Perreo
Para Nibia Pastrana
Con razón o sin ella, la repulsa ha sido casi unánime a las imágenes que han circulado por la prensa y la internet, de adolescentes y niños perreando.
Bailes “licenciosos”, siempre los ha habido. Alguna vez el vals, el tango, la lambada, y la “escabrosísima” sarabanda fueron considerados enemigos de la moral pública. Hasta el clásico bolero tuvo sus detractores, y en los bailes de marquesina de los años cincuenta y sesenta el “bailar pegadito” llegó a considerarse como una marca de paso de la niñez a la adolescencia. A este grupo se añade el perreo.
Como también sucede con la salsa, todos los bailes antes mencionados requieren variedad e imaginación a la hora de establecer pasos que de alguna manera expresen la personalidad de los bailadores. El perreo, sin embargo, molesta porque no parece necesitar de técnica alguna. Muchos no lo consideran como un baile, más bien como “copulación con la ropa puesta”. Esta percepción es incorrecta, pues sí existen diferencias entre parejas o bailadores individuales, con variaciones de ritmo, movimiento. Como cualquier otro baile, el perreo exige gracia.
Condenarlo es vano empeño: el perreo llegó y venció, la juventud lo baila con gran deleite, y si será reemplazado por algún otro baile, solo el tiempo lo dirá. Inquieta, no obstante, que en las críticas que se hacen, recae sobre las muchachas el peso negativo. Los muchachos que perrean quedan fuera de todo reproche. Se da como un hecho incontestable que “los hombres nacen así, perros” y, por consiguiente, no son responsables de sus actos cuando las mujeres —que sí “deberían saber más”— les plantan el trasero al frente.
De acuerdo con esa opinión, “el hombre es hombre” y le corresponde únicamente a la mujer “darse a respetar”. Huelga decir que esta es una operación inaceptable. El perreo es baile de pareja en el cual hombre y mujer participan de un acto de gozo compartido en igualdad y pleno consentimiento. Proponer que en este baile las muchachas se degradan ante hombres “biológicamente” incapaces de control, no solo exime a los hombres de toda responsabilidad por sus acciones, sino que las declara a ellas eternas “víctimas”. Con tales argumentos, no quedamos muy lejos de aquello de que si una mujer es violada, la culpa es de ella. Eximir a los hombres de la responsabilidad por su comportamiento con las mujeres, así como responsabilizar a las mujeres por toda situación negativa, empobrece nuestras relaciones y nos priva a todos por igual de nuestra capacidad para crecer y transformarnos.
Sabemos que los jóvenes aprenden a partir de los modelos que se les presentan. Se recrimina a la juventud por sus bailes y comportamiento, pero la realidad es que poco se le ofrece en cambio. En el caso particular de las muchachas, el único modelo que nuestra sociedad ofrece es el de las tetas plásticas y no mucho más. ¿Cómo entonces exigirles que deseen otra cosa que no sea un implante? ¿Y cómo pretender que los muchachos las valoren de otros modos que no sea por la cantidad de silicón?
La creación de modelos para el mejoramiento de la situación de la mujer es un proyecto en el que se trabaja desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, Christine de Pizan dedica su libro La ciudad de las mujeres (1405) a hacer un catálogo de mujeres poderosas. Lo mismo podría decirse de la obra plástica de una Artemisia Gentileschi o una Judy Chicago. Todas ellas ofrecen respuestas inteligentes al desprecio con que durante siglos se han tratado los logros de las mujeres. Pero lo que hoy predomina es insistir en que detrás de cada mujer exitosa hay una desdicha que, como una fatalidad siniestra, define ese éxito.
Julia de Burgos cae en ese triste renglón. (Ahora que nos preparamos para celebrar su centenario en el 2014, valdría la pena reconsiderar esta situación.) Cada presentación de nuestra poeta se acompaña, la más de las veces, con la mención del alcoholismo y el infortunio amoroso. Su excepcional obra literaria, tan marcada por el activismo político y la más profunda conciencia social, esa brillante obra, parte indispensable de una cultura literaria latinoamericana de indiscutible calidad, queda degradada a expresión del vicio y el abandono. Con ello, su trabajo queda invalidado. Una mujer tan sobresaliente como Burgos es reducida a carne de melodrama, como si no hubiera otros tantos hombres exitosos aunque alcohólicos y abandonados, y fueran ellas las únicas para las que esa es una experiencia definitoria. Cualquier poeta, mujer u hombre, daría un brazo por tener la autoridad de escribir versos tales como “Multipresente./ Única.”, o “Todo estático,/ menos la sangre mía, y la voz mía,/ y el recuerdo volando.”, ¿pero qué muchacha aspira a ser tan inmensa como Julia de Burgos, si ese logro conlleva su derrota como mujer?
Modelos de mujeres exitosas existen en abundancia, en los campos de las ciencias, el derecho, las artes, la política, la economía, la educación. Se impone hablar de ellas, pero solo se mencionan a las que se implantan el silicón. Ante el vítor a la modelo siliconada, ¿qué muchacha —que no provenga de clase privilegiada— va a aspirar a la investigación científica, a la renovación de códigos legales, al diseño de una política económica justa? Si al hablar de mujeres exitosas la historia de ese éxito siempre viene acompañada de pesares y pesadillas, ¿cómo responsabilizar a las muchachas por eludir sus posibilidades de una vida plena?
No obstante, consideremos que ante la insuficiencia de modelos, las jóvenes expresan sus aspiraciones a una vida plena a través de acciones que, desde afuera podrán parecer desestimables, pero que para quien las realiza, son logros. Pensemos en la autodenominada “Tipa Loka” de la gasolinera de Ponce, esa muchacha de los vídeos que perrea dejando corto a cuanto muchacho osa emparejarse con ella, expresando sin tapujos el gozo de su cuerpo; bien podríamos considerarla como una imagen de poder. Se pudiera argumentar que sería más beneficioso que su poder se manifestara públicamente en su liderazgo político, en sus trabajos científicos, o en su maestría artística, pero ¿quién con autoridad para negarle a ella su valía tal y como ella misma la define a partir de sus experiencias, por restringidas que se perciban desde el lugar del privilegio?
Nuestra sociedad no ofrece modelos de sexualidad que no estén ligados a la mercancía. La educación que nuestros hijos e hijas reciben carece de conciencia de género. Es ahí donde la crítica sería más útil, crítica que debería tomar también en consideración las desigualdades de clase intrínsecas al asunto. La situación exige, además, una práctica de equidad en las relaciones de género que actualmente estamos lejos de ejercer. Hoy, toca transformar la censura en renovación, la condena en apoyo.