Literatura Mundial y Colonialidad: Repensando el Pluriverso
Segunda Parte
Colonialidad de la diáspora: pensar en colonialismo en tres dimensiones
El otro aspecto que me interesa destacar* es precisamente el rol del colonialismo en todo el tema de la mundialización y los desplazamientos. Mi libro Coloniality of Diasporas, que escribí en gran parte cuando me encontraba en la Universidad de Pensylvania colaborando con colegas que se interesaban por el marco de los estudios transatlánticos, fue una invitación a desarticular mi formación disciplinaria para poner mis dos áreas de especialización en conversación. Por una parte, se encontraba mi formación como especialista en los estudios coloniales latinoamericanos, con especial énfasis en el siglo 17, y el caso de la Nueva España. Por otro lado, se encontraba mi trabajo con los estudios caribeños postcoloniales.En ese libro me esforcé por hacer dos movimientos simultáneos. Por una parte, quise conectar mi trabajo con el colonialismo temprano en latinoamérica con mi trabajo en el Caribe. Y por otra parte, quise expandir mis fronteras más allá el Caribe hispano, para pensar el Caribe inglés, francés e hispánico en diálogo y a partir de una comparación de las trayectorias políticas e históricas imperiales/coloniales en la zona. Este gesto, que para algunos podía obedecer a una metodología comparatista y que para otros se trataba simplemente de pensar la realidad histórica de la zona, me llevó a tropezar inevitablemente con el tema de la llamada migración en el Caribe. Y es que en las islas del archipiélago caribeño, la migración es una constante. Sabemos, por ejemplo, que las distintas comunidades arahuacas que vivieron en las islas se desplazaban constantemente entre la América continental y las islas. Sabemos, además, que con la catastrófica entrada de los europeos a la zona llegaron también africanos y asiáticos que muy pronto comenzaron a pensar el Caribe como su lugar de residencia casi definitivo. Muchas de estas poblaciones llegaron a las islas obligados por circuitos coloniales e imperiales. Y de ahí fue que surgió mi enmienda amigable al término de la “colonialidad del poder” de Quijano, para pensar la colonialidad en el Caribe como cruzada muy centralmente por toda una serie de diásporas que transformaron significativamente el modo en que se definían las culturas aborígenes del Caribe. Fue por esta condición distintiva pero problemática del Caribe diaspórico que Sylvia Wynter y José Luis González propusieron (por separado) que la comunidad negra fue la primera que se concibió como nativa en la zona tras la casi extinción de la población nativa.
Estas afirmaciones han sido cuestionadas en el trabajo de Melanie Newton y Sherina Feliciano Santos, porque al privilegiar las diásporas negras y plantearlas como los nuevos nativos se borra completamente la presencia de comunidades, subjetividades y legados indígenas en el Caribe. Sin embargo, a pesar de la supervivencia de poblaciones indígenas en la zona, el Caribe sigue siendo un espacio archipielágico relativamente pequeño en donde coinciden poblaciones desplazadas de Africa, Asia y Europa, que redefinen el entramado cultural en un contexto colonial muy complejo, dada la presencia de franceses, españoles, ingleses y holandeses (y luego estadounidenses) compitiendo con varias poblaciones indígenas y subalternas por el control administrativo y político de diversas subregiones en esta zona.
Por ello, una parte importante de mi trabajo en el proyecto sobre estudios archipielágicos que me ocupa en estos momentos se enfoca en cómo entender los entramados de la creolización en el Caribe, sin aplanar las diferencias que coexisten y persisten en la zona como legados postcoloniales y decoloniales. Afortunadamente hay muchos ejemplos en la literatura que nos permiten pensar colonialismo, desplazamiento y diferencia de un modo que no reduce o borra las tensiones a partir de las cuales se articulan esas nuevas localizaciones de enunciación. En estos textos se visibiliza el devenir del sujeto caribeño como proceso complejo e inacabado. Comentaré muy brevemente el cuento “Página en blanco y staccato” de Manuel Ramos Otero, para ilustrar algunas de estas ideas.
Este cuento explora el descuadre de los discursos de transculturación, mestizaje, y migración cuando se incorporan la perspectiva queer y el tema de la inmigración china al Caribe.
El cuento de Ramos Otero se inspira en el género del thriller detectivesco. Se trata de un relato con una trama circular, que se articula alrededor de dos personajes principales. De una parte, Samuel Fat Candelas, hijo de Ting Yao, chino inmigrante a los Estados Unidos quien va de California a Nueva York con planes de viajar a Cuba, y Milagros Candelas, una boricua que reside en Nueva York, pero que desciende de una estirpe de mujeres hijas de Yemayá que fue traída por un barco holandés primero a Curaçao y de ahí en el siglo 19 a Puerto Rico. A una de estas antepasadas de Sam Fat, la había quemado en la hoguera el tercer obispo de Puerto Rico, Nicolás Ramos de los Santos, en la Calle Mondongo en la isla de San Juan, Puerto Rico.
Como el padre de Sam muere antes de que nazca el niño, Milagros cría a su hijo como puertorriqueño y como santero, y le inculca la historia de venganza contra el descendiente del obispo que asesinó a una de sus ancestras, un escritor de apellido Ramos. Sam Fat se convierte en investigador privado y pone un anuncio en el periódico para encontrar a su víctima. El otro personaje es el escritor, figura con varias referencias autobiográficas a Ramos Otero, quien se encuentra ya enfermo de SIDA, y busca a un doble del escritor (referencia al otro escritor de la década del setenta, Juan Antonio Ramos). El encuentro de ambos personajes desencadena una serie de tramas paralelas que sugieren que Sam Fat ha planeado el encuentro con el escritor para matarlo en venganza por el agravio a su ancestra, y que el escritor ha planeado el encuentro con Sam Fat para que éste lo mate, clausurando de ese modo una historia de amor trunco entre ambos.
Arnaldo Cruz Malavé y Jason Cortés han estudiado las estrategias narrativas del cuento en el trabajo que se hace con el yo autorial y la búsqueda el otro, y el juego de planos de la trama en diálogo con Borges, Cortázar y Levinas. Cruz Malavé analiza muy cuidosamente la correlación entre el trabajo con el yo autorial ficticio y el tema del asesinato en varios cuentos de Ramos Otero, y cómo en ese ejercicio hay una meditación sobre la autoridad y la autoría, así como un cuestionamiento al rol patriarcal del narrador en la literatura de la década del 1950 en Puerto Rico (240-242): “la obra de Ramos Otero marca un impasse, remite incesantemente a la dialéctica entre la generación antecesora y su generación, entre el yo unitario patriarcal, y el dialogismo deconstructor, sexualmente polimorfo” (242). A mí me interesa revisitar la relación entre ficción e historia, tema muy importante en el pensamiento de Ramos Otero (y que elabora en su ensayo titulado “Ficción e historia: Texto y pretexto de la autobiografía”), para llevar a cabo una lectura en la que se trazan narrativas diferentes sobre la boricuidad afro-asiática. En los relatos de Ramos Otero el entramado étnico, religioso y cultural interrumpe las metanarrativas criollas blancas de la hispanidad puertorriqueña, para traerlas a la orilla de lo caribeño translocal, negro, chino, y queer.
En el cuento de Ramos Otero la negridad ocupa un lugar simultáneamente fundacional e invisible. El elemento negro entra en la historia a través de dos personajes, Sam Fat y su madre Milagros Candelas, boricua emigrada a Nueva York. La negrura de Milagros es ancestral y se traza a partir de un linaje femenino:
La madre de Milagros se llamaba Madama Candelas y su nombre acusaba sin tapujos la furia de un remoto agravio. La abuela de Milagros, había sido Madama Candelas Humphreys Johanes, quien fue hija de Yemayá, como lo había sido su madre y la madre de su madre hasta la primera mujer cuya cabeza había sido iniciada en el Valle de Ifé (sic), antes de que un barco negrero holandés las desarraigara hasta el Caribe y a ella le tocara un nacimiento en la isla de Curaçao y luego, en el siglo 19 puetorriqueño, terminara siendo esclava en el ingenio cañero de Vieques y con alegría y pañuelos blancos deshilachados en el viento, hubiera dicho adiós a los españoles que se fueron con el rabo entre las patas en 1898, para que luego recibiera con los mismos pañuelos y la misma alegría a los norteamericanos que llegaron a Vieques ese mismo año. (77)
Milagros viaja de Puerto Rico a Nueva York durante la gran migración de la década del 1940 y allí conoce al padre de Sam Fat.
La negritud de Sam es, sin embargo, contextual, no biológica o genética: hijo de chino emigrado a Nueva York via California, y de Boricua emigrada a Nueva York, tras la muerte de su padre, el niño crece como boricua ectópico:
Desde el momento en el que vio al recién nacido, supo que el niño sufriría la agonía del rechazo. Sam Fat había heredado de su madre la negrura de su piel; había salido a su padre en el pelo de aguja, las facciones mongólicas y el ensimismamiento. Los chinos nunca lo aceptaron como uno de ellos (no sólo porque su madre no lo era, sino porque nadie supo enseñarle ni la lengua ni las tradiciones chinas); los puertorriqueños trataron de ser más tolerantes, pero en el apodo que le pusieron al niño antes de que aprendiera a hablar, Chino, se advertía un tono abusivo de rechazo (Ramos Otero, “Página en blanco…” 76)
Milagros inicia al hijo en la santería, como hijo de Orunla (también Orunmila y Orula, orisha de la sabiduría, el conocimiento, y la adivinación, oráculo supremo del destino humano) y le enseña cuentos sobre la isla. Cuando la madre se enferma y se avecina el fin de su vida, Sam la cuida y regresa con ella a Puerto Rico, “preparado para volver a un lugar que nunca había habitado nada más que en cuento” (83, énfasis mío) y allí hereda la historia de venganza de sus ancestras que le resulta completamente “uncanny”, porque se trata de un regreso a un lugar de origen en el que nunca ha estado antes:
Otra tarde, el crepúsculo los sorprendió en una playa con acantilados de rocas negras; allí se sentaron en la arena y sobre una alfombra de paja Milagros echó sus 16 caracoles y se los leyó a Sam Fat. Hijo de Orunla, le leyó, maestro del pasado, presente y futuro; ése es tu compromiso, si lo quieres. San Fat percibió en las palabras de su madre la fuerza de la venganza. Pero ese mundo de orishas no era su mundo como tampoco lo eran aquelllas ruinas tropicales ni las crónicas de los mandarines chinos. (83-84)
En este relato, el fundamento mulato y negro del Caribe hispano se representa por medio de los accidentes de la diáspora, y el elemento translocal vulnera las narrativas telúricas de la identidad nacional, tanto boricua como china. Milagros y Sam son claves centrales de la complejidad de las identidades cubanas y boricuas, pero no son la respuesta completa a la interrogante por la identidad, ni ofrecen la posibilidad autenticista de la continuidad indígena con el territorio insular (cuestionando en parte la propuesta de Wynter sobre la indigenización negra en el Caribe). En ambos casos la narrativa nacional se ve interumpida por dos coordenadas alternativas que complican y hacen más densa la trama nacionalista en el contexto de las diásporas forzadas y el colonialismo extendido del Caribe insular hispánico.
En el relato de Ramos Otero, la conjunción orientalista y queer se encarna en el personaje de Sam Fat, quien desciende de un chino que llega a Nueva York vía California y entronca con la historia boricua por medio de su contacto con la diáspora puertorriqueña en Estados Unidos. Sin embargo, la presencia de Sam Fat como chino boricua y negro abre la puerta al tema de la presencia de chinos en Puerto Rico, que ha estudiado José Lee Borges en su libro Los chinos en Puerto Rico.
Aunque mucho menor que el caso de Cuba (José Lee Borges ha identificado unos 350 casos de chinos que llegaron a Puerto Rico entre 1865 y 1880), más tarde Puerto Rico recibirá una significativa inmigración chino-cubana que se convertirá en una arista poco explorada de la puertorriqueñidad:
Los habitantes del Archipiélago Chino son hombres laboriosos, y la postración de aquellas islas se debe a su despótico Gobierno, que no tiene más ley que su capricho, ni más razón que el sable del mandarín; y agobiados bajo el peso de una religión supersticiosa y tiránica que impide el desarrollo de la inteligencia. Estos hombres apartados de su país natal, trasladados bajo nuestro Gobierno sabio, equitativo y justo en presencia de nuestra santa religión; después de concluido los ocho años de su empeño, podrían ser hombres muy útiles a sí mismo y al estado.” (El Ponceño, 12 de marzo de 1853, p. 1)
Argumento, sin embargo, que la importancia de Sam Fat en el relato reside en que su relación homoerótica con el escritor se desarrolla como una con-fluencia de la diferencia inexplorada en las coordenadas de la puertorriqueñidad (tramitada por medio de la imbricación de la negridad, la identidad china y el elemento queer) que tiene ecos de la “relacionalidad de la diferencia” que comentaré en más detalle en la próxima y última entrega de este enayo:
Los ojos de Sam Fat se quedaron abiertos, viendo caer la capa de la lluvia del hombre, anticipando que cuando su cuerpo se despojara de todo, que cuando el hombre estuviera tan cerca, su aliento no dejaría que sintiera escalofríos y entonces su carne, tan húmeda como el casco de un juey, lo arroparía. Por primera vez Sam Fat probó el sabor del mar y supo lo que era ser una isla. Estaba saliendo el sol por los cristales del techo cuando el hombre le dijo: Yo cuento cuentos y hace mucho tiempo que estuve esperando a Sam Fat para inventarlo. Pase lo que pase yo contaré tu cuento. (Ramos Otero, “Página en blanco…” 82-83, mi énfasis)
El encuentro homoerórico, aunque aparentemente legitimador para ambos personajes, no se ajusta al género de la historia de retorno a una identidad nacional orgánica, ni reside cómodamente en el libreto de la historia de amor. Tampoco se trata de ese momento clave del erotismo sobre el que piensa Audre Lorde en su ensayo “Uses of the Erotic: The Erotic as Power”, en donde el erotismo y la sensualidad reducen la amenaza de la diferencia. El encuentro del protagonista y el antagonista se trata en realidad de un ejercicio de ficción en el que un “vínculo milenario” (Ramos Otero 71) o un “anacronismo étnico” (Ramos Otero 88) cierra un ciclo de venganza mutuo ante la violencia impuesta por el discurso nacionalista boricua contra las subjevidades negra, china y homosexual al mismo tiempo. En otras palabras, lo que le interesa a Ramos Otero es utilizar la imaginación y la ficción para vulnerar los puntos ciegos, los silencios, y las omisiones sobre los que se fundamenta la homogeneidad del discurso hispanófilo, criollista y nacionalista en Puerto Rico. Este relato habita, precisamente, el territorio incómodo entre autobiografía, historia y ficción. Hay en ese terrritorio varios relatos simultáneos. El cuento de la puertorriqueñidad no gana la partida aquí. El cuento del escritor que contradice las metanarrativas de la historia, la nacionalidad e incluso la misma autobiografía es el que se impone al final. El acierto de Ramos Otero es utilizar la novela detectivesca, y el desdoblamiento borgiano de la acción (elaborado en su relato “La muerte y la brújula” ) para cuestionar el tema de la hermandad nacional propuesta por Benedict Anderson en su reconocido libro Imagined Communities y para reclamar por medio del asesinato mutuo un lugar en la historia de la ficción que ha sido negado en la ficción de la historia.
En la próxima y última entrega de esta columna discutiré nuevos métodos de análisis comparatista para teorizar una relacionalidad de la diferencia.
(Continuará…)
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* Nota de la autora: Presenté este ensayo como plenarista en el Congreso Graduado de la Universidad de Pennsylvania titulado “¿De dónde venimos y hacia dónde vamos?: Migraciones, diásporas y desplazamientos en la literatura de América Latina y la Península Ibérica” que se llevó a cabo el 28 y 29 de febrero de 2020. Compartiré el contenido de la ponencia plenaria en tres entregas aquí en 80grados.
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