Reforma policial: simulacro y realidad
La Uniformada puertorriqueña consta de cerca de 17, 000 efectivos, y constituye el segundo cuerpo policial más numeroso entre todos los territorios/estados bajo la jurisdicción federal estadounidense. Para efectos de evadir el pago de multas millonarias, el Gobierno insular se comprometió a “reformar” la Uniformada puertorriqueña y adecuarla a los requerimientos establecidos por la Autoridad federal. El gobernador Alejandro García Padilla firmó el proyecto de reforma o “decreto de consentimiento” y, aunque expresó conformidad y entusiasmo con el mismo, admitió que en principio se trata de un pacto forzado por el tribunal federal y el gobierno estadounidense, representado por el Secretario de Justicia Eric Holder. De no cumplirse al pie de la letra los preceptos y disposiciones de la reforma, el Gobierno insular estaría sujeto a severas penalidades impuestas por el Gobierno federal.
Dentro de este escenario, el Gobierno de Puerto Rico2 se ha esforzado en minimizar y encubrir la vergüenza política que debe representarle la imposición unilateral del Gobierno federal, haciéndola aparecer en los medios informativos como si el proyecto de reforma se tratase de un convenio entre partes iguales, interesadas ambas en el mismo fin ideológico (restaurar la imagen de la Policía isleña y restituir la confianza de la ciudadanía) y práctico (hacer más efectiva la fuerza represiva del Estado). Aunque esta práctica de encubrimiento de la condición colonial, de subordinación política y jurídica, no es extraña en la historia de los gobiernos insulares, el saldo de la reforma policial -impuesta judicialmente por decreto federal o pactada bilateralmente- será el mismo de siempre: la ampliación y fortalecimiento del inmenso aparato represivo del Estado.
Al margen de la demagogia de ocasión, la reforma consiste en adecuar la fuerza policial a los requerimientos estatales de control social, dejando intactos los principios y entendidos tradicionales sobre los que se basa la existencia de la Uniformada. Es decir, se trata de operar cambios gerenciales en su orden interior sin trastocar sus objetivos históricos ni las premisas ideológicas en las que se asientan. Al montaje de la propaganda política o de la ilusión publicitaria de la reforma, se han integrado la American Civil Liberties Union (ACLU) y el Colegio de Abogados de Puerto Rico.3 Ambas organizaciones han expresado públicamente su conformidad con la reforma tal y como ha sido diseñada y sin cuestionarla críticamente. Sus posturas le dan fuerza de legitimidad política y refuerzan su función ideológica, pero no aportan nada a garantizar el cumplimiento de la gran promesa de reformar la Policía dentro de las aspiraciones más trascendentales de los derechos y libertades civiles y humanas. Es predecible, pues, que cambiarán algunas formas institucionales pero en lo sustantivo el sistema policial permanecerá idéntico a como siempre ha sido; sus funciones y prácticas seguirán siendo las mismas y también sus principios y finalidades. La reforma anunciada es ilusoria y su celebración acrítica se perfila como signo de un gran fraude.
No obstante, las dramáticas causas reales (corrupción generalizada y excesos en el uso de la fuerza represiva o brutalidad) que dan sentido y pertinencia a la necesidad de una reforma policial representan, más que un dilema ético, un problema político a la ciudadanía; al menos desde un posicionamiento firme y consecuente a favor de los principios y derechos civiles/humanos en una sociedad que se presume democrática. Las expresiones públicas sobre la reforma prometida, sin embargo, tienden a tergiversar e invisibilizar el problema de fondo, e ignoran o manipulan las causales matrices del mismo. Además, la ciudadanía está convocada inexcusablemente a participar de su cuantioso financiamiento (entre 60 a 80 millones solo los primeros dos años), a pesar de que todo apunta a que, en lo esencial, después de “la reforma” todo seguirá igual. Y es que, aunque podemos coincidir en la veracidad de las premisas generales en las que se engloba “el problema” (corrupción y brutalidad), las soluciones propuestas son equívocas, falsas y falseadas, y terminarán ampliando y reforzando el poderío represivo del Estado de Ley y no los derechos/libertades civiles y humanos.
A raíz de las investigaciones federales, la uniformada insular parece encabezar la lista de los cuerpos policiales más corruptos entre todas las jurisdicciones estadounidenses. Aunque quizá se trate de una exageración, que sea cierto es una posibilidad y no debe extrañar a nadie. Las expresiones públicas de los principales voceros policiales en la Isla, desde la alta jerarquía del gobierno, hasta los sindicatos de policías, admiten la sentencia de culpabilidad aunque cada sector de interés guarda reservas por la severidad de las imputaciones y sus efectos detrimentales para la imagen general de la Policía de Puerto Rico. La histórica condena ciudadana a la brutalidad policiaca ha tomado un giro (in)esperado, y la reforma se convierte en un eufemismo político para asignar una inmensa partida del erario público al cuerpo represivo del Estado. A todas cuentas, según los representantes oficiales, el problema de fondo es eminentemente económico, y las manifestaciones de corrupción y brutalidad son consecuencias (in)directas de la precariedad económica de la uniformada isleña. Es decir, que de asignárseles aumentos salariales y proveerles más sofisticados equipos tecnológicos y armamentos, romperían menos cabezas, apalearían a menos ciudadanos, apuntarían con mayor precisión sus disparos, arrestarían sin fabricar casos y allanarían residencias sin omitir el protocolo reglamentario, minimizarían las hostilidades y disminuirían las agresiones, atenderían las querellas civiles con diligencia y prestarían debida atención a las investigaciones criminales.
En fin, que la posibilidad de civilizar la conducta de la Policía en la Isla tiene un precio negociable dentro del proyecto de reforma, y está condicionada a que se pague su demanda en dinero. Esta lógica no expresa su conciencia de clase trabajadora, ni se trata de un reclamo de justicia salarial y mejores condiciones laborales. Por el contrario, expresan con nitidez los signos de su corrupción, la inmoralidad y mezquindad de su gerencia en conjunto, y la ignorancia e ingenuidad de sus promotores. Esta realidad no es nueva, y tiene su historia…
El carácter represor de los cuerpos policiales en los estados democráticos modernos no es cualitativamente diferente al de los estados antiguos o regímenes autoritarios contemporáneos, al menos en lo que respecta a sus fines y objetivos matrices. Todo Estado de Ley se arroga para sí el monopolio de la violencia “legítima” y da forma precisa, ordena e institucionaliza las fuerzas represivas que posibilitan su existencia, preservación y desenvolvimiento. La violencia represiva es parte sustancial de sus historias, y la brutalidad policiaca se registra invariablemente en el curso de su devenir histórico, aquí como en cualquier parte del mundo. Así como las instituciones militares, el entramado de ramificaciones policiales siempre ha sido parte integral del poder de control social de todo Estado de Ley, independientemente de los modos de producción, variantes ideológicas y regímenes de Gobierno. El sistema jurídico/penal lo centraliza, administra y regula sus prácticas. Asimismo, lo modula y adecúa (reforma) puntualmente para enmendar sus fallas y hacerlo más eficaz y efectivo. La reforma, en este contexto, se revela como un simulacro político con el fin de aparentar atender la demanda civilizatoria de la ciudadanía. El ciudadano-contribuyente sigue financiando la Uniformada, equipándola y armándola con la ilusión de que invierte en su propia seguridad, pero ignorando que los agentes del “orden público” son garantes de la Ley antes que de sus vidas.
Todavía en el siglo XXI las sociedades democráticas no conciben la posibilidad de existencia de un Estado de Ley que pueda prescindir de su primitiva maquinaria represiva, y por lo general glorifican a sus ejércitos, vanaglorian las ilusiones de seguridad general que se procuran de sus cuerpos policiales y enaltecen sin miramientos incisivos el poder represor de su arcaico sistema de Justicia, basado en la ejecución de castigos y venganzas judiciales (multas, encarcelamiento, “rehabilitación” forzada y pena de muerte). Aunque formalmente las constituciones democráticas, arraigadas en los principios y derechos políticos (civiles/humanos), delimitan las prácticas del derecho-poder estatal a la violencia represiva, la realidad cotidiana en la que se materializan dista de sus pretensiones y, de hecho, contradice sus ilusiones. Los contenidos explícitos en las leyes y códigos penales lo evidencian. Creído dogmáticamente el principio represivo como eje matriz, esencial e imprescindible, del sistema de justicia estatal, condición de control social y de seguridad estatal/ciudadana, la racionalidad legislativa lo representa y reproduce invariablemente: toda ley conlleva un castigo a sus detractores y refrenda la autoridad tácita de la fuerza represiva para materializar lo que ordena hacer o prohíbe que se haga.
Sin exterioridad posible al orden de sus dominios, los del Estado de Ley, en la actualidad inmediata asistimos a un proceso normal de reforma del cuerpo represivo de la Policía, con énfasis en una estratagema simulacional trazada con dos objetivos ideológicos afines: apaciguar la animosidad de la ciudadanía e ilusionarla con la promesa de que, en realidad, opera un cambio cualitativo. Efecto de la presión federal, una millonaria inversión de capital estatal -proveniente de las contribuciones ciudadanas en la Isla- la va a financiar. Adviértase el (des)engaño: las numerosas quejas de la ciudadanía y las consecuentes demandas legales no se van a traducir en una metamorfosis radical del cuerpo/objeto de la reforma. La experiencia histórica y la información circulada en los medios noticiosos evidencian que de lo que se trata es de meros ajustes organizativos/estructurales y de modulaciones cosméticas en el lenguaje que ordena sus funciones y prácticas en propiedad. La retórica que engloba el discurso de la reforma en el marco ideológico de los derechos civiles da la impresión de que se trata de la misma demagogia política que históricamente ha justificado el acrecentamiento de la fuerza represiva del Estado en todas sus dimensiones, incluyendo la compra de armamentos y adquisición de tecnologías para facilitar el control y la vigilancia, el espionaje y las tareas burocráticas, etc. La gran promesa de reforma pactada con el Gobierno federal para evadir las penalidades fiscales por los casos de corrupción y brutalidad policiaca se reduce a la confección de “nuevos” manuales reguladores del poder de la violencia física/represiva de la uniformada; a la extensión de cursos académicos para “profesionalizar” a la Policía y “mejorar” las relaciones entre los policías y la ciudadanía; y a la supervisión estricta y registro formal (“mecanización”) de los modos y prácticas en las que se concretiza el derecho de la fuerza bruta en el ejercicio de su poderío o “cumplimiento del deber”.
Más acá de la crítica a la retórica del discurso reformista, el objeto de intervención policial, trátese de un sujeto criminal o de una manifestación de protesta, sigue siendo el mismo. Al margen de las marcadas diferencias, ambos están sujetos a la estigmatización arbitraria de la autoridad policial bajo el signo de “peligroso” (sospechoso, insubordinado, delincuente, subversivo, criminal, etc.) y eso basta para justificar el empleo de la fuerza bruta y los deslices de corrupción, ya para “someter a la obediencia”, contener “disturbios” multitudinarios o aplacar protestas ciudadanas, espiar o acosar sospechosos; allanar propiedades y residencias vecinales sin permiso legal o con base en prejuicios de clase o discrimen étnico, así como en función de objetivos políticos calculados para amedrentar a ciudadanos particulares o comunidades identificadas como de “alto riesgo”. Tal es el caso, por ejemplo, de las invasiones policiales/militares a los residenciales públicos y comunidades marginadas y empobrecidas. También el registro histórico de escenarios huelgarios en Puerto Rico evidencia inequívocamente el carácter arbitrario de la autoridad represiva del Estado, indistintamente de la razón y legitimidad de los manifestantes, sus causas y actuaciones. El problema central no se trata de falta de supervisión oficial o de la carencia educativa de los policías, como alegan los promotores y propagandistas de la reforma. El problema medular es mucho más complejo, pero no difícil de entender: la autoridad policial ordena acatar sus mandamientos, en el cumplimiento de la Ley y del Orden; y su encargo es, a las buenas o a las malas, hacerlos valer. Así ha sido y así seguirá siendo, por lo que puede preverse.
Algunas opciones a considerar
El discurso de la reforma está saturado de imposturas oficiales, de falseamientos sobre su alcance real y sobre la alegada deseabilidad consensuada de sus objetivos. Los numerosos casos denunciados en los tribunales, las críticas de influyentes sectores sociales y la dramática exposición mediática han incidido en el modo como se representa la pertinencia de la reforma. Aparentemente, ya no se trata de adecuar las condiciones de trabajo de la Policía a las habituales y crecientes exigencias de la guerra contra “la criminalidad”, sino, además, de civilizar a sus componentes, de contener sus hostilidades y de aminorar el ejercicio de sus agresividades. El principio civilizador de la reforma es valedero de manera generalizada a todas las unidades policiales, pero no todas cumplen las mismas funciones y es preciso considerar seriamente sus diferencias al momento de enjuiciarlas. Pero, indistintamente de estas, no deben admitirse excusas o racionalizaciones exculpatorias de las agresiones verbales y/o físicas a las que cotidianamente se exponen los ciudadanos intervenidos.4 Es en el marco de su cotidianidad operacional donde se confunde o tergiversa frecuentemente el sentido de la seguridad (protección y servicio) reivindicada como derecho civil con las obsesiones de control de la autoridad estatal encargada de garantizarla.
Aunque las demandas por “exceso de fuerza” no se limitan a la Unidad de Operaciones Tácticas (fuerza de choque), este cuerpo ocupa centralidad entre las querellas que justifican la reforma. Esta unidad policial tiene la función de contener disturbios o reyertas públicas, tanto como de suprimir la presencia de los ciudadanos partícipes en los contextos huelgarios o manifestaciones de protesta. Es preciso tener en cuenta que estos efectivos policiales no actúan por iniciativa propia, sino que acatan órdenes directas de sus superiores. Las decisiones de estos, a la vez, responden directamente al alto mando en la jerarquía policial, y su inmediato y máximo responsable es el Superintendente. No obstante, las directrices de arremeter contra la ciudadanía también están sujetas a consideraciones de índole política y en ocasiones cuentan con el mandato directo o el consentimiento tácito del primer ejecutivo del país. Las violencias desmedidas han sido exhibidas con toda crudeza en los medios informativos y la impresión generalizada es que, dada la orden, actúan sin la menor consideración sobre la vida humana, apaleando indiscriminadamente, lanzando gases lacrimógenos y disparando municiones de goma sólida, tan mortales como las balas de metal y pólvora. Las hostilidades y agresividades son efectos directos de la disciplina policial y no de la falta de educación o de sentido ético de los uniformados. Incluso cuando se observan conductas de violencia excesiva en sus rostros y movimientos corporales no debemos creer que se trate de disfunciones emocionales o desórdenes mentales de los sujetos/policías particulares. Aunque es muy posible hacerlos encajar en categorías psiquiátricas, el problema principal no reside en los individuos hostiles/agresores del cuerpo policial, sino en las condiciones de presión a las que son expuestos por sus superiores, y, a la vez, a la naturaleza bélica/coercitiva/represiva de su “profesión”.
A pesar de que es común escuchar en los testimonios de sus víctimas el carácter sádico y cruel de los policías agresores, no debemos engañarnos por las apariencias. Aun cuando se hacen notar en sus gestos y expresiones un cierto goce y satisfacción psicológica previa, durante y después de arremeter contra la ciudadanía, no es la falta de tratamiento a problemas de salud mental o desórdenes de personalidad en la uniformada lo que posibilita la reincidencia de sus crímenes y violencias. Advertida la condición de inmutabilidad de la función represora del cuerpo policial y la resistencia expresa al cambio sustancial de sus objetivos habituales, aunque la estigmatización psiquiátrica no hará la diferencia, tal vez no sea mala idea recetarles medicamentos tranquilizantes (ansiolíticos, represores de estrés) en lugar de las drogas estimulantes que consumen normalmente. En principio, esto controlaría sus estados de ánimo y aminoraría la impulsividad y exabruptos recurrentes en el ejercicio de sus oficios represores. Pero, nuevamente, no resolvería de raíz el problema de la brutalidad y la corrupción. Tampoco resolvería el asunto someterlos por orden judicial a terapias de rehabilitación moral como se somete a cualquier delincuente. Y es que la fuerza de choque, como el resto de las divisiones policiales, responde disciplinadamente a su encargo institucional, formal y prescrito en las leyes y reglamentos oficiales. La educación (instrucción/entrenamiento) en la Academia de la Policía los programa para desensibilizarse ante el dolor ajeno, a solidarizarse incondicionalmente entre sus pares y a competir por destacarse en sus funciones laborales. El entrenamiento institucional los forma como máquinas no-pensantes, predispuestas psicológicamente a acatar órdenes al margen de sus implicaciones o consecuencias, como cualquier soldado en el ámbito militar. Recuérdese: los armamentos (escudos, cascos, armadura, macanas, armas de fuego, etc.) no los llevan para lucirlos e intimidar sino, además, para agredir y dañar a los seres humanos que crucen a su paso en desacato a sus mandamientos.
Dentro de este cuadro, cuando se habla de “brutalidad policiaca” no debe culparse exclusivamente al sujeto/policía como individuo. Y aun cuando pudiera probarse fuera de toda duda razonable que se trata de un sujeto desajustado emocionalmente, de una personalidad violenta y tendente a incurrir en conductas crueles e inhumanas, el problema de fondo sigue siendo el sistema que los recluta y entrena; sus entendidos y objetivos. Por eso, no importa cuántos sean procesados judicialmente y castigados (multados, encarcelados, desarmados en definitiva o expulsados de sus oficios), siempre-siempre seguirán aconteciendo episodios de violencia extrema cuando la orden oficial sea, precisamente, controlar al sujeto o a la muchedumbre por recurso de la fuerza bruta y la represión armada. Esta es la gran paradoja que imposibilita la reforma y que, no solo augura su fracaso sino, además, revela su carácter simulacional y fraudulento.
Intacto el cuadro general en que se inscribe y se concretiza, la reforma actual es un simulacro de cambio; un ajuste cosmético que opera, en esencia, para fortalecer el aparato represivo del Estado de Ley y no para salvaguardar los derechos democráticos de la ciudadanía. Nada apunta a contradecir lo señalado. Así las cosas, pienso que una muestra de buena fe por parte del gobierno para aminorar las condiciones que, por la naturaleza bélica/represiva del cuerpo policial, degeneran en violencia “excesiva”, sería el desmantelamiento de la Unidad de Operaciones Tácticas (fuerza de choque). Quizá, con el presupuesto ahorrado pueda sufragar alguna partida de la mentada reforma e invertir en una educación superior de calidad para los miembros del cuerpo desbandado. Quizá, en vez de perder el tiempo en hostigar y apalear estudiantes y trabajadores en huelga o reprimir manifestaciones de protesta o fiestas callejeras, estos pudieran optar por ingresar a la Universidad y hacerse de un título profesional y de utilidad social. Quizá, dada la impotencia del Estado para reclutarlos entre su fuerza laboral, algunos tengan que acompañarnos en las filas del desempleo y hasta sumarse a las multitudes que antes agredían para reclamar justicias y derechos.
A fin de cuentas, la conservación dogmática y continuo agigantamiento de la maquinaria represiva del Estado no resuelve los problemas que le aquejan sino que los agrava, si no en lo inmediato seguramente a largo plazo. Además, las aspiraciones democratizantes de la sociedad puertorriqueña contradicen la lógica en que se engloba el actual proyecto de reforma, principalmente porque la consolidación prevista del cuerpo policial isleño no responde a necesidades reales sino a una realidad fabricada para hacer creer que sí lo hace. La fórmula no es difícil de comprender: a mayor incremento en la potencia represiva del Estado le es correlato directo la disminución progresiva de las garantías de seguridad y protección de los derechos y libertades de la ciudadanía.
En un país donde el Estado invierte más capital y recursos en sus policías que en sus maestros no basta conformarse con una promesa reformista. Precisa, en su lugar, desengañarse y asumir una posición crítica, esperanzadora y revolucionaria; salvar la idea de que es posible hacer la diferencia y crear las condiciones psíquicas y materiales para habitar la existencia en la Isla sin miedo y desconfianza en los funcionarios públicos de la Ley, la Seguridad y el Orden. No es más dinero, armamentos, tecnologías, ni mañas publicitarias lo que hace falta, sino un compromiso genuino con la justicia social y la voluntad política e integridad ética para convertirlo en hechos concretos.
- En la demanda radicada por el Gobierno federal al Gobierno de Puerto Rico -según cita el New York Times– la investigación reveló que las autoridades han arrestado más de 1700 policías entre los años 2004 al 2008 por cargos de asesinato (ilegal killings), violaciones (rape) y narcotráfico. Durante el mismo periodo, más de 1500 querellas fueron sometidas contra los oficiales del orden público por uso injustificado de fuerza excesiva o brutalidad. [↩]
- Representado de manera protagónica en los medios informativos por el Secretario de Justicia, Luis Sánchez Betances, y el Superintendente de la Policía, Héctor Pesquera. [↩]
- Aunque la presidenta del Colegio de Abogados de Puerto Rico, Ana Irma Rivera, ha expresado reservas críticas al entusiasmo idealista con que se acogió el plan de reforma, la organización no ha presentado públicamente fundamentos de un análisis profundo sobre el mismo. La reserva crítica se limita a advertir que el cuerpo policial estadounidense no está exento de las mismas acusaciones y cargos que se le han sometido a la Policía insular, y que, a todas cuentas, también está saturado de corrupciones y violaciones a los derechos civiles, racismo, discrimen y persecución por motivos políticos e ideológicos. [↩]
- Trátese de faltas de tránsito o por andareguear sin rumbo fijo (como sucede con los deambulantes), por beber cerveza en la calle o por grajearse en el carro con su pareja, por tener acento extranjero o por encaramarse a una grúa para clamar atención a una causa; por festejar con música alta aunque algún vecino se moleste y se querelle, o porque el intervenido venda drogas ilegales, se prostituya o pelee… Ejemplos como estos aparentan ser trivialidades, pero constituyen el grueso de las pequeñas situaciones cotidianas que ocupan una partida sustancial del trabajo de la policía isleña. [↩]