Lluvias, truenos, elecciones
Para Ángel Santos: Por lo que he aprendido de ti.
Cada cuatro años, en año bisiesto, calculado para ajustar nuestro calendario a la órbita de la Tierra en torno al sol, en Puerto Rico llueve, llueve sin cesar hasta saturar la tierra, el aire y todo nuestro aliento; llueve hasta que el suelo no aguanta más y se desliza en caravanas en nuestras autopistas, llueve hasta cortar el tráfico en las conversaciones más elementales que no pueden competir con los truenos de las tumbacoco al otro lado de las ventanas; llueve obsesivamente un tema desbordante: las elecciones. Llueven también los meteorólogos con sus anuncios y predicciones de las marejadas de las encuestas, los anuncios de tormentas próximas y las amenazas de malos tiempos; las recaudaciones de fondos para evitar un desastre y la recolecta de provisiones para un lugar seguro, por si sucede lo peor. En el embate del huracán, para muchos parece no quedar otra opción que escamparse a la orilla del camino, para esperar a que pase la tormenta y poder seguir con la Visa, perdón, con la vida, como de costumbre.
Poco se habla, sin embargo, de la posibilidad de mirar con un poco de distancia, no ya los detalles que nos halan de aquí para allá con la ventolera o la lluvia que nubla los cristales sin parabrisas, sino el fenómeno mismo que de tal manera reorganiza nuestra atmósfera.
Si tomamos un poco de distancia y dejamos que el sol y el aire nos sequen un poco, pudiéramos quizás ver que el fenómeno de las elecciones es a la vez, algo más y algo menos de lo que parece ser.
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La idea de que cada cuatro años «decidimos el futuro del país» es pura metáfora. Y no que las metáforas sean menos reales por ser metáforas; sino que su significado tiene otras dimensiones que trascienden la literalidad. En un primer plano, un futuro que se vislumbra dentro del marco de los próximos cuatro años -hasta el siguiente momento de «decisión»- es escasamente una verdadera perspectiva de futuro. Se trata más bien de una decisión pertinente al presente extendido; de una elaboración de lo que estamos viviendo y cómo lo estamos viviendo. La sensación de que el «cambio de gobierno» no genera más que «más de lo mismo», tiene que ver en parte con esto. Sucede que las fuerzas que típicamente se movilizan en periodos de elecciones no son tanto las fuerzas de nuestro futuro -las que anticipan el cambio en la medida en que nos disponen a asumir nuevas responsabilidades-, como las de nuestro presente inmediato: las de los miedos y aspiraciones, deseos y resentimientos que permean nuestra vida cotidiana. Así los procesos y resultados de las elecciones son más indicativos de cómo entendemos y reaccionamos a nuestro presente, que de cómo visualizamos un futuro.
Posiblemente por esta razón, por la reducida capacidad de satisfacción que tienen las esperanzas, planes y expectativas visualizadas a tan corto plazo (cuatro años, ocho años, o dos generaciones), nos tranquilizamos colectivamente con inflar de manera desproporcionada el poder decisivo de «las elecciones» sobre nuestra vida social. Si aportar un voto entre millones es una triste y escurridiza forma de canalizar nuestras aspiraciones de futuro, al menos podemos celebrarlo de tal manera que no nos queden después energías para la desilusión. Hiperinflado de significado, alboroto y peso simbólico, el acto de votar nos prepara poco a los votantes para las más sobrias realidades de este proceso.
Es que la democracia se sostiene en la medida en que convierte esta singular instancia de intervención y participación ciudadana en el foco (a veces obsesivo) de su atención, convirtiéndolo en la culminación del ejercicio del poder por parte de ciudadanos. Pero de manera más profunda, lo que se celebra con una elección es la delegación del poder de tomar decisiones. Dudosa celebración. No obstante, en nuestro país como en la diplomacia internacional, la posibilidad de votar en «elecciones libres» se convierte en medida de la satisfacción de las libertades humanas fundamentales. Una pobre vara de medir si se trata de escoger la manera más sabia de entregar nuestro poder.
Porque, como todo, la democracia tiene sus límites. Fundamentada en la transferencia de poderes, busca representar a sus ciudadanos y generar consensos, pero cuenta con muy limitada capacidad para hacer presente (o presentar) lo singular y lo específico, lo complejo e irreducible, de nuestro mundo de relaciones sociales. Transferida la responsabilidad, no queda para los ciudadanos la necesidad o el imperativo de estudiar, por su propia cuenta, los detalles, matices y las complejidades de los asuntos que confrontan todos los días. Y queda poca motivación para asumir responsabilidades concretas y tomar decisiones con consecuencias. Eso le toca a los que nos representan, que «para eso se les paga». Así, podemos vivir toda una historia rodeando, evadiendo, nuestra injerencia en el presente y el futuro que vivimos. Mejor si lo podemos hacer en consenso, porque confundidos entre las masas de una opinión generalizada podemos camuflar nuestra responsabilidad para con nuestro propio entendimiento. Cuestionable es también la mínima cuota de responsabilidad social (de verdadera responsabilidad social) que exigen las democracias. En países con democracias bien establecidas se vive en ocasiones el insípido resultado de que ejercitar el voto y cumplir con las leyes se acepta como suficiente crédito para cerrar nuestras cuentas con la colectividad, y poder retirarnos a disfrutar, tranquilos y sin cargos de conciencia, de nuestra individualidad (a todo volumen).
Mucho de lo que somos como colectivo, sociedad y comunidades, se gesta, sin embargo, en los márgenes del terreno sobresaturado -sobrepoblado y sobresignificado- de lo que se le llama, en el sentido más popular, la política. Son muchos los actos cotidianos que trascienden sus implicaciones y expectativas, como son también muchas las personas que están excluidas de su territorio: «indocumentados», o indigentes, o ciudadanos con papeles, pero sin la letra para entenderse con la técnica de las leyes. Personas, en un profundo sentido, al margen de la ley. Porque la vida social existe antes que, alrededor de y a pesar de las leyes, pero la democracia ha evolucionado para insistir en que las leyes son un lenguaje universal, elemento central y autoridad última en nuestras vidas. El aspecto más opresivo de la democracia es quizás este culto a las leyes, que si no son buenas se justifican con «…pero es la ley» y que no pueden ser interpeladas si no es con su propio lenguaje. El frío de los tribunales es el frío del desamparo de leyes criadas para sobrevivir a los seres que las crearon. Lo más trágico es, quizás, la duda que siembran ante los gestos de bondad y de buena voluntad no previstos ni protegidos por la Ley. Con esta duda, el mundo de nuestras relaciones más inmediatas se vuelve estéril: porque no nos atrevemos a confiar si no hay una cláusula escrita que nos salve de responsabilidades indeseadas; porque aunque el amor sea una de las experiencias más sublimes, dejamos que sea administrada y resuelta por jueces en vistas públicas; porque se nos va la vida en llenar papeles que confirman que existimos y preferimos tomar la firma, que tomar la mano de alguien.
Y así entregamos el poder, cada cuatro años, cuando emitimos un voto. Más que celebrarlo, más que convertirlo en el fenómeno atmosférico que nos arrebata el aire cada año bisiesto, tomemos la ocasión para regresarlo a su lugar en el amplio paisaje de nuestra vida social. Tomemos un tiempo para cultivar los márgenes de la democracia: todo lo que fluye y funciona más allá de las leyes, lo que no necesita los consensos y que no nos requiere delegar en otros lo que podemos hacer nosotros. Y quien aún tenga energías, que emprenda el camino de la única fuerza que es tan subversiva ahora, como en los primeros tiempos de la humanidad, y que es igualmente radical en cualquier punto del espectro político: la compasión y el amor desregulados, que no se comprometen con causas, sino con la impredecible belleza, fragilidad y propósito de cada uno de los seres que nos acompañan en caminos y caravanas, en acuerdos y desacuerdos.
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Pero el voto puede seguir siendo un buen ejercicio. No sólo por ser una pequeña contribución al cambio de clima, sino también por su capacidad de abrirnos preguntas. Porque, después de todo, el voto sigue siendo un importante símbolo (o metáfora) de la toma de decisión en nuestro país. Y porque, de la misma forma, nos presenta siempre encrucijadas, y toda encrucijada tiene la capacidad de acercarnos a algún tipo de sabiduría.
Sólo que quizás, en estos tiempos, la sabiduría que nos trae votar es distinta a la militancia y a las consignas que con tanta convicción anuncian bocinas, pasquines, marchas y las redes sociales. Pudiera ser una invitación a pensar nuevamente quiénes somos cada uno de nosotros dentro de los colectivos que nos sostienen. Una oportunidad para rebalancear dos atrofias de la democracia: la hiper-centralidad de los individuos (el «yo»), y a la vez, su invisibilidad entre las «masas». Las furiosas exigencias de «hacer tu voz sentir» en la toma de decisiones colectivas -y el subsiguiente «lavado de manos», si los resultados no nos satisfacen, o la tranquila complacencia, si sí- podrían ser matizadas por una comprensión de los terrenos que se movilizan y que deben ser movilizados para producir las transformaciones deseadas. Más allá de los territorios de «la política» y sin ampararse en la defensiva de que «el pueblo tiene lo que se merece». A la vez, la aplastante autoridad que se le da a los consensos y a la «opinión» de las mayorías -que con demasiada frecuencia se emplean para sofocar la diferencia de opiniones y emboscar la posibilidad de un verdadero diálogo, al presentar de antemano a las posturas divergentes como inaceptables (por conservativa o por inconforme, por irracional o amoral) -podría ser complementada por una conciencia más aguda de la productividad de los desacuerdos y del cuestionamiento de los consensos, sin por ello, menospreciarlos. De la misma manera, puede ser una buena oportunidad para retirar la acción del voto de la pantalla pública y examinar las razones individuales que nos llevan ejercitarlo. Más allá del ejercicio racional que se exige de nosotros (y que cada sector político reclama, a su manera, de los votantes), me refiero al ejercicio ético y poético de tantear los íntimos motivos y posturas que nos impulsan a tomar una decisión -o a hacer una elección. Poético, porque pide fineza para deslindar las verdaderas razones, de lo que se presentan como razones de verdad. Ético, porque es una práctica que, desde lo privado, se dirige a lo compartido, para devolvernos un reflejo de quiénes somos en los aguaceros de la vida.
Elegir un camino, la esperada resolución de una encrucijada, implica no sólo una decisión de dirección, sino, sobretodo, la decisión de ponerse en movimiento sin necesariamente saber a dónde llegar. Al margen y más allá de los resultados evidentes, hay verdaderas posibilidades de «decidir el futuro»: sin exigir que el mundo piense como nosotros y sin tener que convencerlo a toda voz, podemos comenzar por pensar, con calma, con cuidado, con honestidad, con compasión y a largo plazo, por nosotros mismos. Sin tener que saber a dónde llegar.
Y así, con el silencio del sol que evapora la lluvia y seca el suelo, sabremos que nuestras pequeñas decisiones cotidianas son algo menos, pero también algo más, de lo que parecen ser.