La noche oscura del neoliberalismo
Para los que admiramos su obra no es una intervención que podamos ignorar como una columna más.
Es cierto, trabajar es crear riqueza. Pero inmediatamente debemos añadir: para trabajar y crear riqueza no basta con tener brazos, cerebro y voluntad. También se necesitan medios de creación de riqueza, medios de producción (máquinas, herramientas, combustible, materias primas, edificios, etc.) o el dinero para adquirirlos. A lo cual debemos añadir que la gran mayoría de los puertorriqueños son y han sido desde hace mucho tiempo desposeídos: es decir, carecen de tales medios o del dinero para adquirirlos. Unos y otros están en manos de una minoría, cuyas empresas compiten entre sí en búsqueda de la ganancia más alta posible y que solo invierten en la producción de riqueza (o cualquier otra actividad especulativa) en la medida que les genera, o esperan que les genere, tal ganancia. Si no partimos de este hecho elemental es poco lo que podremos entender de nuestro sistema económico, es decir, sobre cómo funciona, las crisis que genera y cómo responde a esas crisis, tanto globalmente como en esta maltratada isla. La columna citada hace afirmaciones sobre Puerto Rico, pero parte de consideraciones generales y es mucho lo que se podría decir de ambas.
Basta indicar sobre el aspecto general, que esa voracidad por la ganancia privada que la competencia impone a las empresas no tiene límite. Abandonada a su lógica y sed insaciable, lo convierte todo en mercancía y en ocasión de ganancia monetaria y no tiene reparos, por ejemplo, en imponer jornadas de catorce horas en locales insalubres, explotar el trabajo infantil, adulterar medios de consumo y destruir el entorno natural hasta el daño irreparable. No se trata de una hipótesis: esas y otras lindezas son parte de la bien documentada historia del capitalismo y, en ciertas partes del mundo, son parte, no tanto de su historia, sino de su presente. Si algunas de estas maneras de producir riqueza han ido desapareciendo ha sido porque la sociedad, a través del estado (sí, el maldito e ineficiente estado) ha limitado la jornada de trabajo, prohibido el trabajo infantil, reglamentado la calidad de los productos (alimentos, medicinas), redistribuido riqueza a través de impuestos progresivos y convirtiendo ciertos servicios en garantías sociales y puesto límites a la destrucción ambiental. Como bien señaló Karl Polanyi en su maravilloso libro La gran transformación de 1944, estas y otras medidas fueron sencillamente una reacción al hecho de que «permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural… conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad».
Pero si miramos a Puerto Rico registramos otro hecho interesante, que Rodríguez Juliá, en la carrera por denunciar los privilegios de los empleados públicos, entre otras cosas, no menciona: en Puerto Rico la mayor parte de los medios de creación de riqueza, de los medios de producción, son propiedad de intereses, empresas o corporaciones externas, foráneas, extranjeras, no locales o como se les quiera llamar. No está de más recordar un dato que el economista Francisco Catalá destaca en su libro Promesa rota que reseñamos en otra columna en 80grados. Catalá describe la distribución funcional del ingreso en Puerto Rico: 65% corresponde al ingreso de la propiedad, tan solo 35% al ingreso del trabajo. Pero ese 65% del ingreso de la propiedad se descompone en 40% que corresponde a no residentes y 25% a los residentes. Es decir el ingreso se distribuye de este modo: 35% a los trabajadores (es decir, los productores de riqueza), 25% a los propietarios residentes, y 40% a los propietarios externos. Como indicamos en aquel artículo, es el retrato de una economía capitalista colonial en tres cifras: una clase trabajadora terriblemente explotada por el capital y una clase empresarial isleña sometida al capital externo.
Todo esto corresponde al hecho de que una parte considerable del ingreso que se genera en Puerto Rico sale de Puerto Rico, algo que Rodríguez Juliá no toma en cuenta al indagar sobre la raíces de nuestra crisis, incluyendo la deuda pública. Como no se reinvierte en Puerto Rico ese excedente, no genera empleo ni crecimiento económico en Puerto Rico y el país siempre se encuentra carente de fondo de inversión para su desarrollo. Por lo cual depende del capital externo, cuya inversión debe atraer, pero que exporta sus ganancias… y así en un círculo vicioso de nunca acabar. A esto hay que añadir el carácter unilateral de la economía isleña: se le ha especializado en aquello que el capital externo interesa producir para el mercado externo también o que la competencia con el capital norteamericano permite producir aquí, sea azúcar cruda o tylenol. Esa salida de ganancias que no se invierten y esa economía unilateral son la causa del desempleo masivo que ha vivido Puerto Rico, no ahora o después del New Deal o de la tarjeta de la familia (como parece sugerir Rodríguez Juliá), sino a lo largo de todo el siglo XX, desde la época de la caña a la de las farmacéuticas. Y ese desempleo masivo, tan solo aliviado en parte por la emigración, ayuda a explicar por qué, a pesar del salario mínimo federal, los salarios siguen siendo mucho más bajos que en Estados Unidos, otro dato que Rodríguez Juliá pasa por alto. Este es el verdadero problema estructural de nuestra economía que tan solo podrá atenderse en la medida que la riqueza que se produce o produzca en Puerto Rico se reinvierta en Puerto Rico con el objetivo de construir una economía diversificada, problema que Rodríguez Juliá no se plantea.
Pero seamos justos: lo mismo ocurre con la mayoría de los economistas del patio. Lo cierto es que hablar del dominio del capital externo no es lo que los responsables de la política económica del gobierno y la llamada clase empresarial quieren escuchar: eso conlleva criticar, no a los supuestos vagos de los caseríos a quienes muchos disfrutan responsabilizar de todos los males, sino a dicha clase empresarial y a la enchaquetonada banca puertorriqueña que nunca han sido capaces de plantear una alternativa a esa estructura dependiente. Esto conlleva criticar y repensar la política de exención contributiva que ha sido el eje de la política económica del gobierno desde 1947. Hay algo más fácil y más sencillo, como dije: apelar, como hace la columna que comentamos, al sentido común neoliberal y sus lugares comunes. Mucho más fácil es culpar por la crisis a los trabajadores que tienen demasiados derechos, los pobres que tienen demasiadas ayudas, al gobierno que lo provee todo (el nanny state como dicen los comentaristas de Fox News, cuya expresión más vulgar es Bill O’Reilly) o los políticos «populistas». En muchos casos no se trata de argumentos, son más bien nociones que basta mencionar para movilizar una serie de juicios y prejuicios muy difundidos: el gigantismo gubernamental, la vagancia de los puertorriqueños, el problema del mantengo, la opulencia de los empleados públicos. Son argumentos, si es que merecen tal nombre, perfectos para la era del Twitter: «El problema de Puerto Rico es el mantengo», «Lo que hay que hacer es poner a trabajar a los vagos que viven de los cupones», «Lo impagable no es la deuda es el gobierno», etc.: las variantes son infinitas. Los datos son prescindibles.
El gigantismo gubernamental, por ejemplo: comparado con su población el gobierno de Puerto Rico no es gigante, ni mucho menos. Muchos estados tienen gobiernos más grandes, comparados con su población. Lo que sí es raquítico en Puerto Rico es el empleo privado comparado con su población. Como he dicho en ocasiones anteriores, no padecemos de gigantismo gubernamental, padecemos de raquitismo empresarial. Por eso cuando se despide a un empleado público no se le envía a un empleo en el sector privado: se le envía al desempleo (luego se le acusará de vago, por no tener empleo y coger cupones). Los empresarios, claro está, le echan la culpa a un gobierno que acapara recursos. La realidad, sin embargo, como también indica Catalá en el texto señalado (y el ya olvidado informe de KPMG), es que la porción del producto nacional que el estado capta como impuesto es muy baja comparada con otros países y decreció al menos hasta inicios de la década de 2010.
Nada de esto puede verse, ni registrarse por el discurso neoliberal: dentro de ese universo sencillamente se sabe de antemano, sin que haga falta demostración, que si hay crisis o parálisis económica la razón está, se formule la idea en Puerto Rico, México o Sur África, en la existencia de un sector público demasiado grande, de impuestos que agobian a la empresa privada, de derechos laborales que bloquean la productividad y programas sociales que fomentan la vagancia. Los demonios de este fundamentalismo de mercado son conocidos y también figuran en la columna de Rodríguez Julia: no solo el socialismo, por supuesto, que es la máxima encarnación del mal, sino también el New Deal de Roosevelt, los programas de welfare y contra la pobreza de la época de Johnson (la llamada Great Society), y el estado de bienestar instaurado en muchos países de Europa bajo gobiernos social-demócratas o laboristas. Desmantelar todo eso ha sido su programa desde la década de 1980 y sus medidas son conocidas: reducir impuestos al gran capital y las grandes fortunas, privatizar agencias públicas, desreglamentar la actividad comercial, bancaria e industrial, eliminar protecciones del trabajo y apoyos a los desempleados. El elemento común de todas estas medidas es evidente: aumentar las ganancias del capital. Ese es su único sentido. No se trata de un intento de entender la realidad, sino de un programa: un intento de salir de la crisis garantizando las ganancias a costa del trabajo, lo cual también conlleva atacar a los desempleados.
El resultado neto de este experimento neoliberal fue la gran recesión de 2008 que amenazó con hundir la economía mundial capitalista en una gran depresión. No lo hizo porque en ese momento en Estados Unidos y Europa se puso en suspenso la demonización del estado omnipotente y del nanny state para que, con fondos públicos, se pudiera rescatar a las grandes empresas bancarias e industriales del desastre que habían generado. Para esos intereses el rescate por el estado, el bailout, el pon está perfectamente justificado. Pero no bien el rescate se completa, los ideólogos del capital retoman el discurso de siempre: la causa de las crisis es el gasto gubernamental, la causa de la crisis es la deuda pública, la causa de la crisis es el gasto social excesivo, que es necesario atender con nuevas medidas de austeridad. Sencillamente: la respuesta a la crisis del neoliberalismo es más neoliberalismo. (Discutimos el tema en la columna «La amnesia del capital»: http://www.80grados.net/la-amnesia-del-capital/).
Un detalle: días antes de que se publicara, advertimos que el informe Krueger probablemente incluiría «recortes presupuestarios, reducción de pensiones, atraso de la edad de retiro, privatizaciones, aumentos de impuestos al consumo (IVA, IVU), eliminación del salario mínimo y medidas similares» (http://www.pueblotrabajador.com, comunicado 25 de junio). No había que ser profeta para saber esto: se trata de la receta que el FMI ha estado formulando desde principios de la década del 1980. El punto de partida de Krueger no es un análisis de nuestra situación: es la aplicación a Puerto Rico de la agenda del capitalismo global, que no pocos repiten, quizás sin saber que lo repiten: los postulados neoliberales casi se han convertido en sentido común de nuestra época. Mientras más rápido nos demos cuenta, mejor.
Ese es el programa al que Rodríguez Juliá se deja reclutar en su columna en la que denuncia «al estado omnipotente», a los trabajadores y al país que ha vivido por encima de sus medios, a los salarios demasiado altos y los beneficios marginales excesivos. Los malos del cuento, como indicamos, son los villanos de toda película neoliberal: el New Deal, el welfare state y los convenios colectivos. ¿Qué soluciones se derivan de tal diagnóstico? Reducir el estado, bajar los salarios, reducir beneficios marginales que nada tienen de marginales (salud, pensiones, vacaciones), privatizar, reducir apoyos a los desempleados. ¿Consecuencia de todo esto? No que la gente trabaje, sino que la gente trabaje más tiempo por menos paga directa o indirecta (servicios sociales). Más preaceriedad, más desigualdad. Nada nuevo hay en todo esto que no se encuentre en el museo conservador de Thatcher y Reagan a Merkel, pasando por el vulgar O’Reilly o los incontables candidatos a la presidencia del Partido Republicano. Lo triste es que uno de nuestros grandes autores se sume a este coro.
Tan solo el dogma neoliberal de que todo problema económico se deriva de una limitación al mercado (pues el mercado es perfecto) puede explicar la extraña noción de que el problema de Puerto Rico es el legado del New Deal o Rexford Tugwell. El ya citado libro de Catalá, Promesa rota documenta lo contrario: la promesa rota del título se refiere a cómo a partir de 1947 se abandonó la perspectiva promovida por Tugwell y un sector del PPD en sus inicios que incluía un rol significativo para la planificación, un amplio sector público y cooperativo, una diversificación de la producción con mayor orientación al mercado interno sin descartar la exportación. La crisis que empieza a asomarse en la década de 1970 y que se pospone con la Sección 936 pero se impone durante la última década, es la crisis, no del proyecto o las políticas tugwellianas sino de lo que tomó su lugar y sigue con nosotros hasta el presente: es la crisis de la exención contributiva como medio de atraer capital externo orientado casi exclusivamente a la exportación y la confianza en las preferencias del capital privado para orientar el desarrollo del país. Lejos de ser el problema, el legado de Tugwell, del New Deal, como bien señala Catalá, pueden contener más de una lección para el presente.
¿Quiere esto decir que todas las acciones, agencias y programas del gobierno están justificadas o bien diseñadas? Claro que no, y la izquierda a la que Rodríguez Julia se refiere con tanta sorna las ha denunciado desde hace tiempo, desde el mal diseño del tren urbano a centros de convenciones y otras estructuras faraónicas como él las describe. Pero echar todo eso en el mismo saco con los salarios medianamente decentes de los empleados públicos y los elementos del llamado welfare state es condenarse a la noche neoliberal en que todas las intervenciones del estado y de lo público son igualmente corruptas y destructivas.
¿Quiere esto decir que los servicios públicos, las prestaciones sociales y las condiciones de empleo en el sector público pueden mantenerse en las estructura económica actual? Por supuesto que no. De aquí Rodríguez Juliá concluye que hay que reducir servicios, sacrificar condiciones de empleo y eliminar prestaciones. Nosotros concluimos, al contrario, que hay que cambiar esa estructura caduca y que cualquier sacrificio que se haga sea para transformarla, no para perpetuarla. Rodríguez Julia lamenta que en Puerto Rico era inconcebible botar empleados públicos. Parece que considera que según se reducía el crecimiento económico había que hacer los ajustes despidiendo empleados y deprimiendo condiciones de trabajo y paga en lugar de seguir endeudando al país, como si esas fueran las únicas opciones. A nosotros nos parece, al contrario, que según se reducía el crecimiento se debió reconsiderar la política económica vigente desde 1947. Hemos indicado al menos tres momentos evidentes que exigían esa reconsideración: a mediados de la década de 1970, cuando la economía isleña sufrió su primera recesión severa después de la Segunda Guerra Mundial; en 1996, cuando se aprobó la eliminación de la Sección 936; y en 2006 cuando concluyó dicha eliminación y se vivió el primer cierre gubernamental provocado por el creciente déficit presupuestario. Pero en 1976, con la Sección 936, y en 2008, con la ley de incentivos industriales se respondió, no con la reconsideración sino con la reformulación de la política de exención contributiva y todos sus corolarios. Sin duda había que dejar de endeudar al país: la izquierda a la que pertenezco lo señaló en 2006, pero no para desmantelar las medidas que Rodríguez Juliá lamenta no se recortaron sino para empezar a recuperar para el país parte de las ganancias que entonces y que hoy se fugan, para abandonar la caduca política de exención contributiva.
Rodríguez Julia cita a un portavoz de la izquierda que no identifica (tampoco cita la fuente) y sugiere que la izquierda no quiere que la gente salga a trabajar. La izquierda, por su puesto, al menos la izquierda a la que yo pertenezco, ha denunciado y denuncia una estructura económica que no genera empleo para la fuerza laboral del país: señala, por lo mismo, que el problema es precisamente esa estructura, no las aportaciones que alivian la situación de los desempleados. La solución es crear empleos, no cortando las ayudas como plantean los neoliberales y parece favorecer Rodríguez Juliá. Cortar los cupones (o la tarjeta de la familia) no soluciona el problema del desempleo ni de la crisis, pues los cupones o la tarjeta no son la causa ni del desempleo ni de la crisis, por más que el libreto neoliberal y decenas de artículos repitan esta noción. La izquierda, a diferencia de lo que se sugiere, no objeta que la gente salga a trabajar. Al contrario, aspira a que haya empleos seguros, bien pagados para todos y todas (también aspira ¡que osadía! al tiempo libre): la izquierda objeta que se obligue a los trabajadores a someterse a peores condiciones de empleo a través de la amenaza del desempleo en condiciones cada vez más precarias y humillantes. Queremos avanzar al siglo XXI no regresar al XIX.
Y ya que menciono el siglo XXI, sería bueno hacer una historia de las campañas contra la vagancia en Puerto Rico: ha sido la cantaleta de siempre de nuestros patronos, desde los hacendados que se quejaban de la vagancia de los jíbaros, con lo cual se referían a que preferían buscar plátanos en el monte a trabajar diez horas en la hacienda a los que ahora la emprenden contra las ayudas para que la gente no le quede más remedio que venderse por $2.50 la hora.
Ese, por supuesto es el sentido de las medidas propuestas por el informe Krueger: reducir el valor de la fuerza de trabajo en Puerto Rico. La lógica es la de siempre: bajemos los salarios para atraer inversión externa. Si esto provocará inversión externa es muy discutible, lo único seguro es que empobrecerá más a los trabajadores y acelerará la emigración. Peor aún: se trata de reducir los salarios, incluso eliminar el salario mínimo federal para dar otra vuelta en el círculo vicioso del desarrollo dependiente caracterizado por la importación de capital y la exportación de ganancias. Se nos exige austeridad no para cambiar sino para perpetuar la estructura que nos trajo a la crisis actual.
Y precisamente es la pregunta fundamental: no si queremos o no queremos trabajar, como sugiere Rodríguez Juliá con su nueva versión de la vagancia como problema del país, sino ¿para quién y para qué vamos a trabajar? ¿Para que sigan saliendo las ganancias del país o para que se reinviertan aquí? ¿Para que aumente la desigualdad o se reduzca? ¿Para que prevalezca la ganancia privada o el bienestar social?
Rodríguez Juliá tiene razón, mucha razón en algo: los banqueros son gente despiadada que no entienden de razones sino de ganancias. El FMI impone en todo el mundo la misma fórmula que Krueger (antigua funcionaria del FMI) quisiera imponer en Puerto Rico. De todo esto extrae la conclusión que subyace todo su texto: hay que aceptar la realidad y la realidad es la que dictan los banqueros. Puerto Rico debe someterse, igual que debe someterse Grecia. La realidad, es el mensaje subyacente en esta y otras intervenciones, es que nos merecemos la disciplina y el castigo a que los «mercados» y los banqueros han de someternos. Por eso, según Rodríguez Juliá, la izquierda debe ahora dedicarse a explicar a los trabajadores que tienen que resignarse a trabajar más por menos. Slavoj Zizek ha señalado recientemente como la culpa es una dimensión oculta pero central del neoliberalismo (y más específicamente de la política de la Troika hacia Grecia): aceptar la culpa es parte de aceptar la resignación y de empezar a buscar la absolución a los ojos del padre, es decir de los acreedores y bonistas: así debemos sentirnos culpables por gastar demasiado, vivir demasiado bien, elegir malos gobiernos y vivir del mantengo. Cualquiera sea el mal que padecemos, es culpa nuestra y quien lo niegue, como el que escribe, tan solo pretende que evadamos nuestra responsabilidad. Debemos aprender a mirarnos a través de los ojos de los acreedores y bonistas. Seamos justos: son muchos los analistas y comentaristas que han aprendido esto muy bien y que lo enseñan y promueven diariamente.
No todo el mundo está de acuerdo con ese mensaje de resignación ante el poder económico y financiero. Ya que estamos en el mundo de las letras me limito, para terminar, al ejemplo de la carta abierta del mismo Zizek junto a Judith Butler, Etienne Balibar, Alan Badiou, Hommi Bhabha, Tariq Ali, Walter Mignolo entre otros autores de muy diversa orientación, en apoyo a la resistencia del pueblo griego contra las imposiciones de la Troika.