La prisión como manicomio: una resignificación neoliberal
“No hay sociedad” [frase de Margaret Thatcher] significa que no hay utopía o distopía; como lo expresó Peter Drucker, el gurú del capitalismo light, “la sociedad ya no salva”, sugiriendo (aunque más por omisión) que la responsabilidad de la condena tampoco responde a la sociedad; tanto la redención como la condenación son responsabilidad de cada uno, resultado de lo que cada uno, como agente libre, hace de su propia vida. –Zygmunt Bauman[1]
Usualmente intentamos explicar la prisión con categorías y referentes propios de las técnicas de poder disciplinario que predominaron durante el siglo pasado. La prisión, como los hospitales, las fábricas, los cuarteles y los psiquiátricos formaron parte de una coraza constitutiva de lo que se conoció como sociedad disciplinaria. El trabajo de Foucault versó, en su gran mayoría, en desvelar cómo estas instituciones propias de la modernidad ejercían y posibilitaban el ejercicio de un poder que pretendía subyugar los cuerpos mediante técnicas de corrección. El llamado biopoder se constituyó como una esfera de técnicas de control con el fin de someter a los sujetos dentro de una sociedad abocada a los intereses propios de una etapa capitalista más vinculada a la era industrial. Su esquema de efectividad respondía dialécticamente a la negatividad de lo prohibido. De esta manera, la sociedad disciplinaria conllevaba la negatividad de la prohibición y de la obligación. Las instituciones antes mencionadas solían ser aparatos de corrección (negación) de aquello que estaba prohibido.No obstante, la modernidad como la conocíamos en la segunda mitad del siglo XX fue diluyendo sus categorías y presuntas certezas de forma determinante. Bauman abordó el proceso con la categoría modernidad líquida, la cual describe cómo sociológicamente el individuo de la contemporaneidad se adapta de forma flexible a los esquemas o moldes políticos y sociales, contrario a los sujetos de generaciones anteriores, los cuales se desarrollaban mediante valores y dogmas sólidos. Si bien los valores como el trabajo, el matrimonio, la crianza o la responsabilidad en generaciones anteriores se entronizaban como instituciones sólidas, lo que posibilitaba un mayor y mejor pronóstico de lo que podía ocurrir en un futuro cercano, los avances técnicos y económicos posteriores derivaron en un mundo provisional, más acelerado y agotador, lo que facilitó la búsqueda de soluciones inmediatas y menos definitivas. Esta flexibilidad implica que el sujeto no esté comprometido con nada para siempre, sino presto para cambiar de sintonía cuando el momento lo requiera. Así es, según Bauman, la situación líquida, la cual compara con el líquido de un vaso, en el que cualquier empujón, por más ligero que sea, cambia la forma del agua.
Sin duda, nuestra realidad contemporánea rebaza las teorizaciones de la sociedad disciplinaria de siglos atrás. El capitalismo tardío, que se erige como un proyecto neoliberal realmente colonizador, se distingue por una aceleración como quizá jamás la hemos percibido como humanidad. Suelen ser tiempos tanto volátiles como imprecisos, lo que nos adentra en un enjambre de incertidumbres que es intrínseco a los intereses expansivos del neoliberalismo como proyecto político y económico. La significación de las instituciones clásicas de la sociedad disciplinaria, como ese panóptico carcelario que fungió como ente de castigo moderno con el fin de ejercer el biopoder, pierden su correlación con una realidad que desborda sus límites conceptuales. Ya no nos es preciso ni útil entender la prisión, específicamente, con ese significado propio del modelo clásico moderno. Nos encontramos, como bien advierte Byung Chul Han, en una sociedad del rendimiento, no ya, en general, en una sociedad disciplinaria.
Según Chul Han, aquella sociedad escudriñada y descrita por Foucault ha devenido en una sin negatividad, sin prohibiciones visibles y sin entes que jerárquicamente ejerzan el castigo sobre el individuo. Más que cárceles, fábricas y psiquiátricos, nos encontramos ante una sociedad repleta de gimnasios, centros comerciales, bancos, torres de oficina y laboratorios genéticos. La prisión va perdiendo su significado correctivo, lo que implica una negatividad de prohibición, y se va convirtiendo en una institución residual, un tanto arcaica y reconvertida en una especie de refugio sin sentido propio. Para Chul Han la sociedad actual se caracteriza por la positividad, por erradicar al máximo las prohibiciones de la sociedad disciplinaria y alentar a que los sujetos ya no actúen por temor a la amenaza de sanción que representa la prohibición externa, sino por una obligación autoimpuesta a partir de la libertad irrestricta de obligarse a crear el máximo rendimiento posible. Es así como surge la llamada sociedad del cansancio, en la cual el sujeto es un empresario de sí mismo en un mundo que lo alienta a la superproducción, al superrendimiento o a la supercomunicación mediante el mayor grado de libertad. De esta manera el sujeto compite consigo mismo en una especie de carrera autodestructiva que le provoca las psicopatologías de nuestro siglo, como son la depresión, el déficit de atención con hiperactividad, el trastorno límite de la personalidad o el síndrome de desgaste ocupacional.
En un mundo en el que el paradigma de sujeto es su amo y su esclavo a la misma vez, lo que quebranta aquella negatividad dialéctica tan popular en la obra de Hegel, las técnicas disciplinarias clásicas no cumplen una función plausible ni cónsona con la aceleración ciega de nuestro falaz progreso histórico. El sujeto que no se autosomete a esta autoflagelación de rendimiento queda rezagado en un mundo en el cual el individualismo y la segregación son síntomas de la positividad que erradica la posibilidad de la otredad. En el paradigma actual el sujeto se debe a él o a ella misma; compite incesantemente consigno mismo en una presunta libertad que no tiene límites. Esto produce, necesariamente, la aparición de los llamados perdedores y ganadores, que es como la lógica binaria del neoliberalismo denomina a quienes triunfan en su maximización de rendimiento y quienes fracasan en ello. Unido a esto, sin embargo, se desvanece la corresponsabilidad social que tenemos todos y todas como parte de un colectivo interdependiente. Asumimos una aparente igualdad individual que nos permite ser ganadores o perdedores, mientras que solo nos rendimos cuentas a nosotros y a nosotras.
Nos sentimos responsables solo por los frutos de nuestros esfuerzos o falta de ellos en el rendimiento propio. No somos conscientes, bajo este paradigma, de los condicionamientos materiales que nos facilitan u obstaculizan la carrera de autocreación individual. Nos vamos ensimismando en un colectivo que se pretende cada vez más segregado, más aislado e individualizado. Claro que los valores como la solidaridad y la compasión no encuentran un nicho fértil en un individualismo tan rapaz como el que caracteriza los nuevos esquemas laborales y sociales del neoliberalismo. Ser empresario de sí mismo es ser el único responsable de lo que me ocurre; culparme o gratificarme según el éxito de mi insaciable rendimiento. Esto traslada la responsabilidad desde ciertas instituciones de poder, como son las del mercado económico, a los hombros del individuo convertido en lo que Arendt denominó atinadamente como animal laborans.
Un panorama así hace repensar las instituciones de poder que antaño cumplían una función de control y de corrección de forma primordial. La función de la prisión en el Puerto Rico de mediados de siglo XX, siguiendo gran parte de las jurisdicciones occidentales, fue la rehabilitación de la persona convicta, del delincuente. Así se estableció en la Constitución como finalidad misma de nuestras instituciones penitenciarias. Que su efectividad haya sido satisfactoria es un asunto diferente a cuál fue su función estructural en nuestro esquema normativo. Se pretendía en su momento rehabilitar moral y socialmente a la persona, lo que convenía a un modelo de capitalismo industrial que, como describieron Pavarini y Melossi en un trabajo ya clásico, corregía a los individuos para que fueran útiles en las fábricas. La rehabilitación como técnica de control le servía al sistema económico en tanto que le generaba mano de obra y sujetos activos para el trabajo. La construcción de rieles en Estados Unidos durante el siglo XIX por parte de confinados mayormente afroamericanos es un ejemplo entre tantos.
Hoy día, sin embargo, el paradigma de sujeto útil al sistema tardocapitalista no coincide con aquel que representaba la cárcel como sistema de corrección. Se corregían los déficits del individuo para que pudiera fungir como parte activa en la economía industrial. En la postindustrial, sin embargo, la prisión se fue vaciando de contenido correctivo, fue perdiendo su aspiración final y se tornó más un espacio de neutralización que de transformación. La técnica de control de la incapacitación o inocuización ya no solo se aplicó a personas consideradas incorregibles por parte del sistema, como pretendían ser algunos casos de reincidentes regulares, sino a un mayor grado de personas que poco o nada tenían que ver con esa incorregibilidad. El paradigma de sujeto de rendimiento, tan ensimismado y segregado, es reflejo del deterioro voraz del Estado de bienestar y su conversión progresiva en consejo de administración de intereses eminentemente financieros. El Estado de bienestar también fue abandonando su función asistencial y se convirtió en un residuo bajo ataque de lo que es incompatible con el sujeto como empresario de sí mismo. Mientras más se afianza el paradigma del último, más se supera el debilitamiento del primero.
Este esquema de la sociedad del rendimiento propicia, por lo tanto, la extinción de la política como administración de los asuntos comunes. Común es una especie de adjetivo extraño y malsonante bajo el referido paradigma. Sentirme responsable por lo que nos compete materialmente a todos y a todas en un colectivo es una pérdida de tiempo y de recursos en la carrera de maximización progresiva e indefinida de rendimiento personal. El (neo)liberalismo político, ya sin vallas de contención, posibilita el desarrollo de un esquema de estas características. Ante este, es evidente que tanto el individuo como el Estado no se sientan compelidos a priorizar como asunto público la mitigación de las grietas que crea el mercado privado. Ya la asepsia hacia el otro u otra, o la misma desaparición de la otredad mediante su desecho, dejan en el centro del escenario al propio individuo como vórtice de rendimiento de trabajo.
Es una realidad que la prisión se ha convertido en aquel albergue en el que se invisibilizan o esconden, por no decir se desechan, los excedentes humanos de los cuales en gran parte la sociedad no se siente responsable. Típicamente ha sido un espacio de control y neutralización de etnias, razas y creencias despreciadas por los estamentos de poder. Nada más ver cómo el sistema de justicia criminal reprimió las potenciales revueltas sociales ocurridas durante la década de 1960 en Estados Unidos y la aparición posterior del encarcelamiento masivo. Sin embargo, en nuestra contemporaneidad sucede una especie de democratización sesgada –porque no incluye a ciertos sectores declarados privilegiados e impunes- de ese desprecio social. Un ejemplo de ello es la pobreza, la cual se sigue legando hereditariamente de generación en generación en un sistema económico que todavía necesita de ella para poder ser efectivo. Los trabajos de Wacquant han desvelado inteligentemente cómo el paradigma del welfare se ha tornado en el workfare actual, en tanto pretensión de trabajo forzado en condiciones precarias, y en el prisonfare, que es aquel entramado de justicia criminal que controla los llamados males urbanos.
Las prisiones bajo las categorías del siglo XX son instituciones propias de la idea de Estado de bienestar que se aniquila (se reduce) a pasos agigantados con el neoliberalismo colonizador. Este neoliberalismo garantiza cierta libertad desde arriba y un notable paternalismo en la base social. Todavía hay instancias en las que, como advierte Wacquant, se le controla y reprime a quien intenta no ser una persona trabajadora en los empleos precarios o, al menos, no intenta buscar efectivamente uno de esos trabajos cada vez más escasos en algunas de nuestras realidades. La cárcel, de esta manera, funge como técnica de neutralización de potenciales disturbios sociales al paradigma de sujeto neoliberal. Hay cierta negatividad todavía en el análisis de Wacquant al describir las técnicas de control antes mencionadas. Sin embargo, esto no es necesariamente incompatible con el ascenso del paradigma de sujeto del rendimiento que describió Chul Han como hegemónico en la actualidad. La prisión ya no es ese mecanismo de control con fines correctivos, sino un mecanismo de control con objetivos eminentemente neutralizantes.
Uno de los aspectos más peculiares de esta resignificación, sumamente atado a la desaparición del Estado de bienestar efectivo, es la función de la prisión como albergue de pacientes de salud mental sin recursos. Antes de los huracanes Irma y María en septiembre de 2017, el primer estudio epidemiológico en más de treinta años sobre salud mental en Puerto Rico lo publicó en 2017 el Instituto de Investigaciones de Ciencias de la Conducta del Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico. Este fue encargado por la Administración de Servicios de Salud Mental y Contra la Adicción (ASSMCA), con el propósito de acceder a fondos federales. En esencia, este arrojó que el 7.3 de los adultos puertorriqueños entre 18 y 64 años padece de una condición mental seria. Dos de cada diez, a su vez, viven con alguna condición psiquiátrica. Uno de cada diez padece de desórdenes depresivos severos. El 23.7 de estos combina alguna condición mental con abuso de sustancias controladas o alcohol, y cuatro de diez con problemas mentales serios no recibe ningún tipo de tratamiento, prácticamente la mitad.[2] Coincidente con el paradigma de la sociedad del cansancio, las principales condiciones que afectan a los puertorriqueños, según el estudio, son desórdenes de ansiedad, como ansiedad general y pánico, y desórdenes de ánimo, como es la depresión.[3]
El escenario se complicó notablemente con el paso de los huracanes Irma y María el mismo mes de septiembre de 2017. Las diversas crisis que afectaban a la Isla durante ya más de una década, se recrudecieron de forma exponencial a raíz de la crisis en sí que representó esa catástrofe climática. Puerto Rico ha vivido profundas crisis económicas, políticas y fiscales ya durante un tiempo muy prolongado, a lo que se le ha unido una crisis humanitaria a raíz de los fuertes temporales del año pasado. Un reportaje del New York Times el 14 de noviembre de 2017 lo tituló como Una crisis de salud mental acecha a Puerto Rico.[4] Preocupa que, en medio de una cruenta crisis económica y fiscal, alrededor de la mitad de los pacientes con alguna condición mental seria no reciba el tratamiento requerido. Esto redunda, sin duda, en la generación de conflictos sociales que pueden provocar la configuración de ilícitos penales. Es más probable que aquella persona con alguna condición mental que no está siendo tratada adecuadamente sea más susceptible de incurrir en la comisión de delitos.
Este escenario es el que se refleja patente y preocupantemente en las instituciones penales del país. Los datos son realmente alarmantes. Según una investigación de El Nuevo Día publicada el 11 de junio de 2018, entre 100 y 200 personas confinadas llevan meses o años recluidas en prisiones mientras esperan cabida en los hospitales de psiquiatría forense de ASSMCA.[5] Allí se mencionó un caso paradigmático de cómo nuestras prisiones se convierten en manicomios ad hoc sin recursos para cumplir la función de aquella institución también de tratamiento y control. En esencia, el caso es el de un varón diagnosticado con esquizofrenia, retraso mental y trastorno psicótico, que se vio envuelto en una discusión acalorada con otro familiar suyo. No llegó a ningún tipo de violencia física el altercado, pero al llegar la policía, arrestaron a la persona y el Ministerio Público le imputó la comisión de los delitos de amenaza, maltrato a ancianos y violaciones a la Ley de Armas de Puerto Rico (por haber mostrado una cuchilla que pertenecía a su padre ya fenecido).
Luego de que este tipo de caso se procesa bajo el sistema de justicia criminal, comúnmente la persona es lanzada a un abismo de irresponsabilidad, peligrosidad e inhumanidad en nuestro sistema penitenciario y judicial. Al sujeto del reportaje le impusieron una fianza de $7,500 que no pudo satisfacer, por lo que ese mismo día ingresó a la cárcel. Pese a que fue declarado por un perito nombrado por el Estado como no procesable para comprender el juicio que se pretendía celebrar en su contra, ni ser capaz de ayudar con su defensa, a casi once meses de estar preso todavía no había sido trasladado a ningún hospital de psiquiatría forense bajo la administración de ASSMCA. Probablemente, si se le hubiese celebrado juicio, ya la persona hubiera cumplido su sentencia. Sin embargo, se encontraba a casi un año del arresto en espera de ser atendido por algún hospital psiquiátrico. ASSMCA tiene solamente 233 camas en sus instituciones de Ponce y Río Piedras, por lo que no había cupo para atender adecuadamente las necesidades de salud mental del sumariado (detenido sin haber sido convicto penalmente).
Como parte de la desorganización burocrática de un Estado que no necesita ser más pequeño para ser mínimamente eficiente, el Departamento de Corrección y Rehabilitación le comunicó al rotativo del reportaje que constaban en sus expedientes un total de 100 personas imputadas de delito en espera por ser admitidas a un hospital psiquiátrico. ASSMCA, en el mismo reportaje, adujo que la lista ascendía a 188 personas imputadas en las listas de espera. De estas, 88 esperaban por alguna cama en la instalación de Ponce, que tiene una capacidad de 99 para hombres y solo 26 para mujeres, y 100 esperaban por algún cupo en la institución de Río Piedras, donde hay 108 camas ocupadas.[6] Según la directora de ASSMCA, el 90% de los espacios en psiquiatría forense lo ocupan personas acusadas declaradas no procesables permanentemente.
De este panorama surge un problema que desborda los recursos que el Estado invierte en la atención de la crisis de salud mental en la Isla, particularmente en aquellos casos que suelen ser procesados a través de la vía penal en nuestros tribunales. Los espacios carcelarios son de los más criminógenos que pueden existir en cualquier sociedad. No son instituciones propias para atender y tratar personas sumamente vulnerables por sus condiciones de salud mental. No obstante, vemos cómo en la vía judicial, a partir ya del ámbito penal, no civil, se encuentran cientos de personas en espera de cupo para un tratamiento adecuado en algún hospital psiquiátrico forense o ingresadas por años en alguno de ellos. Esto, como mínimo, resignifica nuestras prisiones como albergues de otro sector considerado como potencialmente peligroso para el presunto orden social. Es el sector de los pacientes mentales sin recursos, cuyos alegados delitos pudieron haber sido cometidos gracias a la falta de tratamiento médico previo.
Lanzar a la mazmorra a una persona, como el caso anterior, diagnosticada con esquizofrenia, retardación mental y trastorno psicótico es, no quepa la menor duda, un acto de miopía social que expone tanto al paciente-acusado y a todo su entorno a una peligrosidad latente en la propia prisión. Es un acto que refleja la dejadez de un Estado ensimismado en su reducción al absurdo y su objetivo de invisibilizar los amplios problemas sociales que el mercado económico no es capaz –de tener la voluntad para ello- de resolver o meramente mitigar. Echar a la prisión a pacientes mentales, más aún cuando los delitos por los cuales son procesados suelen ser menos graves (cuya pena máxima de reclusión es hasta seis meses), no sólo es una arista más de la resignificación de la cárcel como albergue de personas catalogadas desechables para el sistema, sino un acto abiertamente ilegal ante nuestra propia jurisprudencia al respecto.
Desde hace más de cuatro décadas el Tribunal Supremo de Estados Unidos decidió en Jackson v. Indiana[7] que una persona acusada o imputada de delito, habiendo sido declarada no procesable penalmente, no podía permanecer privada de su libertad bajo la custodia del Estado en el ámbito penal. De haber una declaración de no procesabilidad permanente, lo que implica que en un futuro previsible y cercano la persona de ordinario no podrá tener la capacidad de enfrentar el juicio en su contra por alguna condición de salud mental, el Estado tiene dos opciones, o deja a la persona en libertad o esta se procesa mediante el ingreso involuntario, de ser el caso, bajo el ámbito civil. Según la información de la directora de ASSMCA, el 90% de los cupos de nuestras instituciones psiquiátricas forenses están llenas de personas declaradas no procesables permanentemente. ¿Realmente creemos que esto es compatible con el razonamiento y la determinación de Jackson?
Más aún, el caso no sólo concluyó lo anterior sobre las personas declaradas no procesables permanentemente, también exigió, bajo las garantías constitucionales del debido proceso de ley y de la igual protección de las leyes, que el proceso por el cual se determine la no procesabilidad permanente tiene que ser en un término razonable. Aunque no definió estrictamente lo que es término razonable por la diversidad administrativa de cada estado federado, 44 de estos han definido precisamente lo que es término razonable para evaluar la capacidad de la persona para enfrentar un juicio, y 40 de estos han establecidos límites de tiempo máximo a las detenciones para completar este proceso.[8] No definir al menos qué significa término razonable para este tipo de proceso es no aplicar de forma estricta el precedente federal que, además, fue acogido en Puerto Rico por el Tribunal Supremo en Pueblo v. Santiago Torres[9].
Nuestro proceso para determinar si una persona es capaz de enfrentar un juicio en su contra se establece en la Regla 240 de Procedimiento Criminal, que forma parte de un anticuado cuerpo normativo de 1963. En esa regla no hay límite de tiempo para concluir el proceso, lo que dificulta grandemente tener alguna uniformidad y efectividad en el tratamiento de pacientes de salud mental que son evaluados según esta. En estos momentos, sin embargo, un Comité nombrado por el Tribunal Supremo redacta un proyecto de Reglas de Procedimiento Criminal con el objetivo de finalmente actualizar nuestro cuerpo normativo procesal penal. Es imperativo que, dentro de esas medidas que son imperativas para un sistema penal más efectivo y más humano, se encuentre una delimitación de lo que es término razonable para efectos del proceso de determinación de si la persona es procesable para enfrentar un juicio.
De lo contrario, a nuestras prisiones seguirán parando, casi eternamente, pacientes de salud mental a los que se les cataloga como no procesables –todavía no permanentemente- y que son objeto de múltiples vistas de seguimiento para determinar finalmente si son o no procesables finalmente. La arbitrariedad que provoca este tipo de imprecisión normativa, que conlleva un incumplimiento con los mínimos requeridos por la jurisprudencia reseñada, llega al absurdo de mantener privadas de su libertad por más de un año a personas imputadas por un delito menos grave, cuya pena no puede exceder de más de seis meses de reclusión. Fácilmente una persona en esa situación puede estar más de un año esperando para ser trasladada a una institución psiquiátrica forense, precisamente por la larga lista de espera que existe ante la insuficiencia de cupos actuales. El no cumplir con la normativa de Jackson y Santiago Torres abona a que esos cupos estén llenos de personas declaradas no procesables permanentemente, es decir, que no hay manera de que puedan enfrentar un juicio en su contra.
Mientras tanto, esa persona paciente de salud mental en la prisión no tendrá un tratamiento adecuado para su enfermedad, lo que posiblemente provocará el deterioro progresivo y descompensación acelerada de esta. Los servicios en el hospital correccional no son los servicios que podrá recibir en el hospital de psiquiatría forense o en cualquier otro hospital especializado en condiciones de salud mental. Uno de los factores que más pesó para que en Jackson se decidiera que una reclusión sin límites de personas no procesables infringía la garantía de igual protección de las leyes, es que colocaba a la persona detenida en una posición más desfavorable –solo por el hecho de estar imputada o acusada de delito- que aquella con su misma condición en la libre comunidad, la cual se podría beneficiar de un tratamiento más favorable bajo las leyes civiles al respecto. En nuestro caso, la Ley de Salud de Mental ofrece unas vías más adecuadas para que una persona paciente de salud mental reciba la asistencia requerida para su condición. El Estado no tendría que llenar nuestras prisiones de pacientes mentales si utilizara de forma adecuada los recursos destinados a atender una crisis de este tipo bajo la Ley de Salud Mental.
No obstante, no debemos ser ingenuos en nuestros razonamientos. Los operadores jurídicos son parte de un sistema normativo que fundamenta la existencia de determinada forma de sociedad compatible con los modelos económicos hegemónicos. En la sociedad del rendimiento no todo el mundo debe ser salvado, más aún si es un perdedor para el sistema. No olvidemos que muchos de los síntomas de las enfermedades de este paradigma son relativos a las condiciones mentales de un sujeto agotado por competir consigo mismo. Asimismo, tampoco neguemos que para el mercado hay sectores sociales que no son realmente útiles, o son útiles de otra manera, y cuyo tratamiento humano y efectivo no son una prioridad. Uno de esos sectores, tal como lo evidenciamos hoy, es el de pacientes de salud mental sin recursos económicos. Quienes pueden sufragar una clínica privada o tratamiento ambulatorio con seguridad médica privada no pisarán de ordinario una prisión.
Sin embargo, quienes no tienen recursos ni para un tratamiento médico mínimo para su condición de salud mental, tienen altas probabilidades de visitar y quedarse perennemente en nuestras cárceles. Ese fue el caso de Luisito “El bebé”, quien estuvo dos meses detenido en una cárcel aún cuando era totalmente evidente que no comprendía el proceso penal por el que irrazonable e innecesariamente se le hizo pasar.[10] Si no llega a ser por el poder de la prensa en ese caso, y por una adecuada representación legal, probablemente todavía estaría en una prisión una persona con grave retraso mental. Cómplices de ese acto tanto irrazonable como cruel fueron los operadores jurídicos que facilitaron que se diera ese escenario tan desagradablemente dantesco.
La prisión ya no tiene ni la intención de corrección que tenía bajo el modelo clásico de sociedad disciplinaria. Basta con hablar con operadores jurídicos, de todos los niveles, para darse cuenta de que ese espacio carcelario significa la única institución para mantener segura a la sociedad de un sujeto potencialmente peligroso –seguramente por su falta de tratamiento de salud-, y de mantenerlo relativamente seguro, gran falacia. Nuestras cárceles también se están convirtiendo en manicomio de pobres. Si lo unimos al proceso de privatización indirecta del sistema penitenciario en la actualidad, en el que se pretende expatriar a más de 3,000 confinados fuera de Puerto Rico, no es difícil atisbar que en un futuro también estos cientos de pacientes de salud mental encarcelados o detenidos serán objeto de alguna transacción comercial con el fin de abaratar costos. Un gobierno donde no existe la política, y que sólo funge como consejo de administración de intereses económicos apátridas, no es un guardián de ninguna constitución, sino un verdugo de sí mismo.
Entre la privatización, el recorte en gasto público y la transformación del trabajo en una autoexplotación del trabajador y trabajadora precaria, el Estado se va desnudando y dejando ver sus verdaderas características apolíticas. El gobierno de la gestión, que es contrario a la política como administración democrática de lo común, se sirve de las instituciones clásicas de control para cumplir con un periodo de transición entre lo público y lo privado. Utiliza esas instituciones como puentes a la desaparición de lo público como lo entendíamos en el siglo XX y el arraigo de lo privado como hegemónico. El paradigma de la sociedad del cansancio, de ese sujeto de rendimiento, no es sino la privatización individual de lo que ocurre a nivel colectivo. Dado que el capitalismo lo mercantiliza todo, no nos sorprenda que también estos conciudadanos y conciudadanas con condiciones mentales en las cárceles, en un futuro quizá cercano, sean objetos de algún tipo de rentabilidad económica. No podemos seguir pensando en que vivimos en un Estado de bienestar a la vieja usanza, sino en plena desaparición del mismo. Queda en nosotros y nosotras luchar para que lo poco que queda dé posibilidades de negar lo que a todas luces parece instaurarse. Estamos en momentos en los que es revolucionario decir “no” y meramente no conformarnos en nuestro ensimismamiento.
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Referencias:
Michel Foucault, Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión (2010).
Massimo Pavarini & Dario Melossi, Cárcel y fábrica. Los orígenes del sistema penitenciario (1980).
Zygmunt Bauman, Modernidad líquida (2009).
Zygmunt Bauman, Tiempos líquidos (2007).
Byung Chul Han, La sociedad del cansancio (2017).
Byung Chul Han, La expulsión de lo distinto (2017).
Hannah Arendt, La condición humana (2016).
Loïc Wacquant, Punishing the Poor. The Neoliberal Government of Insecurity (2009).
Loïc Wacquant, Prisons of Poverty (2010).
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[1] Zygmunt Bauman, Modernidad Líquida (edición Kindle 2015, pp. 2019-2020).
[2] https://www.elnuevodia.com/noticias/locales/nota/graveelcuadrodesaludmentalenpuertorico-2281299/.
[3] Id.
[4] https://www.nytimes.com/es/2017/11/14/puerto-rico-crisis-salud-mental-maria-suicidios/.
[5] https://www.elnuevodia.com/noticias/locales/nota/encarceladossinjuicioreosconproblemasdesaludmental-2427558/.
[6] Id.
[7] 406 U.S. 715 (1972).
[8] N. Rosinia, How Reasonable has become Unreasonable: A Proposal for Rewriting the Lasting Legacy of Jackson v. Indiana, 89 Wash. U. L. Rev. 673 (2012).
[9] 154 DPR 291 (2001).
[10] https://www.elnuevodia.com/noticias/tribunales/nota/liberanporelmomentoaluisitoelbebe-2335736/.