La imaginación histórica y la gente de la costa
A Walter Cardona Bonet
Con aprecio, por historiar con pasión al litoral
Hace algún tiempo que no visito, en Aguada, la zona de Espinar de noche, cuando hay bullicio, música y buenos sitios para tomar cervezas y comer frituras. Solía visitar esa costa con asiduidad cuando me encontraba haciendo trabajo de campo etnográfico por el laberinto de comunidades costeras, topándome con asentamientos pesqueros, parcelas de pobreza y los lotes de casas para vacacionar que impedían el paso y la vista a la playa y al mar.
Hay un punto en Espinar desde donde se divisa Aguadilla en todo su esplendor; pequeña urbe costera atrapada y apretada entre las olas y los mogotes. Allí, entre bacoras (nombre que le dan a uno de los atunes) listas para ser rebanadas, las yolas aguadillanas que descansan en la arena, con la bachata como banda sonora, se está muy bien. Muy cerca de ese lugar desemboca el río Culebrinas, que con las lluvias de octubre crece como nunca y se esparce más allá de los meandros, bañando de sedimentos el llano costero. El río ha sido hito, frontera, fuente de agua, embarcadero de una zona que por mucho tiempo se le llamó La aguada, el sitio donde abastecerse y avituallarse en la travesía marina.
Los habitantes de esa costa, según nos cuenta Walter Cardona Bonet, vivían de forma animada, entre la devoción y la bullanguería, a principios del siglo XIX. Ya asentados en ese territorio, tenían su ermita dedicada a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción, y se celebraba en esa costa la Feria de Espinar. Cardona anota que desde el siglo XVI se reunía la gente en La aguada en diciembre para celebrar “romerías, fiestas y viajes marítimos orientado [sic] al culto” (1985:64). Las fuentes examinadas por Cardona y por Haydée Reichard indican que el culto a la Virgen de la Concepción era compartido con los pobladores del Higüey en La Española y existía un peregrinar marítimo entre ambas islas para rendirle culto y devoción a la virgen.
Imagino, porque no tengo el dato, que al norte y al sur de Espinar los pobladores iban forjando también su culto a la Virgen del Carmen, como todavía lo hacen las gentes de Aguadilla (al norte) y del Barrio Guaniquilla de Aguada (al sur). Esa tradición estaba afianzada en nuestro país desde muy temprano y fue parte del culto de la gente con vocación marinera y portuaria: pescadores, caleteros y marinos, mulatos muchos de ellos, organizados en cofradías. Por todo ese paisaje del noroeste las devociones marianas eran un componente esencial de la mentalidad (y la identidad) costera, fundadora de pueblos, según sugiere Reichard.
Pero la Feria de Espinar era un culto a lo profano, como es de esperarse; un lugar donde también imperaba el vacilón, la música, el baile y (una de nuestras obsesiones) los juegos ilícitos. Este comportamiento se encontró con el pudor religioso de las autoridades locales que intentaron detenerlo. Los costaneros, claro está, se alzaron contra esas oprobiosas decisiones del gobierno local para erradicar lo que había sido costumbre “desde tiempo inmemorial”.
No nos equivoquemos, el sitio de Espinar y su Feria eran lugar de intercambios comerciales y, por ende, sociales en la región, y a eso yo le pondría atención. Un vistazo a la antropología e historia española sobre las apariciones de la Virgen y las ermitas apuntan a que la ubicación de ermitas y lugares de devoción estaban muy correlacionadas con las rutas comerciales o, en efecto, se convirtieron en tal. Fiesta, devoción, intercambios, comercio y prosperidad van atadas de la mano y es posible pensar que el sitio de Espinar fue precisamente eso: un lugar de confluencia costera y marítima que incorporaba a pobladores de La Española. Quién sabe si a esas efemérides asistían los buenos amigos holandeses (o neerlandeses) de Curazao, con quienes los locales contrabandeaban.
A la verdad que la gente se divertía de lo lindo: había baile, juegos, venta de comidas y bebidas, bohíos que servían de pulpería y mercería, donde había expendio de toda clase de cosas y géneros para el abasto. Por las quejas esgrimidas sospecho que había romo (véase a Moscoso 2001) y aloja en abundancia, así como la débil cerveza que de ella se derivaba. Eran gente jengibrera, y en la costa era común preparar la agualoja y su cerveza.
La evolución de la Feria fue, en la voz del principal querellante de ese escándalo, una transición de lo sagrado a lo profano: comenzaron con el culto a la Virgen y la misa, luego, pasaron a los gallos de pelea y de ahí a inventar toda clase de juegos para entretenerse. Cardona Bonet le sigue el rastro a esta gente de la playa, quienes en su afán por forjar su propia identidad intentaron hacer un nuevo pueblo en el sitio de Tablonal, a unos pasos de Espinar, aunque un poco retirado del litoral.
No tengo manera de saberlo con precisión, pero es muy probable que esa gente haya estado relacionada, en parentesco, con aquellos pobladores que en el siglo XVI ocuparon esas tierras, forjando una identidad costera que les distinguiría. En aquel tiempo, Aguada, como tantos otros poblados del litoral, eran zona de contrabando y de una intensa vida económica que se desbordaba por el mar Caribe. Me topo con los retazos de esa vida del litoral boricua en el libro La sublevación de los vecinos de Puerto Rico: 1701-1712 de Francisco Moscoso, a quien hay que leerle con más atención para encontrar las claves de la cotidianidad del país en su albor.
Por aquellos montes bajos, los aguadeños discurrían prestos a contrabandear achiote, una mercancía ansiada que intercambiaban con lo mejor de la industria textil francesa. Comerciaban también con las ricas maderas de los montes costeros, el ganado vacuno (probablemente cimarrón), el azúcar y el melao (Moscoso 2012: 16).
En un incidente ocurrido en 1702, Moscoso describe cómo los comerciantes holandeses fueron interceptados por un “corsista” y que a ese “enemigo” lo habían enviado de vuelta al sitio de donde habían salido, o sea, a Curazao. A esos “enemigos” (entre ellos, piratas y corsarios) se les conoce bien, son los que corren de continuo esas costas y contra ellos poco se puede hacer por la falta de gente para custodiar los puertos. Podemos pensar que no había mucha gente para hacerle la guerra a quienes les abastecían con lo mejor de los mercados europeos y con quienes trataban en los escondrijos y vericuetos de la costa.
A esos holandeses hay que mirarlos de una manera diferente. Eran parte de un interesante circuito comercial que a mí se me parece al Anillo de Kula entre los trobriandeses. Bronislaw Malinowski, ese ícono de la etnografía inglesa (aunque polaco de nación), describió cómo operaba un circuito de collares de caracoles en una dirección y ornamentos para los brazos en la otra. Estos “argonautas” circulaban por dieciocho islas melanesias practicando este intercambio simbólico de regalos que acompañaba a un intercambio comercial de objetos.
Poco se ha escrito sobre esto, pero los incipientes boricuas de la costa iniciaron un circuito parecido con los judíos sefarditas de Curazao y con los comerciantes de San Tomás, con quienes intercambiaban esclavos y otras mercancías, mientras circulaban regalos por ese paisaje caribeño. Por ejemplo, en la capital y su hinterland, Don Miguel Henríquez dominaba, a principios del siglo XVIII, una red comercial con su gente de esas islas, una red por donde probablemente transitaba gente, mercancías y regalos, como señala Ángel López Cantos en su estudio sobre el corsario mulato. Cien años más tarde, algunas familias del oeste de Puerto Rico, vinculadas a las actividades marítimas, establecían relaciones matrimoniales con familias de Curazao. Esta es una sospecha fuerte que, estoy seguro, investigaciones futuras arrojarán luz sobre ello.
Pero volvamos a nuestra gente de Aguada
La relación comercial con los holandeses de Curazao era intensa. No obstante, los pobladores de Aguada se hacían los desentendidos. Aquí no pasaba nada y nadie sabía nada. Como sucede hoy día, el silencio imperaba y sin chotas se protegía la integridad de una fuente de comercio e ingresos. Es más, los pobladores insistían en lo contrario; ante las correrías, los habitantes parecían estar “con mucho cuidado y vigilancia atendiendo la invasión o daños que se pueden recibir en esta costas de corsarios o piratas” (Moscoso 2012:43).
No había chotas, pero sí había achiote y con esa mercancía valiosa para los procesos de tinturas en Holanda se comerciaba intensamente y se contrabandeaba por toda la costa oeste. El tabaco era también una mercancía preciada por los neerlandeses y Aguada era un importante productor de esta obsesión del consumo europeo (Moscoso 2001:203). Ámsterdam era, como señala la historiadora Argelia Pacheco Díaz en su análisis del trabajo de Juana Gil-Bermejo, un “importante centro de redistribución del tabaco puertorriqueño” (2012:55).
Los de Aguada se protegían de las acusaciones de contrabando y armados como estaban, se enfrentaban a las amenazas de invasión para defender esa patria del litoral. Moscoso sugiere que en esos poblados y sus luchas, algunos, como Espinar, Tablonal y el poblado de San Francisco, se gestaba cierta afiliación al territorio desde una identidad que no era española. Para las autoridades se podía diferenciar la población entre españoles y puertorriqueños, una distinción que probablemente emergió en la costa.
Esa gente, belicosa cuando tenía que serlo, bullanguera en el momento oportuno, a ratos muy devota (Aguada es actualmente un enclave de devoción católica con escasísima presencia de representantes de la Reforma), emprendedora y competitiva con sus pares holandeses, violadora de la ley, achiotera, corre-costas, vivía de frente al mar, metida en el agua cuando era menester hacerlo. En sus enfrentamientos con las autoridades españolas, a la hora de huir, tomaban canoas y se marchaban a La Española, atravesando el proceloso mar del Pasaje de La Mona. Lo mismo que hacían, imagino que sin reparos, para peregrinar con devoción por la ruta de la Concepción. Esta gente no vivía de espaldas al mar, sino en una relación estrecha con esas aguas, que eran la vía del comercio y de la prosperidad.
En 1807 esos vecinos fueron convocados a enrolarse en la Matrícula de Gente de Mar, una institución naval española que agrupaba en un gremio a todas aquellas personas que podían servir a su majestad en sus bajeles cuando el rey lo requiriese, sobre todo en tiempos de guerra. Uno de los beneficios que tenían los matriculados consistía en poder pescar en la mar salada, en sus propias embarcaciones. Por todo el litoral, muchos hombres se enlistaron en la Matrícula, teniendo o no destrezas y oficios marinos; pero esa es otra historia que ocupa algunas de mis horas.
Algunos de los que tenían destrezas de navegación se emplearon como pasajeros, es decir, en proveer el servicio de mover transeúntes, bestias y cargas en canoas o en champanes (embarcaciones de fondo plano, como el ancón) de un lado al otro del río Culebrinas y por los caños de Carrizales y Guayabo. Algunos pusieron también corrales de pesca en la boca del río para abastecer de pescado fresco a la población local.
Por todo el litoral oeste mucha de esa gente dedicó sus esfuerzos a la navegación de cabotaje y, por qué no, a armar escándalos por doquier: en las salinas, en los puertos, en los muelles y en las rancherías que establecían en las islas de Mona y Desecheo, y por todos los islotes del sur. Entre gentes de buen vivir se mezclaban malhechores y osados que retaban a las autoridades.
Solo puedo imaginar que esa gente de mar, esos pobladores de la costa, hicieron una rica vida social y cultural en la playa, tal vez definiéndose ya—como sugiere Moscoso—como puertorriqueños, aunque el influjo de extranjeros con destrezas marítima era, posiblemente, bastante marcado si nos dejamos llevar por otros lugares como Puerto Real de Cabo Rojo.
Insisto, no le hemos puesto atención a la gente de la costa desde el lente historiográfico. Yo aquí, como en otros trabajos, me he asido de la imaginación para pensar en las posibilidades y permutaciones sociales en los hábitats del litoral. John y Jean Comaroff sugieren la posibilidad de salirnos del dato absolutamente (im)preciso del documento oficial para explorar otras posibilidades orales y textuales que nos permitan pensar a la gente, desde eso que ellos llaman “la imaginación histórica”. Ese ejercicio requiere usar las herramientas de la antropología (en mi caso, la etnografía) para penetrar el mundo y la visión de mundo de la gente a la que le ponemos atención, desde otras experiencias, otros textos y documentos y otra mirada. Se trata de desenterrar esas otras vidas posibles (con el peligro que eso representa) recogiendo fragmentos y conectándolos a otros contextos que tal vez fueron posibles y que pueden explicar otras cosas que están más allá de la superficie. John y Jean Comaroff sugieren que se haga el ejercicio de “iluminar la historicidad endógena de los mundos sociales”, es decir, que podamos darle vida a esos procesos locales que a veces soslayamos y a los que les pasamos por encima porque nuestra atención la ponemos en los acontecimientos, los grandes sucesos, los grandes cultivos, los procesos políticos, en las narrativas dominantes.
De los trabajos de Moscoso, Reichard y Cardona Bonet (probablemente nuestro historiador costero más importante), he extraído retazos que me ayudan a reconstruir y a imaginar la vida de la costa, esta vez desde las coordenadas de Aguada. Quizá la experiencia social del siglo XX nos llevó a pensarlos con apatía y hasta atribuirles miedo al mar y con ese prejuicio despachamos la vida del litoral. A esa gente hay que mirarla con las herramientas de la historia o, mejor, con la imaginación antropológica e histórica para devolverles a la vida, con toda su bullanguería, devoción y arrojo marinero.
Referencias:
Cardona Bonet, Walter, 1985. Aguada (El sitio de San Francisco de La Aguada): Notas para su historia. San Juan: Comité de Historia de los Pueblos.
Comaroff, John & Jean Comaroff. 1992. Ethnography and the Historical Imagination. Boulder: Westview Press.
López Cantos, Ángel. 1994. Miguel Enríquez corsario boricua del siglo XVIII. San Juan, Ediciones Puerto.
Moscoso, Francisco. 2012. La sublevación de los vecinos de Puerto Rico: 1701-1712. San Juan: Ediciones Puerto.
Moscoso, Francisco. 2001. Agricultura y sociedad en Puerto Rico: Siglos 16 al 18. San Juan: Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña (Segunda edición revisada).
Pacheco Díaz, Argelia. 2011. Relaciones comerciales entre Hamburgo, Puerto Rico y St. Thomas: 1814-1867. Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo. Instituto de Investigaciones Históricas.
Reichard de Cancio, Haydée E. 2009. Porta del Sol por donde entró el cristianismo a Borinquen. Diócesis de Mayagüez, Puerto Rico.
Reichard de Cancio, Haydée E. La ermita de Espinar: Su importancia en la historiografía puertorriqueña. Página de Internet accedida en el 21 de octubre de 2013: http://saludospr.com/aut/reichard/espinar.html
Robles Álvarez, Irizelma. 2009. La marejada de los muertos: Tradición oral de los pescadores de la costa norte de Puerto Rico. Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras: Centro de Investigaciones Sociales.
Archivo General de Puerto Rico:
Fondo Gobernadores Españoles. Cajas 387 y 388, Aguada
Fondo Gobernadores Españoles. Caja 277, Asuntos de Marina
Agradezco a Cynthia Maldonado Arroyo sus comentarios editoriales.