Resistencia de papel: manumisión en la literatura puertorriqueña
“mongo means flojo
mongo means bloodless
mongo means soft
mongo cannot penetrate
mongo can only tease,
but it can’t tickle”
-Miguel Algarín, A Mongo Affair
En Puerto Rico, una de las reacciones literarias al contacto avasallador con la presencia estadounidense es lo que, para propósitos de esta nota, quiero catalogar como “noción de triunfo indirecto”. Deseo comentarla brevemente en algunos textos de Abelardo Díaz Alfaro, Luis Lloréns Torres, Ana Lydia Vega y Calle 13.La “noción de triunfo indirecto” que presentan los textos en cuestión se puede enmarcar dentro de los márgenes particulares de la literatura escrita en países que tienen una relación de rendición política frente a potencias militares e industriales. No me interesa establecer que esta “noción” ocurra exclusivamente en Puerto Rico.
Como se sabe, el grueso de la literatura puertorriqueña —al menos hasta hace muy poco— se inclinó temáticamente hacia las disquisiciones sobre la identidad nacional. La reflexión sobre el tema nacional usualmente provoca en los escritores, en la medida en que he podido ver, dos actitudes principales: lamento (en algunas instancias, derrotista; en otras, contestatario) y una reacción “subversiva”. Esta segunda compostura recurre por lo general a la ironía. El sujeto colonizado se burla de sus colonizadores, por ponerlo escuetamente, y encuentra en esto, si no una liberación —como han sugerido algunos lectores—, al menos una “zona de descarga”.
El tema del humor como herramienta contestataria ha provocado variadas reflexiones. Por ejemplo, se ha dado por sentado que esta herramienta funciona, de alguna forma extraordinaria, para “afectar en realidad” las relaciones de poder político y económico. Como este punto trasciende cuestiones puramente literarias, lo dejo a un lado. La prosopopeya con la que algunos lectores han descrito los poderes de la literatura rebasan mi óptica limitada, quizás por mi necesidad de creer que sus referentes son literales. Sin duda habla figuradamente (aunque no lo explicita) Jamil Khader cuando sostiene, al comentar Cuando yo era puertorriqueña, que “The subaltern women’s ability to decenter imperialism is also evident in Santiago’s humorous representation of the U.S. experts” (el énfasis es mío). Sugerir que, de alguna manera, la novela de Santiago desestabiliza el imperialismo no es descabellado en el contexto de la crítica literaria; la expresión, sin embargo, no puede referirse al mundo real y de seguro debe entenderse figuradamente. Asimismo, uno de los teóricos poscoloniales de más renombre, Homi Bhabha, explicó hace años que “The menace of mimicry is its double vision which in disclosing the ambivalence of colonial discourse also disrupts its authority” (126). Para estos críticos ―no hay otra manera de verlo—, la desestabilización del imperialismo está delimitada por los márgenes de la página. Dicho de otra forma, Cuando yo era puertorriqueña desestabiliza y descentra el imperialismo de portada a contraportada.
El humor funciona cual sistema cerrado que limita su jurisdicción al montaje de la identidad, en los casos que veremos. En esta construcción de la identidad, el colonizado, por obra y gracia de la acumulación de ironías (muchas veces ingeniosas), se ve a sí mismo como un sujeto que está por encima de la rendición. Veamos cómo los artistas (o quizás sus lectores) registran este fenómeno.
Para empezar quiero comentar un célebre poema de Lloréns Torres:
“Llegó un jíbaro a San Juan
y unos cuantos pitiyanquis
lo atajaron en el parque,
queriéndole conquistar.
Le hablaron del Tío Sam,
de Wilson, de Mr. Root,
de Nueva York, de Sand-hook,
de la libertad, del voto,
del dólar, del hábeas corpus,
y el jíbaro dijo: Nju.”
Es precisamente con Lloréns, sostiene Juan Otero Garabís, que la imagen del jíbaro adquiere visos contestatarios antiimperialistas (29). Esto explica que desde el principio el poema se haya leído como un triunfo del jíbaro, quien, por supuesto, está por encima de todas las ideas extranjeras que le presentan, y no puede sino gesticular el inasible sonido de desprecio. La interjección “njú” no denota nada más que su escepticismo sardónico, y cumple con la función de redimir al “jíbaro”. La duda infinita de este —producto, curiosamente, de su rusticidad, ya que “llega a San Juan”— apunta a que él no se deja engañar, que tiene total control de la situación: que está, se podría colmar, por encima no solo de la información, sino de la ideología.
Para Antonio S. Pedreira (quien cumplió un rol en la institucionalización del jíbaro como héroe nacional) se trata de “un arranque de precisa definición psicológica” (143) de un sujeto astuto, ingenioso, “harto de ofrecimientos no cumplidos”. Aunque para Tomás Blanco signifique todo lo contrario —“la base de este recelo”, explica, es la “ignorancia de lo que es eso de habeas corpus etc. etc.” (144)—, muchos lectores han visto en el jíbaro de Llorens una victoria por encima sus enemigos. Luis Rafael Sánchez, por ejemplo, comenta que: “Riéndose de los políticos, nuestro liróforo terrestre vira patas arriba sus retóricas imbecilizantes y hurga en la falsa neutralidad de la interjección que emite el jíbaro. Que parece una voz dócil e inocua, siendo una voz contestataria e inicua”.
Me inquietan el hecho de que la herramienta contestataria del jíbaro sea justamente su propia ignorancia y también la piscina romántica en la que están sumergidos no solo el poema, sino las lecturas que he comentado. La fe romántica en el campesino que, por su conexión con lo telúrico, puede prescindir del conocimiento para “tener la razón”, es un lugar común de la literatura occidental. La idea se repite en otros poemas de Lloréns, como en aquel que, dibujando el espacio idílico del campo, hermoso, fresco, lleno del amor femenino, alaba la dicha de “no conocer de letras ni astronomía”.1 Ahora, el que Luis Rafael Sánchez le “crea” al poema de Llorens quizás nos provoque más curiosidad.
El autor de La guaracha del Macho Camacho repite la misma noción en otras ocasiones. En el Festival de la Palabra de 2010, por ejemplo, se llevó el aplauso del público por comentar lo siguiente:
“El humor siempre ha servido para atentar contra los dictadores. Los tiranos no le temen a los ataques de su podredumbre interior, sino que le tienen más miedo a ser ridiculizados por el humor. Los ataques de burla son capaces de socavar, y a eso le temen más que al insulto directo”.
Al autor no le alcanzó el tiempo para brindarnos algún ejemplo de esto, con la excepción de una referencia oblicua a la sátira chaplinesca de Hitler.2 Digo con toda sinceridad que la idea me parece tan ingeniosa que me hubiese encantado escuchar algún ejemplo que me confirmase que no procedía de la imaginación de Sánchez. En lo que expondré a continuación, de todas formas, partiré de una lectura inversa, que resumo de la siguiente manera: el humor sirve, la mayoría de las veces, para fortalecer prejuicios y robustecer tiranías. Así, prefiero perder la fe en el gruñido del jíbaro de Lloréns, en el “njú” con que cierra el poema, y entenderlo no como una ingeniosidad subversiva e inteligente de un sujeto que está por encima de sus opresores, sino como lo que es: un significante sin referente que expresa el hecho de que el jíbaro no tiene idea de qué contestar exactamente.3
El cuento “Historia de arroz con habichuela”, de Ana Lydia Vega, amplía la idea de Lloréns Torres y le da un giro gracioso. El argumento del cuento es conocido: dos antiguos enemigos, arroz y habichuelas, se unen en una salsa luego de la invasión de Mister Jordó, y logran sacarlo del plato. En el cuento, el arroz representa a los puertorriqueños de raza blanca; las habichuelas, a los puertorriqueños de raza negra o mestiza; y Mister Jordó, al invasor estadounidense. Refutar el maniqueísmo de la narración es perder de perspectiva que se trata de una alegoría; de una alegoría sencillísima y divertida.
Pero esta sencillez deja en suspenso varias cuestiones. Mister Jordó no se puede integrar al plato, nos enteramos, porque es “un coso feo y raro”, “largo y flaco” (135). Se trata de una evidente alusión a la impotencia sexual de este flácido hot dog, que contrasta con el vigor de las encarnadas habichuelas. “El invasor era colorao, pero no del colorao saludable y atractivo de Habichuelas, sino de un colorao jinchote como carne viva después de una quemadura” (135). Al final, obviamente, arroz y habichuelas logran “revolcarse juntos, dando vueltas de carnero, jugando y bailando”. La escritora se sirve de doble sentido sexual y de un juego de palabras para intercambiar los roles y características de colonizados y colonizadores. El sujeto domeñado, el oprimido, resulta tener una fuerza intrínseca que intimida a la debilidad del opresor, “larguirucho, flacote y color callo encangrinao”. Sexualidad y raza llevan aquí unas implicaciones sobre las que se debería meditar.
Las habichuelas vencen al hot dog gracias a una peculiaridad que es simultáneamente racial (por lo cromática) y sexual (por las connotaciones de los tonos de rojo). Habichuelas es “un mulato avispao y sabrosón”, de un color más potente, viril, que el hot dog invasor. El invadido, como suele suceder, tiene un impulso (drive) sexual y vital más intenso que el del invasor. Mister Jordó se describe como “un pionono reventao”, “un deo machucao”, un “chorizo revejío”. Los adjetivos apuntan a la pérdida de la forma propia del hot dog. Si reparamos en las sugerencias fálicas del hot dog y las habichuelas, podemos colegir que el elemento que le permite al invadido expulsar al hot dog es una potencia sexual masculina implícita en su naturaleza (en este caso, culinaria). En los márgenes del cuento, el clavado clava más que el clavador, por decirlo de alguna manera.
Esta no es la única vez que los cuentos de Vega presumen la superioridad sexual del colonizado. En “Pollito Chicken”, por ejemplo, el nacionalismo se equipara precisamente con un hombre criollo que satisface al sujeto deseante, Suzie Bermiúdez. La “desafiante y provocadora declaración de afirmación de la identidad propia”, como la llama Gálvez-Carlisle (15), se alcanza cuando el mulato le provoca a Bermiúdez un estridente orgasmo. La maestría sexual del varón caribeño, esa que (con los consabidos visos de political incorrectness) le da sentido al sujeto híbrido femenino, reincide en un lugar común producto, de hecho, de una mirada “otreica” del mismo sujeto nacional (la “sangre caliente” del hombre tropical o mediterráneo, etc.), que disfruta de una genealogía copiosa. El humor del cuento refrenda la asociación nacionalismo-virilidad sexual. No parece necesario refutar al profesor Juan Gelpí, quien sostuvo que Ana Lydia Vega está “fuera del canon paternalista” (183), sino puntualizar que su lectura no se aplica a toda la producción literaria de la autora (al menos, no a estos dos cuentos).
La subversión política se mantiene en los márgenes de las páginas y no pretende referirse al mundo real. Esta distinción puede parecer una perogrullada, pero no se debería tomar a la ligera. Implica que las subversiones y la construcción de identidad que representa pertenecen al campo de la fantasía. Mi punto es que el cuento de Vega no contiene solamente un “final utópico” (Gálvez-Carlisle 16), sino un “presente utópico”. Este presente utópico implica una unidad entre diversos sectores locales motivada por una aversión ante un intruso débil. La unidad entre los grupos criollos, como estudia Otero Garabís en el caso de Lloréns, es problemática de por sí. El hecho de que se presente una aversión por el estadounidense es comprensible, aunque dejo pasar la suposición de que aplica a lo que, en el resto del cuento, se construye como “identidad nacional puertorriqueña”. Ahora bien, el hecho de que esta identidad se construya con paradigmas de potencia sexual masculina merece la atención, dado a que es una constante en más de un texto literario.4 Cabría preguntarse si el humor irreverente es “capaz de socavar” el poder real, como sostiene el maestro Luis Rafael Sánchez, o si estamos ante una catarsis literaria (hermosa, humorística, estilizada, lo que se quiera).
Otro texto importante que recoge la misma idea es el cuento “Peyo Mercé enseña inglés”, de Abelardo Díaz Alfaro. Rogelio Escalera, el supervisor del maestro Peyo Mercé, es una metáfora del proceso de asimilación lingüística y cultural al que se ha intentado subsumir al sistema pedagógico puertorriqueño. Díaz Alfaro escribe en la década de los cuarenta y refleja la insatisfacción con la propuesta de transformar el sistema pedagógico al inglés (Pousada 42, DuBord).
Ahora bien, no creo que se haya acentuado lo siguiente: Peyo Mercé personifica al mal maestro. Sobrecogido por la melancolía que le produce saberse “colonizado” y desplazado, no encuentra la manera de enseñar una segunda lengua a sus estudiantes. Ciertamente hay una política absurda y criminal que pretende desnaturalizar el sistema pedagógico local, pero habría que considerar otros factores además del consabido marco histórico. Además de sus otros percances, los estudiantes de La Cuchilla tendrán que lidiar con el hecho de que de su clase de inglés no podrán aprovecharse demasiado. Las adversidades de Peyo Mercé les han ganado el cariño de los lectores, por lo que dejo para otro momento cuestionar el protagonismo que el personaje de un maestro incompetente ha tenido en el cuerpo de textos que fungen como canon pedagógico elemental5 en la isla. Prefiero detenerme en el comentario que le arranca una sonrisa tanto a Peyo Mercé como a los lectores, la salida irónica del colonizado que se cree superior a su colonizador.
El libro Terrazo abre, como se sabe, con “El Josco” y cierra precisamente con “Peyo Mercé enseña inglés”. Abelardo Díaz Alfaro fue lo suficientemente cuidadoso como para establecer vínculos temáticos entre ambos cuentos. “El Josco” narra la historia de un toro macho puertorriqueño, un padrote; su dueño, el jincho Marcelo, “veía en aquel toro la encarnación de algo de su hombría”. Pero resulta que traen un toro americano, igualmente impresionante, que suplantará a El Josco; ambos toros se enfrentan en una lucha, en la que vence el toro local, quien tiene “más maña y más cría”. Con todo, el americano suplanta a El Josco en su función de padrote y el puertorriqueño termina siendo un “buey rabisero, buey soroco, buey manco, buey toruno, buey castrao”.
Me parece evidente que la descripción del toro castrado refleja fielmente la del maestro Peyo Mercé, en el cuento final de Terrazo. El Josco “no levantaba al cielo airosamente la cresta coronada; [se] lo veía desfalleciente, como estrujado por una inmensa congoja. Babeó un rato, alargó la cabeza y suspendió un débil mugido”. Al tener que enseñar inglés, Peyo “sintió que le invadía un desgano, una flojedad de ánimo […] Con pasos lentos se dirigió frente al salón. En los labios partidos se insinuaba la risa precursora del desplante”. Un toro que no puede ser padrote se siente igual que un maestro que no puede enseñar. Con todo, Peyo necesita enfrentarse a sus estudiantes porque “en ello [l]e van las habichuelas”.
El enfrentamiento con sus estudiantes se torna pesadillezco. Luego de respirar aire puro en la ventana, Peyo hace “una grotesca mueca seguida de un sonido semejante al que se produce al estornudar, [y] masculló —cock— —cock— —cock—”.
Leemos el sentimiento de impotencia de Peyo: “Maldijo en lo más remoto del subconsciente unas cuantas cosas, entre ellas al supervisor que lo quería hacer nadar en aguas donde el que no es buen pez se ahoga”. La palabra “inconsciente” cumple una función para nada arbitraria. Peyo Mercé se apremia con el refrán “A fuerte y a puya cualquier yegua vieja camina”, que no solo animaliza, sino que feminiza al viejo maestro. Leído con “El Josco” en mente, esta no es la única palabra que nos debe inquietar. Recordemos que en hacer algo que no puede le van las habichuelas (con todo el doble sentido que les podamos adjudicar).
Peyo Mercé, inmerso en una intimidante confusión, levanta un libro en el cual “se extasiaba el soberbio gallo”, y pronuncia las palabras que revuelcan el salón: “Miren, this is a cock”. La palabra cock empieza a corarse en el salón de manera caótica, mientras Peyo “se ahogaba de calor […] Le hacía falta aire, mucho aire. Y se detuvo un momento, las manos agarradas como garfios al marco desnivelado de la ventana”.
Realmente toda la escena puede leerse desde una óptica sicoanalítica, como por ejemplo el hecho de que Peyo se lanzara a explicar “gallo” pensando que saldría “pato o gallareta”.6 El uso del léxico en el cuento (y en el resto de la soberbia colección) ha sido muy calculado (¿por qué cock y no rooster?).7 Las más de quince veces que aparece el vocablo cock en este breve cuento implican un mensaje que se aclara con el giro de tuerca final. Si bien el maestro trata de enseñarles a sus estudiantes la pedagógica frase “This is the cock, the cock says coocadoodledoo”, luego de la explicación no puede más que echarse a reír cuando un niño comenta: “Don Peyo, ese será el cantío del manilo americano, pero el girito de casa jace cocoroco clarito”. De manera subliminal, aunque la supremacía sexual y política del vocablo cock lo persigan una docena de veces, el sujeto colonizado no está castrado (como el Josco), sino que es más viril que “el manilo americano”.
La ironía es un arma de doble filo. El lector puede reconocer en el comentario del niño una resistencia a la subyugación; y en la risa del maestro, una descarga satisfecha. El ataque del subalterno procura invertir los términos opresor/fuerte, oprimido/débil, y permite crear la ecuación irónica de opresor/manilo, oprimido/macho. La ironía, no obstante, parece poner un punto final a la cuestión: se cerró el chiste, se dijeron los punchlines, y se cerró la cuestión. El cuento de Díaz Alfaro cierra, de hecho, con el punchline, al igual que el poema de Lloréns. El chiste final efectivamente cierra la problemática: el oprimido se imagina a sí mismo, en los confines de su ingeniosidad, como un triunfador indirecto. Menos alentadora es la posibilidad de que la ironía sobrecoja al lector (recordemos que estos textos se asignan recurrentemente a niveles básicos) y que ancore el cuestionamiento del poder a un chasco en el cual gana el que se imagina a sí mismo como más masculino. Recordemos que, a fin de cuentas, El Josco sigue castrado y los niños de La Cuchilla apenas han aprendido a decir “pinga” en inglés. Evidentemente, estamos ante un chiste “mongo”, en el sentido que le da Miguel Algarín al término: “mongo means flojo […] mongo can only tease, but it can’t tickle”.
La “estrepitosa carcajada” de Peyo Mercé es, por lo tanto, polisémica: a un nivel subliminal, tanto el joven jibarito como el afanado educador han comprendido el doble sentido de “cock”, en inglés; ambos creen reconocer en este chiste que el “gallo” invasor u opresor (predecesor del Mister Jordó de Vega) es flácido, débil y manilo. De nuevo, esta victoria privada, esta ocurrencia, pertenece a las cuatro paredes que encierran el paupérrimo salón de clases; la clara metáfora nacionalista de opresor/oprimido invierte los signos nominalmente y hace débil al fuerte en los márgenes de un chiste fálico que compartimos los hambrientos estudiantes, su atribulado maestro y nosotros los lectores. Se trata, puede alegarse, de la circunscripción fantástica de una literatura menos realista que anhelante.
Ahora bien, el hecho de que Peyo Mercé no domine el inglés que debe enseñar es un tema; el hecho de que no le interese dominarlo es otro. Aunque se trata ciertamentede un tema ineludible, no creo que se deba leer el cuento únicamente bajo los referentes de la imposición imperialista del inglés; estamos ante una manera de entender el conocimiento bastante problemática. Recordemos, ahora en su totalidad, el poema de Lloréns:
Ay, qué lindo es mi bohío
y qué alegre mi palmar
y qué fresco el platanar
de la orillita del río.
Qué sabroso tener frío
y un buen cigarro encender.
Qué dicha no conocer
de letras ni astronomía.
Y qué buena hembra la mía
cuando se deja querer.
Igualmente, Peyo Mercé, leemos en el texto de Díaz Alfaro, “desconocía los últimos estudios sobre la personalidad del maestro y más sobre la psicología del niño. No le gustaba concurrir a las ‘amañadas clases modelo’”, por ejemplo. Aunque se trata de la admiración romántica por la intuición, dos complicaciones saltan a la vista: el hecho de que se aglutine la mala instrucción con la identidad nacional (como con el jíbaro de Lloréns, que disfruta desconocer “de letras ni de astronomía”) y aquello que se le ofrece en cambio al jíbaro (lo que propone él mismo, de hecho): la satisfacción de creerse más viril.
Una versión menos acrisolada de esta idea, pero que continúa los trazados de Lloréns Torres, Díaz Alfaro y Vega, es la canción “Japón”, del grupo musical Calle 13. Como sucede con los otros casos, obvio deliberadamente el hecho de que se trata de un texto “irónico”, blindado —al parecer— ante cualquier tipo de lectura crítica, que corre el riesgo de que se le objete eso de que “no entendió el chiste”.
La canción abre comentando los logros de un “nosotros” que trasciende a los cantantes populares e incluye a los puertorriqueños en general, enfrentados virulentamente (somehow) con los chinos. La voz va cometiendo una serie de confusiones culturales (Hong Kong está en China, no en Japón), que corrige otra voz con acento oriental. En un momento, la voz boricua empieza a comparar los “logros” de los asiáticos (matemáticas, tecnología, gimnasia, química, etc.) con los locales (la música, las proporciones del cuerpo femenino), lugares comunes en ambos casos. La voz asiática comenta que en Puerto Ricos se habla mal y que “allá en Puerto Rico son tolos unos blutos”. Se repite tres veces, de corrido, “la cultura”, como para dejar saber qué es lo que está en jaque (o, mejor aún, qué es lo que se ha repudiado).
Japón es una obvia metonimia de un Otro lingüístico, pero representa además una superpotencia industrial con la cual se compara favorablemente a Puerto Rico; la comparación se basa en el ritmo y la virilidad inaudita de los puertorriqueños (en la canción de Calle 13, Míster Jordó se transforma en un asiático “Pollo Picú amarillento y pellejú”). Al igual que los autores que vimos anteriormente, la canción circunscribe su victoria a términos de virilidad y conquista sexual (i.e., “No importa pero pegó la fucking gasolina […] y se la empujamos monga bien monga”). La indelicadeza léxica preocupa menos que el uso de un “nosotros” que se identifica con la torpeza y una potencia viril jactanciosa.8 Estamos ante otro chiste “mongo” y otra victoria quimérica.
Indistintamente de los caprichos maravillosos en los que nos sumerge la lectura de un texto literario, resulta que la distribución de beneficios y poderes en la relación subalterno/colonizador es bastante obvia. Ahora bien, convendría considerar que la simple inversión de los elementos de la etiqueta “mongo/viril” —que se refieren a “subalterno/colonizador”— no pretende ni logra afectar la realidad, ni —lo que es otra perogrullada— estar en la posición de pretender afirmar algo serio sobre esta. Solo nos resta, pues, el imaginario popular, terreno crepuscular y resbaladizo. No es difícil encontrar críticos que sostienen que, por el mero hecho de que Ana Lydia Vega escribió el citado cuento, la relación entre subordinado y opresor se problematiza, ya que el poder es un signo —en última instancia— intercambiable y depende de relaciones semiológicas entre los hablantes. Supongo que a la altura de 2014 hemos superado esta estupidez, pero la academia debería recordar sus pecados para que quede claro que están purgados por completo. Los textos que hemos visto repiten un buen número de criterios que refuerzan las relaciones de poder, por lo que sugeriría cautela con el intento de rescatarlos como subversiones. Frances Negrón-Muntaner, por ejemplo, comenta que las composiciones de Calle 13 proyectan “invectivas contra el poder del Estado”. Ante este uso de la terminología política aplicada a este grupo musical solo se puede otorgar un incómodo silencio. De manera igualmente problemática, pero igualmente errada, se creyó ver en el relato de Salcedo a un dominado que es más inteligente y valiente que sus colonizadores; lo mismo se puede decir de la primera lectura de “Seva”.
No queda duda de que los textos de Lloréns, Díaz Alfaro, Vega y Calle 13 se proponen retratar la resistencia parcial de unos sujetos colonizados que no disponen de demasiadas armas. Los lectores, no obstante, debemos reconocer la ironía que presenta el texto y las otras ironías que el texto no se propuso presentar.
*Este trabajo es una versión revisada de una ponencia ofrecida en 2010 como parte del IV Congreso Internacional Escritura, Individuo y Sociedad en España, las Américas y Puerto Rico, que tuvo lugar en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Arecibo.
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- Escribe Otero Garabís: “En el analfabetismo del jíbaro, en su ignorancia de las nuevas leyes y de las empresas norteamericanas se identifican algunos elementos de resistencia a la transformación cultural y económica que imponía la nueva metrópoli” (29). Por la naturaleza de su lectura política, el distinguido crítico prefirió dar por obvia la raigambre romántica de la idea. [↩]
- Sin embargo, comentó en otro momento de la velada que él siempre se distinguió por tener un “[bull]shit detector”. Rudolph Herzog escribe, refiriéndose al humor dentro de la Alemania nazi: “Contrary to common myth, targeting Hitler using quips and jokes didn’t undermine the regime. Political jokes were not a form of resistance. They were a release valve for pent-up popular anger”. Añade que solo a las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial se les puso un castigo severo a los bromistas antifascistas, pero solo como un pretexto para cazar disidentes. Acerca del sentido del humor del Fuhrer algo se ha escrito también (Hall). Con otros dictadores, el punto se sostiene todavía menos. [↩]
- O, en última instancia, un sonido que manifiesta ambas situaciones. [↩]
- La insistencia en la virilidad de los personajes del cuento contrasta con el implícito proyecto feminista que algunos lectores hemos querido ver en la cuentística de Vega. Eda Henao escribe: “This questioning is to be extended to feminist, anti-colonial and economic theories and does not exclude self-questioning because any opinion, like any theory, regardless of how liberating its intentions, can begin to set up barriers and become just another normative and repressive structure” (82). [↩]
- Eloy A. Ruiz Rivera, Ramón Luis Acevedo y otros proponen una lectura opuesta. Para Ruiz Rivera, en el cuento se le da voz al estudiantado puertorriqueño. En su estudio sobre la imagen del maestro en la cuentística puertorriqueña, Nívea de Lourdes Torres comenta que es el Don Polito, de Miguel Meléndez Muñoz (otro maestro incompetente), quien debe aprender de los estudiantes. Meléndez Muñoz es aún más romántico, en este aspecto, que Díaz Alfaro. Según la estudiosa, Peyo Mercé es un hombre pragmático que solo cree en enseñar lo “útil” (inútiles son el conocimiento abstracto, las lenguas, la astronomía, etc.). El último caso que estudia Torres provoca pavor: el único maestro que domina su materia —el profesor Santiago de Juan Antonio Ramos— es un chantajista, abusador, se acuesta con sus estudiantes, etc. [↩]
- La acepción de “amanerado u homosexual” que actualmente tiene el vocablo “pato” en Puerto Rico puede que no haya existido en la década de 1940 (cuando escribe Díaz Alfaro sus cuentos), y el Tesoro Lexicográfico solo lo retrotrae a 1973, aunque se podría encontrar una alusión más antigua en “Jum”, de la colección de cuentos de Luis Rafael Sánchez En cuerpo de camisa, de 1966. A fin de cuentas, como ha visto Lawrence La Fountain Stokes, al pato siempre le ha circundado el significado de “rarito”, en el sentido de la frase inglesa queer duck. Aunque no es tan evidente, se podría concluir lo mismo de gallareta. El sentido, no obstante, está explícito en la palabra “manilo” que aparecerá al final. [↩]
- Más recatado, pero en la misma línea, canta El Gran Combo en una guaracha que sirve de epígrafe a la introducción del libro de Otero Garabís: “Yo casi no sé escribir, no sé casi ni leer, pero tengo un swing, te digo que yo tengo un swing, que muchos quisieran tener”. De otra parte, escribe Ángel Quintero: “El comediante José Miguel Agrelot, en su personaje del sabio jíbaro jaiba (campesino astuto) don Cholito, reseñaba por la radio un estudio de psicología social que –con todo el rigor metodológico– demostraba que más que por atributos estereotipados de belleza, las mujeres que los puertorriqueños consideraban atractivas eran sobre todo aquellas ‘que tuvieran swing’” (94). Habichuela, del cuento de Vega, vive en una salsa de “rítmico espesor” (134). Alegre, sabrosa y nutritiva, su virilidad se establece con la afirmación de su musicalidad. [↩]
- Más recatado, pero en la misma línea, canta El Gran Combo en una guaracha que sirve de epígrafe a la introducción del libro de Otero Garabís: “Yo casi no sé escribir, no sé casi ni leer, pero tengo un swing, te digo que yo tengo un swing, que muchos quisieran tener”. De otra parte, escribe Ángel Quintero: “El comediante José Miguel Agrelot, en su personaje del sabio jíbaro jaiba (campesino astuto) don Cholito, reseñaba por la radio un estudio de psicología social que –con todo el rigor metodológico– demostraba que más que por atributos estereotipados de belleza, las mujeres que los puertorriqueños consideraban atractivas eran sobre todo aquellas ‘que tuvieran swing’” (94). Habichuela, del cuento de Vega, vive en una salsa de “rítmico espesor” (134). Alegre, sabrosa y nutritiva, su virilidad se establece con la afirmación de su musicalidad. [↩]