Que pandan los cúnicos del lenguaje
No, el libro al que me refiero es el compañero curioso y juguetón del primero, el descanso del cubito de hielo o la limonada que la madre, la amiga y el marido nos traen para aliviar la cosa entre una contracción y la que sigue. Es el alivio que distrae del dolor pero no del parto, alegre y despierto como el compañero de clases o amigo que nos hace chistes mongos cuando estamos tristes.
Es un librito, en fin, sobre escritura, escritura para adultos cansados de tratar de aprender (o enseñar) en la universidad o en la vida con las mismas herramientas y actitudes que ya les fallaron en la escuela. El título “de trabajo” (ese título temporero que elegimos a modo de brújula y que eventualmente descartamos y reemplazamos con el título apropiado) es Que no panda el cúnico: Manual de iniciación en los placeres de escribir. Se llamaba originalmente (ayer o anteayer, tal vez la semana pasada) Yo tengo un gozo en mi libreta, pero esta mañana decidí que ya había ofendido a bastante gente (¡y la que falta!) que no navega bien el breve espacio entre la gracia y la burla, así que me fui en un viaje con Chespirito y su Chapulín.
No se burle: estoy escribiendo este librito no porque me piense experta en asuntos del lenguaje escrito, sino porque el lenguaje escrito me apasiona y porque resulta que, de repente, tengo tiempo para sentarme a estudiarlo. Escribo porque los libros (¡qué maravilla!) los escribe no tanto el que tiene “talento” como el que tiene ganas.
Todo lo anterior es contexto e ignora al menos cinco reglas tradicionales de la escritura, así que mejor voy al punto. El punto es que andaba escribiendo un capítulo de ese librito, y me topé con un problema frecuente. Frecuente no sólo para mí sino para muchos otros, objeto de garatas y confrontaciones varias entre lectorxs, escritorxs y editorxs, tema recurrente incluso aquí, en los comentarios de este sitio web.
Ahí mismo lo tiene, en la oración anterior, en esa “x” que nos permite darle la vuelta a uno de los problemas más notorios y más políticos del lenguaje: el español (el castellano en cualquiera de sus versiones latinoamericanas, caribeñas y europeas) le asigna género a todo. Peor aún, nos obliga a hacerlo todo el tiempo.
Que la mesa sea siempre hembra y el reloj sea siempre macho no me preocupa demasiado–puedo asumirlo como una convención, a pesar de las conexiones entre objetos y conceptos (domesticidad, tiempo) que la convención acarrea. Pero lxs lectorxs… ay. Es esa cuestión la que me mata: cuando el lenguaje me obliga a definir el género de la gente, y para rematar, el género de la (frecuentemente anónima) persona que me lee.
Se trata, para decirlo en lenguaje más formal, de un problema de sinécdoque, el tropo que está en acción cuando usamos la parte para representar el todo. En este caso, la mitad de la especie (los machos) representa en el lenguaje convencional al todo, a la especie completa, y decimos cosas como los humanos, los hombres, los estudiantes, los lectores, los escritores… cuando conceptualmente queremos incluir también a las humanas, a las mujeres, a las estudiantes, a las lectoras y a las escritoras. Ese es el problema.
La “x” es un “resuelve” incómodo y tiene al menos dos issues, digo, dos defectos. Para empezar, funciona sólo en la página y se tranca cuando leemos en voz alta. Y yo no sé ustedes pero esta que está aquí lee en voz alta siempre y edita sus escritos para que funcionen al ser leídos no sólo con la mente sino con la boca, la garganta y las manos. Yo creo que en la mayoría de los casos, hablar es escribir y escribir es hablar, y que por lo tanto un analfabeta que cuenta buenas historias es más escritor que un escritor que escribe cosas que no quieren ser leídas. Así que para mí, poder leer lo que escribo a viva voz es esencial.
(Sospecho que, con tanta manía, estoy perdiendo clientes para el libro desde ya. Pero seguimos.)
El otro problema de la “x” es que… es una “x”. No es una vocal. Y si bien el dominio del género masculino es uno de los tormentos de este idioma nuestro, también es cierto que las vocales son una maravilla. Son cinco, se pronuncian siempre igual, y le dan un no sé qué de fuerza, solidez y belleza a nuestro idioma, una fuerza que el francés, el inglés y el alemán envidian, o que deberían envidiar.
¿Qué hacer?
Eso es lo que me pregunto en medio de mi trabajo de escribidora, y esa es la pregunta que me saca de mi borrador de librito y me trae aquí, a las páginas amigas de 80grados y de Parpadeando, buscando empatía, o tal vez buscando bulla, fuete, garata.
¿Que estoy procrastinando, dice usted? Puede ser. Muchas gracias y tomo nota, para el libro: Escribir sección sobre procrastinación mientras “procrastino”. Y sigo con el asunto de marras.
Eso, decía, es lo que me pregunto, y esto es lo que me contesto (ya le dije, yo hablo sola y escribo en voz alta), al menos para este librito que estoy escribiendo y para este blog:
1. La solución ideal, francamente, sería educar al público lector así, de milagro y sopetón, para que nos permitan usar los géneros al garete. Mis pacientes editoras y yo intentamos hacer eso cuando escribimos y editamos el libro Mi tecato favorito y otras crónicas. No funcionó, porque yo quería que el libro fuera fácil de leer, que el lenguaje fuese medio y no fricción, y ese baile de un género a otro confundía a los lectores que no estaban al tanto o interesados en asuntos de género, sinécdoque y poder.
2. La solución que menos me gusta es la de un profesor de filosofía que tuve en la universidad y que era, por cierto, un gran maestro, dedicado al proceso de enseñanza-aprendizaje como pocos. Nos llamaba a todos por nuestros apellidos y decía (cuando me veía fruncir el ceño o agitar las manos ante las barbaridades conceptuales de género que perpetraba algún filósofo o el maestro mismo): “Brusi, el uso del masculino es una convención del idioma, no es sexista, no joda más”. Bueno, no, eso último, me refiero a la cláusula con el subjuntivo presente del verbo joder, eso no lo decía porque era, ya les digo, un tipo muy correcto. Pero el mensaje (y la solución que ofrecía ese mensaje para mí, escritora en ciernes) era: “Todos los lectorxs son “lectores”, todos los escritorxs son escritores, y san se acabó.
(Su apellido, por cierto, era o es Silva y su especialidad era o es el filósofo y matemático alemán Leibniz. Si usted es el doctor Silva y está leyendo esto, reciba un abrazo de parte de Brusi y sepa que lo recuerdo con admiración y cariño inmensos; que recuerdo claritito el día que estábamos hablando de Santo Tomás de Aquino y usted le dedicó casi toda la clase a explicarnos cómo funciona el motor de un automóvil; que tengo igual de claro y azul el día que me enteré de que usted recién había defendido su tesis doctoral y le dije, un poco irreverentemente, “¡Somos doctores!”, y a usted se le iluminó la cara en infrecuente sonrisa y me contestó, feliz, “Sí, somos doctores”; que usté fue el primer profesor que me dijo, muy levemente, porque eso de los halagos no era lo suyo, que mi escritura tenía algún valor, y ello a pesar de mi terrible, horrorosa cursiva, plantada para bien o mal en el blue book que usted sacó tiempo para leer de cerca. Si usted no es el doctor Silva pero lo conoce, déjele saber que esta estudiante lo recuerda, muy agradecida, y que el asunto del idioma aún no se me ha sanseacabado.)
3. La solución, parcial e imperfecta, a la que usualmente apelo es la de editar intencionalmente para evitar el encontronazo con la palabra de género forzado, sin usar la “x” pero sin rendirme ante el trono del masculino-a-la-cañona. Hay muchas palabras y frases en el idioma que nos permiten darle la vuelta a la cosa sin meternos en líos. Por ejemplo, es bastante fácil cambiar “humanos” por “seres humanos”, por “humanidad” o mejor aún, por “personas”, así como eliminar artículos (el, la, unos) que sean innecesarios, como lo son con tanta frecuencia los artículos. Los adverbios también suelen serlo, pero esa es otra historia para otro día.
(Creo que acabo de perder más clientes para ese pobre libro mío, ese partito, que aún ni existe. Pero sigo y casi acabo, téngame un poquito más de paciencia.)
La solución que estoy usando en este librito que les cuento, y la que vine a compartir aquí, está basada en un principio básico: el machismo y el feminismo no son lo mismo. El primero ubica a lo masculino (y a los machos) sobre lo femenino (y sobre las hembras), mientras que el segundo, como práctica y teoría, siempre ha querido y preferido la igualdad.
El idioma tal y como existe no me permite esa igualdad, pero la estructura de un libro me permite tener capítulos. Así que al revisarlo, y después de editar para cambiar “humanos” por “personas” y “ciudadanos” por “ciudadanía”, alternaré el género de mi lectxr imaginarix y le diré “lectora” en los capítulos nones, “lector” en los pares.
Ya les contaré cómo me va. Por lo pronto, si después de leer esto le queda alguna curiosidad por el librito sobre escritura, y si quiere ayudarme a escribirlo, puede pegar su muestra de hermosura, dificultad o atrocidad lingüística en la página de “Parpadeando” en Facebook. Sus contribuciones deben ser de una oración o un párrafo corto, no más, pueden cubrir cualquier aspecto de la escritura o cualquier muestra de escritura, y pueden (1) ilustrar con un ejemplo lo que a usted le parece bonito o feo en términos del uso del lenguaje, o (2) plantear una pregunta o dilema, una oración que le esté dando candela, o alguna otra cosa para darle práctica mi bolígrafo rojo. ¿Tiene otras ideas para el librito en ciernes? Por favor, sí, compártalas conmigo, déjelas allí en la página o aquí en 80grados, para poder enterarme y aprender. ¡Gracias!