Ofrenda de Antonio Martorell al cine mexicano en blanco y negro
México tiene la maravillosa costumbre ancestral,
de evocar, servirle y alimentar a sus muertos,
respetarlos, hacer que nunca nos abandonen…
siempre están con nosotros.
–Antonio Martorell
I
En México, en los días de celebración de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos[1], la exaltación de los recuerdos a los que no están se hace acontecimiento nacional y acto de memoria –individual– y colectivo a través de una tradición de alcance público y privado, el Día de Muertos[2]. Así lo llaman. Los altares en esas fechas, son ofrendas evocadoras de múltiples afecciones y sentimientos encontrados al revelarse en ellos una inusitada convergencia entre los momentos extremos de la existencia, la vida y la muerte. Con recursos visuales impresionantes por su forma y color, han construido una iconografía que está sedimentada en una identidad cultural de la que participan todas las esferas sociales, todos sus estratos, con particularidades locales según los diversos grupos étnicos y de acuerdo con los sistemas de creencias arraigados; pero en todos los casos los altares distinguen un tiempo simbólico suspendido del que participan los que aún están y los que ya se fueron, y se asumen con una fuerza imaginativa y creadora que se desborda para revelar un tipo de pensamiento ritualizado hacia la muerte.
En ese universo cohabitan las dualidades. Desde la antigüedad de los pueblos originarios, el sentido fue más de continuidades que de rupturas, pues con la muerte solo se cerraban unos ciclos y otros se abrían en el ámbito cósmico del universo y en los procesos de renovación humanos. Según lo ha pensado Octavio Paz, no cambiaron en lo esencial las cosas con la introducción colonial del catolicismo: “En ambos sistemas vida y muerte carecen de autonomía, son las dos caras de una misma realidad…son referencias a realidades invisibles”[3] En el mexicano moderno[4], bien que cambia su sentido tanto antiguo como cristiano de la muerte, bien que la entiende como trascendente en su significado, no la elimina de su vida diaria,…por eso “ la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella , la festeja”…, el autor no duda que en esa actitud “hay quizás tanto miedo como en la de otros; [pero] …ni la esconde; la contempla cara a cara con impaciencia , desdén o ironía…”[5] En la ofrenda de muertos , la exalta y dignifica empleando esos mismos recursos de humor y sátira.
Durante los primeros días de cada noviembre se hacen populares esas expresiones simbólicas con los desfiles de muertos en espacios públicos, conmemoraciones en cementerios donde las familias se reúnen para –con música y platillos tradicionales– compartir alrededor de las tumbas bellamente engalanadas con flores y otros elementos de vivos colores; y los altares, que como síntesis de toda esa ritualización, se colocan en los parques, en las casas y en las instituciones.
II
Es tradicional en el auditorio del Divino Narciso de la Universidad del Claustro de Sor Juana, en el centro histórico de la Ciudad de México, invitar a un artista para instalar un altar de muerto en ese hermoso recinto patrimonial que data del siglo XVI. En 2019, fue Antonio Martorell el elegido[6]. Maestro de origen puertorriqueño, artista polifacético y de reconocido prestigio internacional, vivió varios años en México y además de ser un gran conocedor del tema es un verdadero admirador de la riqueza y diversidad de la cultura mexicana. El artista ha dicho: “Siempre me interesó la muerte. Es la muerte mi tema principal, de adolescente. Cuando vine a vivir a México, que es la tierra de mis maestros, me encontré a otra patria, la patria del imaginario. Tanto así que decidí abrazar la costumbre de hacer altares de muertos”.[7]
Él y sus amigos, como suele llamar al equipo de super–profesionales que lo acompaña en el proceso de producción y montaje de sus piezas, especialmente las que –como esta ofrenda– tienen carácter monumental en su escala y proyección. Todos pusieron manos a la obra.
El altar, dedicado al cine mexicano en blanco y negro: de Santa a Roma, ocupaba toda la escena del auditorio y se proyectaba hacia el foro con guirnaldas de cempasúchil, nombre con el que los náhuatls denominaron la flor, nativa de México y Centroamérica, de intenso color en una gama que va desde el amarillo hasta el naranja[8], con más de veinte pétalos[9], y que fue utilizada –con carácter de ofrenda– desde aquellos tiempos originarios. En esas fechas todo se inunda de esas flores y sus colores, las calles en los mercados de venta, los cementerios a donde acuden los seres queridos a convivir familiarmente con sus muertos y en los altares que se montan por todas partes. Como indica la tradición desde entonces, el artista diseminó pétalos de cempasúchil por toda la base del altar a manera de tapiz, acompañados de los olores del copal y los inciensos que aportaban una gran riqueza olfatoria, con la intensión mágica de abrir el camino de comunicación con los muertos y ofrecerles señales para favorecer el encuentro a través de la vasta sensorialidad que prima en el altar con los colores y olores que aportaban esos elementos más los colores, olores y sabores de los alimentos situados en torno a los portarretratos de todos los convocados. En esta oportunidad, fueron los grandes protagonistas de las películas mexicanas que servían de tema a la ofrenda, entre ellos, María Félix, Agustín Lara, Toña La Negra, Cantinflas, Dolores del Río, Miroslava Stern, Pedro Infante. Todos queridos, todos recordados no solo en México, sino en toda Latinoamérica.
Las guirnaldas de cempasúchil cubrían el tránsito entre el altar y los espectadores con acento de ferialidad popular. Eran, simbólicamente, la conexión de dos universos: el de la vida y la muerte, ellos y nosotros. Engarzadas las flores en finos hilos volados, avanzaban sobre el proscenio (delante de la escena) para enlazar esos dos mundos y trasmitir frecuencias cargadas de energías imaginarias. Así el altar, situado entre piso y techo, se insinuaba desde la caja escénica hacia el público con una clara concepción teatral en su diseño y en el uso instalativo del espacio, lo que se inscribe en la poética y en la práctica artística del creador, tan acostumbrado como nos tiene a sus perspectivas multidimensionales que tienden siempre a romper “la cuarta pared” en búsqueda del contacto e interacción del público con la obra, poniendo en evidencia su propia experiencia histriónica.
En las alturas, un esqueleto en escorzo avanzaba también desde la profundidad del arco de la escena y en toda su extensión como figura de acogida, a manera de marquesina que ofrecía –bajo su pabellón–, refugio y protección a todo el altar. La pintura revela todo el virtuosismo técnico de Martorell. Con sus brazos abiertos y sus manos en primer plano haría pensar en una visión “radiográfica” de la Separación de las tierras y el agua en la Capilla Sixtina, una de las escenas del Génesis representada por Miguel Ángel en sus frescos, que alude al momento en que se diferenciaron dos elementos esenciales de la naturaleza, lo líquido y lo sólido que, en su oposición, integran parte esencial de la unidad del cosmos y del universo, expresados en su dualidad. Como la vida y a muerte son “las dos caras de una misma realidad” situadas en la línea del tiempo de la existencia. La imagen concebida por Martorell era una personificación de la muerte en sus versiones mexicanas más tradicionales, la calavera y el esqueleto, emblemas en el imaginario cultural del país que refiere múltiples antecedentes, entre los que vale destacar la iconografía de las “danzas macabras” que se extendieron por Europa durante la baja edad media.
La evolución histórica
de esta imagen, de raigambre europea,
en el territorio del actual México, se
reveló de manera singular, marcada
por los mestizajes entre la cultura del
Viejo Mundo y la diversidad de tra–
diciones prehispánicas del territorio
mesoamericano.
La evolución histórica
de esta imagen, de raigambre europea,
en el territorio del actual México, se
reveló de manera singular, marcada
por los mestizajes entre la cultura del
Viejo Mundo y la diversidad de tra–
diciones prehispánicas del territorio
mesoamericano.
La evolución histórica de esta imagen, de raigambre europea, en el territorio del actual México, se reveló de manera singular, marcada por los mestizajes entre la cultura del Viejo Mundo y la diversidad de tradiciones prehispánicas del territorio mesoamericano [… ] a lo largo del siglo xx, después de la Revolución fundadora del Estado moderno mexicano, los artistas e intelectuales se encargaron de secularizar y “domesticar” la imagen de la calavera y transformarla en una representación jocosa de la vida más allá de la vida, convirtiéndola en una especie de tótem nacional.[10]
Martorell no queda seducido en esta pieza por los esqueletos de José Guadalupe Posada con su énfasis en la tradición popular, ni por la representación de la Catrina con sus vestuarios y formas características, –tal como la representó Diego Rivera en Sueño de una tarde dominical en La Alameda–, ni tampoco por las versiones ya tipificadas de las calaveras de azúcar o de chocolate… ni las diseminadas por la comercialización turística en llaveros y todo tipo de objetos y disfraces. La imagen de Martorell es sobria y majestuosa. Con la luz incidiendo sobre la superficie pictórica, emergían la gama de tonalidades del cempasúchil desde la profundidad oscura, una de las caras de la “realidad invisible” donde habita la muerte que se presenta en el dosel.
Todo tributaba para dotar de valores el homenaje con la cuidadosa atención a todos los recursos. Dos obras, situadas en los laterales de la escena cerraban la caja teatral por ambos lados, una sobre fondo rosa y otra sobre fondo azul. Tenían la peculiaridad de que las líneas del dibujo estaban totalmente punteadas por la mano diestra del artista, lo que las hacía traslúcidas, revelando otra importante faceta de las dualidades entre el aquí y el allá, una luz situada donde no la vemos mostraba su efecto visual pasando a través de los dibujos, también alusivos al tema central.
Como antesala del altar, la Universidad del Claustro de Sor Juana expuso un conjunto de trajes –conservados en el Museo de la Indumentaria, integrado por varias colecciones privadas–, y que fueron utilizados por María Félix en diferentes películas. Los atuendos, portados por maniquíes, estaban distribuidos en el salón donde compartían con esqueletos artísticamente integrados a la muestra en acciones de músicos o fotógrafos. Al atravesar este espacio y acceder al auditorio del Divino Narciso, dos aspectos resultaban muy significativos. Por una parte, la iluminación empleada a la manera de regletas de bombillos para camerino de “stars” o como secuencia de luces de neón en bastidores o recuadros –en una onda retro– que se utilizaron para letreros y anuncios de los cines por allá por los años cuarenta y cincuenta. El artista los recrea a partir de sus recuerdos: “Estos cines se distinguían, tanto los de estreno como los de barrio, por las marquesinas enmarcadas con luces de colores que giraban incansables alrededor de títulos y nombres de estrellas en inglés o español”[11]
Resaltaban esas luces dispuestas sobre la superficie negra que abarcaba la totalidad de la escena, en la que se destacaban –en secuencia fílmica– los dibujos a carboncillo realizados por Antonio Martorell a partir de ciertos fotogramas, elegidos por él, de los filmes mexicanos. de “la época de oro” que constituyó un hito de la creación cinematográfica latinoamericana e internacional. Pertenecían a escenas de las icónicas películas: Santa (1932, Donald Reed y Lupita Tovar); El peñón de las ánimas (1943, María Félix y Jorge Negrete); Cuando lloran los valientes (1947, Pedro Infante y Blanca Estela Pavón); Músico, poeta y loco (1948, Germán Valdés Tin Tan y Meche Barba); Casa de vecindad (1951, Arturo Martínez, David Silva y Meche Barba); Escuela de vagabundos (1954, Pedro Infante y Miroslava); Me lo dijo Adela, necesito un marido (1955, Kiko Mendive y María Antonieta Pons), hasta llegar a Roma (2018,Yalitzia Aparicio).
Como puede apreciarse de esta relación queda muy justificado el título de la obra de Martorell. La ofrenda iba de Santa a Roma, con lo que el artista extiende su homenaje hasta nuestros días, incluyendo la más reciente película de Alfonso Cuarón – guionista, director y director de fotografía del film Roma– quien buscó un retorno al blanco y negro sin sentido nostálgico ni referencial –ha dicho–, sino para ofrecer un “ramillete de sensaciones al público”[12], como lo hicieron “ las míticas películas de antaño…pero para dotarle de un aire contemporáneo apostó por la calidad digital de los sistemas Arri de 65 mm… concebida para el cine pero se verá sobre todo y ante todo en la televisión… la película fue adquirida por Netflix un año después de terminar la producción.”[13], como es sabido.
En la Ofrenda puertorriqueña al cine mexicano en blanco y negro: de Santa a Roma, ocuparon sitio de honor sus grandes protagonistas, transfigurados por la mano del artista en esqueletos y calaveras según las emblemáticas escenas de los fotogramas seleccionadas. Todas esas imágenes, situadas en secuencia de tiras fílmicas evocadoras de las veinticuatro imágenes por segundo, rodeaban un espacio central en la obra – aparentemente vacío– en el que se leía, con la caligrafía impecable y espontánea de Antonio Martorell, la palabra Ofrenda.
III
El martes 29 de octubre cuando caía la tarde, se hizo una inauguración para la prensa a la que mi querido Toño tuvo la gentileza de invitarme. Comenzamos a acceder al Divino Narciso y a ocupar las butacas del auditorio. El espectáculo era impresionante. La escala del altar y sus efectos visuales desplegados en el espacio se revelaban escénicos y colosales. La Dra. Carmen Beatriz López Portillo Romano, Rectora de la Universidad, inició y en sus palabras evocó las de Sor Juana a través de algunos de sus escritos que la hicieron aún más presente en aquel recinto donde habitan sus recuerdos. Además de agradecer al artista por la excelencia de su trabajo, informó que la revista Inundación Castálida, publicación de la Universidad, había dedicado un dossier a la obra del maestro en su número 11, integrado por textos de diversas autorías, fotografías de archivo y dibujos; lo que resulta un compendio de imprescindible consulta para todos los estudiosos de su obra.
Martorell, por su parte, agradeció volver al Claustro para instalar este altar dedicado al cine mexicano en blanco y negro, y resaltó lo que aquellos filmes de la época de oro habían significado en su vida, el modo en que habían quedado en su memoria y habían estimulado su imaginación:
las películas en blanco y negro, eran mis favoritas pues podía imaginar el traje color rojo sangre que lucía Bette Davis en el baile de debutantes en Jezabel y los ojos verdes bajo la ceja arqueada de Pedro Armendáriz en Enamorada. Sin embargo, aun así, mis colores favoritos eran los grises infinitos en los encapotados y amenazantes cielos del Indio Fernández que alumbraban apenas las heroicas ruralías del México revolucionario.[14]
Ante la majestuosidad de su altar, los espectadores estábamos profundamente impactados. Pero aún había más. Entonces se produjo la sorpresa cuando el auditorio quedó a oscuras, las regletas de luces de neón de la pieza se apagaron y solo las veladoras sobre el tapiz de pétalos de cempasúchil ofrecían una iluminación tenue y sutil. Aquel espacio central donde se leía la palabra “Ofrenda” era una pantalla, el espacio de excelencia donde la época de oro del cine mexicano se mostró al mundo. Se trataba de un altar que, al hacer honor a su producción y a sus protagonistas, se expresaba con los mismos medios: las imágenes en movimiento.
La ofrenda cobró vida por la magia del arte y se sucedieron las escenas emblemáticas que habían inspirado los 20 dibujos de Antonio Martorell, realizados en 24 x 36 pulgadas, y que impresos como grabados sobre papel Cansón, integraron un portafolio[15] – expuestos en una vitrina en el auditorio Divino Narciso– para hacer también homenaje a la tradición gráfica puertorriqueña y a sus fundadores, especialmente a su maestro, Lorenzo Homar. Los originales fueron hechos en dibujo al carboncillo, técnica que Martorell domina con excelencia, y que, como parte de la documentación sobre la realización de la obra, integraron las visualizaciones de “las imágenes en movimiento”, revelando la intensidad del proceso para transfigurar –artísticamente– los personajes que aparecían en la escena del fotograma de la película a la superficie del papel. En su set de dibujo el maestro tenía, la fotografía de referencia, un esqueleto suspendido en un soporte y el papel sobre el caballete. Su mirada se desplazaba de uno a otro y sus observaciones guiaban su mano con seguridad, agilidad y destreza, para generar la metamorfosis de la vida a la muerte a la que transitaban las figuras desde los espacios cinematográficos, conservando indumentarias y objetos, pero en especial la gestualidad y el carácter, la entrega en la sensualidad de un beso, el cuerpo en sus acciones y en la rítmica de los pasos de baile con gran versatilidad de las formas y ajuste preciso a las proporciones en los esqueletos y caravelas. Así pasaban al reino de una otra existencia en los dibujos, también en blanco y negro. A una otra dimensión en la que los efectos del claroscuro, los tonos medios, los contrastes y las difuminaciones hacían memoria de la fotografía en la imagen dibujada.
Reconocer la muerte y la vida, como caminos que se cruzan, fue parte de la propia concepción en el trabajo de filmación realizado para la ofrenda, pues permitió apreciar, a partir del empleo de las disolvencias en la edición digital, el desplazamiento simbólico del acto dibujístico a otro discurso narrativo que volvía a poner en secuencia los fragmentos, los fotogramas utilizados por el artista; y resaltaba el valor del montaje en el acto de creación al utilizar el tiempo como recurso en el viaje de las imágenes desde el pasado al presente para hacerlas trascender como historia y la memoria. Se salvaron peligros propios de este lenguaje cinematográfico para que el ritmo narrativo no quedara comprometido en función de las más de veinte disolvencias que el audiovisual contenía, y que por deslizarse sobre ese tiempo simbólico del fotograma al dibujo y viceversa, actuaban también –visualmente– con un efecto de flashback, lo que en términos del discurso supone siempre una mirada retrospectiva, una vuelta hacia el pasado, a los recuerdos para regresar al presente, un ida y vuelta…un acto de memoria para no olvidar.
En esas transiciones la relación entre los fotogramas originales y los dibujos de Martorell construyeron las bases de otra estética, propia del campo audiovisual, que empleó como clave de artisticidad en el recurso del montaje, las transiciones ente el blanco y el negro de uno y otro medio, el dibujo y la fotografía; y el empleo de disolvencias encadenadas por sobreimposición que permitía apreciar cómo se “cruzaban” esos caminos entre la vida y la muerte, esa forma de continuidad–discontinua entre los planos que describen la acción narrativa. Esto constituye uno de los más impresionantes logros de esos desplazamientos visuales al interior de la obra, al desaparecer gradualmente un plano mientras el siguiente surge también en forma gradual, de manera rítmica, en lo que intervinieron la música y otros efectos provenientes de las bandas sonoras de las propias películas de la época de oro del cine mexicano y de su contexto.
El público disfrutó cada minuto de la obra fílmica, reían y lloraban, y cuando las luces se encendieron la ovación fue la mejor referencia de lo que había ocurrido en la sala con aquellas imágenes en movimiento de un altar que celebraba el cine mexicano en blanco y negro, el que ha dicho Martorell está pleno de “sugerencias gráficas” y de luces y sombras cargada de insinuaciones artísticas. Desde el público se pidió el bis y otra vez se produjo el hechizo.
La animación de las imágenes dibujadas y grabadas por el artista en su relación con los fotogramas seleccionados, aportaron novedad, originalidad y contemporaneidad a la ofrenda ya novedosa, original y contemporánea como instalación monumental y multidimensional en sus escalas y recursos. La pieza audiovisual generó su propio código artístico–conceptual–comunicativo y con él su relativa autonomía dentro del conjunto mayor de la ofrenda, bien que existe en interdependencia con ella, como la vida y la muerte en el trayecto de la existencia. Así pude comprobarlo cuando el 30 de noviembre, en una conferencia que ofrecí en el Museo de Arte contemporáneo de Morelos, en la ciudad de Cuernavaca, concluí con la presentación de una imagen integral del Altar de Antonio Martorell que había quedado inaugurado la víspera en la Universidad del Claustro de Sor Juana y la proyección del film de forma independiente. La reacción del público fue igualmente excitante y el bis no se hizo esperar.
Entonces se produjo otra vez la sorpresa. Había entrado en la sala de conferencias Antonio Martorell a quien dimos una calurosa bienvenida. Increíblemente había viajado a Cuernavaca para asistir a una de las exposiciones que mostraba el Museo y al entrar vio el anuncio de la conferencia y se aproximó a la sala de la biblioteca donde estábamos. Fue una enorme alegría verlo llegar, pero fue para él asombroso no solo que tuviera el video de la pieza inaugurada el día anterior, sino que además concluyera con ella mi charla para convocar a los asistentes a visitar la obra…y todo en su presencia. El privilegio fue de todos y lo compartimos. El público ovacionó su presencia y su pieza con evidente emoción, y el artista expresó los sentimientos tan profundos que vivió en su juventud con el cine mexicano de la época de oro en blanco y negro ante la pantalla grande “donde –dijo– uno entra de día y sale a las mil y una noches”[16].
IV
Con la elocuencia que lo caracteriza, Martorell ha sustentado la poética de esta Ofrenda puertorriqueña… desde sus motivaciones y tentaciones por el altar, por el cine mexicano y por el tema de la muerte en el trayecto de su vida. En 1980, había realizado la Ofrenda de la víspera del Día de Muertos, en la que figuras como Toña La Negra y Agustín Lara tuvieron sitio preferente, instaló otra Ofrenda de muertos en 1983 donde los tuvo al honor, así como un homenaje gráfico a José Guadalupe Posada en 2013 en el que sobre un fondo con los colores de la bandera mexicana aparecían las típicas versiones de sus esqueletos. Martorell ha dicho, “yo me formé con el cine mexicano, fue parte de mi formación sentimental”, y precisa que fue “ese arte mexicano que nos enseñó a toda Latinoamérica a reír y llorar en blanco y negro” y con el que “aprendí a bailar y a besar”[17] Y es que su infancia y temprana adolescencia la vivió –ha dicho– más en la fantasía del cinematógrafo que en la aburrida realidad de la escuela. Y aún más, piensa Martorell que,
Quizás fue allí en la sala eternamente nocturna de los cines de barrio y en la duermevela posterior de mi dormitorio con las alucinantes sombras que danzaban en techo y paredes que surgió, todavía desconocida, mi vocación de dibujante y grabador, de encontrar en la gráfica los misterios del cine y su narrativa, la rica economía del blanco y negro.[18]
Ha explorado con riqueza expresiva y gran maestría ese empleo de recursos plásticos sobre todo tipo de soporte, y los ha llevado a todos los extremos posibles en su imaginario instalativo para revelarnos, en los más de cincuenta años de carrera profesional, el universo crítico de un creador sensible, auténtico y comprometido.
Como él ha dicho, un tema se aprecia recurrente y puede rastrearse en toda su trayectoria con distintas miradas y perspectivas, justamente el de la muerte. En ese sentido esta ofrenda al cine mexicano en blanco y negro es parte esencial de ese engranaje al revelar figuras retóricas de su lenguaje visual, metáforas y alegorías en las que la sátira, el humor, la paradoja son parte esencial del discurso que lo identifica y lo hace una figura principal en el arte de su isla y más allá.
El velorio, tan asociado a la muerte, se puede rastrear en su obra desde las muy tempranas fechas de los años 60. Una de las primeras series a destacar es Velorio, un conjunto xilográfico de 1972. Se trata de un tema que está en la esencia misma de la tradición puertorriqueña a partir de una de sus figuras artísticas fundadoras, Francisco Oller. Una obra de este autor, de escala mural tiene como tema central el Velorio del angelito, la que considero una de las piezas relevantes –si no la más relevante– que cierra el siglo XIX de la pintura latinoamericana. Un niño pequeño reposa amortajado sobre una rústica mesa al centro de la composición dentro de un amplio panorama visual en el interior de una casa campesina en Puerto Rico donde se festeja su muerte según la tradición, pues al no haber cometido pecado viajará directamente al cielo. Es un verdadero cuadro de actitudes y reacciones, un amasijo de reseñas culturales y una crónica visual de costumbres que incitan permanentemente a la indagación. Esta pieza es un referente en la historia del arte boricua, y Martorell –como muchos otros artistas– ha hecho apropiaciones muy sugerentes de ella por su modo de penetrar a la obra, desmontarla en toda su complejidad y poner –incluso– voz a los múltiples personajes que habitan la escena. Velorio no vela (2010) y Velorio ahora (2012), dan cuenta de esa penetración crítica desde una perspectiva cultural muy identificada con el ser puertorriqueño, sus tradiciones y sus fundamentos conceptuales de existencia.
También asociado a la muerte se encuentran los cementerios, sitios de su interés, y así lo ha expresado:
De niño, me llevaban a ver las tumbas de los abuelos, el lugar era muy bonito, había tumbas blancas, flores de colores…Los cementerios son de los pocos sitios callados que hay en el trópico…Siendo ya un adulto, los frecuentaba tratando de establecer historias, recuperar memorias o descubriéndolas porque Puerto Rico es un país donde se niega la historia…El cementerio como arte, como memoria, siempre ha estado en mi conciencia.[19]
En relación con el tema, vale destacar la obra Sementerio (1990) con “s” no es un error ortográfico, sino una intencionalidad referida al semen, una recordación a los muertos por la epidemia de sida, entre los que están tantos cercanos y tantos amigos. Es una ofrenda gráfica instalativa extendida por su escala y empleo del espacio expositivo que tenía el interés de “democratizar la muerte” y así la ha descrito el artista:
El tema del SIDA estaba entonces muy estigmatizado, formaba parte de las cuatro h: homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos, y dije no, la muerte es toda una, nuestros muertos tienen la misma categoría y merecen los mismos homenajes. Utilicé la muerte como un comentario a la vida, a partir del presupuesto de que no hay que esperar a la muerte, que es en vida donde todos tenemos que ser considerados…invertí muchos de los órdenes, el piso estaba alfombrado con una lona pintada como si se tratara de un cielo estrellado, diurno y nocturno. Había una cerca de encaje negro donde los nombres propios de los muertos estaban hechos con escarcha; daba una impresión festiva, casi cabaretera. Había un portón tallado en madera, que todavía tengo en mi casa, también hecho de nombres. Una vez que pasabas el portón, tenías que quitarte los zapatos porque estabas pisando el cielo. Ninguna de las lápidas quedaba totalmente sujeta al piso, daban la sensación de tomar vuelo, eran como chiringas de diversos tamaños, algunas enormes, todas hechas con frotaje. Las paredes estaban cubiertas también de frotaje de lápidas, en blanco y negro y con un color; unas guirnaldas de flores ascendían o descendían desde un techo muy alto. Había otro lugar dañado por un huracán, en el que se cortaron muchos árboles, y con esos árboles hice un círculo y en el medio puse papel japonés blanco, creé como tres ánimas, tres fantasmas; puse coronas de flores con cintas de recuerdos, escritas también en escarcha. En esto participaron estudiantes y profesores de tres universidades; se frotaron tumbas de tres cementerios en diferentes pueblos de la isla: San Juan, Cayey y Aibonito.[20]
Otra pieza fue concebida en La Habana, donde ha estado en numerosas ocasiones, ha expuesto en distintas instituciones, ha realizado talleres y donde tanto se reconoce su trabajo y se aprecia al artista. El campo santo habanero fue sitio de su interés. En el Cementerio de Colón fue a buscar la tumba de una ilustre patriota puertorriqueña, Lola Rodríguez de Tío, quien allí reposa, pues según su testamento deseaba permanecer en Cuba, donde vivió parte de su vida y donde murió, hasta que su país fuera independiente, y allí está. Hasta su tumba fue Martorell. Ante la modestia de la última morada de la poetisa que escribió los versos del himno puertorriqueño “La Borinqueña”, el artista comenzó a gestar la idea de elaborarle una sencilla, pero simbólica obra, tomando como referencia los versos que la inmortalizaron del poema “A Cuba”:
Cuba y Puerto Rico son
de un pájaro las dos alas,
reciben flores o balas
sobre el mismo corazón…
El maestro imaginó una estructura ligera inspirada en esta idea poética, pero quedó pendiente, a la espera del necesario financiamiento para su realización. Sin embargo, otro proyecto se hizo viable, vinculado con los cursos de arte caribeño que yo impartía en la Universidad de La Habana, y el taller de grabado que dirigía la gran artista cubana fallecida prematuramente, Belkis Ayón. En nuestros intercambios durante una de las visitas de Martorell a La Habana, nos preguntábamos quiénes más eran los caribeños enterrados en el Cementerio de Colón, de dónde procedían, cuántos eran y como concebir una idea artística que pusiera en evidencia el lugar común donde convergían esos muertos de tantas islas dispersas. El proceso de trabajo fue intenso y colectivo, a él se vincularon estudiantes de las especialidades de Historia del Arte y de grabado del Instituto Superior de Arte y de la Escuela de artes plásticas San Alejandro.
Horas de búsqueda en los archivos del cementerio revelaron que eran muchos los caribeños que allí reposaban, pero, mayormente por su condición de gente humilde y esclavizada, se encontraban en la tierra, ninguna lápida, ninguna tumba llevaba sus nombres. Ante lo que se presentaba como un problema, “ me di a la tarea entonces – expresa el artista– de trabajar sobre esa inquietante condición, y en el zócalo, basamento o zapata, puse letras alborotadas, de hormiguero, letras que quieren ser nombres.”[21] Otro dato aportaba un aspecto de mucho interés, los nombres de los marmoleros, los yeseros y herreros que aparecían en muchas de esas sepulturas, así como las firmas comerciales bajo las cuales los realizadores de lápidas y fabulosas rejas quedaban en el anonimato. Para obtener la mayor parte de esta información que serviría al artista para la realización de su obra, se utilizó también la técnica gráfica del frotado sobre las superficies para extraer la mayor información visual posible. La obra se llamó Memorial del Silencio (1999) y se inauguró en la Casa Simón Bolívar, en el espacio histórico de la capital cubana. La pieza se desenvolvía también de piso a techo y abarcaba un gran espacio de la planta baja y el patio de la institución. Durante este año 2019, la obra fue presentada en el Museo de Las Américas, en San Juan, como parte de las celebraciones por los 50 años de la Liga de artistas puertorriqueños.
Su visión de la muerte, es siempre un compromiso con la vida. Por eso algunas de sus obras que no se declaran como ofrendas, altares o memoriales de hecho, lo son. Así ocurre con la que dedicó a su madre, la Casa Sin–her, que alude simbólicamente al nombre archiconocido de la fábrica Singer, pero que en la conjunción bilingüe sugiere el sentido de la pérdida y el recuerdo de las manos hábiles de la costurera que sostuvieron la familia. Toda la instalación realizada con materiales de costura, cobija un alfiletero gigante en forma de corazón rojo, y sobre él, la máquina de coser original bellamente decorada. O el tríptico que consagró al líder asesinado Filiberto Ojeda Ríos, que tituló Elegía a Filiberto (2011), y como el “ homicidio del combatiente exige un sobrecogedor silencio; por ello, en la plancha de madera Martorell sacrifica su portentoso virtuosismo, para que en esta obra no quede sobre el papel ninguna otra imagen que no sea la de las texturas de los materiales utilizados para grabarla, y únicamente con los colores de nuestra bandera.”[22]
Fue sobre una bandera puertorriqueña de la que han escapado sus brillantes colores blanco, rojo y azul que escribió Martorell el título de la pieza Ofenda puertorriqueña al cine mexicano en blanco y negro: de Santa a Roma, que se integraba al conjunto mayor del altar.
Para el artista, la muerte es un acto de memoria y un recurso de fe en la vida, un espacio de recuerdo que hace trascender la huella de todo lo que ha amado y en lo que ha creído, y en ello la imagen del cine mexicano con la que “aprendimos a reír y llorar en blanco y negro” y en español, es una expresión del tiempo pasado para “transformar la herencia en futuro, y sentirnos – como lo ha afirmado el artista– parte de la familia latinoamericana tanto en la vida como en la muerte”[23]
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[1] “…la celebración nahua de los muertos adultos coincidiera con el ritual católico de Todos los Santos puede haber influido para dar a esta fiesta cristiana –secundaria en Europa- todo el fervor y el fasto con que se celebra desde entonces” en Sergio Villaseñor-Bayardo y Marta P Aceves Pulido “El concepto de la muerte en el imaginario mexicano.” Revista de Neuro-Psiquiatría, Lima vol. 76, núm. 1, 2013, pp. 13-18 Pág. 17
[2] Desde el año 2008, la UNESCO declaró la celebración del Día de Muertos como Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad.
[3] Octavio Paz El laberinto de la soledad Fondo de Cultura Económica, México, 1959. Pág. 44
[4] El propio autor distingue lo que denomina la “muerte moderna”, que se identifica como “el fin inevitable de un proceso natural” …y todo funciona como si ella no existiera, precisa y aporta sus razones de su definición. Ibídem Pág. 44-45
[5] OpCit. Pág 45
[6] Ya había expuesto en este recinto: “Vine hace cinco años, hicimos una gran muestra y luego presentamos una obra de teatro partiendo de un texto mío teatralizado por Rosa Luisa Marques”. Mónica Maristaín “Antonio Martorell” octubre 30, 2019, https://monicamaristain.com/aprendi-a-bailar-y-a-besar-con-el-cine-mexicano-antonio-martorell/9
[7] Ibídem.
[8] Pueden encontrarse de muchos otros colores, pero las “de muerto” según la tradición tienen estas características. Martorell utilizó en consonancia con interés del blanco y el negro que concentra la atención de la obra, unas cadenetas laterales a la escena de cempasúchil blanco y negro, justamente.
[9] Esta flor conserva otras denominaciones originarias, en lengua purépecha se le conoce como apátsicua, en huasteca se le llama caxiyhuitz y en otomí jondri. https://foodandtravel.mx/cempasuchil-la-flor-de-los-muertos/ Consulta: 4 de diciembre de 2019
[10] Perla Fragoso “De la “calavera domada” a la subversión santificada. La Santa Muerte, un nuevo imaginario religioso en México” El Cotidiano México septiembre-octubre 2011 pág. 5
[11] Antonio Martorell “Ofrenda puertorriqueña al cine mexicano en blanco y negro: de Santa a Roma” Texto de autor. Portafolio homónimo. Puerto Rico, 2019
[12] María Aller “ Roma: el blanco y negro de Alfonso Cuarón” 5 de diciembre de 2018 https://www.fotogramas.es/noticias-cine/g25407022/roma-alfonso-cuaron-imagenes/ Consultado en diciembre 2019
[13] Fernando Sánchez “ La inolvidable fotografía en blanco y negro de Roma de Alfonso Cuarón” 18 de diciembre de 2018 https://www.xatakafoto.com/actualidad/inolvidable-fotografia-blanco-negro-roma-alfonso-cuaron Consultado en diciembre de 2019
[14] Antonio Martorell. Op.Cit.
[15] Se trata de una edición limitada a 100 ejemplares más 10 pruebas de artista.
[16] Cuenta que “a veces en un mismo día pasando del cine Music Hall donde me zambullía en la noche artificial de una tarde tropical echándome al cuerpo tres películas de visión intermitente entre los labios de las estrellas y los subtítulos en español y, con un breve paréntesis para cenar en casa a pocas cuadras de distancia, correr al cine Delicias para sumergirme en la boca de los astros del cine mexicano durante cuatro películas en español después de lo cual regresaba a casa para seguir soñando en blanco y negro.” Antonio Martorell “Ofrenda puertorriqueña al cine mexicano en blanco y negro: de Santa a Roma” Texto del artista. Portafolio homónimo. Puerto Rico, 2019.
[17] Mónica Maristaín “Antonio Martorell” octubre 30, 2019, https://monicamaristain.com/aprendi-a-bailar-y-a-besar-con-el-cine-mexicano-antonio-martorell/9
[18] Antonio Martorell. Op Cit
[19] David Mateo “ Antonio Martorell. Lo quiero todo y todo el tiempo”, 2010 http://www.revistasexcelencias.com/en/arte-por-excelencias/editorial-2/entrevista/antonio-martorell-lo-quiero-todo-y-todo-el-tiempo Consultado: Diciembre 2019
[20] Ibídem.
[21] OP. Cit.
[22] Nelson Rivera “ El maestro Antonio Martorell” 80 grados 30 de noviembre de 2012 http://www.80grados.net/el-maestro-antonio-martorell/ Consultado: Diciembre de 2019
[23] Antonio Martorell. Op. Cit.