«Los pies de San Juan» de Eduardo Lalo: cuerpo, fotografía y escritura
Hay piezas de madera transversales, cubiertas de pizarra, que marcan líneas azules en las frágiles paredes de un edificio (…). Allá se ven alféizares de ventanas deterioradas, ennegrecidos, con delicadas esculturas apenas visibles, que parecen harto ligeros para sostener el tiesto de arcilla oscura donde crecen claveles o los rosales de alguna pobre obrera. Más lejos se divisan puertas guarnecidas de enormes clavos, en las que trazaron nuestros antecesores jeroglíficos domésticos cuyo sentido no se descubrirá nunca. Tan pronto se ven allí los caracteres con que un protestante hizo constar su fe (…). Algún burgués ha dejado grabada las insignias de su nobleza parroquial, la gloria de su olvidada regiduría. Toda la historia de Francia está allí.
-Honorato de Balzac
He muerto tanto en San Juan, en las piedras donde hubo indios, en las iglesias donde hubo blancos, en las calles donde hubo negros. Con sus huesos y sus sueños me cubro todas las noches, soy lo que fueron y son, y me revivo.
-Magali García Ramis
La ciudad es un texto; el texto es una ciudad. Se sueña la ciudad, se planifica fuera de su entorno, se impone un modelo a escala en planos, dibujos y maquetas para luego trasladarlo hacia su destino donde será fundada, construida. Se piensa el texto gracias al desvelo, se lee o se investiga, se organiza, se lleva a la letra y se imprime el libro que llenará un hueco en el estante de una librería. Pasa el tiempo, al inicio el asombro por la novedad, fachadas elaboradas de edificios, ricos balcones, sólidas y bronceadas puertas, acogedores interiores, la sala, la cocina, la habitación y el patio de la vivienda. Se ven plazas soleadas, calles de relucientes adoquines, tránsito de gente en armonía con el lugar. Luego aparece el abandono, la soledad, la podredumbre. Transcurre el tiempo, acontece la lectura inicial del libro para el goce o disgusto, luego el polvo imperceptible sobre su lomo, aún reluciente, todavía cerrado; permanece allá, ansioso por alguien que lo acoja, lo abra, lo acaricie y recorra sus páginas con el amor que sólo un lector caminante le puede ofrecer.Estos pensamientos los inspiran la lectura del libro Los pies de San Juan (2002), escrito por el escritor, fotógrafo y pintor Eduardo Lalo. Como lector y caminante me acerco al texto para recorrer la letra, el grabado, la foto y la poesía de esa ciudad, al inicio soñada para el paseante, el flâneur; construida al paso de los años para su eventual desaparición. A través de sus páginas se conjuga plástica, arquitectura, urbanismo, literatura, cultura y política, propiciando la íntima relación que siempre ha existido entre calles, pasillos, fachadas, libreros, puertas, portadas, libros, interiores y páginas; es decir, letra y cuidad concretizada en la frase ciudad letrada expresada por el crítico uruguayo Ángel Rama. El libro de Lalo, al leerse, implica el desplazamiento; obliga a ver y a caminar por la ciudad cultural que es toda biblioteca, así como la biblioteca tangible, material, corporal y viva que es la ciudad en la que día a día convivimos.
Estos fenómenos hacen que Los pies de San Juan se sume a una lista de textos sobre arquitectura, planificación y urbanismo, a la vez que dialoga con una a tradición artística, literaria y cultural caribeña fundada en la letra, el viaje y la mirada. Cuando los primeros europeos se desplazan hacia el Nuevo Mundo la escritura tiene como fin dar fe y legitimidad a lo visto. Sin embargo, al escribir se parte de la propia concepción cultural y la necesidad de promover un proyecto económico. Las ciudades latinoamericanas y caribeñas –han dicho Ángel Rama y Antonio Benítez Rojo– fueron soñadas y planificadas en Europa; son ciudades puertos que existen no en su valor intrínseco, sino como parte de la trayectoria de regreso hacia un puerto seguro: Europa. Resultan producto de la gran maquinaria europea, ciudades de tránsito de mercancía, de gente, lenguas, culturas e ideologías. Todas estas ciudades existen porque son el resultado de un desplazamiento utópico-visual de un yo letrado europeo.
Tal vez por esta razón la tradición literaria cultural y arquitectónica esté matizada por estas características. Desde las Crónicas de Indias, los artículos de costumbres de Manuel Alonso, la mirada clínica de Zeno Gandía, la obra de René Marqués, la del cubano Alejo Carpentier, Edgardo Rodríguez Juliá, Manuel Ramos Otero y Luis Rafael Sánchez se ha intentado definir lo caribeño y lo puertorriqueño por medio de la mirada, la letra y el desplazamiento que se efectúa en la ciudad. En la reciente novela negra puertorriqueña, pensemos en Wilfredo Mattos Cintrón, tenemos la ciudad nocturna, la delictiva explorada por el detective. El libro La isla silente (2002) de Lalo se inspira en la tradición urbana francesa, sobre todo Baudelaire. Utiliza la figura del caminante voyerista para crear una escritura oscilante entre la crónica ensayística, el cuento y la poesía.
Rasgos similares se manifiestan en los libros de arquitectura y urbanismo. Los textos de María de los Ángeles Castro, Arquitectura en San Juan (siglo XIX), (1985), el de Aníbal Sepúlveda y Jorge Carbonell, Cangreros-Santurce. Historia ilustrada de su desarrollo urbano (1519-1950) (1988), el escrito por Jorge Rigau, Puerto Rico 1900. Turn of the Century Architecture in the Hispanic Carribbean (1890-1930), (1992), la Serie Dédalo organizada por Enrique Vivoni, entre los que se destaca San Juan siempre nuevo: arquitectura y modernización en el siglo XX (2000) y el reciente Los corsos americanos. Ensayos sobre sus arquitecturas, vida y fortunas en el siglo XIX (2002) y el estudio que Ángel G .Quintero Rivera escribió sobre la ciudad de Ponce Patricios y plebeyos: burgueses, hacendados, artesanos y obreros (1988) parten de la lectura urbana para adentrarse en la reflexión histórica, social y cultural. En Castro, Sepúlveda, Carbonell y Quintero los planos de edificios, casas, el ordenamiento de calles, en el caso de San Juan el tipo damero, en el de Ponce el chaflán y los mapas urbanos se funden a la fotografía para crear un discurso histórico urbanístico vinculado al espacio público. Rigau y Vivoni, en cambio, exploran el privado –los planos, fachadas e interiores de viviendas– con el objeto de destacar la belleza arquitectónica y la planificación, a la vez que se compara con otras manifestaciones urbanas del Caribe, América Latina y Europa.
Todos estos textos, sin embargo, evidencian un rasgo común: responden a una cultura letrada, por no decir oficial, de lo que debió o debe ser la ciudad y en consecuencia sus habitantes. Las fotos de viviendas, edificios, la reproducción de planos y mapas urbanos adquieren prominencia gracias al nombre de un reconocido arquitecto o planificador, a la definición de acuerdo a tendencias en la arquitectura o a las concepciones urbanísticas ideadas desde el poder. El objetivo de los libros es el rescate, la búsqueda en archivos y, como respuesta a la estructura material, la preservación. La nitidez y belleza arquitectónica de edificios citadinos y el orden urbano promueve una mirada similar a la que asumimos cuando visitamos un museo. Al recorrer las calles el goce estético asume cierta distancia para apreciar la fachada en su particularidad y con respecto al conjunto. En el momento en que se entra a una vivienda o edificio acontece una experiencia similar: los muebles, sillas, objetos, libros, mesas, ordenados en el espacio, se mantienen a distancia, pierden, incluso, su función vital, están ahí sólo para ser vistos, nunca tocados, menos usados. Son cosas preservadas del flujo temporal, muchas de ellas restauradas, algunas tomadas de otras casas, por eso desubicadas, tristes por su inmunidad a la descomposición y debido a eso carecen de todo soplo de vida. Con frecuencia el asombro puede resultar inexplicable: al pasar el umbral de una vivienda privada o edificio público, el interior pierde su antigua función transformándose en centro comercial o restaurante de comida ligera. Invito a que visiten la ciudad de Ponce. El centro, excelente casco urbano para caminar y ver, ante la ausencia de gente, robada por los centros comerciales, subsiste gracias a una cultura turística y de museo, definida por ser espacios hiperreales, como ha visto Umberto Eco en su estudio sobre Disney, nítidos en su restauración, pero solitarios debido a la carencia de humanidad.
Los pies de San Juan pretende llenar esta ausencia. Frente a la Historia y la Ciudad oficial, inherente en los archivos y medios masivos de comunicación, intenta conferirle voz y palabra. Desde el título y el pie herido de la foto de portada se establece un nuevo modo de caminar, ver y concebir la ciudad. No se mira y camina en búsqueda del espectáculo citadino expuesto en fachadas, plazas o monumentos: se mira hacia abajo, hacia lo menos higiénico, pero lo más vivo, las aceras, para buscar, afirma el autor, “la historia de los hombre y mujeres de esta urbe, aunque ellos no lo sepan, aunque no lo quieran” (013). De ahí que la ciudad se conciba como piel, un cuerpo vivo, un espacio para ser marcado, similar a los tatuajes que muchos graban en lugares poco visibles, pero a la vez insinuados cual promesas de misterios por descubrir como la historia –según se ve en la película The Pillow Book de Peter Greenaway– que una amante escribe en diferentes cuerpos con el fin de seducir al amado ausente, al amado y deseado lector.
Estas características se materializan en el texto, que como ciudad y cuerpo, se impregna del tatuaje diario de gente común y corriente. Las huellas dactilares, usadas para expresar el gentilicio sanjuaneros, se combina con fotos –muchas en blanco y negro, otras en tonos sepia– de zapatos, edificios en ruinas, tapas de alcantarillados y contadores de agua, adoquines, grafiti y las aceras para representar las marcas de la ciudad. Este proceso asume una doble perspectiva: existe la letra marcada de un modo oficial y, por otro lado, la que nace de manera espontánea. Las fachadas de edificios en ruinas, por ejemplo Edificio Gloria 1955 (040), el cine Paradise (057) y las tapas de alcantarillados y el contador de agua, tienen grabado fecha y nombre para designar la estructura o la fábrica constructora: Contador de agua, Sobrinos de Portillo Inc., 1942 (066). Cuando se observan otras fotos la marca se manifiesta por medio del grafiti en paredes (077), el nombre de la persona Raúl (041) escrito en el concreto cuando aún estaba fresco y las menos perceptibles, las líneas, rajaduras, hoyos o ralladuras vistos en postes de alumbrado, calles y aceras. Llaman la atención las fotos 014 “Grapas en poste de alumbrado”, 015 “Pegamento de un afiche arrancado” y la 028 “Acera”. Cuando se examinan el lector-espectador tiene que usar su experiencia cultural: aisladas de su contexto y tratadas con un tinte de color particular, dan la impresión de un espacio rocoso y desolado, un dibujo simulando una serpiente, hasta el trazo de un rostro, tal vez taino.
Rasgos semejantes se encuentran en el álbum familiar, la foto del autor, de los hijos y de la madre. Al representarse mediante diversas tomas y formatos, dan vida y voz a una colectividad usualmente escondida y silenciada, eco, tal vez, del arte fotográfico de Jack Delano, sobre todo los rostros de campesinos. Al ser cuerpos se asemejan a la materialidad citadina, evidencian, como se puede apreciar en la fotografía de la madre (083), marcas sobre la boca, los labios, alrededor de los ojos y en la frente. Igual efecto se ve en las fotos de los niños: los rollitos de la barriga, los pies sucios, los gestos del rostro al dormir, sonreír o simplemente al hacer monerías. El autor presenta su rostro en una serie de fotos (108-109) mediante el juego de luz y sombra, siendo esencial la indefinición porque crea la impresión de desdoblamiento, de ser una mera marca. Es llamativo el montaje de la página 100, las diversas tomas del niño, así como la 062 y 063, que une objetos, fachadas y personas. En ambos casos el cuerpo se funde a los objetos para crear, gracias a la acumulación, un microcosmos visual del texto, como si resumiera y fuera tatuaje impregnado en la piel de la ciudad.
Los dibujos, el grabado y el montaje textual, evidente también en la obra plástica de Lalo, expresan fenómenos similares. Los poemas, las crónicas y reflexiones interpretan poéticamente lo implícito en los grabados. Su formato, similar a lo captado mediante la fotografía, destaca la plástica presente en la letra, el dibujo que toda letra es. Por ser representación fonética resulta lo audible de la ciudad, su voz, el código lingüístico que se comparte con el lector. Cuando se vincula al color y al grabado, lo escrito se acerca a la tradición del letrismo visto en la obra de Homar, Tufiño y Martorell. Expresa complejidad semántica: como el grabado y la letra son afines es común que el dibujo simule la letra, en tanto la letra representa un dibujo. En varios grabados ––las páginas 050,051, 049, 034 y 035–– se crea la impresión de un alfabeto o código, pero como no se puede descodificar por medio lingüístico, asume las propiedades inherentes al jeroglífico, como si en el texto, el cuerpo y por extensión la ciudad existieran marcas o tatuajes aún cubiertos por los velos del misterio.
Los pies de San Juan reproduce lo imperceptible, destaca la cualidad o efecto para insinuar, desde la impresión material de los objetos, los colores, las letras y grabados, el espacio donde coincide simultáneamente, según la tradición borgiana, todos los puntos del universo. Resulta eco de las excavaciones hechas en Pompeya, ciudad suspendida en tiempo y espacio, pieza arqueológica petrificada en actitud gestual, la gente, la rutina, los objetos. De ahí que el libro, como cuerpo y reflejo de la ciudad, se transforme en espacio donde el fotógrafo, dice Lalo, asume la labor de un arqueólogo. La vida citadina, convertida en piedra, se asemeja a un fósil que letra, foto, poesía, dibujo y color intentan descifrar, no como mero orden urbano, sino como jeroglíficos, cuyos códigos, aunque indescifrables, manifiestan el misterio esencial del arte. No es gratuito comparar la composición de las fotos del niño de la página 100, la del cementerio de San Juan (071) con el grabado dactilar de los sanjuaneros (012): el montaje crea la impresión de que son los nichos de un cementerio, sobre todo el del Viejo San Juan, metáfora de la ciudad amurallada.
La ciudad como texto, el texto como ciudad y cuerpo se acerca a los ritos funerarios, según lo expresa Régis Debray. Se transforma en tumba similar a la faraónica, deseosa por preservar el cuerpo para la eternidad, a su vez, esencialmente letra, jeroglíficos, al inicio no comprendidos, pero grabados, evidencia de existencia: el texto-ciudad que un futuro arqueólogo-lector decidirá recorrer para rescatar de sus páginas, calles, marcas, letras o dibujos el soplo de vida que una vez tuvo, tiene y tendrá. Los pies de San Juan, como reflejo del cuerpo vivo de la ciudad, enseña a caminar y a ver de otra manera, a la vez que estamos en contacto con la historia del país, con esas marcas de los “que fueron y son”, pero que reviven y nos hacen revivir cada vez que aprendemos a descifrar sus escondidos legados.