Los estragos de la infantilización
Quizás el significado más profundo de la infancia sea justamente el acontecimiento de irrumpir en el devenir del tiempo de la vida instalando y haciendo patente de modo frágil y silencioso la novedad de lo humano.1
Hace unos años atrás, escuché un slogan publicitario del Departamento de Salud de Puerto Rico que me perturbó particularmente. Estaba destinado –en principio– a prevenir el suicidio en niños y adolescentes y decía algo así: “que ningún niño tome su vida en sus manos”. Se trataba a mi parecer, de un planteamiento ambiguo y equívoco, pues aunque la intención apuntaba a promover la idea de que ningún niño se suicidara, el slogan podía escucharse desde otra perspectiva mucho menos alentadora: la de que ningún niño se hiciera cargo de su vida. “Tomar su vida en sus manos”, entendiéndolo como hacerse cargo de sí, tendría que ser el horizonte y el esfuerzo de cada cual. La apuesta sería clara: salir de la tutela del otro para desplegar los propios recursos y cultivar la potencia del deseo que habita en cada cual. Tomar su vida en sus manos es asumir la propia voz, en una apuesta por salir del lugar del infans que conjuga la incapacidad y el mutismo con la ausencia de perspectiva y de responsabilidad.Infancia, infante, infantería, infantil, infantilización. Todas estas palabras provienen del latín infans, que hace referencia a aquel que no tiene voz, ya sea porque no ha aprendido a hablar, porque legalmente no se le reconoce el derecho a la palabra, o porque ha renunciado a ejercerla. Proveniente del verbo fari, implica la incapacidad de hablar pero enfatizando en el fracaso para poder expresarse de una manera inteligible para los otros. De ahí que sea otro –la madre, el padre, el maestro- quien hable por el infans, interpretando, traduciendo y por lo tanto suscribiendo la carencia de expresión pública del niño, aunque este tenga los recursos para hablar. Y aunque este espectro de declinaciones comparten el mismo origen etimológico, no es lo mismo hablar de la infancia, de lo infantil y menos aún de la infantilización y sus estragos.
Sabemos que la infancia suele considerarse como el primer tiempo de la vida del sujeto, que queda inscrito en la memoria como dulces o trágicas hojas del pasado y que supone ser superado con el correr de los años y de las experiencias de la vida. La infancia es el tiempo de la asunción de un lugar que espera al infante desde antes de nacer, tiempo de ser bañado por el lenguaje y por todas las exigencias y expectativas que la familia y la cultura ponen a jugar. Desde que un infante llega a la vida, tiene que cargar con sus propios avatares pero también con el peso de los sueños, las decepciones y los fracasos, las palabras, los silencios y secretos de los adultos que le rodean, así también con el contexto en que sus vínculos mas primarios se inscriben. La infancia no es solo entonces un desarrollo lineal y cronológico de eventos, ni un proceso observable y objetivo; se trata también de un conglomerado de experiencias primarias y de acontecimientos que el sujeto irá inscribiendo e historizando y que dejarán marcas imborrables con las que el sujeto tendrá que lidiar.
Legalmente, la infancia es el periodo que cubre desde el nacimiento hasta el cumplimiento de “la mayoría de edad” o el alcance de la emancipación. Ante la ley, el infante no es civil ni penalmente responsable de sus actos y requiere de un tutor que se ocupe, decida y hable por él. Las ciencias naturales y la medicina establecen un término o límite relativamente claro a la infancia, vinculado con las transformaciones del cuerpo y la sexualidad que se juegan con la irrupción de la pubertad. El final de la infancia, es desde esta perspectiva, un asunto fundamentalmente biológico cuyo corolario implica haber alcanzado la capacidad de reproducción como función principal de la sexualidad humana. Señalando y reconociendo en mayor o menor grado el impacto y las variaciones de lo cultural y lo social, la psicología y otras ciencias sociales han intentado con dificultad perfilar el final de la infancia estipulando que remite al momento en que el sujeto alcanza una “madurez psico-afectiva” o un cierto nivel de autonomía que da paso a otra etapa del desarrollo, la adolescencia. De mas está decir la compleja tarea que tienen esas ciencias que no son naturales para determinar el término y la posible salida de la infancia. La madurez, del latín matures, remite a lo que ha llegado al punto de sazón pero también reenvía a lo que llega pronto y oportunamente. Podríamos entonces decir que la infancia y sus posibilidades de salida, son un asunto de tiempo oportuno, ya no solo cronológico y lo que determina su término está íntimamente vinculado con el momento histórico y cultural así como con las formas en que se experimenta y se va significando ese momento particular de la vida humana.
Por otra parte está lo infantil, marca ineludible e insuperable de lo humano, que opera como un remanente del funcionamiento mas primario del psiquismo y que desafía la cronología y el desarrollo. Es un retazo intemporal de la vida anímica, trenzado de afectos, memorias y vivencias, que vuelven e insisten, y que marcan nuestra extraordinaria fragilidad, el vértigo de nuestro desamparo mas primordial y la imposibilidad de alcanzar los ideales tan anhelados de madurez y satisfacción. Lo infantil nos habita mas allá de la infancia y se hace presente en nuestra insaciabilidad y en nuestra continua insatisfacción. Se perfila en la angustia que emerge con el dolor incontrolable y con los miedos, con el riesgo de una pérdida y la amenaza de un daño, con la opacidad de la envidia y de los celos, y con la insostenible incertidumbre de lo que puede pasar. Se atisba sin duda en las ilusiones amorosas, en las fanfarrias de los “ganadores”, en las reivindicaciones del “yo me lo merezco”, y en los anhelos y las demandas insistentes de que alguien o algo venga a salvarnos, a hacer justicia o a darnos la razón. Es la irrupción de lo infantil lo que nos lleva a buscar ayuda: los médicos, los psicólogos, los consejeros, los educadores, los maestros, los jueces, los ministros, los sacerdotes, los “coaches”, los astros, las instituciones. Desde lo infantil y su álgido desamparo, el humano se dirige a otro a quien le supone un saber, un soporte, una esperanza, una guía, la mitigación del sufrimiento, el sosiego de una expectativa, el consuelo ante lo inevitable.
Salir de la infancia y poner en su justa perspectiva las exigencias infantiles es un asunto complejo y ligado a los tiempos y discursos que dominan cada época. En este inicio de siglo XXI, los requerimientos de la infancia así como los reclamos de lo infantil encuentran un eco de peligroso y abrumador talante, en las respuestas articuladas bajo la lógica de la infantilización. Como su propia definición indica, se trata de una estrategia que favorece, mantiene e incluso exacerba los rasgos y características propias a una mentalidad infantil, eximida de responsabilidad y de capacidad de cuestionamiento, contraponiéndose entonces a la autonomía y a la independencia de pensamiento y acción de cada cual. La infantilización es el sometimiento y la exaltación de la puerilidad, de aquellos rasgos mas banales de la infancia que dan paso a generaciones de adultos infantilizados. Se compone del trenzado de ofertas de protección, seguridad, sentido, simplificación, placer, inmediatez y completa satisfacción.
Es un discurso que atraviesa casi todas las esferas de nuestro cotidiano: hablar de los baby boomers como un significante que representa a toda una generación, ¿no es acaso una clara ilustración de la apuesta por la infantilización? El discurso publicitario es también una muestra inequívoca de esa tendencia: su simplicidad reiterativa, su lenguaje limitado y de rápido acceso, carente de reflexión y de complejidad ha ido dando paso a la lógica del baby food, que no solo infantiliza los paladares, sino que disminuye y contraria las posibilidades de adquirir y desplegar un lenguaje apoyado en el cuestionamiento, la perspicacia y la insumisión. Es quizás por ello que cada vez hablamos con menos palabras y nos acomodamos a modos de “comunicarnos” predecibles y limitados al caricatural espectro de los clichés, los slogans y los emoticones.
Ese discurso convoca lo infantil que late en cada cual a través de la seducción de los slogans publicitarios: «Tu te lo mereces; El cuerpo te la pide; Solo hazlo; Lo imposible es nada; Porque tu lo vales; Eficacia que protege; Satisfacción sin límites; Hacemos lo que se te antoja; Toma lo bueno; Pide más»; entre muchas otras. Se trata de propuestas muy bien pensadas para estimular esa vertiente pueril que nos habita; verdaderas campañas de militancia comercial que convidan a formar parte de incontables pelotones de infantería participando de batallas de las que no se quiere saber a qué remiten. Cada cual puede encontrar una forma de participar de esta militancia del consumo, en donde las marcas del mercado advienen a ser ofertas de identificación imaginarias que no convidan a la reflexión sino al disfrute y al goce.
La infantilización ha permeado todos los modos de hablar y de intercambiar palabras incluyendo aquellas que fluyen en las intimidades e intercambios amorosos: las parejas que se convocan con palabras como bebé, papi, mami, papá o mamá, m’hijo o m’hija, ponen en perspectiva la difícil asunción del lugar de la independencia, condición de posibilidad para una vida en común y un parentesco que no esté marcado por la confusión y los desbordes imaginarios. Otra ilustración la encontramos en los modos de nombrar con diminutivos –con los que se sustituyen los bellos nombres de nuestra lengua–, o con el sufijo “junior” opuesto al “senior”; nominaciones que parecieran cristalizar a los sujetos en lugares infantiles ajenos al paso del tiempo y a las posibilidades de emancipación.
Como no pensar aquí lo que planteaba Alexis de Tocqueville al hablar de la deriva de las democracias hacia el despotismo: «Un poder inmenso que busca la felicidad de los ciudadanos, que pone a su alcance los placeres, atiende a su seguridad, conduce sus asuntos procurando que gocen con tal de que no piensen sino en gozar (…) Un poder tutelar que se asemejaría, a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero que, por el contrario, sólo persigue fijarlos irrevocablemente en la infancia.» Cuanta actualidad tienen estas palabras del pensador del Siglo XIX que atisbaban la inmensidad de un poder tan cautivante como despótico cuya pretensión era asegurar a los ciudadanos, el paso de la cuna a la tumba gozando simplemente, sin la incomodidad de pensar, sin las incertidumbres de desear y sin las preocupaciones y riesgos de vivir.
El empeño en la infantilización atraviesa la vida humana, desde la infancia hasta los últimos años de vida, los cuales son tratados cada vez mas con particular desdén y desde la mas obtusa de las ignorancias. Esa tendencia a considerar, tratar y reducir a los ancianos al lugar de infantes, pierde de perspectiva algo esencial: son sujetos que han vivido y mucho, y cargan en sus espaldas el peso de la historia y las experiencias de aventuras y desventuras que sin duda tendrían mucho que aportarnos. Y sin embargo, se les trata como niños: regañándolos, privándolos de la palabra, de sus pertenencias y de sus objetos, destituyéndoles de sus posibilidades de decidir y poder seguir haciéndose cargo de sí, en la medida, claro está, de sus posibilidades. Esa autarquía adquirida al precio de enormes esfuerzos, parecería colapsar ante el peso de las múltiples pérdidas que sin duda viven, pero también ante el gravamen social y afectivo de la infantilización.
Y qué decir de los modos en que se infantiliza a los niños y a los adolescentes, a través de estrategias que no dan espacio para el despliegue de la palabra y del lenguaje y cuyo propósito es volverlos moldeables y adaptables; por eso se habla cada vez menos y solo se escucha el eco de lo que se quiere escuchar. El cotidiano actual de los niños y los adolescentes discurre entre instituciones educativas que cultivan la puerilidad, y hogares, en donde padres infantilizados e infantilizantes sobreprotegen, menosprecian o compiten con sus hijos pues no toleran que estos vayan encontrando su propia voz y asumiendo sus propios caminos. ¿cabría entonces preguntarse cual sería la brújula que permitiría orientarse en medio de tanta confusión?
En la clínica resulta particularmente peligrosa esa deriva hacia la infantilización de los pacientes. Sabemos que quien busca ayuda lo hace desde lo infantil, es decir, desde el desamparo, la impotencia y la insatisfacción. Habría entonces que acoger esa demanda sin por ello asumir el discurso de la infantilización que conlleva un acto simbólico de destitución y deja al sujeto sin voz y sin posibilidades de hacerse cargo de sí. Nadie puede decirle al otro cómo empezar o terminar una acción vital, nadie puede enseñarle a desear, a amar o a vivir. No hay libro, receta, ni coaching que valga. Tomar la vida en sus manos no es otra cosa que aprender a hacerse cargo de sí; es un proyecto que exige la persistencia de un compromiso vital, que tiene como horizonte el reconocimiento de los límites y el despliegue consecuente de acciones y palabras trenzadas por la lucidez y la responsabilidad; solo así se podría poner en perspectiva el precio que se paga por someterse al yugo de lo infantil y al cautiverio de la infantilización. Se trata entonces de una cuestión no solo clínica sino ética.
Bien lo decía Immanuel Kant, en su pequeño ensayo sobre la Ilustración: el hombre tendría que salir de su culpable minoría de edad. Esa minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento!
- Rocheti, C. (2005), La experiencia de la infancia: su significado en la propuesta de “Una filosofía para niños”. Childhood and philosophy v1, num 2, dic 2005. [↩]