Museo del pelo, entre Guayama y Salinas
En la Tierra hay tres. El menos desconocido pertenece a un alfarero turco llamado Galib. Cuentan que Galib tenía una novia a quien amaba profundamente. Ella le dejó un mechón de sus cabellos y emigró a un país remoto. Bien administrada por el alfarero sedentario, esa historia sentimental en la cual se invierten los roles de género conmovió a una visitante que le regaló unos cabellos atados a un papelito con su nombre. Fueron tantos los regalos semejantes que el alfarero instaló su taller en una caverna donde exhibe miles de mechones de visitantes románticos y desprendidos..
Hay otro museo del pelo en Independence, Missouri, el pueblo natal del presidente que autorizó el primer lanzamiento de la bomba atómica. Más ortodoxo que el de Avanos, está en un edificio que parece una funeraria, con planta en forma de cruz. Su dueña colecciona y exhibe cabellos de la reina Victoria, de cuatro presidentes, de Michael Jackson y de Marilyn Monroe, además de relicarios de la madre de Cristo, de la cruz de Cristo y de Santa Ana, abuela de Cristo.El tercero, este de la carretera 3, a unos minutos en automóvil de los poblados Aguirre y El Coquí, se encuentra en el garaje de una residencia de techo alto y convexo de las que en la isla llamamos chalets. Muchas veces pasé frente al anuncio espectacular y las puertas cerradas. El 13 de septiembre de 2015 vi las puertas abiertas y a una mujer sentada junto a la entrada. Estacioné, me bajé del automóvil, libreta y cámara en mano, para encontrarme con una bienvenida sonriente. La mujer se llama María Rivera y para la fecha de mi visita abría las puertas de su museo algunos domingos. Le hablé del libro que estoy escribiendo sobre la carretera y no mostró asombro, como si pretender escribir un libro no fuera tan extraño como haberme tardado en llegar a ella. Nada sorprende a quien recibe mensajes. Silencio, inmovilidad y de pronto pasan cosas.
Mientras me enseñaba los mostradores con sus trabajos algo le mencioné de mi familiaridad con aquel sector, de paseos infantiles en compañía de padres y abuelos, de unos pocos recuerdos de arena, cabras y ventorrillos. Ella nació en el mismo barrio donde vive. Antes las casitas eran de madera y hoy tienden a ser de cemento, pero igualmente humildes. Estudió en la escuela de Mosquito los grados primarios. (Mosquito es un barrio grande, con múltiples secciones y entradas que se alinean en forma perpendicular con la carretera 3.) Luego pasó a la escuela de Puente de Jobos. Vivió un tiempo en Guayama y allí estudió un curso de peluquería.
Abre los mostradores, coloca sus obras sobre ellos. Son figuras de crucifijos, nacimientos, caballos, camellos, hebillas, aretes, collares. Me llama la atención una pieza de fibras gruesas blancas y urdimbre densa que parece lo que pretende ser: la figura de un camello reclinado. Esa madeja de pelo era de una anciana tía suya que se lo dejó crecer por años. Cuando la recortaron y se la entregaron a María, la mata de pelo le sugirió una forma. El pelo humano es sumamente fuerte, dice, y voluntarioso. A veces se propone hacer una figura “y en vez de un caballo me sale un elefante”. Yo recuerdo, ahora que transcribo esto, el caso de la tía de otra amiga, a quien le cortaron el pelo larguísimo de años y la impresión fantástica de un remolino de objetos perdidos y olvidados. Alguien patologizó aquellos pelos, que podían ser lacios o encaracolados, dándoles un nombre clínico: tricoma, o “masa de cabellos producida por acumulación de polvo, materia sebácea y parásitos”. Costaba desenredarlos, lavarlos, secarlos al sol. María conoce el valor de hacer que aparezca algo que no existía, nada más con liberar la forma que un objeto sugiere.
Algo le dice que en su museo hay piezas importantes, con valor no necesariamente monetario, pero sí sentimental. Sin embargo, el producto no es de fácil venta. Pasa días sin vender una pieza. Le puedo decir, me dice, (apretando los puños y señalando la casa, la carretera, el barrio) que hace años esto está igual que ahora, sin progreso. Luego hace otro gesto, como quien pasa las manos sobre una superficie horizontal, estamos así. Ha tenido buenas experiencias, como la vez que participó en una feria internacional en San Juan y se hospedó con artesanas de otros países. A ellas las entrevistaron, a María no. Pienso que estoy en el país equivocado con el producto equivocado, dice.
Con cintas de pelo forma una variedad de accesorios: carteras de mano, gorros con visera, diademas, aros, hebillas, prendedores. La imagen de una mujer de cejas oblicuas y melena hasta el esternón, que podría ser un autorretrato, formaría parte de una serie de siluetas victorianas si no fuera por los matices cromáticos, piel de azúcar morena, labios de un rojo barroso. En el escaparate hay una foto de María luciendo un collar con medalla en forma de flor doble. Con pelo se puede hacer cualquier cosa, incluso losetas y materiales de construcción. Lo importante es usar la pega correcta.
La bicicleta que se anuncia en el letrero de afuera está casi completa, pero le falta ingeniería. No pasó la primera prueba de resistencia. Por haber usado pega de agua, se ablandó. La hizo para el hijo, que es ciclista, y no toleró el peso del muchacho. Tiene ruedas de cuatro radios toscos, anchos, pedales, sillín y manubrio. María le añade capas de pelo cuando se anima. Me demuestra el procedimiento de sobreponer capas que se endurecerán sobre las anteriores. El sillín es un enjambre de hilos, una cereta de pelos rizos que recuerdan la urdimbre de un nido. El cuadro y la barra del sillín, que en las bicicletas corrientes son tubos de metal, tienen la dureza de pedazos de madera en forma de listones gruesos. María los construye con mazos de pelo que estira y unta con una cola transparente hasta formar cintas largas, de unas pulgadas de ancho. El mecanismo compuesto de ruedas, líneas horizontales y diagonales, se exhibe como escultura sobre una mesa con mantel de feria artesanal.
Hay algo inquietante en el pelo, eso siento y se lo dejo saber. María me pregunta por qué, y le digo que el pelo es materia muerta, más resistente y duradera que la piel de su procedencia, lo que no deja de ser atroz. Recuerdo, pero no se los menciono, algunos fetiches: las colecciones de vello púbico de sus conquistas acumuladas por viejos licenciosos, la costumbre de guardar los cabellos del primer recorte del varón, con el ombligo. La presencia del pelo del donante desconocido que desordena las pelucas de una mujer misteriosa en un armario de su apartamento de lujo. Le hablo de la trenza y del cuadrito fúnebre que exhiben en la casa Cautiño, en Guayama, y de cómo me asusta esa manera de mantener vivos a los muertos, más densa que una urna con cenizas. Artes macabras.
Yo no había leído la novela de Alan Pauls, ni el libro de Luigi Amara, ni sabía de una profesora canadiense llamada Judy Wearing, apasionada estudiosa de pelos. En una conferencia leí unas páginas de este capítulo sobre el museo de María. Provocaron risas adolescentes en un público de gente grande, como si hablar del tema se pareciera a mencionar una palabra de doble sentido sin saber que lo tiene. Al concluir se me acercaron varias personas compadecidas a ofrecerme datos bibliográficos. Me enteré de que existe una enciclopedia del pelo, compilada por Victoria Sherrow, como existen libros sobre la sal y sobre los agujeros, y que en el libro de Sherrow se trata de lo que el manto de la piel de los mamíferos ha sido en diversas culturas y períodos como significante de clase, género, etnicidad, conformismo e inconformismo, autoridad y poder. Al atribuírsele una invitación al pecado de la carne, el pelo es el escándalo portátil de las mujeres que, en culturas diversas, se ven obligadas a cubrirse. Leo algo que escribió Freud a propósito del hombre que se siente superior cuando le corta el pelo a una mujer y fascinado cuando lo ve crecer. Leo sobre la percepción femenina de los hombres con el pelo largo, sobre la absurda correlación entre tendencia homosexual en el hombre y tricofilia.
A María le confieso una debilidad: no me sentiría cómoda en casa con un objeto hecho del pelo de un extraño. Ella me escucha, pero no me entiende. No les teme a los muertos ni a sus desprendimientos. Es artista valiéndose de una sustancia que no tiene el brillante cromatismo de las piedras ni la frialdad de los metales preciosos. Dice que no entiende mi incomodidad, pero admite que los objetos ornamentales comunes los hace con pelo artificial, el mismo que usan los peluqueros para armar peinados escultóricos. Además de los temores bobos de alguna gente, el inigualable pelo humano no es fácil de conseguir por ahí y las pelucas importadas son caras. De pelo artificial, color rubio platino, es una de las esculturas pequeñas, un caballo de crines y rabo espumosos. El lomo se ve dividido por trencitas apretadas que también adornan el cráneo, los ijares y el hocico.
Sombría es la figura de un hombre sin rostro, todo un brochazo de negrura intensa en el manto, el caballo e incluso la base. El caballero de piernas raquíticas y botas hasta la pantorrilla porta una antorcha apagada. Solo la silla de montar, del color de la paja, y la brida amarilla se desvían del negro. Tres astas incrustadas en la base oblonga sostienen las banderas de Puerto Rico, del Comité Olímpico y una del Reino Unido que quedó inconclusa. El enlutado caballero sin rostro fue un homenaje a las olimpiadas de Londres.
La fascinación con las propiedades del cabello humano comenzó cuando era adolescente y trabajaba en una peluquería. Años después, en la depresión de un divorcio tras veinte años de matrimonio, sumada a la muerte de dos hermanos, se sentía desconectada del mundo. No quiero trabajar para nadie. Una mañana le salió una oración que ya no pedía consuelo, sino una vocación. ¿Para qué sirvo, qué puedo hacer yo? Entonces abrió la gaveta de la mesita colocada junto a la cama y encontró entre papelitos la foto de unos accesorios que había hecho con un mechón de una prima, años atrás, cuando estudiaba peluquería. La vio y dijo, Dios mío, me hablaste.
El pesebre no debe tener igual en el mundo. San José luce una estola morada, los reyes estolas blancas. En las barbas y pelos de los reyes hay cabellos de su padre y de sus hermanos. Una vez le preguntaron el precio y dio una cifra alta, para que el comprador se desalentara. Le parece que el destino del pesebre es seguir donde está, en su museo. La imagen de la virgen arrodillada se hizo sola, según ella. No lograba darle forma al doblez. Una mañana, al despertar, vio que la fibra, como por encanto, o por obra de su Señor, se rendía en la curva deseada. Obra de Dios, dice María, ¿cómo alguien como yo va a ser capaz de hacer eso? Yo abro para que entre la gracia de Dios. Cuando trabaja le han salido grandes cosas, dice. Puede pasar que todo el mundo duerma y ella trabajando. Puede estar haciendo pétalos de flor y la pieza le pide otra cosa: una corona, una sillita. Pensó en un mapa de Puerto Rico bordado con pelos, pero era mucho trabajo.
Hay variedad cromática en la serie de crucifijos: cruces rubias, cristos blancos o negros con pelo y calzoncito blanco, cruces negras con cristos blancos o morenos. Se multiplican desde que la cruz colocada junto al ataúd de un hermano le sugirió el motivo. (Lo vio y sintió algo. Le preguntó a Dios, ¿tú quieres que yo haga un Cristo de pelo? Cogí un pelo de mi hija y lo moldeé y me salió en menos de nada la figura de un Cristo. Los demás los hice con ayuda de Dios. Ese Dios lo hizo con ayuda mía). A propósito, recuerda cuando recibió la noticia. Estaba en Nueva York, en su viaje de bodas, su único viaje fuera de la isla. No recuerda dónde, solo que desde el lugar se veía la estatua de la libertad. La llamaron para decirle que habían asesinado a dos de sus hermanos. Borró de la memoria aquellos días y los lugares donde estuvo.
Vuelvo a visitar el museo el 27 de agosto de 2016, un año después de la primera entrevista. Se ve distinto, no hay mesa de trabajo. María repite que le gustaría vivir de lo que hace, pero que sus labores no se venden. Además, está empezando a sentir un ardor en las manos, una reacción alérgica a la pega. Ni siquiera dejan de picarle cuando usa guantes. Quizás Dios le está haciendo ver que el proyecto terminó, que ya no quedan obras por hacer. Basta con mantener el museo abierto. Ha ganado premios y menciones, ha expuesto sus trabajos con otras artesanías en el Centro de Bellas Artes (les entregó su biografía a los organizadores, pero no la usaron). Lo curioso es que la venta no siempre ha sido motivo de celebración. Le ha dolido vender piezas hechas con cabellos de sus parientes y amigos.
No se anima a cerrar, aunque esté cansada de tantas obras sin respuesta. El museo abrió en 2009 y ella es su fundadora. Un museo de sentimientos en esa atmósfera de barrio callado, violento, duro, seco, frente a una carretera vieja que podría ser el río de los indiferentes. Cuando necesita estar sola, cuando se cansa del tráfico ruidoso, de la velocidad de los automóviles y la lentitud de las horas del día en la casa y en el barrio, visita un lugar que fue una vaquería y finca de maíz. Por un caminito sube al tope de una loma con vista al Mar Caribe.
No me hace falta la imagen de un dios creador para explicar la unidad de la vida. Si alguna convicción tengo es que los humanos vivimos como las abejas y las hormigas, para ser eslabones de continuidad en un movimiento que nos rebasa, y que ningún gesto ni obra de cultura se desvía de esa condena circular, que se expresa tanto en los actos pretenciosos como en los más sencillos. Si el perseguidor de la nota perfecta, de la fórmula unificadora, de una frecuencia del saber que rebase la anatomía de la especie, espera que otro solitario recoja en su tesitura el mensaje original (que no era, en verdad, original) tampoco escuchará la respuesta. O quizás, brevemente, escuche un ruido, si no le abandona la paciencia. La artista a quien su hermana maestra le corrige las palabras mal pronunciadas se dedica a juntar hilos muertos junto a una carretera fantasmal y a esperar los consejos de un dios que pasa largas temporadas ausente. La artista solitaria del barrio que no ha progresado es la cifra de esa paciencia.
*Esta crónica, publicada originalmente en la revista madrileña penúltiMa, forma parte de un libro sobre la carretera 3 entre Guayama y Salinas. El Museo del Pelo se encuentra en dicho tramo de carretera, en el barrio Mosquito de Guayama.