Mi generación
Cumplir los sesenta igual que la televisión boricua es aguantar que te recuerden a cada instante que dejas de ser cincuentona para convertirte en sexagenaria. Durante todo el año, en los canales locales han llovido recuerdos de esta, mi generación, en la que aprendimos a comer frente al televisor, a enamorarnos viendo novelas, a consumir por la publicidad divertida. También es el medio donde los de mi edad ya son ancianos, según las crónicas noticiosas de jóvenes reporteros, y donde las divas de mi época comienzan a mostrar libritas de más o pieles flácidas, no aptas para la Alta Definición ni para los troleros de tuiter.
Soy hija de las guerras y de los sueños de parejas enamoradas que soñaban con su propia casita de urbanización y una familia perfecta, como proponía la publicidad de los cincuenta. Soy de la explosión de amor que engendró millones de baby boomers que hoy vemos envejecer nuestros rostros, más no nuestros ideales.
Soy de los que jugaban peregrina y caracol en el recreo. De cuando en cada escuela pública elemental, teníamos maestros de arte, de música y de educación física. De cuando innovaron con enormes televisores en el salón de clase y por el Canal 6 nos daban clases a todos a la misma vez. De los tiempos en que para cada efeméride, montábamos un programa artístico escolar, estimulando nuestros talentos y creatividad y se celebraba el Día del Árbol honrando a la Madre Naturaleza, en vez de tener libre dos días por Thanksgiving facilitando el madrugar para comprar en el ahora Viernes Negro.
Fuimos alimentados con pollito y papitas fritas, y macarroncitos con queso. Los piscolabis no pasaban de sandwichitos de mezcla o ritz con queso y pasta de guayaba. Fuimos los primeros en comer en fast foods. De vez en cuando un tv dinner interrumpía la rutina del arroz con habichuelas. Era la época en que almorzábamos juntos en el hogar y veíamos a Don Cholito guiarnos la conciencia con humor.
Soy de la era del rock, del que movía sensualmente caderas, melosamente pariseaba en bikinis polka dots en playas californianas y asustaba a más de una doña con los programas de baile en televisión. De la transformación del blues en un pasional sonido electrónico de guitarras. De la invasión británica que nos legó la más grande de todas las bandas, con quien evolucionamos desde simplonas cancioncitas romanticonas hasta los himnos de una generación rebelde, pasando por los sonidos orientales de una nueva espiritualidad.
Fue nuestra era la del baile, primero viéndolo en televisión, luego en los paris de marquesina y en la adolescencia, las discotecas. Bailamos y bailamos. Fuimos los primeros en la salsa y Fania se convirtió en el olimpo del sabor. Por eso no podemos entender a estas nuevas generaciones que solo escuchan con audífonos y no tienen espacios para mover el esqueleto de forma colectiva.
Fuimos la generación de una nueva trova, honrando las raíces con letras revolucionarias, porque la música fue siempre nuestra principal arma de batalla. Aprendimos poesía con los cantores. Era la época en que nuestros superhéroes eran de carne y hueso, barbudos, peludos, hermosos. Modelábamos al hombre ideal como los Guevara y los Cienfuegos.
Sobrevivimos el 1968. Apenas me graduaba de octavo grado, pero afuera de mi exclusivo colegio de niñas se gestaban revoluciones universitarias en todo el planeta. Los hombres negros marchaban, las mujeres negras se resistían a dejar sus espacios, mataban al presidente y Estados Unidos ya no sería el mismo. Los universitarios paraban la guerra. Las mujeres quemaban sostenes, metafóricamente incinerando ataduras que impedían su libertad.
Soñé con ser hippie y viví la ilusión de estar en Woodstock, aunque solo en la pantalla grande. Esos tres días documentados en filme marcaron nuestro recuerdo convenciéndonos de que se puede vivir en paz y amor, con la naturaleza, compartiendo sin restricciones. Era la época en que los artistas subían a tarima con compromiso social y sus letras enseñaban de la injusticia, de la guerra, de la igualdad. Era el momento en que el uso de drogas no nos hacía violentos, sino todo lo contrario.
Vimos crecer el surfing en nuestras playas. Vivimos en carne propia la emoción de aquel primer torneo de clase mundial en Rincón y nos convertimos en una generación de surferitos, con ropa de marca, suntan y look playero, aunque no montáramos la ola.
Mi generación abrió sus ojos a una nueva espiritualidad, fuera con los gurús que nos presentaron los Beatles o con los libros de Moody sobre la vida después de la vida. Comenzamos a cuestionar los dogmas y abrimos el corazón a teologías libertadoras y solidarias. Fue la generación que comenzó a proponer vidas simples y naturales, rompiendo con los esquemas consumistas de la generación de nuestros padres.
Conocimos a Albizu, Muñoz y Ferré en persona. Vivimos la primera gran derrota de los americanos. Protestamos el servicio militar obligatorio y defendimos con compasión a los maltrechos veteranos de Vietnam.
Aprendimos que éramos minoría. Fuimos la generación donde el gobierno impuso cuotas para darnos oportunidades de empleo como acción afirmativa. Ser negro, mujer o latino, por primera vez pagaba. La lucha por los derechos civiles comenzaba a dar frutos, aunque fueran legislados.
Fuimos la generación donde ser ambientalista no era moda, sino riesgo. Paramos las minas, los vertederos tóxicos, los superpuertos y la entrega de las mejores tierras a los israelitas y los acuíferos a las farmacéuticas. Fue mi generación la primera que tronó contra Monsanto y reclamó justicia en la agricultura. Misión Industrial fue la semilla del movimiento ambiental tan robusto en la actualidad.
Arrullamos a nuestros hijos al son de MTV y hemos experimentado la más arrolladora revolución tecnológica de todos los tiempos. De nuestra generación salió Apple y Microsoft. Nos salimos de la caja y apostamos a la creatividad.
Mi generación, la que nació con la televisión, criada sin celulares ni internet, fue la primera en formar su mundo en torno a una realidad mediática. Al menos la radio de nuestros padres les estimulaba la imaginación. En la nuestra, sucumbimos a los cantos de sirena con que los medios audiovisuales comerciales nos llevan al delirio del consumo sin fin. Y tuvimos que enfrentar la disonancia entre nuestra rebeldía y el establishment que nos abrió puertas a los escenarios de poder.
Ahora, padres y abuelos, en pleno o al borde del retiro, gozamos inmensamente cada vez que encontramos en Facebook a otro de los amigos de juventud perdidos. Y lo mostramos a nuestros hijos y le hacemos historias de nuestras hazañas, como si fueran míticos cuentos. Y aflora una sonrisa mientras recordamos, incomprensible tal vez para una nueva generación que a veces nos descarta.
Miramos atrás estas seis décadas de vida y vemos cómo ha cambiado el planeta. Miramos al espejo y vemos cómo ha cambiado nuestro cuerpo. En ambos casos, algunos para bien, otro no tanto. Hemos sido una generación revolucionaria en todos los sentidos.
Pero que no se nos olvide que todavía hay camino por andar. Hay una generación en nuestras casas y aulas que necesita aprender de nuestras luchas, logros, sueños, pero sobre todo, de nuestra pasión.