Piñazos y zalemas: Virgilio y Lezama truecan puños y poemas
I.
Dos consagrados escritores cubanos de larga y contraria trayectoria, cumplidos sus sesenta años de edad, se dedican poemas de ocasión para festejar natalicios y onomásticos. Si bien entre amigos tal suerte de escritura sería un ceremonial habitual, en este caso se trata de una compleja transacción cruzada por implicaciones y consecuencias que rebasan la esfera de lo personal y lo estético. No es para menos ya que, en cierta forma, lo que está en juego es el destino de la literatura cubana.
En 1941 Virgilio Piñera y José Lezama Lima sostuvieron un feroz intercambio corresponsal lleno de recriminaciones y desacuerdos sobre la jefatura de la revista literaria Espuela de Plata. A partir de entonces, dejaron de procurarse como amigos y empezaron a discrepar agresivamente en cuanto a visión y misión cultural. Si bien el primero siguió colaborando por algunos años en la revista Orígenes (que el segundo dirigió entre 1944 y 1956), sus caminos se mantuvieron bifurcados. Por un cuarto de siglo fueron promotores de conceptos diametralmente opuestos de la cubanía y el quehacer intelectual, poetas contrincantes que predicaron la extinción del contrario y animadores de círculos y revistas rivales. (De 1955 a 1957, Piñera co-dirigió Ciclón, revista que proclamó «borrar a Orígenes de un golpe».) Recuerda Abilio Estévez: “Virgilio siempre estaba marcando las diferencias entre Lezama y él. Se burlaba de que el otro se creía un pontífice y recibía en su casa como un papa recibe a sus cardenales. Creo que se preocupaba por hacer todo lo contrario a lo que Lezama hacía” (Espinosa 320). La maledicencia de esta rivalidad les llevó hasta el cómico punto de caerse a puños durante un encuentro en el Lyceum de la Habana en junio de 1943.
Sin embargo, tras años de sostener una vistosa enemistad, en 1966 deciden reanudar sin ambages su amistad. Existen muchas anécdotas que narran cómo la lectura de la novela-poema Paradiso–que Lezama publicó ese año–conmovió de tal modo a Piñera que le indujo a suspender, por una vez y por todas, su irónico y acucioso alejamiento de Lezama y de todo lo lezamiano. Prosigue Estévez: “En la etapa que conocí a Virgilio, ellos dos, como muchas otras veces, estaban enemistados. Algún tiempo después, María Bautista me dijo que Lezama quería mucho a Virgilio y siempre recordaba cómo, a la salida de Paradiso, este lo llamó por teléfono y le dijo: ‘Oye, gordo, has escrito la obra más grande que se haya escrito en Cuba. Estoy contigo’. Y se apareció al día siguiente con dos tabacos de regalo” (321). De ahí en adelante, Piñera procuró frecuentar la casa de Lezama cada semana hasta la muerte del último en agosto de 1976.
Esta cercanía se tornó aún más entrañable ante el recrudecimiento ideológico y la intimidación descarnada que el sector más intolerante del régimen revolucionario desató contra ellos y otros intelectuales en esos años. En julio de 1966 un tal Juliosvaldo publica una reseña en la revista Bohemia censurando los capítulos homoeróticos de Paradiso de pornográficos, acusando al sensualísimo autor de «Muerte de Narciso» de atentar contra la moral pública y la heteronormatividad revolucionaria. Julio Cortázar, César López y otros críticos le responden defendiendo en la prensa cultural los tremendos méritos artísticos de la novela con el aval de Piñera. En 1968 el comité director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba denunciaría al jurado constituido, entre otros, por Lezama, Manuel Díaz Martínez y Jesús Z. Tallet por premiar el poemario Fuera del juego, del inconforme Heberto Padilla, también amigo cercano del autor de La isla en peso. Una declaración por el comité que tildaba a Padilla de «criticista» y contrarrevolucionario fue añadida como apéndice a la edición. En abril de 1971 ocurre el notorio arresto de Padilla por participar en «actividades subversivas» (un recital de poemas recientes). En una forzada confesión de autocrítica pública este inculparía a Lezama y otros intelectuales de «derrotismo» y «juicios injustos» contra la revolución.1
Así se inicia lo que el crítico Ambrosio Fornet ha llamado «el quinquenio gris», los años cuando toda la producción cultural de país estuvo bajo la jurisdicción ideológica del Consejo Nacional de Cultura del comandante Luis Pavón, editor de Verde Olivo, el órgano propagandístico de las Fuerzas Armadas. A consecuencia de este proceso proto-estalinista y homofóbico de escarmiento y marginación, tanto Lezama como Piñera quedaron marcados por el estigma de ser escritores «extravagantes» o no revolucionarios. La amistad renovada se les tornó entonces en una especie de refugio, un lugar de amparo. En 1972 dieron testimonio definitivo de esta reconciliación intercambiando dos poemas en homenaje mutuo, «Bueno, digamos» por Piñera y «Virgilio Piñera cumple 60 años» por Lezama. El creyente y el ateo, el dador y el negador, el ángel de la jiribilla y el antropófago luciferino, el gordo y el flaco, la imago y el encarne, Cemí y René–todos los avatares con los que se sirvieron para combatirse en sus textos retiran entonces sus ejércitos de ataque, recogen sus trincheras y se funden en un riente abrazo de reparación. El ciclón ya no borra sino que asume la cuenta nueva de los orígenes. Cuatro años más tarde, Narciso moriría con toda la isla del otro en el peso de su imagen.
El que escritores de la talla de Lezama y Piñera hayan confabulado poemas de reconciliación para zanjar una de las escisiones más escarpadas en la historia intelectual cubana aún guarda grandes lecciones para la encrucijada actual. ¿Qué política de la amistad, según las reflexiones de Jacques Derrida, podemos vislumbrar en este ejercicio en la medida en que responde a la cruel circunstancia que surge a consecuencia del caso Padilla en los albores del notorio quinquenio gris? Estos poemas son más que circunstanciales. Fueron escritos con toda deliberación no para celebrar una ocasión pasajera sino como parte de un pacto protector, cargado de futuro, que ayudase a asegurar un carácter inclusivo, tolerante e integrador al canon literario de la isla.
II.
En 1972 Piñera le dedica a Lezama en el día de su santo “Bueno, digamos,” un poema tan profético como su poema más conocido, La isla en peso (1943). Aparece publicado dieciséis años después, en el poemario póstumo de 1988, Una broma colosal. Virgilio lo inicia con un parloteo muy suyo de rima asonante donde ironiza la presunción espiritual con la auto-burla corporal: «Bueno, digamos que hemos vivido, / no ciertamente–aunque sería elegante / como los griegos de la polis radiante / sino parecidos a estatuas kriselefantinas / y con asomo de esteatopigía» (Piñera 177). Pero pronto Piñera frena su acostumbrado desenfado sardónico y asume un tono más reflexivo y sosegado. Esta modulación se logra a través del uso estratégico y metódico a través del poema de la primera persona plural.
Piñera había cultivado por décadas en su versos un irreverente “yo” que, susceptible e hiriente, interpela a menudo a un “tú,” objeto de su sorna descreída y antisentimental. «En otro tiempo yo vivía adánicamente», dice en La isla en peso; «tú tenías grandes pies y un tacón jorobado,» en «Vida de Flora.» Aparece ahora un “nosotros”, rareza notable en su poesía. Este nuevo sujeto enunciador domina, desde el título mismo, la acción verbal. Sin rimbombancia ni aires triunfales anota el saldo precario pero persistente de dos vidas enteras consagradas al avance cultural en Cuba:
Hemos vivido en una isla
quizás no como quisimos
pero como pudimos.
Aun así derribamos algunos templos,
y levantamos otros
que tal vez perduren
o sean a su tiempo derribados.
Piñera borra de un golpe el largo historial de sus antagonismos para describir en vez una trayectoria incansable de creación y resistencia literaria hecha a dúo y sin reproches, casi como si todo aquel enemigo quehacer fuera parte de una esmerada complicidad o alianza secreta para «penetrar la realidad». Según Piñera, la trascendencia de esta colaboración sitúa al «nosotros» en una temporalidad que está por encima del acontecer histórico inmediato y los falsos credos. Este “nosotros” participa tanto en la actualidad como en los futuros posibles desde un tiempo-otro sideral en el que figurarán como “seres esplendentes”, tal como si fueran astros o ángeles. Una constelación gemela ha estado plasmándose en el firmamento literario tal como si una foto de ambos tomada en la plenitud de su amistad reemplazara en el zodiaco al signo de Géminis:
Hemos escrito infatigablemente,
soñado lo suficiente
para penetrar la realidad.
Alzamos diques
contra la idolatría y lo crepuscular.
Hemos rendido culto al sol
y, algo aún más esplendoroso,
luchamos para ser esplendentes.
No hay signos aquí de la fatalidad, la acidez, el miedo, la sorna y la angustia–las “mugres y millones de lepras / entre planes y simulaciones” (179) que afloran en las otras obras de Piñera. También disminuye su feroz individualismo disidente. Esta voz plural se acoge a la serenidad, a la consabida sofrosyné o ecuanimidad lezamiana. Por una parte avista un panorama de devastación mundial inexorable—“Ahora, callados por un rato, / oímos ciudades deshechas en polvo, / arder en pavesas insignes manuscritos, / y el lento, cotidiano gotear del odio” (177). Por otra, entiende que esta destrucción es solo «una pausa” que ocurre fuera de la égida inmortal de “nuestro devenir”. El “nosotros”, ileso y auroral, ocupa ya un lugar olímpico de protección donde el recuerdo no será una condena doliente y pesarosa «para escupir el cielo» como lo es en La isla en peso («La eterna miseria que es el acto de recordar», 37) o durante una «edad asolada / por la tecnocracia y la desconfianza» (179) según los otros poemas de Una broma colosal. Será en vez un disfrute aliviado, sin lástimas, de lo no-ruinoso:
Pronto nos pondremos a conversar.
No encima de las ruinas, sino del recuerdo,
Porque fíjate: son ingrávidos
y nosotros ahora empezamos. (178)
“Nosotros ahora empezamos”. Este eco o paráfrasis de la oración final de Paradiso, “Podemos empezar”, enunciada después de un serie de rompimientos y rivalidades legendarias, nos indica que la conversación que se anuncia no es la de la interesada solidaridad filial que sobredetermina el concepto occidental de la amistad, según critica Derrida. No se trata de la disculpa entre escritores que se reconcilian tras comportarse por años como dos hermanos engreídos que pelean por pelear, ni de la instancia en Piñera, según arguyen algunos críticos, de la tendencia conversacional que predominó en la poesía revolucionaria de los setenta.
Este poema propone algo aún más radical. Pretende integrar dos sistemas literarios hasta entonces asumidos como enemigos incompatibles y procede a atribuirles una autoría compartida. Es decir, sutura el corte que los separó para mostrarlos como yin y yang de un solo orbe creativo. Este poema pronuncia que, no tanto a pesar de sino por lo sistemático de sus antagonismos, la escritura total de ambos Lezama y Piñera es una obra hecha en conjunto que deber leerse como un todo. Esto va aún más allá del argumento sobre la complementariedad por antítesis estética de los grandes antagonistas literarios– Quevedo y Góngora, Cervantes y Lope, Baudelaire y Hugo, Ibsen y Strindberg –que críticos a partir de Antón Arrufat han visto encarnada en la enemistad creadora entre Virgilio y Lezama, «cuando el artista asume como razón profunda la abolición del otro» (Espinosa 123). Más que tal abolición, el poema nos hace imaginar, de pronto, los tomos de las obras completas de un suerte de Piñezama, tal como Borges y Bioy Casares una vez plantearon proyectar su obra bajo la autoría de un Biorges.
III.
Con este nosotros fusionador, Piñera subvierte la noción de «amistad coral» que usaron varios escritores católicos del grupo Orígenes para aliarse, alinearse y capear los extremismos ideológicos del «quinquenio gris», justificando o ajustando en varias ediciones y ensayos de interpretación las indóciles extravagancias de la obra lezamiana según el difícil momento histórico y geopolítico. Con «Bueno, digamos» Piñera se propuso rescatar la obra de Lezama–retro y proactivamente–del católico reclamo tribal y exclusivo al que fue y seguiría siendo sometido por aquellos origenistas creyentes que desarrollaron convicciones ortodoxas y reverenciales sobre el excepcionalismo de la nación y la revolución cubana. Estos se distinguieron por ser muy dados al uso demarcador del nosotros en sus referencias positivas sobre Lezama y peyorativas sobre Piñera. Con el nosotros de «Bueno, digamos», Piñera contradice la primera persona plural que usó Cintio Vitier en Lo cubano en la poesía (1957) para excluir–más bien excomulgar–al autor de La isla en peso del perímetro singular de lo cubano que, según Vitier, Lezama había consolidado con su obra y ejemplo en la lírica nacional. De acuerdo a este plural mayestático, la visión “analítica y desustanciadora” de la antillanía plasmada en La isla en peso «conviert[e] a Cuba, tan intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas, en una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquiera, para festín de existencialistas. […] Retórica, pulpa, abundancia podrida, lepra del ser, caos sin virginidad, espantosa existencia sin esencia. […] Nuestra sangre, nuestra sensibilidad, nuestra historia […] nos impulsan por caminos muy distintos» (480-81).
En «Bueno, digamos», Piñera también pudo prever y socavar la reiteración de este nosotros pontificador y santurrón en textos futuros como el de La familia de Orígenes, ensayo de 1994 en el que Fina García Marruz asume el mismo plural dogmático para continuar antagonizando la propuesta enemiga de Piñera sobre la colonialidad caribeña como fatalidad inexorable en Cuba. “Pero no éramos tan jóvenes y desde luego, sabíamos definir» (66), responde Fina, con algo de enfado, al contundente verso de La isla en peso, «¡País mío, tan joven, no sabes definir!» Fina excluye finalmente a Piñera del programa literario origenista (y de cualquier hermandad o equivalencia con Lezama) con el argumento de que, por su insobornable negatividad, aquel nunca pudo asumir en su obra el sentido trascendental de un país redimido por la «gracia». A la vez religiosa y revolucionaria, divina e histórica, esta gracia, según Fina, fue asunto principal en la obra de Lezama y los origenistas, pero no en la de Piñera: “A él lo seducía el teatro que llevaba una situación cotidiana, por repetición, aumento y humor negro, hasta el grotesco. A nosotros nos seducía, por el contrario, ese momento en que una cotidianidad es visitada por la gracia” (67). Si bien Fina asegura que Piñera fue “parte irrenunciable” de esta «familia», también se esmera en mantenerlo fuera de la casa, viéndolo como una suerte de mal nacido o ser de indescifrable procedencia—uno de “esos chicos que hay en todas las familias que no se parecen ni al padre ni a la madre” (68). “Imposible que esto pudiera acabar bien,” concluye Fina, sin reconocer para nada la reconciliación testificada en el intercambio de poemas entre Piñera y Lezama en 1972.
La crítica deconstructivista que hace Jacques Derrida de la amistad como un modelo de fraternización política excluyente en la tradición occidental quizás nos ayude a entender cuán complejo y heterodoxo es el nosotros que plantea el poema de Piñera. En su investigación sobre los pronunciamientos de y sobre la amistad hechos por Aristóteles, Cicerón, Montaigne, Nietzsche y otros pensadores clásicos y modernos, Derrida observa cómo tales proclamas tienden a condicionarse por el presupuesto de una identificación proto-familiar. Nos hacemos amigos solo con los que podríamos considerar parientes de sangre por compartir intereses y caracteres comunes. Una suerte de narcisismo autolegitimador y cerrado nos hace asumir a los amigos como miembros de una familia preestablecida. Pero esta ficción de una consanguinidad fraternal limita, según Derrida, tal asociación a la de unos pocos selectos fuera de la infinidad de asociaciones posibles. Es decir, al final impone una membresía exclusiva a partir de un hecho transustanciador o sacramental que nos «hermana» (tal como el bautismo en el caso del catolicismo o la violencia vinculante que logra desatar una revolución). Este hecho termina estigmatizando como enemigo, paria u otro a aquel que no participe o quepa en la retórica o los ceremoniales de la hermandad.
Igual que Derrida, Piñera parece proponer en este poema otro modelo para la amistad, una amistad adversa de índole más literaria que espiritual o ideológica, fundada en la rivalidad y la oposición artística en vez de la fraternización coral del origenismo ortodoxo de Vitier y García Marruz. Es decir, se trata de un pacto asumido por aquellos que buscan permanecer vinculados y motivados no a pesar de la diferencia, la disonancia y la disidencia sino, precisamente, por y a través de estas. Derrida llamó «hospitalidad» a esta supra-amistad política, que ocurre a partir del reconocimiento o acogida incondicional del extranjero, el antagonista o el disidente como alteridad necesaria, irreductible y constitutiva, fundamento de lo que llamó la «democracia por venir».
IV.
Lezama responde a la propuesta de “Bueno, digamos” ese mismo año con el poema “Virgilio Piñera cumple 60 años”, publicado en 1976 en el también póstumo poemario Fragmentos a su imán. Se trata de una confirmación: Lezama adopta la noción de Piñera de una heterodoxa amistad adversa que predomine sobre los hábitos ceremoniales de los origenistas creyentes y de cualquier otro dogmatismo de la fraternidad. A pesar de mencionar a Piñera en el título, el poema no interpela a un interlocutor. Tampoco ocurre el “nosotros” precario y olímpico del poema de Piñera. Se trata, como en tantos otros casos notables en su poesía, de una suerte de crónica cosmogónica donde se narra la visión de un génesis apócrifo. Lezama se abstiene de recurrir a la pesadilla hiperbólica (como hace Piñera el narrador) o asumir un decir llano y directo dictado por las presiones y represiones del momento (como hace Piñera el poeta) para abordar la actualidad mundial de la Guerra Fría. Por el contrario, se mantiene fiel a su lujosa y neobarroca diferencia hermética, apalabrando un torbellino de fabulosas imágenes y escenarios imposibles que se metamorfosean de un verso a otro, sin arraigo en ninguna realidad concreta reconocible. Con esta manía de la imago mutante, irreal y vertiginosa pudo exasperar famosamente a sus contrincantes.
Lezama pretende en su respuesta nada menos que reescribir la tradición bíblica para dar testimonio de un ultramundo alternativo, un universo paralelo en el que puedan “los ángeles pacta[r] con los demonios” (Lezama Lima 483). El cisma abierto por Yahvé para hacer despeñar los ejércitos del arrogante Lucifer se cierra aquí. Con un “pistoletazo” se anula el relámpago deísta que había fundado la jerarquía del arriba sobre el abajo, del cielo sobre los infiernos y la luz sobre las tinieblas en la cosmología judeocristiana. Lezama así expurga el relato de la caída en esta nueva variante de la creación. En este universo aún no ha nacido ni podría nacer un Satanás como tampoco parece existir un Jehová, una deidad superior, patriarcal y regidora. Tanto la autoridad excluyente de Dios como la del Diablo (y, por ende, la de Fidel o el tío Sam o la del tío Sam o Fidel, depende de quién lo lea) parecen haber sido disueltas por un disparo:
Como un pistoletazo en el violáceo azufre
los ángeles pactan con los demonios,
buscando el gran ojo primigenio.
Vuelven los demonios a pactar con los ángeles,
buscando la sabiduría
de las ondas del pífano
al penetrar la ciudad.
En este cosmos sin jerarquías no hay brújula de navegación o cuerpos celestes preestablecidos. Todo anda descolocado, todo está por encontrarse. En este espacio otro no hay cielo ni hay infierno a donde reportarse. Solo existe la ciudad. En esta búsqueda, diablillos y ángeles conviven felices e indistintos bajo una especie de hechizo infantil. Los arcángeles han depuesto sus espadas y los demonios sus tridentes. Al cesar sus agresiones, los que antes eran enemigos a muerte de pronto se tornan en niños que se regodean en un paisaje bucólico; después del disparo igualador, responden entusiastas a cualquier señal sonora con nuevas búsquedas. Al toque de pífanos y «ruidillos», coros de diablillos y ángeles vuelan en bandadas desde el «gran ojo primigenio»–huracán iniciador, big bang, inseminación astral de los orígenes- al «inalcanzable paraje de la nieve» o «la profundidad infantil del tazón» donde hay una «pequeña luna caída» para volver a la ciudad y acudir «sosteniendo el manto del Niño de Praga» cual querubines irreverentes.
Tal parece como si Lezama cancelara de pronto la divisiones y compartimentos del cosmos medieval que tanto Dante como el Bosco inmortalizaron en sus obras, de modo que infierno, purgatorio y cielo coexistieran en un mismo plano. Lezama parece querer interconectar los nueve círculos del Inferno dantesco con la rosa mística que florece en el Paradiso para que la gloriosa Beatriz pueda abrazarse con la Francesca maldita y los monstruosos y perturbadores diablillos del Jardín de las delicias vuelen risueñas chiringas con las almas que antes atormentaban. Librados de la vertical vigilancia de Elohim, todos conviven bajo la plácida, prelapsaria y felizmente desnuda mirada horizontal de Adán y Eva. La guerra cósmica se ha trocado en un juego al escondite. La culpa y el mal parecen haberse mudado a otro universo. No existe ya ni el pecado ni la abyección:
Allí se vuelven a ver los demonios y los ángeles
correr hacia un punto, volcarse en la laguna,
peinarse más las plumas que los cabellos.
Sus pequeños rostros sonríen con dientes de leche.
Sabemos, qué carcajada, que lo lúdico es lo agónico.
Como sólo existen el bien y la ausencia,
los demonios y los ángeles se esconden sonriendo.
El conflicto primigenio entre ángeles fieles y rebeldes del que deviene el pecado original y la violencia terrenal se revela como algo que debe transformarse en el juego sublimador de la cultura, eso que vuelve lúdico lo agónico. Es por eso que el paisaje neo-medieval de ángeles y diablos reconciliados se transmuta de pronto en un tablero de ajedrez en donde la “mano madura” de Piñera da el “fuerte manotón” de sus jugadas. Es decir, sublima su rebeldía iconoclasta en un partido en el que un «demonio [Piñera] salta como el caballo oblicuo” mientras que un ángel [Lezama], que le sirve de consorte y adversario, “avanza rápido como el alfil”. El partido se extiende por unas sesenta jugadas rituales–cifra de los años que cumple Piñera y que Lezama parece relacionar con varios significados sagrados de la cábala judía: el número de los nombres de Dios, de los idiomas terrestres y de las naciones del mundo. En medio de este remolino de imágenes, Lezama escenifica a su vez una lectura del tarot en el que las barajas supremas del sumo sacerdote y la emperatriz se entrecruzan y refocilan en la casilla de la ficha de la reina. Con estos soberanos signos herméticos, Lezama postula y celebra a Piñera como figura díscola, múltiple y regente en cualquier versión posible del canon cubano:
Su mano dura, como decimos las uvas maduras,
ha dado un fuerte manotón sobre el tablero.
El ángel avanza rápido como el alfil.
El demonio salta como el caballo oblicuo.
Sus manos cruzadas golpean los sesenta
golpes de la cábala,
el hierofante y la emperatriz duermen ya
en la cámara de la reina. (483-84)
V.
En “Bueno, digamos” y “Virgilio Piñera cumple 60 años”, Piñera y Lezama se conjuraron para neutralizar cualquier definición excluyente de la literatura cubana que pretendieran acuñar, cual régimen de excomulgación, los comisarios venideros. Con su poema a Lezama, Piñera promueve una noción heterodoxa y anti-oficial que inocula lo lezamiano de cualquier intento autoritario de solemnización. Con el suyo a Piñera, Lezama asume el endiablado y absurdo disentir piñerista como un elemento fundamental de lo nacional, lo universal y lo trascendente.
Lo que más sorprende en esta poesía de enemiga conciliación que juntos crean Lezama y Piñera es la anulación de un sentido absoluto del mal, es decir, su renuencia a demonizar. Se trata de una suerte de rigurosa dialéctica rival que no persigue la victoria/derrota de uno sobre/bajo el otro, sino la continua tolerancia de una conversación perpetua y variable entre «bien» y «ausencia». Ambos Piñera y Lezama se esfuerzan por superar con este imaginario compartido cualquier indicio de maniqueísmo santurrón que asuma la existencia totalitaria de órdenes binarios mutuamente excluyentes e infranqueables: cielo contra infierno, utopía contra distopía, gloria contra abyección, capitalismo contra comunismo, vencedores contra derrotados, nosotros contra ellos, esto contra aquello. Se trata de un gesto insólito ya que esta súper-polarización geopolítica y cosmovisiva era lo que entonces se vivía, soñaba y padecía globalmente. Si bien ambos poemas reconocen la terrible contemporaneidad de condena y represión sufrida en Cuba (y en todas partes) por la circunstancia inescapable de la Guerra Fría, las conciben como condiciones superables y pasajeras ante la durabilidad cósmica de la cultura. Frente a los crueles ciclones históricos de la era nuclear, Lezama y Piñera se dan la mano para prevalecer, sumando la fe con el absurdo.
El poema de Lezama llega a su fin cuando el tablero de ajedrez se torna en el tablón en el que luchan por salvarse dos personajes alegóricos– “bien» (avatar de Lezama) y «ausencia” (de Piñera). Estos parecen comportarse en el poema tal como lo hacen Auxilio y Socorro, pro-antagonistas perpetuos y omnímodos, en las ficciones de Severo Sarduy. Ya tenemos aquí, en 1972, una imagen premonitoria de los mortales cruces que arriesgaron millares de inconformes balseros cubanos remando por fugar sin alas hacia el mar Caribe. «Bien» y «ausencia» figuran como ajedrecistas-náufragos que siguen «jugando» en medio de un apabullante huracán: «el ojo y el mar» abiertos “en círculos concéntricos”. Dos balseros sobreviven la tormenta asidos a flote a la tabla que les queda de su derruida embarcación. Dos poetas impenitentes persisten en jugarse la vida, consagrados a su riesgoso quehacer. Dos contrincantes continúan sus fieles confrontaciones entablando nuevos partidos. Dos rivales literarios colaboran para reconcebir el juego de lo nacional, inventando nuevas reglas desde cero sin suscribir la ficción absolutista de la fraternidad, sea revolucionaria o contrarrevolucionaria.
Así concluye el poema de Lezama:
El ojo y el mar se abren en círculos concéntricos.
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia. (484)
*Nota del autor: Publico este ensayo para complementar el trabajo por Oscar G. Dávila del Valle recién aparecido en 80grados («Ceremonial de la amistad: José Lezama Lima y Virgilio Piñera«) y anticipando el congreso Pensamientos en la Habana que conmemorará en noviembre cincuenta años de la primera edición de Paradiso y cuarenta tras la muerte de Lezama. Presenté una versión temprana y más breve de este trabajo en el coloquio internacional Piñera Tal Cual de la Habana en junio del 2012. La publicaron Matías Montes Huidobro y Yara González Montes en el tomo segundo de su compilación crítica Celebrando a Virgilio Piñera (Plaza Editorial, 2013).
Obras citadas
Casal, Lourdes. El caso Padilla: Literatura y revolución en Cuba. Documentos. Nueva York: Ediciones Nueva Atlántida, 1971.
Derrida, Jacques. Políticas de la amistad seguido de El oído de Heidegger. Traducción de Patricio Peñalver y Francisco Vidarte. Madrid: Trotta, 1994.
Espinosa, Carlos. Virgilio en persona. La Habana: Ediciones Unión, 2011. (Primera edición 2003)
García Marruz, Fina. La familia de Orígenes. Ediciones Unión: La Habana, 1997.
Lezama Lima, José. Poesía completa. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1985.
Piñera, Virgilio. La isla en peso. Obra poética. Compilación y prólogo de Antón Arrufat. Barcelona: Tusquets Editores, 2000.
Salgado, César A. From Modernism to Neobaroque: Joyce and Lezama Lima. Lewisburg, PA: Bucknell University Press, 2001.
Vitier, Cintio. Lo cubano en la poesía. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1970. (Primera edición 1957).
- Para un análisis de las acusaciones de Juliosvaldo y la defensa de Julio Cortázar, véase el capítulo «Joyce Wars, Lezama Wars» de mi estudio From Modernism to Neobaroque. Para más detalles sobre el «caso Padilla», véase la compilación documental editada por Lourdes Casal en la bibliografía. [↩]