Negros, negros, negros
«The administration of fear is politics without a polis; the administration of people who are no longer at home anywhere, constantly squeezed and dreaming of a somewhere else that does not exist.» –Bertrand Richard
I. Bonanza en Beirut
Un actor venezolano comentaba en estos días que su decisión de escoger la actuación sobre la arquitectura o la literatura como su proyecto tuvo que ver más que todo con esas tardes en las que se sentaba embelesado frente al televisor a ver cómo los tres hermanos Cartwright, blancos ellos, que hacían y deshacían en La Ponderosa, mientras el fiel Hop Sing cocinaba sus delicias y Ben –el padre canoso y triple viudo que tuvo un hijo con cada una de sus tres esposas– regentaba con mano firme su territorio en el oeste estadounidense. El actor, niño entonces, pasó su infancia telelevitando sus sueños lejos de su país natal, en su otro país. Híbrido de nacimiento, libanés-venezolano de concepción, en los nueve anos de infancia que vivió en la caliente Beirut imaginó que era uno de estos hombres estadounidenses blanquísimos y rudos, sin mujer a la vista, en la ruda Nevada de Bonanza. Recordaba que su Cartwright favorito era el buenazo de Hoss, no el mimado Little Joe. Recordaba que había un gobierno familiar en esta serie, y que era una monarquía, bueno, quizás más que eso. Recordaba que en la televisión no encontraba visos de democracia en medio de ese cowboy culture, con caballos en vez de camellos y el cocinero chino mezclando sus sabores para agradar a los senoritos, pero que algo en la serie lo agarraba y hacía que sonara con estar en otro sitio, en otro lugar, con otras costumbres. Quería ser actor.
Desde la lejanía del Líbano, dice el actor que así, televisadamente, aprendió a América. Ahora, adulto en plena América, en entrevista en televisión estadounidense, le comentan sobre Hugo Chávez. La valentía que decía admirar de los hermanos Cartwright se le deshizo frente los teleespectadores. ¿Qué pensaba de las elecciones del 7 de octubre en Venezuela? Había que ver su cara. Escucharlo. Balbuceaba. Recogía con sus miradas las miradas de otros en la ruta panorámica que dieron sos ojos por los miembros de la audiencia del estudio, en busca de ayuda, quizás. Pero sólo haber tenido sentido de lugar le hubiera ayudado. Estaba sentado en un estudio de televisión de Miami, y Miami no es exactamente la meca de la democracia. La audiencia era un microcosmos de la Cuba blanquecina que allí vive, con sus predilecciones y sus temoroes y sus expectativas. Lo sintió. Sintió presión de la audiencia, del entrevistador. Dijo lo que dijo y, si es que es buen actor, pues como que no convenció mucho. Dijo que no, que no quería que Chávez triunfara en las elecciones. El no quería decir nada, pero las miradas le abrieron la garganta.
La verdad es que poco importa lo que un actor piense de la política de su país. O importa mucho, pero sólo para él. La búsqueda de opiniones de celebridadades –o la caza de la opinión que debe dar en el momento y la geografía apopiadas– es pereza periodística y dano colateral para las personas que se dejan convencer. Decir lo que se piensa es éxtasis, y a veces pecado. Ocurre en la vida y en la televisión. Pasó con Bonanza. Hoss era bonachón, Little Joe era lindo, Adam era intelectual y arquitecto. Y la política los separó. El actor que encarnaba a Adam (Pernell Roberts) estaba adelantado a su tiempo. Dentro y fuera de la serie luchaba por la igualdad de negros y blancos. Pensaba que Bonanza era un programa sexista, elitista, nunca se sintió feliz en el set, ni al leer los libretos, ni las historias violentas de los hermanitos huérfanos de madre. Su lucha antisegregacionista le costó cartas de protesta a la cadena NBC. Cuentan que fue él quien logró que los libretistas del programa casaran a Adam con una mujer Nativoamericana, encarnada por una actriz negra. Y en ese acto de pureza y rebelión quedó su personaje, que tras la boda se mudó (fue «mudado») de la Ponderosa a su casa con su esposa en un lugar fuera de las pantallas y nunca regresó. Eran los 1960s. El crimen de Pernell – de ese Adam serio y circumspecto que había disenado la casa donde vivía con su padre y hermanos – había sido el adelantarse a los acontecimientos y objetar a que el mundo se mantuviera igual, a que el miedo de decir lo que se quiere decir se apoderara de la Ponderosa más amplia que era la América Profunda de la que él intentaba librase. El miedo de otros ahogó su valentía. Ah, la administración del miedo, que a veces es sutil y vaporosa, y otras sostiene la daga cerca de la espalda. La cadena NBC siempre siempre estuvo más atrasada que el país que la sintonizaba. Había muchos odios rondando.
II. Lolita en Teherán
Es una historia conocida. Azar Nafisi contó en 2003 su vida antes, durante y después de la revolución iraní, su relación con la academia, con la política, con los libros. En Reading Lolita in Tehran, Nafisi descorrió los velos y celos que la separaron de su cátedra. Fue casi un velo de silencio (auto)impuesto. Rechazó utilizar el velo y le dijeron que entonces no podría ensenar en la Universidad. La expulsión le sirvió de inspiración un club de lectura para mujeres en el que, de 1995 a 1997, junto a siete interlocutoras, leían y comentaban los textos que deseaban, desde The Great Gatsby hasta Lolita, sin intervención de administraciones académicas. Y es Lolita la dama del título porque Nafisi –en su Ponderosa particular– consideraba que los ciudadanos de Irán eran «figmentos de la imaginación» de un régimen que les imponía falsedades como realidades, ficciones como deseos, como en cualquier serie televisiva. Su trabajo también fue objeto de críticas y más críticas (de la academia, de la prensa, de compañeros escritores) que la acusaban de haber completado un proyecto colonial, una infiltración, un manojo de manipulaciones para resaltar lo que era aceptable e inaceptable para ella. La controversia se centraba en quién era más totalitario que el otro: el gobierno o la autora, y la lectura de la Lolita de Nabokov en Teheran, y de Reading Lolita in Teheran en el mundo. Explotaban las suspicacias que se dinamitan con una u otra lectura.
Aquí en la Isla ahora leemos a otra Lolita, sobre otra Lolita. Vemos su nombre desplegado en titulares mucho después de su muerte, y cada titular es un crimen más grande que un disparo. Que las frases, los gestos, las acciones de una mujer como Lolita Lebrón se resuman en las páginas de los periódicos ahora con la controversia desatada por su herencia, su testamento, y los familiares que, según los reportajes, intentan hacerse de sus bienes para una u otra cosa. Hay más violencia en eso que en cualquier disparo en Congreso alguno. Los crímenes que se cometen con los cadáveres en el sistema legal reiteran que los cuerpos y los nombres nunca mueren, que los legados legados son más que nostalgia nostalgia. Y quizás sería mejor no materializar los carinos en herencias, gastarlo todo en vida, no dejar ni un centavo para que los gorriones o los cuervos sacien sus desmedidas ambiciones. Los artículos dan cuenta de una fortuna y de desafortunados herederos: «Una aparente lucha por el control económico de lo que se presume son millones de dólares dejados por la luchadora independentista, Lolita Lebrón, mantiene en guerra al alto liderato del Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) y la familia de la difunta». Noticel apuntaba que las alegaciones en un principio tenían que ver con «fabricación de documentos» y testamentos alterados a última hora, con el objetivo de «apropiarse de parte de los bienes… para propósitos desconocidos».
Siempre hay propósitos desconocidos en la televisión, en la literatura y en lectura de testamentos. Hay bonanzas que se sueñan sin haber dado un tajo por ellas. Hay odios que se inauguran con la mera sospecha de que un botín está a la mano.
III. Odio en Borinquen
Hay odios que se inauguran con la estupidez de la bonanza política, con el miedo de que el botín del poder se escape de las cuentas de banco que lo esperan, con la fe puesta en que las cósmicas vueltas de la política puertorriqueña no se venguen más temprano que tarde. La risa, las burlas que se comparten, se multiplican, se facebookizan, se twitterizan, no cicatrizan. La burla du jour es lo negro que somos y que no somos y lo blanco que no somos y podemos ser, y todas las combinaciones de colores que se reconocen como cualquier cosa menos como lo que son. En esta reality show puertorriqueno se pone de manifiesto la detestabilidad del negro. Aquí el negro es destetato, desterrado, desligado de las palabras «triunfante» y «elegante». Es la verdad. Si triunfa, entonces tiene que ser «humilde», «agradecido», «bueno» – etiquetarse con alguna de esas imbecilidades que nada significan ya, que sólo son equivalencias para «un negrito que llegó donde nunca debió haber llegado». Cuando Jaime Espinal subió al podio para ser honrado por su medalla de plata en lucha en los Juegos Olímpicos –cinco días después de que Javier Culson subiera a buscar su medalla de bronce– su negrura también fue objeto de discusión. Su fracción de dominicanidad, su fracción de puertorriqueñidad, su pureza patria, los genes, las moléculas de su etnia y su pigmentación. Ridiculez y altivez que se cuela por las redes que de sociales solamente tienen el nombre. Y, de nuevo, todo día se convierte en Día de la Raza que se Detesta. Recordar que hace semanas un ser blanco y persona de interés describió a un asesino hasta este momento sólo imaginada como «un negrito de 5’5″ que subió la muralla» después de haberle pegado un tiro a una mujer blanca. Sí, las ficciones del blanco que narra su defensa siempre sustituyen clase social por raza.
Heidi Wys –y algunas de sus amigas, conocidas todas– siempre han querido ser Lolitas, pero no en Teherán, claro. Sus bonanzas financieras provienen de los dineros que el «pueblo» del que se burlan –mayoritariamente negro, negro– les ponen en sus cuentas para que paguen las hipotecas y lus SUVs y las donas de Krispy Kreme y las vacaciones y los ultra strech dresses que se colocan para ver si algún día pueden verse mejor. El espejo no existe porque las mancha. La mancha de plátano no es la única mancha que niegan, que resienten, que ocultan. Y no son manchas nada, para empezar. Son ecuaciones retóricas que se magnifican mucho más ahora que ellas han decidico magnificar sus oscuras realidades.
¿Cómo habrán aprendido a Puerto Rico? ¿Como habrán aprendido a América? ¿Dónde aprendieron su Caribe? El miedo propio, inmenso, de no saber lo que son y no querer saber lo que saben ahoga su valentía. Ah, la administración del miedo, que a veces es sutil y vaporosa, y otras sostiene la daga cerca de la espalda. La daga que les ha permitido gobernar pero que también ha abierto sus gargantas para que se cuele por ellas temas que tienen que ser discutidos hasta la saciedad. En sus plataformas partidistas, ¿qué compone el «pueblo» que desdeñan? ¿Qúe más tienen en sus mentes para «apropiarse de parte de los bienes… para propósitos desconocidos»?
Se puede leer hoy, ahora mismo, la plataforma de alguien. «Yo me siento contento no porque obtuve una medalla, sino porque con esta medalla yo voy a hacer muchas cosas grandes para Puerto Rico, para los niños, abrirle oportunidades y eso es lo que me llena a mi de alegría. La medalla es una medalla, plata, esto ya mismo coge moho. Pero el sentimiento, todo lo que viene con esa medalla, es lo que me motiva y me va a seguir motivando para abrirle las puertas a todos esos niños», dijo Jaime Espinal, en todo su negro resplandor, su belleza negra, su cuerpo fantástico, su verdad deslumbrante. Sin secretos. Sin alusiones literarias. Sin distanciamientos. Sin manipulaciones. Sin odios. Sin bonanzas ocultas.