“Juancito, mi primo campesino”
A Richard y los primos
Aunque no fueron los primeros protagonistas de esta historia, Juanita y Luis, junto a doña Gabriela —su madre—, pusieron en el centro del discurso nacional puertorriqueño el debate sobre la forzada migración de mediados del siglo veinte. Más allá de las polémicas sobre la ideología patriarcal de La carreta, René Marqués definitivamente acertó al reconocer la importancia política y cultural de esa migración brutal: una de las muchas migraciones brutales en el mundo durante el pasado siglo. Sin embargo, me parece que a más de cincuenta años de esa ola migratoria y de cien desde sus comienzos en el siglo diecinueve, el discurso nacional puertorriqueño dista de reconocer la envergadura de la cultura puertorriqueña como efecto de esa diáspora. Más que reconocer un conjunto de formaciones y experiencias, todavía son dominantes en el discurso las referencias de un aquí y un allá como si se tratara de experiencias más marcadas por el contraste que por su continuidad.Por ejemplo, el ensayo más reproducido que habla de ese vaivén, “La guagua aérea” de Luis Rafael Sánchez, presenta la cultura puertorriqueña como una especie de manantial, radicado en el espacio simbólico de “la isla” a donde vienen a “cargar baterías” quienes residen afuera de ella. Menos atención reciben los escritos de Juan Flores, por ejemplo, quien desde mediados de los setenta ha llamado la atención a “Las memorias (en lenguas) rotas”, cuyas “reconstrucciones” contribuirán a revalorizar el significado de dicha migración. Más que seguir la ruta del “regreso a la tierra” como fuente de la cultura, los escritos de Flores invitan a mirarla en su sentido diaspórico y en sus “remesas”.
¿Quién no tiene un primo al otro lado del Atlántico?
El reciente censo federal confirmó lo que se anticipaba desde comienzos del siglo: la mayoría de la población identificada como puertorriqueña reside fuera del territorio “nacional”. Esto convierte la nación puertorriqueña en una comunidad imaginada que rebasa el referente del mapa, como le pasa a la judía y a la palestina. No ocurre así, sin embargo, con su cultura, a pesar de los viajes continuos de politiqueros “del patio” a la Parada puertorriqueña de Nueva York. Por ejemplo, todavía muchos consideran la salsa como una producción musical “puertorriqueña” refiriéndose no solo al protagonismo de puertorriqueños en su producción y consumo, sino a la importancia de su producción en Puerto Rico. Sin negar la importancia de las orquestas originales de “la isla”, en especial el Gran Combo y la Sonora Ponceña, me parece desacertado no reconocer que es Nueva York la esquina donde se articularon las sonoridades de ese gran rumbón pancaribeño. Y no se trata de desvalorizar nada, sino de reconocer que fue el cruce de migraciones humanas y sonoras, localizadas en las calles del Barrio, el Bronx, Loaizaida, entre otras la que marcó y posibilitó los gustos, ritmos, armonías y estridencias que catapultaron esa música por el mundo. Y más que el Combo o la Sonora, son la Fania y los músicos nuyorquinos los que imprimieron las características definitorias de esta “manera de hacer música”, como la llama Ángel Quintero.
De hecho, el impacto de la actividad social y cultural de la migración puertorriqueña a Estados Unidos, principalmente a Nueva York, ya se había hecho sentir desde décadas anteriores. Por ejemplo, la historia de la música popular puertorriqueña no se puede entender cabalmente sin considerar la producción de Rafael Hernández, Manuel Jiménez “Canario” y Pedro Ortiz Dávila “Davilita”, entre muchos, quienes en Nueva York grabaron las canciones y los géneros con los que se iba a armar el repertorio musical boricua; comenzando con el “Lamento Borincano” y con las plenas que colocaron este ritmo cañavalero en el centro del espectro sonoro de la isla, como ilustra Ruth Glasser en My Music is my Flag (1995). Por lo tanto, la actividad cultural de la comunidad puertorriqueña de Nueva York ya, desde antes de mitad de siglo, interactuaba con la de Puerto Rico no como mera receptora de la cultura “isleña” o “del patio” sino como una extensión o continuidad que sin lugar a dudas ha dado sus matices a la cultura puertorriqueña.
Sin embargo, las primeras reflexiones sociológicas sobre la gran ola migratoria de mediados de siglo fueron de crítica y de temor a que los migrantes perdieran su cultura. Temor que parecía confirmarse en la primeras recepciones de cultura cotidiana de las segundas generaciones de migrantes, en especial por su manejo del español y por su producción literaria en inglés. En el plano de la música popular, sin embargo, a los puertorriqueños de Nueva York no les fue tan arduo el ingreso a la “cultura nacional”, aunque no sin obstáculos considerables. La relativamente rápida incursión de la salsa nuyorquina en los mercados de Puerto Rico sirve para reenfocar las relaciones de las culturas producidas a ambos lados del Atlántico. Por ejemplo, el Gran Combo vaciló poco frente a la fiebre del bugalú y hasta lo grabaron en inglés, lo que bien puede leerse como una señal de que los salseros en “la isla” tenían el oído puesto en las sonoridades en boga en la urbe norteña.
El caso Willie Colón
Para explicar mejor lo que quiero decir sobre estos circuitos culturales con los que se formuló la llamada cultura puertorriqueña de finales de siglo veinte tengo que regresar al “caso” Willie Colón. Willie es el más prototípico de los grandes músicos, compositores, arreglistas y productores salseros. Nacido en el Bronx e iniciado en las grabaciones artísticas con el sello Fania en los momentos cuando comenzaba la braza que cuajaba los ritmos y sonidos con que se armó la salsa, su sobrenombre —“el Malo”— incluso se presta para describir las dinámicas en las que emergió esta importante explosión musical nuyorquina.
Para puristas cubanos (y no pocos puertorriqueños), la salsa no era más que música cubana apropiada y reempacada con fines comerciales: su sello era una de las muchas formas con que boricuas y mafiosos disfrazaban ese robo. Para otros, la salsa era un sonido estridente que desfiguraba las armonías del son, la rumba, la guajira, el chachachá, el son montuno y el guaguancó: en fin, mala música. El trombón explayao de Colón, quien pa colmo lo tocaba en frente de la orquesta, era como una bofetá en la cara de los expertos musicales, quienes entendían muy bien que se le llamara “El malo”, título de su primera grabación y del tema más recordado de la misma. Según estos eruditos “a la violeta”, Colón sería el mejor ejemplo de la estridencia y del “sonido sicodélico” con los que la salsa competía en el espacio sonoro de Nueva York y Puerto Rico por los cuales, esta música no debía considerarse ni música, y mucho menos ostentar el galardón de puertorriqueña.
Sin embargo, desde El malo, de 1967, Willie parecía que su “lucha sonora” era la de revalorizar motes y experiencias. Según su tema él era el malo, porque “he was brave”, perdón, “porque tengo corazón”: significando no solo valentía sino también afecto. Y esta grabación del joven de dieciséis años ya lleva los signos rítmicos de la salsa a lo Colón. Mientras Palmieri, Pacheco, Harlow e incluso Ithier, se anclaban en los ritmos cubanos para lanzar sus fugas o establecer sus sonoridades antillanas y nuyorquinas, Colón siempre fue el que más jugó con la riqueza rítmica del Caribe. Lanzado en las postrimerías del boom del bugalú, El malo cuenta con dos temas reconocidos como tal, dos guaguancós, un shing a ling, un son montuno y un mambo-jazz. Ya desde sus inicios estos jóvenes reconocían la diversidad de ritmos y gustos con los que el sonido salsero establecería su mare nostrum musical y su diferencia de la música cubana. Y Colón así lo continuará, grabando y mezclando en sus canciones merengues con guaguancó, aguinaldos con rumba, e incluso realizando innovadores experimentos rítmicos caribeños como “Cheche colé”, “Ghana’e” y “Ah ah oh no”. Veámos cómo el propio Willie lo expresa:
Our generation was mostly U.S. born, so when I started a song with a Puerto Rican aguinaldo that went into a Cuban son montuno and then into a Dominican merengue, with occasional English or Spanish choruses, nobody flinched… except for some of the oldtimers who nearly had apoplexy. It was blasphemous! It was incorrect! It was… salsa!1
Anteriormente he referido algunas de las rutas y asaltos que este “grupo de bandiditos” trazaron para fugarse de los confines del Bronx y conquistar mercados en Puerto Rico y el Caribe.2 Valga reiterar que las Navidades puertorriqueñas comienzan cuando en algún sistema de reproducción sonora se escucha algún tema de Asalto navideño, grabación que “inscribió” la salsa como “música típica puertorriqueña”. Luego de establecer su sonido y su estilo con la imagen neo gangsteril junto a la voz ajibarada de su compinche, Héctor Lavoe, Willie tendrá su oportunidad de afincar esta sonoridad caribeña al grabar con Celia Cruz en 1977: Only They Could Have Made this Album. La indiscutible guarachera de Cuba y principal voz cubana del boom salsero demostró en esta grabación, a mayor plenitud que en las que hiciera con Johnny Pacheco, su capacidad de someterle magistralmente a cualquier ritmo caribeño afincado en la clave cubana. Desde su principal éxito, “Usted abusó” (samba de los bahíanos Antonio Carlos y Jocafi, convertido en salsa por Colón) este disco es un gran ejemplo del popurrí de ritmos con los que Colón ensalsó los sonidos caribeños con su característico sonido del trombón. Para el gusto de folcloristas boricuas, en él Celia le somete a la bomba (“A papá” de Mon Rivera), para los dominicanos al merengue (“Pun catalú” de Johnny Pacheco), y para los cubanos al bolero (“Plazos traicioneros” de Luis Marqueti) junto a otras experimentaciones cubano-boricua-nuyorquinas para —de cierta manera— afirmar que “Todos somos iguales” (Félix Hernández): junte de divinidades —“Yemayá, Mahoma, Changó”— enlazadas bajo la creencia santera que sostiene que “tienen diferentes nombres pero solo manda un dios”.
Y como si continuara con la moda de Pacheco, durante ese periodo Willie asumió rol de productor musical para juntes con Mon Rivera (There Goes the Neighborhood de 1975), con Ismael Miranda (Doble energía de 1980), sin olvidar su rol de productor de las grabaciones de Héctor Lavoe y su hoy legendario junte con Rubén Blades (Metiendo mano de 1977 y Siembra de 1978, entre otros). Bastante menospreciado resulta dentro de este codeo nuyorquino con voces y sonoridades cubanas, boricuas y panameñas, su lanzamiento como vocalista en Solo de 1979. Sin embargo, hay que reconocer que ese año, Colón intervenía en éxitos salseros de tres grabaciones: El cantante de Héctor Lavoe, Siembra con Blades y la suya como cantante.
En su primer álbum como solista vocal —anteriormente había lanzado como arreglista y director Baquiné de los angelitos negros (1977)— Colón se lanza por sonoridades ajenas a su estilo, incluyendo sintetizadores, flauta y trompetas que lo alejan del sonido gordo y estridente de su trombón para llevarlo por unos caminos que no obtuvieron el éxito de los coetáneos discos de Blades y Lavoe. Incluso, se le recriminaba poco virtuosismo vocal. No obstante, con esa voz Willie reconstruye y refigura las narrativas puertorriqueñas sobre la migración al verbalizar la llegada a la ciudad de “Juancito”, el primo campesino. Para beneficio de la memoria, les invito a escuchar esta composición de Willie:
En “Juancito” los referentes locales de campo y ciudad resultan ambiguos: según la lírica, esta ciudad puede ser el San Juan de “La carta” de José Luis González o el Nueva York de las desgracias de su posterior colección de cuentos. El caso es que la perspectiva de la voz reorienta las localidades y las direcciones: no se trata de un jíbaro que se va, sino de la voz de un citadino que recibe a un primo campesino que “decidió radicarse en la ciudad”. Esta, contrario al infierno destructor de hogares de La carreta o el signo de engaño y desolación de “El negrito bonito” de Roy Brown, pasa a ser un lugar de una reunión familiar no idealizada. La voz cantante es simpática con su primo quien describe su experiencia como bestial, brutal, solitaria e insegura. A fin de cuentas los trabajos para “un jibarito en la ciudad” son de “portero, camarero [y] maletero”. Sin embargo, a pesar de esta brutal realidad la voz poética se afinca en el tesón de la resistencia cuando refiere cuánto lo “hizo reír” (al comienzo sollozaba) su primo, quien en la segunda parte de la canción “se está yendo desde cuándo y todavía se le puede oír decir: ‘!Qué bestialidad! / ¡Qué inseguridad! / ¡Tanta prosperidad! / ¡Tanta brutalidad! / Si por casualidad / esa es la realidad, / permíteme soñar. / Busco felicidad. ¡Maldita soledad / cuándo te vi llegar, no puedo más, no puedo más’”.
Dichas ambigüedades espaciales son resueltas al inicio de la canción mediante sonidos campestres puertorriqueños como el coquí, el gallo, el cuatro, el ir “a caballo”, el mar y las olas, cuyos arrullos se transforman en una tormenta que desemboca en el vuelo de un avión y los sonidos “nuevos” (para la música de Colón), emparentados con, pero diferenciados de, los ritmos campesinos puertorriqueños: aguinaldo y cuatro son sucedidos por un acelerado son montuno en el que alternan flauta, congas, sintetizadores, trompetas jugando melódicamente con el cuatro de Yomo Toro. El rey del Che che colé —como lo llamara una vez Andy Montañez (“Concierto de amistad”)— hace galas de maestro musical en un tema para el cual el timbre de su voz luce adecuada a la neutralidad de su lírica, frente al extrañamiento de las experiencias migratorias.
Aunque grabada en 1979, momento en que ya muy pocos campesinos emigraban, “Juancito” parece que viene a cerrar las narraciones sobre estas experiencias migratorias. Al referirse a dos momentos migratorios —el de la voz poética y el de su primo— la canción presenta la migración como un flujo continuo, diaspórico. Sin romper radicalmente con las narrativas de Marqués, González y Pedro Juan Soto, entre otros, quienes destacan la rudeza y hostilidad de la experiencia migratoria, la voz poética de “Juancito” ve la misma como una fatalidad insoportable; pero realidad que hasta “mi primo campesino” ha sobrevivido, haciendo del querer irse una estrategia (o un discurso) de “sobreviviencia” cotidiana: “permíteme soñar, no puedo más, no puedo más”.
¿Cuáles son los sueños de empleo y educación que persiguen el más de medio millón de puertorriqueños que en las últimas dos décadas se han ido de Puerto Rico? ¿Están tan marcados por la nostalgia del regreso como los de Juancito o reconocerán que el Bronx es otro barrio boricua más, aunque más frío y con otras gentes interactuando en sus esquinas? No me corresponde especular al respecto; mi humilde deseo es extender la mirada comprensiva con la que Willie le expresa amor a su primo. Y sin recurrir a trilladas metáforas de gran familia invitar a repensar nuestra formación cultural como unos circuitos en los que las corrientes van y vienen y en las que se confunden el aquí y el allá.
- Willie Colón, “The Rhythms”, The Portable Lower East Side, 1988, 11. [↩]
- Ver por ejemplo, “El segundo set”, 80grados.net, 1 de abril de 2011; “Asalto Navideño”, 80grados.net, 23 de diciembre de 2011; y el capítulo de mi libro “La nación por los márgenes: salsa, migración y ciudad”, Nación y ritmo: “descargas” desde el Caribe, San Juan: Ediciones Callejón, 2000. [↩]