La luz descansa en el fuego
(“Das licht besteht im feuer”)
He leído con una curiosa mezcla de entusiasmo, respeto y extrañeza Inquietud de la huella. Las monedas místicas de Angelus Silesius. El entusiasmo es estrictamente poético. El respeto es por la dedicación y el esfuerzo. Y la extrañeza es por lo que sigue. Más que una obra de traducción –o de (in)traducción como prefiere llamarle Ángel Darío Carrero–, se trata de la recreación de una obra poética. Una recreación que nace de la composición artística de las palabras, a partir de una lengua ajena –la lengua alemana– la cual se vuelve propia e íntima en la lengua traducida: el castellano. Al trayecto por el que se da esta transfiguración del espíritu de una lengua tan firme y precisa como la lengua alemana, a otra cuya intensidad poética parece desbordar ese límite que nunca se alcanza, como es el caso del español o castellano, le podríamos llamar el sendero de la escritura («shodao», como se dice en japonés, para valerme de otra lengua aún más extraña). La escritura es el único testimonio del acontecimiento poético. La página escrita es, al menos desde Mallarmé, el blanco sobre blanco por el que se inscribe, a la manera de un espejismo sonoro, el eco de una sombra y la sombra de ese sueño que llamamos pensamiento. Nada más efímero que los pensamientos; y nada más indispensable, para nosotros, que el destello de esa futilidad.Y nada casualmente que el libro cierre con este poema, titulado “Errancia final”: “¡Amigo, / es suficiente! / si quieres leer más / sé tú mismo / la escritura y su esencia”. Sucede entonces que la esencia es la escritura y el lector aquel que es convidado a seguir el trayecto de un final que nunca acaba, que siempre vuelve a empezar. Salta a la vista que hay en este libro la realización por parte de su autor / recreador de un compromiso poético de muchos años e incluso, habría que decir, de muchas vidas y de mucha muerte. Pero también con este poema de cierre, se confirma mi extrañeza. Llama la atención la manera en que nuestro poeta lidia con los títulos de los versos del poeta alemán: o bien no se traducen, o bien se incorporan al cuerpo del poema. En el caso del poema último, sin embargo, no aparece acompañado del original alemán. Llama también mi atención este detalle. Se trata, en definitiva, de una extrañeza, en primer lugar, ante la translocación y el trastoque de la lengua alemana original. Lo primero implica el gesto de un movimiento de supresión o de añadido; lo segundo, el tacto puntual de un artilugio. Ambos tienen que ver con el lugar de la palabra y la disposición gráfica del texto, respectivamente. Por ejemplo, en el Poema 188, la composición de las palabras en español parece abrirse al sentido de lo que se enuncia en la lengua alemana, a la manera de un movimiento pendular, y el cuerpo del poema aparece como el tragaluz del título del original: Die Zeit und Ewigkeit («El tiempo y la eternidad»): trasladarme // del tiempo // a la eternidad // ¿en qué radica la diferencia? Poema que se hace eco de los últimos versos, traviesos y alegres en su disposición gráfica, de uno anterior: me sostienes te sostengo / eternamente / columpiamos (Poema 100).
Pero lo más interesante –y lo más extraño– es lo que sucede con la propia lengua alemana a lo largo de estas páginas, pues al traducirse deja de ser ajena para redescubrirse desde las entrañas, por así decirlo, de nuestra lengua castellana o española. Partamos de una premisa: somos la lengua que hablamos y que por hablarla nos habita. «Mi patria es la lengua portuguesa» decía, como es muy sabido, Fernando Pessoa. Pero lo mismo podría decir cualquier poeta que escriba en la lengua por la que vive y no sólo habla. No se trata aquí de «lenguas nacionales». Es algo más poderoso. Se trata de que somos la lengua que hablamos porque el lenguaje tiene una dimensión ontológica en virtud de la cual se despliega el crisol metafórico de esa experiencia primordial que es la poesía.
Así, por ejemplo, ¿en cuántas lenguas no escribe Paul Celan (rumano, ruso, francés) para culminar su poética con la lengua de los verdugos de su pueblo: la lengua alemana? «La rosa de nadie» (Die Niemandsrose, 1963), dedicada a la memoria del gran poeta ruso Ossip Mandelstamm, puede perfectamente leerse como una conversación inhabitual e innombrable con Angelus Silesius: Vom Zuviel war die Rede, vom / Zuwenig. Von Du / und Aber-Du, von / der Trubung durch Helles, von / Judischen, von / deinem Gott. // («Demasiado era lo hablado, de / masiado poco. Del Tú / y del Aunque-Tú-no, de / la perturbación entre lo claro, de / lo judío, de / tu Dios.») Al igual que Angelus Silesius, cuyo nombre de pila es Johannes Scheffler, el nombre propio de Celan es también otro: Antschel, palabra que parece un compuesto de Angelus y Scheffler. Interesante coincidencia.
Este es un fragmento de un poema dedicado a Nelly Sachs, íntima amiga de Celan, y premio Nobel de Literatura en 1966, quien dijera alguna vez: «¡Pueblos de la tierra, que no haya quien diga muerte al hablar de vida, o quien diga sangre al hablar de cuna…!» Afirmación, dicho sea de paso, que jamás entendería hoy en día el Estado de Israel, confinado como lo está en la paranoia del anhelo enfermizo de una supervivencia impuesta sobre el destierro –oficialmente desde el 1948; extraoficialmente desde mucho antes– de otro pueblo semita, el pueblo palestino. No es posible, pienso, que una comunidad –y no ya una Nación-Estado– sea capaz de entender y sentir el amor de la poesía y la poesía de la indispensable convivencia, si su fundación se erige sobre el desprecio y el odio hacia otro pueblo. La poesía, como la rosa, es de Nadie y, por lo mismo, lo que a todos nos concierne.
La última extrañeza es fruto también de la coincidencia. La planteo como sigue. Angelus Silesius muere en 1676, el mismo año de la muerte de Spinoza, el filósofo más lúcido, sano y luminoso de la modernidad, quien nace en 1632, el mismo año del nacimiento de Vermeer, el pintor de la luz. Escribe Jorge Luis Borges: «Bruma de oro, el occidente alumbra / La ventana. El asiduo manuscrito / Aguarda, ya cargado de infinito. / Alguien construye a Dios en la penumbra. / Un hombre engendra a Dios. […]» Versos que me llevan a plantear que lo que Ángel Darío Carrero recrea a partir de la poesía de Silesius es un espectro de la fusión de Dios como creatura del pensamiento, y del hombre como una creatura que sale a la luz con el propio acto poético: la luz / es la fuerza de todo // tú mismo vives en la luz // si tú no fueras el fuego / toda luz se extinguiría (Poema 195).
Vuelvo ahora al poema final que es siempre un comienzo: “¡Amigo, / es suficiente! // si quieres leer más / sé tú mismo / la escritura y su esencia”. Quisiera así retomar el asunto de la translocación y el trastoque de la lengua alemana original. El poema 195, cuyo título da nombre a esta presentación –La luz que descansa en el fuego– es un buen ejemplo de la supresión de un título que no se traduce. Y en este otro poema, que considero fundamental, el título es incorporado como un verso (Poema 205): lugar y palabra / forman unidad // si retiramos el lugar / no habría palabra // el lugar es la palabra: Der Ort ist das Wort, es el título que aparece traducido como último verso. He aquí un primer procedimiento de translocación: relevar el título sosteniendo el lugar de la palabra o, en su caso, incorporar el título como un verso con vista a destacar la palabra del lugar. En el primer caso, la supresión del título que aparece en el original alemán no se percibe como ausencia en la traducción; en el segundo caso, la presencia del título se transmuta en verso cuando su disposición gráfica así lo permite. El mismo proceder sucede con versos, y no ya títulos, que no se traducen o, en su caso, que se transforman siguiendo las exigencias gráficas de la traducción. Por ejemplo (Poema 86): soy tan extenso como tú // nada existe sobre la tierra // ¡oh maravilla! // que me delimite // ¡nada!. El texto alemán lee así: Ich bin so breit alß Gott / nichts ist in aller Welt / Das mich (O Wunder ding!) in sich umbschlossenhält. La traducción más o menos literal del original podría ser: Yo soy tan ancho como Dios / nada hay en todo el mundo / que a mí en ti me confine.
Sale aquí a la luz el segundo procedimiento, el de trastoque: todos los poemas en español aparecen con minúsculas, excepción echa con algunos nombres propios, como este que sigue, el más breve e intenso de la colección (Poema 23): «Seré María / y te daré a la luz». Para lograr esto, se suprime el título y versos completos del original alemán. También se suprime la puntuación; o, cuando lo exige el lugar de la palabra, la puntuación se añade. De esta manera se realiza una especie de compresión de «los largos versos paralelos alemanes que descansan en la base de la página», para valerme de las palabras del prologuista Juan Martín Velasco, como si se quisiera con ello extraer del original en alemán la pura fruición de una experiencia poética contenida en la lengua castellana. Este proceder es particularmente revelador dado que, como se sabe, la sobria lengua alemana es una en la que las mayúsculas ejercen la función solemne de exaltar el sentido o la connotación, y no ya solo el significado o la denotación, con la visión mayestática de la imagen acústica del significante.
En esta misma línea habría que inscribir un tercer procedimiento, quizá el más audaz o arriesgado. Consiste en transformar el texto poético original en la intimidad de una conversación de la creatura con su creador hasta el punto extremo de la identificación (o, mejor: de la in-diferencia que nace de la in-traducción), de tal manera que no se sabe a ciencia cierta quién crea a quién: porto tu imagen /// si quieres contemplarte // solo te verás en mí // y en lo que se me asemeja /// soy tu propia imagen. Una traducción literal del texto alemán leería así: «Llevo la imagen de Dios: cuando Él se contempla / Solo así puedo ver en mí y a quien a mi se asemeja». En términos teológicos, es claro que se trata de vigorizar, por así decirlo, la unión fundamental e íntima con Dios. Sin embargo, esto se lleva a cabo suprimiendo la palabra «Dios» (Gott), la palabra «Hombre» (Mensch) y la palabra «Cristo» (Christus). Este procedimiento responde, qué duda cabe, a la inquietud que busca llevar al plano del lenguaje poético la huella de lo que la palabra íntimo (intimus) significa: «de más adentro de todo». El título de un libro de Hans-Georg Gadamer dedicado a comentar el poema «Cristal de aliento» de Paul Celan, me vale perfectamente aquí y ahora: Wer bin Ich und wer bist Du («¿Quién soy yo y quién eres tú?»). Escribe Gadamer, refiriéndose a Celan: «No cabe la menor duda de que esta búsqueda jadeante y desesperada de la palabra, por encima de todas las sílabas y palabras, está consagrada a aquello que es la palabra –la palabra verdadera– la palabra en la cual se halla quien busca la palabra» (Barcelona, Editorial Herder, 1999, pp. 32-33). A todo lo cual parecería responder el Poema 278: en mí se encuentra / desde siempre // lo que te es semejante / y análogo // yo / soy // tu/ otro // Y/O / yo / soy // T/Ú.
En la recreación de Angelus por parte de su homónimo Ángel, la «búsqueda jadeante y desesperada de la palabra» desemboca en el sosiego de un encuentro amoroso que es, efectivamente, el de la identificación o, quizá sea mejor decir: lo indiscernible. Quizá también, por esta razón, el nombre de Dios no aparece por primera vez hasta el Poema 92, pero siempre con el giro del encuentro íntimo de la primera persona desaparecida en Dios: feliz el que vive / como si no fuera / y nunca ha sido // ¿me habré convertido en Dios? (Este último verso es de muy difícil traducción del alemán: Der ist (O seeligkeit!) zu Lauder GOtte worden.) En total, la palabra Dios aparece solamente en 11 ocasiones.
La voluptuosidad espiritual que nace del deseo de Dios, del anhelo y nostalgia de lo absoluto y que desemboca en la experiencia mística, es algo que comparten las religiones que se reclaman del patriarca Abraham, es decir, la tradición judeo-cristiana-islámica, y que puede llegar a tomar las formas literarias más inesperadas. Se trata, a mi entender, del aspecto más fecundo de ese gran legado; pero también del más polémico y cuestionable desde el punto de vista de los dogmas institucionales. Es importante no perder de vista que la época del gran poeta alemán que fue Angelus Silesius se gesta entre el siglo XVII, es decir, el de formación de nuestra modernidad y de la pérdida de la hegemonía cultural de la Iglesia de Roma. Es la época de los «cristianos sin iglesia», como fueron nombrados; pero también de reformas y contrarreformas; de conquistas y reconquistas que provocaron devastadoras guerras por motivos religiosos y el proceso irreversible del predominio europeo sobre el planeta. No hay que perder de vista la extrema violencia sobre la que se erige lo que luego habrá de llamarse “civilización” o “empresa civilizadora”. Como tampoco hay que perder de vista que en medio de la devastación provocada por la pulsión destructiva de la condición humana, se activen las fuerzas más creadoras de su inteligencia. Por eso es también la época de tres grandes tradiciones culturales, y no solamente filosóficas: el racionalismo, el misticismo y el empirismo. Me pregunto qué interesantes concordancias –acuerdos del corazón: recordemos a Pascal– pueden haber entre estas corrientes medulares del prolífero espíritu investigador europeo. Gilles Deleuze hablaba de la «mística del concepto» para referirse a Leibnitz y a su extraordinaria proliferación o, como él decía, el delirio conceptual del barroco; y hacía un hermoso paralelismo entre el cálculo infinitesimal, las fugas de Bach y las formas ascendentes de las pinturas de El Greco.
Por otra parte, entiendo que el «misticismo» es una invención europea para intentar dar cuenta de aquello que desborda los parámetros occidentales de racionalidad. Esto nos obligaría volver a Platón y el neoplatonismo cuando todavía las naciones europeas no existían, ni tampoco la palabra «misticismo», aunque sí, en principio, la experiencia a la que ella alude. No es casual, a propósito, que la palabra «místico» se acuñe, según el diccionario de Joan Corominas, en el año 1515. Se trata de un neologismo derivado del griego antiguo mystérion, palabra que a su vez nos remite a la naturaleza secreta, arcana y cerrada de los misterios de Eleusis. También vale la pena tener en cuenta que la palabra alemana Geheimnis, que se puede traducir por misterio o secreto, remite a la idea del recogimiento en lo más íntimo de la morada (Heim; heimlich: piénsese en Teresa de Jesús). Con todo lo cual me animo a preguntar: ¿puede haber una experiencia de algo que todavía no ha sido nombrado? ¿O será la palabra –o, en su caso, el concepto– lo que funda la experiencia; de tal manera que, agotada la fuente de la experiencia, no queda más que el nombre o, en el peor de los casos, el cliché? Más aún: ¿puede nombrarse una palabra para referirnos a una experiencia que desborda los límites del lenguaje? ¿Hasta qué punto lo inefable, es decir, lo que no se deja articular en palabras, llega a ser, por lo mismo, lo que mueve a la propia estructura metafórica del lenguaje y, por ende, al pensamiento? ¿Qué es lo que está más allá del lenguaje si no es aquello que solo como lenguaje puede concebirse? Y si esto es así, ¿hasta qué punto lo inefable no es parte de la fábula del lenguaje, es decir, de nuestras confabulaciones en tanto que animales hablantes y deseantes? No voy a entrar en todo esto –no se preocupen– pero quería dejarlo planteado y quizá desarrollarlo en otro momento oportuno.
Quisiera concluir volviendo a un concepto antes mencionado: el sendero de la escritura. Y con él a la lectura que he hecho de este libro y que me parece su aportación más importante. He leído estas páginas como quien sigue la escritura de un descubrimiento poético. Pienso que la poesía es su asunto fundamental. Y pienso que la poesía no tiene otra materia que la escritura del poema. Entiendo, pues, que no hay tal cosa como una poesía religiosa, mística o de cualquier otra índole. Lo que hay es la poesía sin más, y su gran conquista: la realización del horizonte de la belleza en el limite de lo insondable. La belleza, así entendida, no es una idea ni un ideal. La belleza es una experiencia que emerge espontáneamente, sponte sua: de su propia fuente que es la emoción de la inteligencia y el experimento con las formas artísticas de las sensaciones. Lo más sorprendente es la simplicidad; y lo más difícil es dar con ella. Leo el Poema 87: ¿por qué / perforo los metales / si tan solo / la roca angular / me ofrece / la salud / el oro / y la poesía. La palabra que Darío traduce por «poesía» es Kunst en el alemán original, es decir, «arte». Y en efecto, es del arte de la poesía de lo que se trata. No es casual que los grandes místicos sean también poetas. El arte de la poesía es, de todas las artes, la que recupera la experiencia primordial del lenguaje que no es la de ser «instrumento de comunicación» sino la de crear, como si por primera vez fuera, el fulgor de lo que se nombra, la música del pensamiento, la intensidad del silencio. Para ello no hace falta ser creyente, teísta, ateo, agnóstico o, como es el caso de quien habla, no-teísta. Basta con saber escuchar a la poesía: tu palabra resuena en mí / más fuerte que en otras bocas // callo / y te escucho al instante. Este libro logra su cometido: dar a escuchar la palabra poética, en sus pliegues más finos y sutiles. Y he aquí mi respuesta a lo que he podido escuchar: Extinguido el fuego, queda el claroscuro: la estrella matutina que es también la del crepúsculo; el silencio de la luz y la oscuridad del silencio. «Vacío y libre», al decir de Meister Eckhardt.
Este texto fue escrito para la presentación del libro de Ángel Darío Carrero Inquietud de la huella. Las monedas místicas de Angelus Silesius (Madrid, Editorial Trotta, 2012) en el Museo de Arte de Puerto Rico el 5 de diciembre de 2012. Lo comparto con los lectores de 80grados.