La implosión del Edificio Político-Económico
Érase una vez me encontraba discurriendo ideas con mi cuerpo reposado en una vieja e incómoda silla del Café Colonia, otra de esas cafeterías fundadas de acuerdo a la estética del chinchorro. Allí sentado cavilaba la singularidad de mi lugar en la sociedad puertorriqueña, discurriendo los tejidos que enlazan mi biografía y los procesos históricos y sociales, la mala costumbre de efectuar la imaginación sociológica tomándome un café, pues ya hace mucho que deje de fumar. Tejía específicamente las conexiones de mi historia personal y los procesos que llevaron a la implosión de la economía isleña.
La idea de que la isla se destroza hacia adentro no es mía sino de Emilio Pantojas García. En su libro Crónicas del Colapso este sociólogo afirma que observar a Puerto Rico en los primeros años del corriente siglo es precisamente como encontrarse con la implosión de un edificio cuya utilidad llegó a su fin. Yo, mucho más pesimista que Pantojas, opinaba, tras otro sorbo de café, que se trataba de un enfermo desahuciado al que la “medicina amarga” solo agravó. Me decía a mí mismo que quizás era mejor ayudarlo a morir rápidamente, evitarle así la agonía leeeeeeeeenta. Y muchas veces el enfermo ni a la compasión me induce.
De hecho, hay ocasiones en que, como decía Camus de la sociedad en que vivía, me repugna. Pero la mayor parte del tiempo, y como muy probablemente le pasaba al mencionado “filósofo de lo absurdo,” se me hace difícil no sentirme solidario con los que sufren en ella, los puertorriqueños que en su cotidianidad hoy sobrellevan y aguantan lo peor de la crisis económica, de esa gran y depresiva depresión económica que nos afecta. Y algunas veces, confieso que pocas, quisiera hasta reconstruir el edificio o cuidar del enfermo, producto de algún remanente de ese impulso utópico imbuido por el principio de la esperanza del que tanto escribió Ernst Bloch. Y mientras cavilaba el patatús isleño me interrumpió la música. En el chinchorro, surfeando las ondas musicales, cantaba un necio en voz de Silvio Rodríguez:
. . . yo quiero seguir jugando a lo perdido,
yo quiero ser a la zurda más que diestro,
yo quiero hacer un congreso del unido,
yo quiero rezar a fondo un «hijo nuestro».
Dirán que pasó de moda la locura,
dirán que la gente es mala y no merece,
más yo seguiré soñando travesuras
(acaso multiplicar panes y peces).
Yo noté entonces la presencia del “Profe loco.” Cuentan que este señor, una vez distinguido profesor universitario, enloqueció por la formidable desilusión que le provocó no poder realizar sus utopías de una sociedad puertorriqueña libre, de tanto perder en sus juegos a lo perdido, de tanto soñar frustradas travesuras revolucionarias para el país. Y entonces citando a Herbert Marcuse en voz muy alta dijo:
-Ya lo afirmó Marcuse. Todas las fuerzas materiales e intelectuales que pueden usarse en la realización de la sociedad libre están disponibles hoy. Que no sean utilizadas para ese propósito se debe atribuir a la movilización total de la sociedad existente contra su propio potencial de liberación. Pero esto de ninguna manera hace de la idea de una transformación radical una utopía. No es imposible. No es fantasía.
Y luego, llorando sin consuelo, dijo.
-Si lo es, si es imposible en este condenado país. Si lo es, si lo es. . .
Y mientras seguía tomándome el café me preguntaba si lo era o no lo era. Pero, no lo sé con certeza. Hace mucho que no pienso utopías.
Café, Bauman y el poder divorciado de la política
Mientras Silvio canturreaba travesuras y el Profe loco citaba textos olvidados yo olfateaba fanático los aromas del café combinado con un surtido de olores a empanadillas fritas de todo tipo, de bacalaítos y otros grasosos aperitivos, desayuno de muchos puertorriqueños. También podía olfatear emparedados tostados, quesos derretidos, tortillas y huevos fritos o revueltos. Las cremas de avena, maíz, y arroz también dejaron sentir su presencia. Se trataba de los fragantes aromas del viejo y popular Café Colonia en la mañana. Mi nariz fue interrumpida por Moncho, el mesero, quien a la vez que recogía los restos y utensilios dejados en la mesa del lado, me preguntó:
-¿Quiere ordenar alguna otra cosa don José?
Lo miré. Luego considere mis opciones y terminé por contestarle:
-Quiero otro pocillo, bien cargadito y calientito, por favor. Quiero estar bien despierto pa’ mis clases hoy. También quiero un sandwhich de jamón y queso, sin ensalada y sin mantequilla, mayonesa o huevo. Quiero el pan bien tostao y el queso bien derretido. Insisto Moncho. No lo quiero al estilo fast food, entibiado y pa’ fuera. Lo quiero tostadito y el queso bien derretido.
Moncho se detuvo, se sonrió, y me contestó:
-Seguro que sí don José. Y no se preocupe. Aquí hacemos los sándwiches bien hechos. En un ratito se lo traigo.
Y yo le dije: ¡Gracias Moncho!
Entusiasmado con la posibilidad de “observaciones de campo” me dispuse entonces a prestarle atención a las prácticas y conversaciones que se concretaban en el café, un espacio que ya en muy raras ocasiones sirve como fragmento minúsculo de la ya también restringida y a veces casi invisible esfera pública puertorriqueña. Muchos comentaban la crisis, la mayoría echándole la culpa a la actual administración y otros a las anteriores administraciones gubernamentales, a la kakistocracia (gobierno de los peores) bipartita, para usar otra metáfora del colega Pantojas. Claro, uno que otro insistía, negando el beneficio de la duda, que si los pipiolos y los otros restantes partidos gobernaran harían exactamente lo mismo: malversar, robar y gobernar mal.
No hay duda de que los gobiernos de los peores, rojos o azules, y peores es sinónimo de execrables (dignos de desaprobación severa), contribuyeron considerablemente a la crisis, particularmente al déficit fiscal y endeudamiento del gobierno. Pero reducir el trastorno económico del país a la incompetencia y corrupción de nuestros gobernantes es insuficiente como explicación del mismo. Además, presupone que solo necesitamos de lo contrario, de un gobierno competente, eficaz e incorruptible, para mejorar nuestra condición. Pero no es tan sencillo. La solución no depende del Estado exclusivamente, del ELA en este caso, pues este ya no ostenta el poder suficiente para hacerlo. Es eso lo que precisamente propuso Zygmunt Bauman en “Es Necesaria una Nueva Batalla Cultural” mientras comentaba la socialdemocracia en Europa. Para este sociólogo polaco:
Poder es la capacidad de hacer cosas. Política es la capacidad de decidir cómo deben hacerse las cosas. El matrimonio entre el poder y la política ha quedado destruido. Hoy vivimos el periodo de su divorcio. Es un grave problema para la socialdemocracia, porque desde los días de Lassalle siempre había sido obvia la respuesta cuando se preguntaba quién debía abordar las cuestiones sociales: era el Estado, provisto del poder y de las herramientas políticas para usar ese poder adecuadamente. Sin embargo, el poder liberado del control político puede guiarse por sus propios intereses. La política puede prometer mucho y de hecho lo hace, ya que los presidentes y los primeros ministros deben ganar elecciones. El problema es que luego no pueden cumplir esas promesas; no tanto por mala voluntad o engaño, sino por el divorcio que existe entre el poder y la política.
Y es por la disolución de ese matrimonio que el execrable gobierno del país, azul o rojo, no puede sino ser como lo describe Pantojas: “un tipo de gobierno plutocrático-demagógico-autoritario” que depende para su gobierno de los medios de comunicación masiva, del mercadeo de imágenes quiméricas, de los programas de chismes mediatizados y de los doxósofos o simulacros de expertos serios, y, por supuesto, de la continua colonización y control de la esfera pública.
Hoy el poder, liberado de la política, es ostentado en gran parte por otros actores. El gobierno ya no es un aliado relativamente autónomo del capital. Hoy es apenas uno de los muchos mayordomos o mayorales de sus intereses. El país es objeto de custodia compartida. Pero se trata de una custodia desigual, beneficia más a uno de los custodios, y no es precisamente a los partidos políticos.
Sobre la capacidad de hacer cosas: Las corporaciones crediticias
Mientras examinaba el divorcio de la política y el poder cantaba Sin Dios, una banda de punk, su canción Los Mundialistas:
¿Sabes tú quién maneja el mundo?
¿Sabes tú quien tiene el poder?
¿Sabes tú quien mueve los hilos?
¿Sabes tú a quien le toca perder?
Recordé entonces a un ganador del Premio Nobel de economía. Durante su visita a Puerto Rico, y refiriéndose a las casas crediticias, Joseph Stiglitz expresó: “Yo hubiera pensado que estarían totalmente desacreditadas, su habilidad para calificar debería estar descalificada”. (Véase Stiglitz: corrupción y descrédito en casas acreditadoras de Joel Cintrón Arbasetti). Stiglitz no es el único que lo ha dicho. Algunos dicen que hay evidencia empírica incuestionable de las actividades corruptas de estas agencias así como de diversos conflictos de interés. También existe evidencia que apuntan a que sus prácticas, muchas de ellas corruptas, contribuyeron a la crisis hipotecaria, a la famosa burbuja que reventó. Y digo corporaciones para matizar un hecho innegable: Standard and Poor’s, Ficth y Moody’s no son simplemente agencias intermediarias o meras evaluadoras externas de crédito. SON CORPORACIONES. Así que el meollo del asunto no es que sean agencias viciadas o corrompidas. Tampoco lo es que sus prácticas favorezcan el capital, como si fuesen agencias externas que meramente expresan su apoyo y lealtad al capital. Más bien son parte, hoy fundamental, del capital. Son fracción y representantes del capital, específicamente del capital financiero. Y eso no debe sorprender a nadie. No obstante, sí levanta un enigma sociológico e histórico importantísimo: ¿Por qué los organismos y actores económicos, incluyendo actores estatales, se conforman o adhieren a las certificaciones, opiniones y recomendaciones de las agencias (des)acreditadoras ya tan desacreditadas?
Se debe a que el peritaje y servicio de esas agencias corporativas ya han sido institucionalizados (Véase The Political Eocnomy of Credit Rating Agencies de Stefanos Ioannou). Esa institucionalización es producto del proceso de financiación, un proceso económico impar a la redonda de todo el sistema mundo que comenzó en los setenta y que ha subyugado una gran parte del valor intercambiado, tangible o intangible, actual o proyectado, a instrumentos financieros o sus derivados. Se refiere además al dominio creciente del capital financiero sobre otras formas de capital, incluyendo el capital industrial y manufacturero.
Solicitar a las agencias crediticias reportes financieros, se ha vuelto un práctica elemental, y ya generalizada, en el campo económico, considerada una imprescindible para todo intercambio o transacción económica. Los servicios de estas agencias son requisito de diversas operaciones y gestiones financieras. Con ello las casas crediticias, ahora importantes y poderosas corporaciones financieras, se han tornado muy influyentes, corporaciones con un gran poder sobre otros actores sociales, incluyendo naciones-estados y agencias y corporaciones públicas.
Las casas crediticias son parte del sistema regulatorio. Y esa aseveración no contradice la llamada desregulación, típica de la era neoliberal. Pues esa desregulación, de la regulación estatal para ser precisos, favoreció la regulación privada. Con su formidable poder regulatorio estas agencias son capaces hasta de dictar las políticas de diversas agencias, incluyendo Estados y agencias gubernamentales alrededor el planeta.
Repito la pregunta y la respuesta. ¿Por qué consentir las recomendaciones de unas pocas corporaciones—todo un oligopolio——cuyas evaluaciones y certificaciones carecen de imparcialidad y credibilidad? Porque poseen una monumental capacidad para regular la actividad económica y para ejercer poder sobre diversos actores políticos y económicos, un poder ejercido en nombre del capital del que son porción y representación, y que es un poder producto de su institucionalización. Tienen la capacidad —INSTITUCIONAL— de hacer cosas: PODER. (Véase The Political Eocnomy of Credit Rating Agencies de Stefanos Ioannou).
Estas casas ejercen poder sobre el sector privado y sobre el sector público, pero siempre a favor del primero, nunca o muy pocas veces a favor del sector público. Y mucho menos, por supuesto, a favor de los trabajadores y ciudadanos. Su poder sobre el sector público a favor del privado apunta a la imposibilidad de una certificación objetiva e imparcial por parte de las agencias crediticias. Ante ese poder el sector público, como demuestra el caso de la kakistocracia puertorriqueña, no le queda otro remedio que someterse a sus “recomendaciones,” algunas pocas veces a regañadientes y las más veces complacientes. No puede sino consentir el dominio de esas corporaciones, abandonando, aunque pocos quieran reconocerlo, su independencia o autonomía. Vulnera además la ya amancillada democracia, pues clamando la omnipotencia de las soluciones tecnocráticas amordaza la esfera pública. Todo se resuelve no en el espinoso campo de la política sino mediante algún “technical fix” recomendado por expertos. Las críticas de esas agencias son raras. Y más raro aún es que la clase política del país, que objetivamente carece de clase, se atreva a achacarles parte de la responsabilidad por el colapso de la economía isleña. Como expresó Jorge Schmidt en “La obsesión con la economía”:
También resultaría difícil reclamarle a las casas crediticias que asumieran su parte de la responsabilidad por la crisis de liquidez del gobierno de Puerto Rico, dado que fueron ellas quienes promovieron la concesión de préstamos que superaban la capacidad de repago. Empresas privadas como Moody’s, Fitch y Standard & Poors lo sabían, pero siguieron fomentando el endeudamiento de lugares tan diversos como Puerto Rico, Detroit y Grecia, para beneficio a corto plazo de los especuladores. Es momento de recordárselo y renegociar la deuda de Puerto Rico de una vez. Eso sí sería difícil, pero no lo hacen por temor a las todopoderosas instituciones financieras internacionales.
Y miedo ciertamente tienen.
Sobre la (dis)capacidad de decidir cómo deben hacerse las cosas: el ELA.
Recordé entonces un artículo del líder del Partido del Pueblo Trabajador. Rafael Bernabé tenía razón cuando afirmaba que la economía puertorriqueña ha sido secuestrada (Véase “El Doble Secuestro de Puerto Rico”). Se trata de una economía embargada por esas grandes corporaciones, de la cuales Standard and Poor’s, Fitch y Moody’s son parte. Y como en todo secuestro, el poder es poseído y ejercido capitalmente por el secuestrador.
Todo esto confirma el divorcio sugerido por Bauman: la separación del poder de la política. El estado hoy posee no solo mucho menos poder sino que cuenta con pocas herramientas políticas para usar efectivamente el poco que le resta. El ELA, ya limitado por ser un estado colonial, no es la excepción.
Una salvedad es necesaria. El Estado pierde poder ante el capital y los intereses económicos. Pero esto no significa que se trate del debilitamiento del Estado frente a la sociedad civil. Sigue disciplinándola. Además, las prácticas neoliberales del gobierno no significan que el Estado haya abandonado sus funciones económicas. Se trata más bien de una trasformación en sus formas de intervenir en la economía. Además, si en algunas esferas el Estado no interviene, entra menos o reenfoca sus intervenciones, este intensifica su intervención en otras esferas, incluyendo sus intervenciones en la sociedad civil. De hecho, la implantación de políticas neoliberales—ajuste estructural—ha sido más afanosa y profunda en estados centralizados, como el ELA, y depende en gran medida, y entre otras cosas, del poder del Estado sobre la sociedad civil. En adición, y aun si podemos registrar una crisis de legitimidad, la que afecta la credibilidad y autoridad del ELA, nuestro cuasi-Estado, y los partidos políticos, este permanece relativamente intacto.
De hecho, todos miran, críticos o seguidores, al Estado, que solemos llamar gobierno, como el agente capaz de solucionar los problemas del país. El estatismo está “alive and kicking.” Finalmente, y a pesar de numerosas protestas y manifestaciones en contra de las diversas políticas del Estado, este ha logrado implantar sus políticas sin muchas dificultades y sin resistencia constante ni eficaz. Las movilizaciones desde la sociedad civil han iniciado con mucho dinamismo pero se han disipado rápidamente sin reestructurar dramáticamente el gobierno o sus políticas, y muchas veces sin detener las políticas neoliberales del Estado. Esto se debe a que en la mayoría de los casos estos movimientos responden a un vector negativo, movimientos más bien defensivos.
Y volvían las palabras de Bauman: “El matrimonio entre el poder y la política ha quedado destruido. Hoy vivimos el periodo de su divorcio.” Pero ese divorcio, afirma Bauman, está atado al imaginario burgués, hoy de corte neoliberal, y vencedor de la “guerra cultural.” Y el neoliberalismo es todavía, aunque con algunas dificultades, hegemonía, consentido por la mayoría y expresado como sentido común.
Y yo seguía tomándome un café en el Café Colonia, allí sentado repasando dónde estaba, imaginado cosas, tejiendo relaciones, estudiando implosiones, y bosquejando este “performance text”. Y mientras tanto Sabina cantaba: “Crisis, crisis, crisis. . .”