 y 1940, y recogidas en La Babilonia de Hierro: crónicas neoyorkinas de José Juan Tablada (Edición de Esther Hernández Palacios, Xalapa, Universidad Veracruzana/UNAM, 2000), me hizo volver a pensar en el “Angelus Novus” de Klee, ese ángel transformado en el de la Historia por Walter Benjamin, y el que aquí y ahora reciclo como el de las Letras Latinoestadounidenses. Con la protección de esos tres ángeles que son, como la Trinidad, uno solo, me adelanto, pues, en esta lectura y en esta propuesta, que no mira hacia el futuro sino hacia el pasado. Así lo hago para ir creando una historia de las letras latinas y para proponer que ese es el camino que hemos recorrido y que servirá de base al futuro de nuestras letras. Para decirlo de manera más directa: releo las crónicas neoyorquinas del gran poeta mexicano para imaginar o crear una historia que sustente la nueva literatura estadounidense, la actual y la futura.
De inmediato se hace necesario aclarar que el rastreo de evidencia sobre la cultura en este autor o en cualquier otros de su momento no implica de ninguna manera que se pretenda trasformar a Tablada en un escritor latino. Eso sería una tergiversación de la historia, tergiversación que en otro momento he denunciado, como cuando apunté cómo una curadora de un importante museo washingtoniano quería ver a José Campeche como artista latino (http://www.80grados.net/
El Barrio cobraba perfiles propios. Una cultura típica se amasaba en la común experiencia de una población que sobrevivía a pesar de la hostilidad del ambiente. A la larga, esa cultura daría sus particulares frutos. (201)
En otras palabras, mi intención aquí no es transformar a Tablada en un escritor latinoestadounidense – siempre fue y será mexicano – sino hallar en sus textos evidencia de posibles atisbos o de orígenes concretos de una cultura nueva que con el tiempo se llamará latina. Al máximo, a Tablada como otros escritores del momento, los podemos considerar como proto latinos. Es que el Ángel de la Historia me hace mirar hacia atrás para buscar en el pasado que vamos construyendo e imaginando unas raíces, para así ir creando una genealogía, pero no para imponer nuevas definiciones en escritores del pasado. Recalco: no intento convertir a Tablada en escritor latinoestadounidense sino encontrar en su obra indicios, atisbos, anuncios de esa nueva cultura.
En Nueva York vivió Tablada casi veinte años. Pero casi nunca identificamos al poeta con la ciudad ya que lo conocemos principalmente como el introductor del hai-kú, forma poética japonesa a las letras hispánicas y como el cultivador de caligramas, como seguidor de Apollinaire. Todavía hay quien duda de que haya visitado Japón en 1900. Pero de lo que no cabe duda es de sus años neoyorquinos. Aquí, en el 118 Este de la calle 28, abrió en 1921 la primera librería hispana en la ciudad, que se convirtió en centro cultural para los hispanoamericanos allí. (Ver el texto de Carmen Boullosa, “Notes on Wrtiting in Spanish in New York”, en el catálogo de la exposición organizada por Edward J. Sullivan, Nueva York, 1613-1945 [2010]). Y desde New York, ciudad a la que bautizó con el epíteto de “la Babel de Hierro”, publicó centenares de crónicas para periódicos mexicanos, unas setecientas según Rubén Lozano Herrera, el crítico que más detalladamente ha estudiado esta parte de su obra. Las crónicas neoyorquinas de Tablada aparecieron en una veintena de diarios y revistas mexicanos bajo los títulos de “México en Nueva York”, “Nueva York múltiple”, “Las horas neoyorquinas” y, por último, “Nueva York de día y de noche”. Recordemos que Tablada decidió muy tempranamente que iba a vivir de su pluma y por ello se dedicó al periodismo. Esperanza Lara Velázquez, una de las estudiosas de la producción en prosa de Tablada, establece que este publicó casi dos mil crónicas en total. De estas las que me interesan son las que escribió en Nueva York y, más específicamente aún, las que retratan la comunidad hispanoamericana en esa ciudad y en los Estados Unidos en general. Apunto que el estudio de Lozano Herrera, José Juan Tablada en Nueva York: búsqueda y hallazgo en la crónica (2000), el trabajo más completo sobre las crónicas de Tablada hasta hoy, no se enfoca en el tema que me interesa y, en cambio, ve esta parte de la obra de Tablada como una forma indirecta de enfrentarse a los problemas de México. Según Lozano Herrera, “…al escribir la crónica neoyorquina Tablada tiene implícita a la ciudad de México, pero también habla de Nueva York cuando se refiere a México” (237). Mi interés es otro: quiero rastrear la presencia de la comunidad de origen hispanoamericano en las crónicas neoyorquinas de Tablada para ver por los ojos del Ángel de la Historia el camino que hemos seguidos y para adivinar dónde estamos y para dónde vamos.
De inmediato aclaro un punto importante: no he manejado la totalidad de las crónicas escritas por Tablada. He manejado las que Esther Hernández Palacios recoge en La Babilonia de Hierro…. El proyecto de la publicación de estas crónicas todavía está sin concretarse en forma de libro. Aquí, pues, parto, en parte, de un acto de fe: espero que las crónicas seleccionadas por Hernández Palacios sean representativas de la totalidad de la producción del poeta mexicano.
Mi objetivo es explorar en estos textos la imagen de la comunidad latinoestadounidense que presenta Tablada. De inmediato hay que apuntar que, a partir de este propósito, podemos limitar a un número muy pequeño las crónicas que nos interesan ya que la gran mayoría tratan temas amplios que poco o nada tienen que ver con mi objetivo. Hay que tener en mente que Tablada escribía para un público mexicano que estaba más interesado en saber cómo eran Nueva York y los Estados Unidos que en enterarse de la vida en la comunidad mexicana o hispanoamericanas en este país. También hay que tener en mente que Tablada escribió un promedio de dos crónicas por semana por unos quince años sin interrupción. No hay que olvidar tampoco que sus intereses eran amplísimos y que, por ello, escribe no solo crónicas sobre la vida neoyorkina – las bailarinas de los Ziegfield’s Follies, la campaña electoral de Fiorello La Guardia, el vuelo trasatlántico de Charles Lindbergh – sino sobre temas más amplios o abstractos: las prácticas religiosas “New Age”, la producción de autos en serie, los juegos de mesa de origen chino. Pocas son las crónicas que directamente tratan sobre la población latinoestadounidense. Pero a pesar de esa limitación se hace necesario y es productivo examinarlas.
A un lector familiarizado con la exploración y la construcción de una tradición literaria de los hispanos en los Estados Unidos de inmediato le vendrá a la mente otro cronista hispanoamericano que nos dejó un amplio panorama de la ciudad de Nueva York: José Martí. Se hace necesario tener en mente la obra martiana para poder entender la de Tablada porque el mexicano, al escribir sus crónicas, las neoyorquinas y las que escribió antes de su llegada a los Estados Unidos, tenía dos claros modelos: Martí y Gutiérrez Nájera. El nombre de Martí no aparece en las crónicas de Tablada que recoge Hernández Palacios, pero no por ello se puede dudar que este hubiera leído al cubano y tuviera sus crónicas en mente al escribir las suyas. Y aunque así no fuera, el Ángel de la Historia justificaría el establecimiento de una conexión entre los dos cronistas.
Pero de inmediato hay que establecer diferencias marcadas entre Martí y Tablada. Una es ideológica. Mientras Martí estuvo marcado por las corrientes idealistas del positivismo, particularmente del krausismo, y del pensamiento de Ralph Waldo Emerson, la posición ideológica de Tablada es mucho más compleja y confusa. Las ideas políticas del mexicano siempre tuvieron un sesgo muy conservador, sesgo que a veces se oculta en un ataque tanto a la izquierda como a la derecha, pero que, a pesar de ello, no deja de evidenciar sus inclinaciones reaccionarias. Por ejemplo, aunque en las crónicas de Martí – pensemos en “Coney Island” (1881), crónica escrita poco después de su llegada a los Estados Unidos, lo que explica su sorpresa ante la nueva sociedad en que vive – hayamos un miedo a la mujer moderna que rompe con el patrón tradicional de madre y ama de casa, en Tablada el ataque a la mujer es mucho más directo y fuerte. Por ello declara que “[l]os Estados Unidos camina, acelerada y fatalmente, hacia el Matriarcado” (157), así, con mayúscula. Su terror se concentra en lo que él llama “la usurpación de las actividades masculinas” (161) que desembocarán inevitablemente en ese temido e imaginado dominio de las mujeres. El miedo de Martí por la mujer moderna no se expresaba tan directa y vehementemente como la evidente y clara misoginia de Tablada.
Otra diferencia entre los dos cronistas es, creo, más importante. Esta es la observación directa de una comunidad de origen hispanoamericano que ya adopta rasgos propios y en los cuales podamos hallar los orígenes o las raíces de lo latinoestadounidense. En Martí esa comunidad no aparece. Martí no la ve o, mejor, no la quiere ver. Tomemos un pasaje archiconocido de su importante crónica de 1883 sobre la construcción del Puente de Brooklyn. Martí queda deslumbrado ante el triunfo tecnológico que representa esta construcción y quiere destacar que esta no solo es el producto del ingenio de sus diseñadores sino de la mano de obra de miles de obreros, muchos de los cuales murieron en el proceso de la edificación del magnífico puente. Los enumera: “hebreo de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos” (Obras completas, Vol.9, 424). Esa es la lista de los obreros que trabajaron en el puente que nos ofrece Martí. Más allá de que la lista queda marcada por estereotipos – “irlandeses joviales”, “indiferentes chinos”, “hebreos de perfil agudo” –, esta queda deformada por la ausencia de hispanoamericanos que tuvieron que haber trabajado junto a los húngaros, rusos y japoneses. ¿Cuántos chinos, noruegos y escoceses trabajarían en esa construcción? ¿Cuántos hispanoamericanos? Tuvieron que haber, pero Martí no los menciona.
¿Por qué Martí ignora o descarta esa presencia? Creo que así lo hace porque él jamás se imaginó que los hispanoamericanos, especialmente los cubanos, fueran a formar parte de la población de los Estados Unidos. Para Martí todos los hispanoamericanos estaban aquí solo temporeramente y, tan pronto se resolvieran los problemas en sus países de origen, especialmente cuando se alcanzara la independencia del suyo, regresarían a sus respectivas patrias. Por ello en sus crónicas el interés está en presentar un cuadro detallado de la realidad estadounidense – compleja por presentar tanto lo positivo como lo negativo, tanto lo trascendente como lo trivial – y no en lo que les pasara a los hispanoamericanos que vivían en los Estados Unidos. Por ejemplo, a los tabaqueros cubanos de la Florida, en quien tanto confiaba, los ve esencialmente como colaboradores de la lucha por la independencia de Cuba y no como lo que iban a ser a principios del siglo XX, los forjadores de una comunidad nueva de origen caribeño pero enraizada en los Estados Unidos. Martí no vislumbra la aparición de las comunidades latinoestadounidenses que serán formadas más tarde por esos mismos emigrantes que se quedan en los Estados Unidos y que, en su momento, ve como emigrantes forzados por la lucha política de su país.
Tablada, al contrario, tiene una visión más objetiva de esas comunidades. En algunas de sus crónicas, por ejemplo, presenta detalladamente la presencia y los logros de los mexicanos que viven en los Estados Unidos. Martí apunta muy de paso al mismo fenómeno en una reveladora carta escrita en inglés para The Evening Post (25 de marzo de 1889), carta que ha servido de base para interesantísimos comentarios sobre su visión de la masculinidad (ver Emilio Bejel, Gay Cuban Nation, 2001). Hay que apuntar, aunque sea de paso, que mientras Martí observaba principalmente las comunidades cubanas en Nueva York y Tampa, Tablada miraba la de mexicanos en todos los Estados Unidos y que estos formaban ya una comunidad mucho más grande y de una larga tradición cultural. Justo cuando Tablada escribe sobre esas comunidades, el antropólogo Manuel Gamio (1883-1960), a quien muchos consideran el padre de la antropología mexicana, produce una detallada investigación sobre sus compatriotas acá y publica en 1930 el primer libro académico sobre el tema escrito por un mexicano, The Mexican Immigrant to the United States.
Pero en el fondo es algo injusta la comparación en este respecto entre Martí y Tablada. A pesar de ello, no hay que dejar de apuntar los aciertos del mexicano. Por ejemplo, en una temprana crónica de 1921, “Los mexicanos en Norteamérica”, Tablada valiéndose de un libro publicado el año antes por Jay S. Stowell (1883-1966), A Study of Mexicans and Spanish Americans in the Unites States (1920), presenta un amplio panorama de la presencia de sus compatriotas en el Norte. Su recuento se estructura a partir de las distintas áreas de trabajo – agricultura, minería, ganadería – pero destaca también la contribución intelectual y científica de sus compatriotas. Tablada depende de las estadísticas y la información de Stowell, pero lo más importante de su crónica, al menos cuando la leemos desde la perspectiva del desarrollo de las comunidades que más tarde se llamarán chicanas, es que en ella ya presenta un nuevo nombre para esa población: “mexamericanos” (130). En otra crónica describe – “camiseta charleston y pantalón balloon” (231) – a los jóvenes mexicanos en las grandes ciudades estadounidenses, especialmente en Los Ángeles, que se autodenominan “pachuco”, aunque así Tablada no los nombra. La provocadora vestimenta de estos jóvenes, vestimenta que mucho copia de los afroamericanos, ha sido llamada el “Zoot Suit” y se ha convertido en emblema de esa generación esencial en la formación de la llamada cultura chicana.
En otras crónicas Tablada emplea el término “pochos”, epíteto despectivo que denomina a los jóvenes de origen mexicano en los Estados Unidos que ya no manejan con soltura el español y que han adoptado rasgos de la cultura dominante. El empleo de estas denominaciones trazan perfectamente bien el desarrollo de la comunidad mexicana en los Estados Unidos que pasa del pocho al pachuco al mexicoamericano – “mexicamericano” para Tablada – mucho antes que viéramos ese proceso con los ojos del Ángel de la Historia, mucho antes que los historiadores culturales concretaran ese proceso social.
Más importante aún, Tablada ve muy claramente – aunque su mirada está teñida por el arielismo de Rodó y por sus marcadas influencias del esoterismo – que las leyes de emigración propuestas por los Estados Unidos para limitar la emigración de ciertos grupos – chinos, japoneses, mexicanos – estaban fundadas en un sentido de superioridad y en una visión de los otros como inferiores:
La obra es, pues, cabal y demuestra que los Estados Unidos, en su propio concepto, creen que no solo están exonerados de todo deber hacia la humanidad, sino que se estiman libres de correlaciones comerciales, independientes de la sístole y diástole del intercambio, oferta y demanda y otras leyes arbitrarias y transgresibles a mansalva. (306)
Lo escrito en 1930 parece tratar de explicar lo que ocurre en 2016.
Este breve comentario de las crónicas neoyorquinas de Tabalada demuestra su complejidad y su riqueza. Estos rasgos hacen de ellas un paso fundamental en la creación de ese camino que vamos inventando con la mirada del Ángel de la Historia. En el contexto de las letras latinoestadounidenses tendemos a mirar solo hacia el futuro, hacia el porvenir que el ángel no puede ver. Pero para poder entenderlo plenamente tenemos que mirar también al pasado. Solo que contrario a Benjamin, creo que sí podemos cambiar el pasado porque, en verdad, lo vamos creando poco a poco. La mirada de ese ángel no es inútil y desvalida sino creadora. Creamos el pasado y Tablada es parte esencial del mismo aunque sean muy pocas sus crónicas que describen la comunidad latinoestadounidense.
Vistas por los ojos del Ángel de la Historia, las crónicas neoyorquinas de Tablada son mucho más importantes de lo que a primera instancia parecen ser.