Sobre el peligro de hacer de Campeche
un artista latino
El 25 de octubre de 2013 se inauguró en el Smithsonian Museum, específicamente en sus salas dedicadas al arte estadounidense, una exposición que intenta colocar en el contexto de ese arte el llamado arte latino. Posteriormente la exposición, que se apoya por completo en los fondos de ese museo –el dato, como se verá más adelante es de gran importancia–, se exhibirá en diversas ciudades: Miami, Sacramento, Salt Lake City, Little Rock y Wilmington. Por desgracia, no vi la exposición en Washington y no creo que la vea en ninguna de las otras ciudades donde se presentará. Pero he leído muchos de los comunicados de prensa emitidos por el Smithsonian a partir de la inauguración, he explorado con detenimiento la página web del museo donde se ofrecen amplios datos sobre la muestra y ahora, por fin, leo el catálogo (E. Carmen Ramos, Our America: The Latino Presence in American Art, Washington, D.C., Smithsonian American Art Museum, 2014) que no estuvo listo para la apertura de la misma. Ya conocía varias de las piezas incluidas en la exposición y también otras obras de muchos de los artistas incluidos. La muestra no tenía grandes sorpresas en cuanto a las obras expuestas, pero, a pesar de ello, no deja de ser de gran interés para mí. El mayor atractivo de la misma, mucho más allá del placer estético e intelectual que las piezas seleccionadas me podrían brindar, está en ver cómo los organizadores o comisarios de la exhibición justifican la inclusión de ciertos artistas que, según mi definición de lo latino o latinoestadounidense, no caben en esta categoría de arte que la muestra pretende definir. Tras ver el listado de los incluidos en la exhibición me moría de curiosidad por saber cómo definían el arte latino para así entender por qué algunos de esos artistas podían aparecer en la exposición. ¿Eran todos los que estaban artistas latinos? Por supuesto, para responder a esa pregunta tenía que ver qué es un artista latino, específicamente qué es un latino para E. Carmen Ramos y para los otros estudiosos que con ella trabajaron en la organización de esta muestra.
Creo que, para presentar una argumentación clara y honesta desde el principio debo definir, aunque sea brevemente, qué es para mí lo latino o lo latinoestadounidense. Para facilitar la cuestión recurro a la definición que han dado dos muy conocidos estudiosos puertorriqueños, Frances Aparicio y Alberto Sandoval Sánchez: “Utilizamos el término “latino” –establecen estos distinguidos académicos– para referirnos al sujeto de ascendencia latinoamericana que radica en los Estados Unidos y cuya experiencia histórica ha sido marcada por su condición de minoría racial”. (“Hibridismos culturales: la literatura y cultura de los latinos en los Estados Unidos”, Revista Iberoamericana (Pittsburgh), vol. LXXI, núm. 212, julio-septiembre, 2005, p. 665) Así definen lo latino estos dos estudiosos. Acepto su definición porque me parece concisa, precisa y muy adecuada. Y por ello mismo, para mí y por ejemplo, Myrna Báez, artista incluida en la exposición del Smithsonian con una hermosísima pieza que sintetiza muy bien muchos de sus logros estéticos y quien, según aclara la misma E. Carmen Ramos, “reject[s] an American or Latino label on cultural and political grounds” (p. 63), no debe estar en la exposición porque no es una artista latina si aceptamos la definición de Sandoval y Aparicio. A pesar de ello y a pesar de ella (Báez misma), en la exposición se incluye una hermosísima pintura suya, Platanal (1974). ¿Ironía, contradicción, paradoja, ceguera, trampa?
Para responder a estas incógnitas hay que recordar una exposición anterior del mismo Smithsonian titulada “Arte Latino” (2001), exposición que tuve la suerte de ver, y donde se incluían entre múltiples obras de otros artistas latinos, piezas de Carmen Lomas Garza, de María Brito y de Pepón Osorio. Pero también se incluían, para mi sorpresa, piezas de José Campeche (1751-1809), quien nació antes de que existieran los Estados Unidos y quien nunca puso pie en lo que hoy es el territorio metropolitano de esa nación. ¿Es Campeche un artista latino? La exposición de 2001 abría con su San Juan Nepomuceno (1798) e incluía también varias tallas de santos boricuas, todos de la Colección Teodoro Vidal del Smithsonian. Entre estos había una pieza extraordinaria de Felipe Estrada (1754-1818), tallador de santos de la región de San Germán. ¿Felipe de la Espada también era latino? ¿Por qué incluir a estos artistas en una exposición como esta? ¿Trampa, ceguera, paradoja, contradicción, ironía?
Me urgía entonces, y aún me urge hoy aclarar los presupuestos ideológicos que subyacen y sustentan estas dos exposiciones del Smithsonian. Ahora el catálogo de la más reciente –el catálogo de la primera solo comentaba muy breve y superficialmente las obras individuales incluidas y no trataba el tema del arte latino en términos amplios, pues parecía presuponer que sabíamos perfectamente bien lo que tal categoría era– me facilita la tarea, tarea muy urgente para mí, entre otras razones, porque enseño cursos sobre este tema, porque he escrito sobre el mismo y, sobre todo, porque me parece que estamos ante una compleja y peligrosa situación en la que se juega irresponsablemente con la definición de lo latino y de lo puertorriqueño.
He aquí el meollo del asunto: ¿por qué incluían en 2001 a Campeche en una exposición de arte latino y por qué se incluye ahora, incluso a pesar de la objeción de la artista misma, a Myrna Báez en la muestra paralela de 2013? (Me gusta pensar que Campeche, como Báez, respetuosa pero enérgicamente hubiera protestado también al verse incluido en esa exposición.) ¿Qué es arte latino para la comisaria u organizadora de esta muestra? ¿En qué definición de tal categoría se apoya para poder incluir en su exposición a esta artista y otros cuya inclusión también es –digamos– al menos problemática?
La definición de lo latino que parece sustentar Ramos no aparece de inmediato en su largo texto introductorio del catálogo. Es en una nota al calce y al final de su ensayo que encontramos su respuesta. Vale la pena o, mejor, se hace necesario citar ampliamente a la comisaria de la exposición para entender su punto de vista y para poder debatirlo:
Although the goal of “Our America” [título de su exposición y, por ende, del catálogo que la acompaña] appears to resemble the major 1988 exhibition “The Latin American Spirit: Art and Artists in the United States, 1920-1970” organized by the Bronx Museum of Arts, the two projects differ. While “Latin American Spirit” included works by what curator Luis Cancel called “Hispanic American artists,” the bulk of the artists represented in his exhibition were foreign nationals who lived temporarily in the United States. I focus solely on artists who are American citizens, permanent or long term residents. (Nota 2, p. 65. Énfasis mío)
Aquí está la clave para entender el problema y aquí está el grave error de la respuesta o propuesta que Ramos nos ofrece. Por un lado, vemos que Cancel, en su excelente exposición, incluía obras de Diego Rivera y de Frida Kahlo, de Wifredo Lam y de Fernando Botero, de Roberto Matta y de Antonio Frasconi, entre muchos otros, porque lo que intentaba era historiar la presencia del arte latinoamericano en los Estados Unidos. Incluía también, aunque solo fuera de paso, a algunos artistas nacidos o criados en este país, como, por ejemplo, a los chicanos Judith Baca y Rupert García, pero los colocaba, como se hacía en ese momento y como no se hace necesariamente hoy, en el contexto latinoamericano; no los veía ni los colocaba en una categoría aparte, la de artistas latinos. En otras palabras, lo latino cabía o se hacía caber en lo latinoamericano cuando Cancel organizó su exposición. Hoy, en cambio, preferimos separar esas dos categorías, como hace muy correctamente Ramos. Solo que ella, al adoptar como criterio de identidad la ciudadanía o el pasaporte –criterio que no deja de tener un tufillo a la polémica de emigración legal o ilegal– confunde y mezcla lo puertorriqueño insular con lo puertorriqueño en los Estados Unidos. Y este, al menos para mí, es un grave y peligroso error.
Reconozco que la solución por la que opta Ramos para definir lo latino es sencilla y fácil porque se centra en un documento concreto: el pasaporte. En cambio, la propuesta de Aparicio y Sandoval, aunque más abstracta, es más efectiva y justa. Pero Ramos misma se da cuenta de su error. Por ello en otra nota al calce apunta:
The civil rights movement is especially pertinent to the early development of Chicano and Puerto Rican art produced in the continental United States. Puerto Rican artists living on the island and the mainland have additionally championed Puerto Rican national independence. (Nota 4, p. 65)
Aquí Ramos comienza a introducir aclaraciones o a hacer salvedades sobre su definición de lo latino o latinoestadounidense. Pero es al final de su ensayo que más directamente aclara el problema de la inclusión de artistas puertorriqueños: “Artists based on the island of Puerto Rico are born US citizen yet do not comfortably fit into a category predicted on civil rights and bicultural affirmations”. (p. 63) Pero, a pesar de esta advertencia que parece hacerse a sí misma, Ramos insiste en incluir a artistas puertorriqueños insulares en el contexto del arte latino. ¿Cómo, tras lo dicho, insiste en incluir a Myrna Báez y a Antonio Martorell en esta exposición cuando ella misma reconoce que la lucha por la independencia política de Puerto Rico está en la raíz y es el objetivo de mucho del arte puertorriqueño, especialmente en la de estos dos artistas? Esa lucha por la independencia cultural y política no encuadra en absoluto con la asimilación a la cultura metropolitana, que es lo que, en última instancia, propone esa inclusión. Además si partimos de la propia definición de Ramos nos damos cuenta que estos artistas, aunque “are American citizens” no son “permanent or long term residents”, al menos ese no es el caso de Báez. ¿O ya para Ramos no hay distinción entre la Isla y el Continente? Si negamos esa diferencia, ella tiene razón. Pero, ¿la podemos negar? Con su negación Ramos parece predecir o vaticinar nuestro futuro político.
¿Por qué insiste la comisaria de la exposición, tras sus propias advertencias, en incluir a esos artistas insulares en su muestra de arte latino? Mi respuesta a esa pregunta es sencilla: por razones que en el momento no podemos volver a discutir, al Smithsonian llegaron importantes piezas de arte y artesanía boricuas (la Colección Vidal) que impulsaron a los curadores de este museo a incorporar otras obras (las piezas de Martorell fueron compradas, el cuadro de Báez fue un regalo de un coleccionista puertorriqueño) para enriquecer esa importante colección, para ponerla al día y, en el proceso y muy erradamente, para crear una colección de arte latino en la que, a toda costa, se incorpora el puertorriqueño insular que, en una definición correcta de lo latino, no cabe. Nos encontramos con una posición paradójica: el arte puertorriqueño puede caber tanto en el contexto del arte latino y del puertorriqueño insular, mientras que este último no cabe en el contexto del latino. Por ello, la solución de Ramos al problema de la incorporación del arte puertorriqueño de la Isla a la colección del Smithsonian es la fusión de esas piezas a la categoría de arte latino, porque como arte puertorriqueño de la Isla, como arte caribeño o latinoamericano no cabría en la colección del Smithsonian que es de arte estadounidense. Su interés en incorporar las piezas a la colección la lleva a tergiversar su carácter o convertirlas en lo que no son y, al así hacerlo falsifica su carácter esencial y, quizás sin darse cuenta de ello, propone la asimilación de la cultura insular en la metropolitana.
Por otro lado, Ramos, en un intento de darle mayor sofisticación a sus argumentos (la solución de la ciudadanía y el pasaporte es demasiado simplista y ella, en el fondo, se da cuenta de eso) y en el intento de colocar el arte latino, el verdadero arte latino, en el contexto del arte estadounidense elucubra sobre la naturaleza de las obras que incluye. Aclaro que la inmensa mayoría de las obras incluidas en la exposición sí caben en mi definición de arte latino. Por ejemplo, la obra del escultor chicano Luis Jiménez, la gráfica del neorrican Juan Sánchez y hasta la obra de la cubano-americana Ana Mendieta, quien nació en Cuba pero quien desarrolló su carrera en los Estados Unidos, puede definirse como latina. (Hay también en la muestra obras de artistas centroamericanos y dominicanos cuya inclusión no deja de ser problemática, pero, por obvias razones, me centro solo en la de los artistas puertorriqueños.) Pero recordemos que el propósito de Ramos es doble: definir el arte latino y colocarlo en el contexto del estadounidense. Estos propósitos se hacen claro al final de su largo ensayo introductorio:
The category of Latino art will continue to spark debate, even among artists in this exhibition who may or may not embrace the term. The exhibition employs the term not as a mutually exclusive category, but as a strategic one that makes visible a group of artists deeply tied to their US national context, yet absent from the annals of American art. By situating Latino art within American art, we challenge this exclusion and demonstrate the true dialogic nature of art. This integrative model at once honors the nuances of Latino art and culture and makes evident its links to other worlds. (p. 63)
Las intenciones de Ramos son muy nobles pero están profundamente erradas, al menos en el caso de los artistas puertorriqueños insulares y hasta en el de algunos de los boricuas de los Estados Unidos quienes muy a propósito y con plena conciencia no están “deeply tied to their US national context”. La comisaria impone su definición de arte latino –definición que en el fondo es tan amplia y abstracta, si descartamos el argumento del pasaporte, que se queda en el aire– a una obra que en el fondo la niega. El hermoso cuadro de Báez, Platanal, es una afirmación del paisaje insular boricua como definidor de nuestra esencia caribeña. Ramos misma así lo entiende y, por ello, dice que “[h]er desire [el de Báez] to portray the particularities of the island stems from her clear cultural and political convictions” (p. 107). Pero a pesar de ello, a pesar de todo, incluye Platanal de Báez entre las piezas de arte latino. También incluye, por ejemplo, una de las hermosísimas abstracciones de Olga Albizu, Radiante (1967), pero, dado los largos años de vida en la ciudad de Nueva York de esta artista, tal inclusión se podría justificar como, hasta en cierta medida, también se podría justificar la de las obras de Martorell, quien mantiene un taller en esa ciudad y ha tenido contacto directo y efectivo con los artistas puertorriqueños de los Estados Unidos. Ramos hasta pudo haber incluido como artista latino a Lorenzo Homar quien nació en San Juan pero pasó su adolescencia, su temprana adultez y su periodo de formación artística e intelectual en Nueva York. Homar podría pasar mejor como artista latino que sus discípulos Martorell y Báez. Por ello mismo, el Museo de Bellas Artes de Houston coloca El unicornio en la isla de Homar entre las joyas del arte estadounidense recién adquiridas, junto con piezas de artistas chicanos, convirtiendo así a Homar en artista latino. Pero en la exposición del Smithsonian no está Homar sencillamente porque este museo no tiene piezas suyas. Aclaro enfáticamente, que al presentar esta argumentación sobre la definición del arte latino lo hago para demostrar las faltas de lógica de los argumentos de Ramos y no porque incluiría a ninguno de estos artistas en esta categoría y que de ninguna manera estoy abogando por su inclusión.
Ramos no es la única que cae en este grave error, lo que no perdona la gravedad de su falla. Por ejemplo, un conocido intelectual mexicoamericano, Ilan Stavans, en un reciente libro que escribe con un cubanoamericano, Jorge J.E. Gracia, Thirteen Ways of Looking at Latino Art (Durham, Duke University Press, 2014), a pesar de que establece en la primera página de su libro que “Latino mean[s] a person of Hispanic descent … who was either born in the United States or moved here” (p. 1-2) incluye como uno de los trece artistas latinos en que fundamenta su meditación nada más o nada menos que a Francisco Oller, quien nació como sujeto colonial español y quien nunca puso pie en los Estados Unidos continentales. El hecho que un intelectual como Stavans caiga en este error y que Ramos no sea la única en cometer esta grave falla apuntan al grave peligro de no distinguir entre lo latinoestadounidense y lo puertorriqueño insular. El interés y el apoyo que le debemos sentir y darle a la cultura de los latinos en los Estados Unidos no nos debe llegar a esta peligrosísima confusión de identidades.
Me imagino que trabajar en un museo debe ser una labor divertida e interesante, pero también difícil e incómoda, especialmente cuando se le imponen a los curadores y comisarios de exposiciones tareas casi imposibles: ¡Defina el arte latino con estas piezas que tenemos en nuestra colección y sólo con ellas! O quizás la comisaria de la exposición se impuso a sí mismas esas duras tareas y otras más: ¡Voy a destacar el arte puertorriqueño insular y lo voy a poner en el gran contexto del arte estadounidense! Para así hacerlo convierte en latinoestadounidenses a esos artistas insulares porque no tiene otra manera de incorporarlos a ese contexto. El resultado en este caso ha sido deformador y, peor aún, peligroso, al menos para los que aceptamos la existencia del arte latino y el latinoamericano como entidades distintas, a pesar de sus contactos, sus semejanzas y sus interdependencias. Me parece particularmente peligroso el trabajo hecho por Ramos porque el incluir a Báez, a Martorell y a Carlos Irizarry en esta exposición (como antes otro comisario había incluido a Campeche y Espada en la anterior) propone una sutil o no tan sutil expresión de propuesta de asimilación cultural. Si estos artistas, Espada, Campeche, Irizarry, Báez y Martorell, o cualquier otro de la Isla, son latinos, entonces todos los puertorriqueños de acá –y con este acá no niego la puertorriqueñidad a los de allá, que en mi caso es un acá físico– dejaremos de ser caribeños, hispanoamericanos y latinoamericanos y nos convertiremos ya en una minoría étnica dentro de la cultura metropolitana. Evidentemente eso podría pasar, pero, afortunadamente, no ha pasado aún. ¿O ha pasado y no me he enterado?
El peligro que se esconde tras la aparentemente sencilla y noble inclusión de estas obras de arte boricuas insulares en esa exposición de arte latino es grave, muy grave. Por generoso que trato de ser, quiero pensar que la comisaria de la misma no se dio cuenta de la gravedad y la trascendencia de sus actos.