Fernando Picó y las voces de la comunidad
Fernando Picó, Santurce y las voces de su gente
La primera memoria que tengo de Fernando Picó proviene del televisor. Era en un panel en el programa de entrevistas de Carmen Jovet a mediados de la penúltima década del siglo pasado. No recuerdo el tema ni a ninguno de los demás invitados, sólo lo recuerdo a él que insistía en que el tiempo pasado no había sido mejor. Esta insistencia lo ha acompañado en su larga producción historiográfica desde Libertad y servidumbre publicado a finales de los 1970’s hasta Santurce y las voces de su gente, libro que tengo el honor de presentarles. El pasado, en esencia, es muy parecido al presente, gente que lucha por vivir desde su lugar social y cultural.
También ha sido constante en la obra del historiador la historia de diversas comunidades puertorriqueñas: Utuado, Caimito, Carolina, Ponce, Cayey y, ahora, Santurce. Y hablo de comunidades, no de municipios, pues a Picó –me parece– le interesa mucho más la gente que negocia sus intereses desde su conflictiva diversidad, que las ordenanzas y ansias de orden institucional que provienen de los sectores pudientes que han dominado y dominan la acción gubernamental.
Mi primera memoria sobre Santurce, en cambio, es menos precisa. Recuerdo la inauguración del Centro de Bellas Artes, las historias de mi mamá cuando trabajaba en el taller de Rahola en la 15 a principio de la década del 60, los cines Metro y el Paramount a unos pasos y el Fine Arts en Miramar, donde se podían ver películas “raras” y en otros idiomas que no fuera el inglés. Me contaron del dinamismo y la actividad comercial de Santurce, de sus grandes y lujosas tiendas, de los estudios de radio de la WKAQ. Ya un poco más grande, descubría en mi propio viaje a otro Santurce, el de sus barrios: las fiestas de Trastalleres, el jangueo en Altos del Cabro (luego de que lo quitaran de la marginal de la Baldorioty) y luego en la Plaza del Mercado, las fiestas de pleneros en la 23 abajo, los talleres de bomba en Villa Plameras (también hice yoga en el hogar masónico de la calle Las Flores), los merengazos en la Plaza Barceló. Desde mi memoria se reconstituye un Santurce tan variado como la realidad puertorriqueña misma. El mismo que el profesor Picó representa en este libro que presento para decirnos que, no es que el pasado fuera mejor (a pesar de que fue entre las décadas de 1930 y 1950 que la península cangrejera disfrutó de un amplio crecimiento demográfico y económico), sino que la vida siempre es igual. Una realidad de lucha en las que unos tienen más y ordenan a su imagen y semejanza y otros que tienen menos y resisten y luchan por defender sus propias maneras de ser y hacer.
El historiador Picó rescata de los archivos (y aquí uso el término archivo en su acepción amplia que indica ese lugar donde está las pistas del pasado) las voces de la gente de Santurce, dotándolas de nombres y apellidos, delineando sus procedencias, interpretando sus bagajes y herramientas culturales. De manera que, aunque no llegamos a conocer el desenlace de las historias individuales presentadas en este libro, el personaje histórico santurcino va adquiriendo una complejidad en su diversidad social, racial y cultural. Así, el conflicto de tradiciones y “esencias” (jíbaros, negros, americanos, títeres) van nutriendo la dinámica contenciosa de la sociedad puertorriqueña. De igual forma, vamos conociendo las ocupaciones y luchas varias de cómo, y desde cuál lugar social, enfrentaron la realidad de todos por alimentar y cuidar de sus familias. En la lucha por la subsistencia en el medioambiente social de cada tiempo y lugar entran en el juego las identidades con el que los individuos nos demostramos ante el mundo, percibimos (y pre-juzgamos) al otro.
Con el estudio de los censos de población, el “fotógrafo preguntón” del periódico Imparcial y el Libro de Novedades de la Policía, donde se registran cotidianamente muchos de los conflictos entre ciudadanos en la península santurcina, también se describe el proceso de su transición hacia el intento de Modernización en Puerto Rico. Santurce aledaña a la Capital se nutre de la transformación demográfica provocada por el incremento de actividad productiva manufacturera que, luego de la década que estudia este libro, ha de ser la política económica del hegemónico Partido Popular Democrático. Así llegan de los municipios circundantes a la Capital y se establecen los barrios obreros (Trastalleres, Hoare, Barrio Obrero) para trabajar en las fábricas (de fertilizantes, cerveza, la fundición Abarca) y como estibadores en los muelles. De igual forma, Santurce se fue nutriendo de una nueva clase media (administradores, ingenieros, contables y empleados de la burocracia gubernamental). Como también se asentaron en sus lujosas casas barones del azúcar (como Eduardo Giorgetti y Ramón Aboy) y funcionarios continentales de la burocracia colonial. Esta creciente actividad poblacional alentó al comercio, a los revendones, ebanistas, zapateros, barberos; choferes, sirvientes, cocineras, niñeras y jardineros. Descriptivas pinceladas que dotan de nombres y apellidos, color de piel, ocupación y clase social a los habitantes de la península santurcina.
También se describe la modernización tecnológica ejemplarizada con el advenimiento del imperio del automóvil con sus bocinazos, embotellamientos, accidentes de tránsito y su larga lista de atropellados. En éste, como en los demás conflictos, el historiador nos narra cómo los poderosos se van imponiendo: “El automóvil se va apoderando de las calles, no tanto por leyes y ordenanzas, como por la fuerza con que el ciclista, el carretonero, el vendedor, el jinete, el peatón fueron a golpes sacados del pavimento, y el auto llega a reclamar como monopolio, lo que inicialmente había compartido con otras formas de transitar.” (75) Porque al final, el conflicto (siempre es uno aunque se manifieste de muchas y complicadas maneras) se resuelve a la fuerza.
Capítulo aparte tienen los “transgresores” cuyas identidades son establecidas por su desobediencia. Pero confrontamos la dificultad de que sólo accedemos a la “representación del transgresor y su delito realizada por un policía que trata de que su narrativa colme las necesidades de construir un delito procesable en corte.” (106) Así vamos conociendo a los cuidacarros, a los que conversan en las verjas de vecinos que quieren dormir, a los niños que venden chicles en los cines o a los “titeritos” que se encaraman en las guaguas públicas para no pagar el boleto; o a los que duermen en espacios públicos, a los vendedores y usuarios de petardos, las galleras clandestinas, las construcciones sin permisos, las pandillas de niños rateros, los músicos callejeros contratados para llevar serenatas, los que buscan en la basura alguna cosa para vender; pero también transgreden los comerciantes que abren los domingo o feriados, los que fabrican y venden pitorro, los curanderos y comadronas.
El transgresor ha sido un sujeto histórico ignorado a pesar de ser un componente siempre presente en la dinámica urbana. En muchas ocasiones son personas que se van quedando al margen de la circulación productiva y comercial. En el Santurce de mediados del Siglo XX, por ejemplo, “surgió un ordenamiento social en que se honraba la equidad y la igualdad de oportunidades. … [pero que] …eventualmente entró en conflicto con visiones tecnocráticas de profesionales y legisladores que quisieron burocratizarlo todo.” (10)
Se identifica además otros transgresores, los de siempre, identidades impuestas por el resto de la comunidad y asumida para corresponder a sus expectativas y recelos de la mayoría: los tuberculosos y el miedo al contagio, los borrachos gritando en lo oscuro de la noche, los locos en su mundo ajeno y extraño, los niños realengos sin educación formal ni social, un cierto tipo de excedente social producto inescapable de la desigual distribución de las riquezas. El historiador describe este, muchas veces contradictorio, proceso de modernización con relación a la triste situación de los niños abandonados de la siguiente manera: “son niños redundantes, mano de obra proscrita por los estatutos vigentes, súpernumerarios en salones de clases abarrotados, aprendices del desempleo, incómodos apéndices de las estadísticas.” (140) Este largo catálogo de violaciones, pequeñas y grandes, del orden público reflejan a un Santurce diverso, conflictivo, en movimiento, como el de ahora, como el que será a pesar de nuestra larga crisis. De igual forma, estas constantes y variadas transgresiones demuestran a una sociedad violenta en sus convivencias que nos hace preguntarnos: “¿cuánto hemos cambiado?”
También recurrente en el análisis del Picó ha sido la medida del tiempo. La vida de todos se compone de ritmos que van variando de intensidad según la etapa que vivimos y según lo va determinando la señal de los tiempos. Así, los calendarios –sean cívicos, religiosos, escolares, comerciales y políticos– van conformando la vida cotidiana de todos: las diversiones, las penitencias, las responsabilidades económicas y sociales. El registro de estos cambios en el contexto del Santurce de los 30 y 40 del Siglo XX denota “la fragmentación de los lazos de la familia extendida y la secularización de las celebraciones” (192) y es el preámbulo de lo que habrá de suceder en el resto del Puerto Rico mientras se modernizara durante las siguientes décadas.
En una sociedad que se moderniza, los imaginarios religiosos son confrontados con las nuevas influencias que van dotando de sentidos a los santurcinos: las películas de vaqueros o las de charros mexicanos –y en Santurce, hay que recordarlo, habían muchas salas de cine. Pero también están los miedos: al comunismo, a los huracanes, a los incendios, a la criminalidad (entonces limitada a los escalamientos y las agresiones), a las enfermedades contagiosas (tuberculosis, sobre todas), a los encantamientos y maleficios. También se manifiestan los imaginarios sociales en las expresiones de solidaridad (con el prófugo, con los locos, con los enfermos), así como en los prejuicios (de raza, sociales, étnicos-nacionales, machistas) y en los poderes de la política insular y en la inmediatez de la política partidista y municipal (“El poder es real si se traduce en actos concretos de patrocinio.” [204]). Aunque también se reconoce la supremacía de la autoridad metropolitana como se manifestaba a través del gobierno ejecutivo, en los intereses militares y económicos y en el Tribunal Federal.
Fernando Picó concluye: “Lo que ocurre en Santurce en esas décadas es un fenómeno de nivelación social, que aunque no alcanza a todos, produce un ethos urbano común.” (211). La península que conecta a la capital sanjuanera con el resto de la “Isla”, su pluralidad social, étnica y productiva resultó ser un micro-cosmos de la nación y fue presagio de lo que ocurriría después en Puerto Rico durante los años de las “Manos a la Obra” y la hegemonía popular. Su decadencia temprana, tal vez, haya sido presagio de la debilidad del proyecto mismo.
Si escuchamos las voces de la gente de Santurce a través de este texto que nos ofrece Fernando Picó, tal vez podamos empezar a escuchar las voces de nuestras propias comunidades y tratar de encontrar nuestros intereses en común.