Las razones de Amador

«Él no va a parar y no voy a perder más tiempo.
Ese tipo no respeta y pagará por eso.»
-Alexis Amador Huggins
Al joven conductor de la Lexus le dio tiempo para dictar por teléfono el número de la tablilla del auto que se le había cruzado. Lo que seguramente no tuvo tiempo para entender –porque hace falta mucho más que tiempo– fue la razón que tenía uno de ellos para dispararle a la cabeza. Según la explicación que Amador le atribuyó a un compinche (¿imaginario?), se trataba de una cuestión de respeto. Cuando le apuntaron, el valor utilitario del objeto del deseo había pasado a un segundo plano. Amador olvidó la pelea que tuvo con su esposa por estar a pie; ambos, lo mucho que habían querido, quizás fugazmente, ese carro. No se llevaron nada, solo el recuerdo de la sumisión de quien poseía lo que ellos habían querido. A Stefano lo encontró vivo su mamá en la Lexus ensangrentada que había desatado la cacería.
Hace unas semanas pude contarle a Philippe Bourgois esta historia y plantearle mi perplejidad ante ese fugaz encuentro con un código moral tan ajeno. ¿Respeto? ¿De qué respeto hablaban? Bourgois, autor de En busca de respeto: la venta de crack en Harlem (Río Piedras: Ediciones Huracán, 2010), ha dedicado parte de su vida como antropólogo a descifrar las circunstancias, dinámicas y motivaciones de los vendedores puertorriqueños de drogas en East Harlem, Nueva York y en el norte de la ciudad de Filadelfia. No se mostró sorprendido por las razones de Amador, mas bien confirmó la inteligibilidad de la escena a través de múltiples experiencias con los jóvenes con los que ha trabajado. El título del libro de Bourgois nos alerta desde el principio sobre «[u]no de los mensajes que los protagonistas [del] libro [le] comunicaron con nitidez»: las razones económicas no son las únicas que impulsaban su participación en actividades criminales (321).
Esto no quiere decir que los pequeños traficantes que Bourgois entrevista a lo largo de tres años y medio no tuvieran una vida marcada por la necesidad y las carencias. Si alguien alberga dudas, que lea las descripciones detalladas que nos ofrecen Primo, Candy, César sobre sus infancias y tempranas adolescencias. De lo que tampoco pueden quedar muchas dudas después de leer las entrevistas de Bourgois, es que ninguna de las exiguas alternativas económicas legales hubiera satisfecho mejor esas carencias que las actividades criminales. A juicio de los traficantes, ninguna le hubiese provisto una base material y simbólica tan efectiva para reclamar respeto.
En el caso de los jóvenes de East Harlem, los ingresos producto del tráfico de drogas suplían las insuficientes y disputadas ayudas gubernamentales y proveían acceso a los bienes-símbolos –dinero, mujeres, armas– que están socialmente vinculados al respeto. Para ilustrarlo, quizás basta la historia de Benzie, un muchacho del Barrio que comenzó a fumar crack para soportar su vida legal como conserje en un club en Manhattan y se rehabilitó para estar a la altura de sus nuevas circunstancias laborales como vigilante del local donde antes compraba droga. Leyendo y conversando con Bourgois comienzo a sospechar que olvidamos con demasiada frecuencia que el respeto es un bien necesario e incuestionable y un motivador poderoso y soslayado. Solo a quienes nunca le ha faltado, les parece inalienable y consubstancial a cualquier vida humana. Quizás por eso lo damos por sentado y lo ignoramos como un factor explicativo. Miramos la violencia desde una óptica exclusivamente material que la distorsiona. Inmersos, como estamos, en la lógica del capital que aparentemente confina las interacciones humanas dentro de los estrechos límites de lo tangible, solemos interpretar cada acto de violencia del que somos testigos (distantes) como una exigencia atroz de un mercado aún más perverso que el legal. Razonamos así: los sicarios matan por dinero. Los dealers recurren a castigos ejemplarizantes para los que tiran cañona. El jefe del punto elimina (de la faz de su tierra) a la competencia. Para nosotros, aterrorizados espectadores, la violencia que nos atribula parece explicarse por el achatamiento institucional que produce la ilegalización del tráfico de drogas. Nos tranquilizamos pensando que si hubiera lugares de expendio certificados por el Estado, agencias de cobro, informes de crédito y la posibilidad de entablar pleitos en los tribunales, los inevitables conflictos mercantiles de un negocio tan lucrativo se encausarían de modos menos sangrientos.
Aunque Bourgois está convencido –como muchos de nosotros– de que hay que despenalizar el comercio minorista de las drogas y hay que volver accesibles los complejos tratamientos clínicos para tratar la adicción y sus secuelas, éste advierte que la despenalización no será en sí misma suficiente para conjurar la violencia urbana que ahora nos resulta incomprensible. Hay que hacer una inversión sostenida que supere por mucho aquellos primeros mil millones del fondo destinado a las Comunidades Especiales. Bourgois nos explica por qué tendríamos una oportunidad si nos dedicamos a ello. Por un lado, y contra toda romantización de la calle, las condiciones de trabajo son muy duras.
Primo: Todo lo que tu ves aquí […] está desbaratao. Es un desastre, pana […]. Tampoco me gusta ver a la gente así, toda hecha mielda. Esto está cabrón. A mi no me gusta vender piedra. Te lo juro. (117)
Por otro, los pequeños traficantes no hacen tanto dinero como ellos quieren hacer creer. Cuenta Bourgois que le
llevó varios años percatar[se] de lo inconsistentes y despreciables que acostumbraban ser los ingresos en el negocio del crack. (116)
Los traficantes callejeros acostumbran presumir entre ellos mismos y ante los demás lo mucho que ganan cada noche. En realidad, su ingreso pocas veces es tan alto como ellos indican. […] Según [sus] cálculos, los empleados de Ray promediaban siete y ocho dólares por hora. (115)
Bourgois relata con detalle cómo el dinero que ganaban sus panas no era tanto como el que ellos creían, cómo las historias con sus mujeres se vuelven monótonas y predecibles y cómo la ansiedad de volverse víctima de la violencia de sus pares, en especial la sexual, demanda un performance constante cuyo propósito es disminuir la necesidad de expresar como furia la ansiedad que los acosa. La vida en la calle, como la describe Bourgois, es un cribado muy fino de los efectos sociales del trauma. La calle selecciona día y noche a quienes pueden tornar contra sí y contra otros el trauma que se reproduce sin descanso. Esa rabia, vuelta violencia, es la base psico-material del respeto. Esa rabia, vuelta contra sí, es la adicción. Es respeto lo que josean los panas del Barrio llevándose de por medio a los que escogen la vía rápida de la destrucción. Se trata en ambos casos y sin tener que leer los periódicos de una cuestión de vida o muerte.
Para que nadie tenga que exigir respeto por su capacidad para expresar violentamente la furia del drama que lleva por dentro, hace falta curar el trauma. Y el trauma es colectivo. Lo produce un sistema atroz que genera pobreza, profundiza la marginación, promueve el discrimen y pacta felizmente con la victimización en tantos órdenes de la vida. La inversión necesaria no es solo de capital económico, sino también de capital cultural. A todos nos hace falta cultivar muchas otras formas de expresión, escuchar tantas historias silenciadas, desterrar la auto-compasión y el cinismo. Como dice Bourgois, no se trata de escoger entre enviar convoys de psicólogos o de policías, sino de subsanar el colapso material y cultural de los sectores que han ido quedando sucesivamente marginados en este período tan intenso de convulsa transformación económica. Se trata de entender que ahora muchas vidas se sufren como un insulto para las que cualquier ademán es un detonante. Recordar, como decía el periodista argentino Christian Alarcón en un diálogo con Bourgois sobre transas y tiradores que «[e]s el respeto. Es la falta de respeto lo que produce muertes.»
*Imagen de portada por Abey Charrón.