Retro-periferia queer
Michel Foucault ha dicho que lo más prohibido de la relación homosexual no es el sexo, sino precisamente el cortejo, la entrada de los deseos perseguidos a los umbrales de la ciudadanía. Aquí la escena del cortejo se remonta a la danza del apareamiento de los animales, y uno se figura dos pájaros atraídos a ese circuito del apareamiento, en este caso pájaros por ser animales y pájaros por ser homosexuales, dos patos, dos aves, presumiblemente del mismo “sexo”.
No estamos meramente ante dos animales de la selva, ni siquiera dos animales domésticos en el patio trasero de una casa de urbanización, sino ante dos animales humanos, dos criaturas, en el sentido que Benjamin y Agamben le han dado a esta palabra, refiriéndose al animal que trata infructuosamente de descifrar el deseo del otro, dos criaturas buscando la manera de darle curso a un exceso incontrolable, a un chorro de emoción que no cabe en el cuerpo de los sufrientes del deseo, ni tampoco cabe en el cuerpo prescrito del orden social. Dos criaturas mariconas. Quizás no haya (y esta sería la propuesta más importante de esta pieza) en el fondo, otro modo de ser para la criatura que el ser de la mariconería. Ante la incapacidad del lenguaje (tanto el de la lingüística como el de la gramática social) de articular una ruta abierta, disponible, que produzca un camino trazado para el tráfico del cruceo homosexual, quedan solo los alaridos, las guturaciones neandertales, las contorsiones de los cuerpos latigados por el corrientazo de la pasión, y, sobre todo, la desproporción monumental entre las gesticulaciones estentóreas de la masculinidad y la delicadeza, la gracia, la timidez, de la solicitación del interés del otro. Esquina periferia dramatiza un encuentro amoroso queer, pero descubrimos en su estrafalaria arquitectura la coreografía primitiva de toda verdadera intimidad.
Es interesante y hasta sintomático que, en estos tiempos en que la reivindicación del derecho al matrimonio acapara la agenda de derechos civiles en un segmento cada vez más creciente de las economías del liberalismo, en Puerto Rico, una isla particularmente asediada por la ruina de la recesión y notablemente controlada por las agendas conservadoras del fundamentalismo hetero-teológico, lo que ha adquirido una notable visibilidad en el performance y en la literatura es una especie de retorno retro al mundo gay de la era de Stonewall de los setenta. En colecciones de cuentos como Mundo cruel de Luis Negrón, en las novelas de Yolanda Arroyo Pizarro, en la reciente crónica pornográfica de David Caleb Acevedo, Diario de una puta humilde, y en esta obra de Alegría, lo que se aparece, no es un proyecto de normalización de lo homosexual acomodado a los idearios pequeño burgueses de las conveniencias del matrimonio, la procreación, y el derecho a la seguridad y la protección que se han convertido en valores universales del bienestar social, sino que estos textos develan cartografías escondidas, mapas sorprendentes e imprevistos, nuevos modos de transitar por la ciudad, como una especie de coming out retrasado, insolentemente passé, solicitándole al espectador y al lector un regreso a la conmoción de lo prohibido, para que descubra, redescubra o reconsidere, en toda la extensión de su peligrosidad, la zona del deseo homosexual.
Ese regreso al escenario del cortejo, a sus peligros y a sus promesas, tan central en Esquina periferia, es un regreso hasta cierto punto desconcertante en el contexto de la agenda gay internacional contemporánea. En programas de la televisión norteamericana como Will and Grace o Modern Family, la socialización homosexual comienza a convertirse en parte del paisaje suburbano que domina la comedia televisiva norteamericana desde los años cuarenta. Los homosexuales entran y salen de las salas televisivas, pero son homosexuales que no se acuestan juntos ni comparten la misma cama doméstica. Son homosexuales castrados, más parecidos al matrimonio Petrie del show de Mary Tyler Moore y Dick Van Dyke hace medio siglo, un matrimonio heterosexual que dormía en camas discretamente gemelas. Estos homosexuales aparecen en escena, no para ejercer su homosexualidad, sino para demostrar que pueden ser buenos ciudadanos, que pagan sus impuestos, podan el césped, ayudan a sus hijos a hacer las asignaciones y se escandalizan ante los precios prohibitivos de las bienes raíces en Nueva York.
Nada más lejos de los habitantes del mapa urbano que traza Luis Negrón en Mundo cruel, cuyos personajes gay conviven cotidianamente con los inmigrantes, dominicanos y haitianos, la mayoría de ellos ilegales, que dominan la demografía de Río Piedras y Santurce. Si pudiera hablarse de una alianza político-social en estos cuentos, sería la que se arma entre la clase media baja y la clase trabajadora o más bien, desempleada, de inmigrantes indocumentados en la periferia, no ya suburbana, sino más bien sub-urbanizada, la periferia de edificios destartalados, algunos de ellos abandonados, muchos de ellos ruinas de la crisis inmobiliaria que ha arrasado una buena parte de la zona metropolitana de San Juan, convirtiéndola en una especie de ciudad fantasma. Lejos, muy lejos de los penthouses chic del Condado, donde vive y disfruta buena parte de la alta burguesía gay cuya vida transita entre San Juan, Miami y Nueva York, la ciudad gay de Negrón surge de la ruina urbana, su escenografía está compuesta por los adefesios que no aparecen en los catálogos digitales de Trip Advisor. Aunque no se describan textualmente, se siente el pulso transeúnte de estos personajes entrando y saliendo de los cafetines y friquitines de la Ponce de León, los edificios de apartamentos de Villa Palmeras, las casonas venidas a menos de Santa Rita, las terrazas improvisadas en las azoteas de la ciudad plebeya.
En un escenario parecido, pero visto desde el acecho inclemente de la pulsión sexual, El Diario de una puta humilde, de Acevedo, recorre con puntillosa precisión descriptiva las playas, gimnasios, baños públicos, dormitorios universitarios, áreas de descanso de las autopistas, parques, estacionamientos, en fin, toda una cartografía secreta de encuentros sexuales rápidos que Acevedo saca a la luz como una especie de exorcismo: sacar el demonio a la calle, pero no para que sufra el castigo divino, sino para que veamos su rostro, para que camine libremente por la intemperie. Diario de una puta humilde es un texto arrojadamente retro, muy al estilo de aquellos textos de John Rechy como City of Night, muy en la tesitura espiritual de los poemas de Invitación al polvo, de Manuel Ramos Otero, textos de los setenta y ochenta del siglo pasado, donde se respira el peligro del ejercicio clandestino del deseo junto al aire salitroso que viene del mar y exhala su bocanada húmeda por los escondrijos de la ciudad prohibida.
Habría que calibrar las rutas de este regreso a la periferia, a la esquina periferia, una esquina que recuerda las crónicas urbanas de Pedro Lemebel, donde la esquina es mi corazón, es decir, donde lo más íntimo y personal se confunde con lo comunitario y lo público, si entendemos la esquina en su acepción gregaria como el punto de encuentro, el cruce donde los cruceantes se detienen a contarse sus historias y a compartir los cuentos y las cuentas del negocio del deseo.
Esa convergencia de lo público y lo privado, una de cuyas manifestaciones más radicales sería la promiscuidad gay del cruceo (cruising) y el ligue, pone de manifiesto en la actividad del que crucea la caracterización del deseante como un navegante, un cruiser, en un sentido no tan distante ni tan distinto de las rutas de navegación que ordenan, desde los tiempos de la conquista, el itinerario de viajes y descubrimientos de la mirada imperial. Podría decirse que estas crónicas anti imperialistas de Acevedo plantean el desplazamiento por la ciudad como un cruce entre el navegante, el turista y el cruiser. Vale la pena detenerse en esa cualidad del cruising como una reconsideración de la navegación. Sara Ahmed, en su Queer Phenomenology, ha destacado la medida en que esa mirada imperial del navegante, la mirada que orienta las rutas de los descubrimientos, desde Marco Polo hasta Cristobal Colón, es una mirada que define el movimiento a partir de una fantasía orientalista.
Orientarse, propone Ahmed, es moverse desde un origen que occidente le asigna a oriente, construyéndolo e incluso disciplinándolo para que se comporte y viva a la altura de las fantasías occidentalizantes, para que sea el oriente que occidente necesita para creerse su auto designado destino imperial. Ahmed parte del orientalismo, un concepto de Edward Said, para proponer un camino posible, un camino queer, que consistiría en el trazado de rutas alternas de desorientación. La mirada queer des-orienta las orient-aciones, se replantea el lugar de origen de las rutas tradicionales y las tuerce.
Habría que redefinir la mirada periférica como una mirada queer, y esa mirada sería una mirada desorientadora, en el sentido que propone Ahmed. Esquina periferia, Mundo cruel y Diario de una puta humilde son textos, no solo periféricos, sino contemporáneos, precisamente por no estar a la moda, por mirar lo actual al sesgo, desde un ángulo, incluso desde una referencia ya de cierto modo pretérita cuando se mira a la luz de los logros alcanzados de la lucha gay. Giorgio Agamben ha definido lo contemporáneo como aquello que mantiene una relación anacrónica y desfasada con el presente; lo contemporáneo rehúsa convertirse en cliente de los bienes del presente. Desde esta definición de lo contemporáneo, estos textos serían particularmente contemporáneos. La desorientación queer tuerce incluso las rutas prescritas de la homosexualidad “saludable” trazando estas torcidas cartografías retro periféricas que colocan en el lugar del navegante la mirada ávida y lateral del cruceante.
La desorientación queer de la ciudad deshace las rutas aprendidas, es decir, las que son gobernadas por los criterios de normalización del Estado y del mercado. Colocar a Santurce o a Río Piedras como el punto de mira de esta cartografía, como hace Luis Negrón, aleja la mirada de Plaza las Américas, del Condado y de Hato Rey, centros urbanos organizados a partir de la hegemonía de la banca, del turismo y del comercio, cuyo crecimiento ocurre precisamente a expensas de estos otros dos proyectos de ciudades abandonadas y reclamadas por la periferia. Describir con una precisión casi quirúrgica encuentros sexuales en espacios destinados al aparcamiento, al descanso de los conductores, al ejercicio gimnástico, o a la educación, como hace Acevedo en su Diario, es otro modo de desarticular el cuerpo de la ciudad y poner a convivir el goce en espacios destinados a la disciplina, el orden y la ley.
Frente al ambicioso proyecto de normalización gay que constituye el punto crucial de la agenda de derechos civiles del liberalismo contemporáneo, este paseo por las ciudades fantasmáticas de Santurce y Río Piedras, o por las zonas “oscuras” de la ciudad clandestina, propone otro modo de considerar la subjetivación homosexual, un modo que podría llamarse puercoespín, para usar la sugerente imagen de Alegría en Esquina periferia, un modo espinoso y áspero. Para pernoctar en el Hotel Puercoespín hay que tener la piel dura. Quizás haya algo insistentemente destartalado, áspero, espinoso, ruinoso y torpe en las rutas del deseo.