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Hacia una cosmopolítica

Juan Duchesne WinterJuan Duchesne Winter Publicado: 18 de abril de 2014



Spiral Jetty -Robert Smithson

Spiral Jetty -Robert Smithson

Desde la Conquista europea América ha sido pensada y tratada como una tierra de extracción. Y esa verdad continúa intacta todavía. América, específicamente Sudamérica, es todavía una tierra de extracción, en casi los mismos términos estructurales que durante la colonia. Advirtamos que la extracción, tal cual aquí usamos el concepto, no consiste en tomar de la tierra lo que se necesita, es tomar más bien lo que no se necesita sino en función de un ciclo global de acumulación de valor abstracto, en el sentido definido por Marx. En años recientes la fiebre extractora ha aumentado: “América Latina se ha constituido en el destino más importante de la inversión minera en el mundo. A comienzos de la década del 90 la región captaba el 12% de la inversión minera mundial y a comienzos de la actual había casi triplicado ese flujo, captando el 33%.” (Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, OLCA 2013) Tanto los estados latinoamericanos caracterizados como neoliberales como aquellos autodenominados como progresistas o aún socialistas participan de la misma estructura de extracción en función de la circulación global del capital, regida por las corporaciones transnacionales, el control, represión, expropiación y desplazamiento de las comunidades directamente afectadas, y la destrucción de agriculturas autosostenibles, hábitats naturales, fuentes de agua y alteración y mutilación imprevisible de los recursos genéticos de múltiples especies, incluida la humana. La mayor diferencia significativa entre los estados que alegan ser progresistas, nacional-populistas o socialistas y aquellos que no reclaman tal cosa es que en los primeros existen mecanismos de redistribución compensatoria mediante los cuales una fracción de la renta extractiva se dirige a la población visualizada como base electoral real o virtual, aunque no necesariamente se compensa a las comunidades más afectadas sobre todo si éstas no se traducen en grandes masas votantes. En cierta manera, el estado compensatorio, cual lo define Eduardo Gudynas, convierte a las bases electorales de la población que reciben una mínima pero concreta compensación por vía de inversiones sociales asistencialistas y caritativas en aliados del sistema de extracción del cual se obtienen esas compensaciones. Ante la disminución sistémica, históricamente irreversible del trabajo como componente orgánico del capital, y el desempleo crónico, surgen grandes masas dependientes de las prestaciones del estado extractor. Obtenemos entonces, como respuesta cortoplacista una suerte de “populismo extractivista” fundado sobre la renta de la extracción de la tierra, máximo ejemplo del cual lo provee el estado venezolano actual.

Es hora de pensar a América Latina como una gran colectividad de actores que no tienen por qué regirse según la gran barrera entre la naturaleza y la sociedad desarrollada por el antropocentrismo moderno. América Latina no tiene por qué reducirse a una tierra de extracción donde el humano se concibe como el actor único frente a la multitud de entes supuestamente pasivos llamados naturaleza que yacen inermes a su disposición. La faena delirante de extracción de los llamados combustibles “fósiles,” la minería destructiva de fuentes de agua y de alimentos, las agroindustrias concebidas como minería (tales como la soja, la palma de aceite, los agro-combustibles), la consecuente intoxicación generalizada de tierras, ríos, lagos y mares, y el exterminio de la diversidad de cosechas mediante siembras transgénicas, todo ello redundará según ya demostró la ciencia, en la desestabilización y aniquilación de la biosfera, la ruptura irreversible de la delicada retícula de la vida en el planeta. La biosfera es un sistema de retroalimentación negativa que aguanta muchos impactos. Pero este sistema pertenece a su vez a otros sistemas geológicos, atmosféricos, químicos que tienen sus propias dinámicas, no siempre de retroalimentación negativa, sino también de retroalimentación positiva y aceleración geométrica. Los humanos no pueden, en efecto destruir la naturaleza, pues no sólo son parte de ésta, sino que sus propias tecnologías destructivas son parte de las fuerzas naturales. Más bien la naturaleza puede, sin duda, destruir al humano, quien es meramente uno de sus entes. Las emisiones de carbono son una fuerza natural. Los transgénicos que mutilan los genomas vegetales y humanos también son actores naturales. No hay un afuera de la naturaleza. Tampoco hay tal cosa como una Madre Naturaleza; la naturaleza no es madre de nadie, ni tiene por qué proteger a nadie, acaso es madrastra de ella misma. Los minerales, las capas tectónicas, las combustiones químicas del planeta y de las estrellas protagonizan ciclos y procesos entre los cuales las formas de vida orgánica que conocemos, incluida la humana, son un objeto más entre miles de millones. Una vez sobrepasado un umbral imposible de determinar, pero ciertamente real e inminente, las tecnologías de intoxicación y destrucción de formas y hábitats de vida, que también son ellas mismas fuerzas naturales, se combinarán con procesos geológicos y químicos para catalizar otras fases dinámicas completamente ajenas a las condiciones de reproducción de la vida humana y las miles de especies orgánicas interdependientes que articulan la biosfera, para inaugurar tranquilamente otros ciclos donde para nada es necesaria la preservación de los actores humanos ni sus tecnologías. Lo que se ha llamado la era antropogénica, en el sentido en que la biosfera es producto de procesos centrados en torno a la actividad de los homínidos, muy bien puede conducir a la era de la antropolisis, de disolución bioquímica de los actores homínidos.

Durante la guerra fría la lógica de la destrucción mutua asegurada, es decir, la conciencia de la inminencia de la catástrofe atómica, sirvió como estímulo muy real a la contención de la catástrofe. Se ha sugerido que en el siglo xxi, la lógica de la catástrofe ecológica asegurada podría cumplir una función similar, lo que conllevaría una “ética de la catástrofe” (Paul Dumouchel). Existen maneras de reforzar la retroalimentación negativa de la biosfera de tal manera que ésta no salte a los ciclos de retroalimentación positiva acelerada que implican la devastación de la vida humana. Los enfoques alternativos al antropocentrismo moderno implican grandes transformaciones no sólo en las relaciones interhumanas, es decir, sociales en el sentido convencional, sino en las relaciones entre humanos y no humanos, en un sentido cósmico.

Entre los pensadores más alertas de nuestro tiempo hay quienes proponen sustituir el actual antropocentrismo moderno por una cosmopolítica. La cosmopolítica de la cual hablamos aquí repudia la gran barrera entre la naturaleza y la cultura erigida por el antropocentrismo moderno occidental. Se propone que no hay tal cosa como una sociedad y cultura humana que de alguna manera se erige en contraposición a la naturaleza, pretendiéndose ubicar todo lo que sea percepción, afecto, reflexión, agencia, y voluntad exclusivamente en el ser humano, otorgándose al resto de las entidades de la naturaleza, a lo sumo, una capacidad de actividad mecánica enteramente programada y programable que redunda en su eventual postración ante los designios humanos. Al rechazar tal concepción antropocéntrica, la cosmopolítica propone que las sociedades y culturas, incluida la moderna occidental, son subconjuntos de las colectividades naturales, y que no hay tal cosa como sociedades o culturas exclusivamente humanas, sino colectividades mixtas, híbridas en que animales, plantas, microorganismos, minerales, entidades químicas, geológicas, atmosféricas, astronómicas, artefactos humanos, sistemas de signos y lenguajes, personas humanas, ideas, conceptos, afectos, interactúan en un mismo plano de agencia, si bien respondiendo a reglas autónomas e irreductibles entre sí. Esta ontología cósmica recibe el sufijo de “política” y se denomina “cosmopolítica” precisamente porque no conlleva una reducción de los fenómenos y objetos políticos a la biología o las mecánicas físico-químicas, sino que más bien eleva los entes antes considerados al rango de actores que inciden en colectividades mixtas desde perspectivas igualmente singulares e irreductibles. No se trata, entonces, de reducir los objetos sociales, culturales, semióticos, lingüísticos y psíquicos a las leyes de la biología o la físico-química cual se pretende, por ejemplo, desde cierto cientificismo estrecho, sino de validar las relaciones existentes entre entidades asociadas a todos los campos del cosmos como relaciones que implican una política transhumanista, una política que reconozca la agencia múltiple de actores humanos y no humanos a nivel cósmico, es decir, una cosmopraxis.

La crisis del capitalismo global no tiene salida, pues, en lo fundamental no responde, como suponen muchos, ni al imperialismo ni al neoliberalismo ni a la avaricia de los banqueros, ni a la financiarización, sino al proceso histórico irreversible de la reducción del trabajo en la composición orgánica del capital que se traduce y seguirá traduciéndose en tasas cada vez mayores de desempleo crónico. Todo señala que la sociedad del trabajo, entendido en el sentido capitalista-industrial de la producción de valor, ha empezado hace rato a colapsar irreversiblemente y no hay manera de recuperar aquellos tiempos de simbiosis entre el laborismo masivo y el fordismo explotador pero proveedor. Cada vez mayores sectores de la población, generaciones enteras, millones de pobladores de villas, barriadas, favelas, hacen sus vidas fuera del trabajo ligado orgánicamente al ciclo de reproducción del capital. Las economías de extracción constituyen un intento de remediar esta situación, pero a pesar de sus éxitos a corto plazo, son inconducentes por reducirse al saqueo y la destrucción irreversible del potencial albergado por las pocas economías autosustentables que todavía no dependen enteramente del ciclo de valorización global del trabajo, sino de la acción cosmopolítica concertada entre actores del habitat inmediato. El desplazamiento y la expropiación consustanciales a la gran minería corporativa (que desplaza a decenas de miles de personas que subsisten de la minería artesanal y la agricultura diversificada) generan todavía más desempleo y más favelas. Sólo una cosmopolítica puede sustentar la redefinición radical de lo que significa producir y vivir en el marco de relaciones autosustentables entre los actores humanos y no humanos de la biosfera y dar salida a esta crisis impuesta por las restricciones antropocéntricas de la ley capitalista del valor.

El pensamiento animista americano tal cual registrado en los pueblos amerindios de la Amazonía, la Orinoquia y otras tierras bajas de Sudamérica, y según interpretado por importantes etnógrafos, ha contribuido enormemente el desarrollo de los enfoques cosmopolíticos. El giro más importante que el animismo amerindio le ofrece al pensamiento cosmopolítico contemporáneo es su perspectiva decididamente antropogénica. El animismo amerindio no es antropocéntrico, pero no por eso deja de insistir en prácticas muy intensas de humanización, por la vía del reconocimiento de la perspectiva humana como posicionalidad potencial universal asumible por múltiples entes humanos y no humanos, orgánicos y no orgánicos, materiales e inmateriales. Esto supone un correctivo a ciertos enfoques cosmopolíticos de origen nórdico, inclinados a un antihumanismo a mi juicio relativamente nihilista y restringido.

El lenguaje y las artes verbales como la literatura son actores claves en el desarrollo de la cosmopolítica que requiere nuestro tiempo. Los vericuetos de la imaginación literaria son incatalogables y los temas y formas más diversos inciden por vías impredecibles en la cosmopraxis contemporánea. La fantasía y la imaginación en todas sus expresiones proveen el venero de plasticidad constructiva exigido por la cosmopraxis más allá de cualquier lectura ideológica o estética específica, pues la literatura reconoce en las propias palabras, en toda clase de personajes humanos y no humanos, el potencial de intervenir como actores singulares en la conformación de un mundo pleno. Ahora bien, si nos interesa hallar expresiones más o menos directas de los conceptos y nociones aquí vertidos, tenemos a nuestra disposición obras del legado literario americano tales como el Watunna. El Watunna es un ciclo de relatos originarios creado por los yekuana en la Orinoquia venezolana, en el cual se articula un pensamiento cosmopolítico muy vigente en nuestros tiempos. La matriz del Watunna consiste en un ciclo oral en la lengua so’to de la rama caribe hablada por los yekuana. Existe sólo en la memoria colectiva y se ajusta constantemente a las experiencias y reflexiones del pueblo yekuana y de los individuos que lo conforman. Pero existe una traducción al español consignada a la escritura por el sabio franco-venezolano Marc de Civrieux. Aquí no podemos siquiera resumir los contenidos filosóficos del Watunna, pero sí podemos describir someramente la cosmopraxis de sus propias condiciones de enunciación para brindar una imagen concreta de la aportación amerindia a una posible cosmopolítica americana que nos sugiera otra cosa que las ruinas circulares de la extracción en las que giramos desde la Conquista.

El discípulo de Marc de Civrieux y traductor del Watunna al inglés, David Guss cuenta que durante meses estuvo tratando de convencer a un amigo yekuana, Juan Castro, que le contara todo el Watunna. A pesar de la amistad que los unía, cada vez que Guss le pedía Juan Castro que le contara el Watunna, éste evadía el pedido, dando a entender que tal cosa no tenía sentido ni propósito. Finalmente Guss le dijo a Juan Castro que estaría dispuesto a aprender a hacer cestas con él, a lo que éste accedió gustoso. Los hombres yekuana dedican tanto tiempo (o más) a la cestería como el que dedican a la cacería y la pesca. Guss se dio cuenta que la cestería sería una entrada apropiada al mundo del Watunna porque el gran ciclo de relatos es mucho más que un artefacto de arte verbal tal cual se lo entiende en la tradición moderna. Se desprende de la actitud de Juan Castro que contar el Watunna por contarlo, como si fuera mero entretenimiento o satisfacción de una curiosidad, no tenía sentido, pero sí lo tenía si la gran obra verbal se articulaba al entramado de la cestería, dado que el Watunna se entrelaza con toda la actividad colectiva de los yekuana. Cada diseño de cestería representa, mediante abstracciones codificadas, a personajes y acciones claves del Watunna. Fabricar las cestas en el orden apropiado de manera que la articulación de las palabras se enhebre con la articulación de las fibras, y el movimiento de las cuerdas vocales con el movimiento de las manos, es una de las maneras en que los yekuana, al recitar el Watunna, afirman sus vínculos con los seres supervitales de naturaleza vegetal-animal-humana-espiritual-sideral que conforman junto a ellos una colectividad animista cósmica. Así mismo, todas las actividades de reproducción de los medios de existencia de los yekuana son indisociables de la recitación del Watunna, sea la cestería, la pesca, la caza, la horticultura, la artesanía, la construcción (de casas y canoas) y las relaciones familiares o comunales. La construcción y estructura toda de la gran casa comunal o maloca reproduce en cada una de sus formas la cosmografía del Watunna como espacio psíquico-social integral. Cada vez que se realiza una actividad clave de reproducción de las condiciones del vivir, se materializa un episodio específico del Watunna que la conecta a toda la gesta colectiva acumulada desde el más remoto pasado hasta el presente. Cada actividad realizada cada hora del día reactiva y hace presentes en sus más mínimos detalles los vínculos cósmicos de la colectividad contenidos en el Watunna. El entramado de acontecimientos mítico-históricos que involucran a humanos y no-humanos, condensado en el Watunna y las actividades de la vida cotidiana que desde nuestra perspectiva podríamos llamar “producción” es tan íntimo que no se puede determinar si los yekuana trabajan para producir el Watunna o si recitan y cantan el Watunna para producir otros objetos de uso y consumo, pues todo se interconecta a modo de una retícula de multiplicidades indiscernibles. No hay manera de separar lo profano de lo sagrado ni lo práctico-material de lo ritual, espiritual o simbólico. Las tecnologías materiales son inseparables de las tecnologías espirituales. Las herramientas y los materiales de trabajo, de origen vegetal y mineral diverso no simplemente se manejan, en el sentido instrumental, pues involucran y requieren la comunicación con entidades invisibles inherentes a su esencia, mediante cantos y otras acciones rituales que constituyen también artefactos que remiten la tarea específica a realizarse a un entramado cósmico. El hacedor yekuana debe participar en un diálogo metafísico con los artefactos y sus componentes vegetales y minerales con los cuales se involucra personalmente, reconociéndolos como actores singulares, exigencia que explica cómo muchos hombres yekuana y de otras sociedades similares asumen la actividad artesanal de la cestería como forma de meditación metafísica, más allá de la necesidad específica del implemento fabricado. El implemento físico se convierte así, en un producto integrado a un flujo deseante. La producción deja de ser solamente producción de productos (i.e., bienes o valores particulares) y se aproxima además a lo que llamaríamos la producción de producción, es decir, al deseo. En fin, las propias condiciones de producción de una obra verbal como el Watunna remiten a una red de relaciones cosmopolíticas entre actores diversos de colectividades mixtas. Se demuestra cómo la actividad de hacer, expresarse, y pensar integrada a un tramado cosmopolítico ayuda a elaborar otro sentido de la tierra mucho más rico y vital que el de la mera tierra de extracción.

Este modelo apunta, si bien muy parcialmente, en las derivas de pensamiento a que da luagar, a la polis cósmica que podría realizar las urgentes tareas de restablecimiento de la sostenibilidad de la biosfera, no como tarea antropocéntricamente reductible, sino como tarea antropogénicamente expansible, en que el habitante humano no reduce el mundo de acuerdo a su medida, sino que amplía su existir de acuerdo a la medida del mundo y desarrolla aquellos potenciales cósmicos inevitablemente inherentes a su especie, que trascienden a la especie misma.

También apunta este modelo, en fin, a un concepto ampliado de la “producción” que rebase la ley capitalista del valor y entrañe la necesaria procuración, creación recíproca, multívoca y multiactorial de los medios, bienes y condiciones materiales y espirituales de vida por colectividades humanas y transhumanas en sintonía con los ritmos naturales de retroalimentación negativa que más le convienen a una biosfera afín a nuestra óptima reproducción fisiológica y psíquica.

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América LatinacapitalismoCosmopolíticaeconomía de extracciónJuan Duchesne


Juan Duchesne Winter
Autores

Juan Duchesne Winter

Columnista / Obtuvo su BA en la Universidad de Puerto Rico, su MA en la Universidad de Londres y se doctoró en Stony Brook, Universidad del Estado de Nueva York. Ha publicado los libros "Narraciones de testimonio en América Latina" (1992), "Politica de la caricia" (1995), "Ciudadano insano" (2000), "Fugas incomunistas" (2005), "Equilibrio encimita del infierno: Andres Caicedo y la utopía del trance" (2007), "Del principe moderno al señor barroco en Paradiso, de José Lezama Lima" (2008), "Comunismo literario" (2009), "La guerrilla narrada" (2010). Ejerció la cátedra por 20 años en la UPR y actualmente es profesor en la Universidad de Pittsburgh, donde dirige el Departamento de Estudios Hispánicos y la Revista Iberoamericana.

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