Ser gay… felizmente gay
Esta es una historia feliz. La mía como persona abiertamente gay desde que no estaba de moda; con una naturalidad que apuesto fue la que amortiguó muchas veces el rechazo.
Una noche a principios de los noventa bailé un bolero en una loseta con Graciela al arrullo de la voz de Andy Montañez en una fiesta de periodistas en el antiguo Casino en San Juan. Acababa de regresar de Nueva York de un ambiente político donde el movimiento gay estaba cómodamente afianzado. De hecho, Bill de Blasio, que es alcalde ahora de la ciudad y se casó con una mujer negra que se había identificado en su primera juventud como lesbiana, era parte de mi bonche. Eso basta para ilustrar el mundo del que venía.
Esa noche del bolero de Andy los compañeros, por iniciativa del fotoperiodista José Ismael Fernández nos rodearon y bailaron con nosotras. Sé que muchos lo hicieron para evitar que del otro lado del salón nos vieran los homofóbicos, machistas y fundamentalistas de la heterogénea velada donde pululaban políticos y hasta sacerdotes. Aún así, me conmovió el amor y la solidaridad que siempre he sentido de mis colegas.
Porque yo pasé de ser una feliz chamaca heterosexual a una feliz chamaca bisexual y luego a una definitivamente feliz chamaca lesbiana ante los ojos de mis compañeros en El Nuevo Día y los periodistas y fotoperiodistas de los otros medios de comunicación y la Asociación de Periodistas de Puerto Rico, sin que a ninguno de ellos le diera un ataque de apoplejía. Fui presidenta de la ASPPRO siendo abiertamente gay. Fui Jefa de Información de El Nuevo Día siendo naturalmente gay. Consultora política y de medios siendo espontáneamente gay. Soy comentarista radial y chef de un restaurante exitoso siendo sencillamente gay. Envejezco siendo felizmente gay y espero ser una abuela gay divina.
He sido tan libre siempre que nunca pensé en ocultar mi transformación, si puede llamarse así. Las veces que he optado por la discreción ha sido por respeto a la discreción de otros. Me he metido con ellos en el closet, pero dejo la puerta abierta.
Lo más grande que le debo a mi familia aún siendo tan disfuncional como la que más, es esa noción de libertad. Lo que no quiere decir que me aceptaran de cantazo. Una de mis madres, mi tía Noemí, cuando lo supo llegó a mi apartamento en El Monte pistola en mano para matarme antes de que me convirtiera en “marimacha”. Me dio gracia. Después del susto, claro. Le temblaba la mano y se echó a llorar. La pistola no estaba cargada.
Era dramática esa madre mía. Quería que entendiera el “error” que estaba cometiendo. Mi pareja varón de entonces se había refugiado en mi familia agobiado por la idea de que lo había dejado por una mujer. Sufrieron con él. Cosa que les agradecí cuando entendí que me lo habían quitado de encima para que yo pudiera dedicarme de lleno a mi nueva felicidad. Suena cruel y fui cruel. No se lo merecía. Tuve oportunidad de pedirle perdón por mi egoísmo, pero no creo que lo hubiese hecho de otra manera de volver a pasar. Estaba deslumbrada con mi nueva identidad sexual y nada iba a impedir que me lo disfrutara con la intensidad con la que hago todo.
Me extrañó la reacción de mi madre porque siempre había sido la más fiel defensora de una pariente que era la lesbiana oficial del vecindario. Entre lágrimas me explicó que, precisamente, no quería que pasara yo por las experiencias de rechazo de aquella mujer estupenda que era nuestra pariente. Ciertamente, la mujer era lo que en esa época llamábamos un correo ambulante. A los manerismos en esa época le decíamos “tener sello”. El mío siempre ha sido leve. No que no lo tenga. Soy una mujer naturalmente fuerte y se me nota, pero paso por femenina. Pero el de mi pariente era deslumbrante, como un paquete de primera clase. De ahí que se convirtiera en un chiste familiar que Noemí me desheredara a mí por gay –con todo lo hermosa y femenina sin remedio que era yo– y pusiera todo a nombre de la buchita de la familia.
Todo el enredo terminó cuando regresé de Nueva York con un piojo de rizos rubios y ojos grandes que se le tiró encima y la llamó Abuelita Noemí.
Sí, tengo una hermosa hija ya mujer que se crió en un ambiente mixto con tanta naturalidad que nunca me preguntó sobre mi homosexualidad. De hecho, cuando tenía unos diez años, veíamos un programa de televisión en el que surgió el tema de una muchacha gay. En ese momento me percaté de que nunca habíamos hablado del tema, aproveché y le pregunté: “Gab, ¿tu entiendes de lo que hablan? ¿sabes lo que significa ser gay?”. “Claro”, me contestó. “Tú”.
Le pregunté cómo se sentía con esa realidad ante sus amiguitos.
“Ay, mama. Todos lo saben. Da da.” Y subió los ojos como lo hacen a esa edad para hacernos sentir imbéciles.
Cuando llegó a escuela secundaria la casa se llenaba de muchachos y muchachas que sin reparo me decían cuánto envidiaban la estabilidad del hogar donde se criaba su amiga. La mayoría provenía de hogares disfuncionales y muchos de ellos vivían en la mirilla pública por ello al ser hijos de políticos o figuras prominentes. Ellos son mis mejores testigos de que esta es una historia feliz. Esa estabilidad de la que hablan es una relación de pareja que ha durado veintiún años y de la cual me siento particularmente orgullosa.
Si se preguntan por qué escribo esto ahora, esta es la respuesta. Mi hija se casó hace unas semanas en una ceremonia laica muy hermosa. Un día antes nos entregó a Graciela y a mí dos pulseras con el símbolo de la infinidad y un mensaje similar para ambas agradeciendo haber conocido la estabilidad del amor y la familia con nosotras.
Lloré de alegría. Ese equilibrio y esa permanencia no ha sido fácil. No siempre fui estable. ¡Uf! Historia tengo. La que dejé atrás para cultivar algo de lo que no tenía referencia alguna: una relación de pareja. No es sencillo. Nunca lo es. Pero poder dejársela como referencia propia a una hija es la satisfacción más grande que puedo sentir como madre. Compartirlo me pareció necesario y oportuno para aportar al lado hermoso de la discusión pública del tema de la equidad.
Se me había ocurrido escribir también algo de esto semanas antes cuando escuché que un ex senador aceptaba al fin su homosexualidad. Ahora que desea ser candidato a la alcaldía de unas de las capitales más gay del hemisferio, le es conveniente salir del closet. Bienvenido a la libre comunidad, pero no me convence la honestidad que estrena.
Creo que cada quien trabaja su intimidad como le plazca. No soy de las que andan cucando a los homosexuales para que salgan del closet. Lo que me parece deshonesto es utilizar una posición de poder para atacar a los homosexuales cuando todo el mundo sabía que él lo era. Eso fue lo que hizo ese político y eso lo descalifica como persona de confianza.
No hay que andar con un letrero en el pecho proclamando la identidad sexual. No lo hacen los heterosexuales, no lo tienen que hacer los homosexuales, ni los bisexuales, ni los transexuales. Lo que sí sé es que se es más feliz siendo lo que se es. Aceptándose una misma es mucho más probable que pueda promover la aceptación de los demás. No hacerlo provoca la burla y el escarnio. Porque ni se crean que alguien siempre no se entera y lo divulga fabricando historietas para sazonar el cuento.
De closets yo puedo hablar. Pertenecí a un grupo de mujeres jóvenes lesbianas que vivían metidas en uno grandote de lunes a viernes y se soltaban la trenza los fines de semana cuando nos íbamos en manada a ser libres. Era un grupo privilegiado que podía darse el lujo de cobijar su homosexualidad en casas de campo y de playa de unas y otras a pasar unos fines de semana que habrían dejado locos a los escritores de The L World. Abogadas, médicas, ingenieras, periodistas, psicólogas, relacionistas públicas, agentes de seguros, banqueras, artistas, políticas, cantantes, catedráticas. Solteras, casadas, divorciadas, madres. Mujeres todas realizadas, como dirían por ahí. Y debo añadir que tremendos ejemplares, porque éramos bellas todas. De magacín. Muchas de ellas todavía no han abierto la puerta del armario. Algunas han muerto sin hacerlo. Algunas todavía temen que las tire al medio.
Yo me tiro a mí misma cuando es necesario sin titubear. No ando proclamándolo a los cuatro vientos porque me parece tan de mal gusto como que un heterosexual ande advirtiendo de entrada: “Oye, por si no lo sabes, soy straight”. Pero cuando es necesario lo dejo saber con naturalidad. Sin aspavientos, sin imposiciones, sin coraje.
Todavía hay quienes piensan que mi pareja es mi hermana. No sé si realmente lo piensan, porque es tan obvio que no lo es. Pero lo articulan para retar a que una le conteste. Nunca he visto a una pareja heterosexual que vive junta y duerme en la misma cama a la que le pregunten si son hermanos. Pero si es una pareja de mujeres, la pregunta o la afirmación viene con un tu hermana esto o aquello. Si me lo dice una anciana dulce de 100 años o más, la picheo. A esa altura de su vida no se la voy a complicar. Si me lo pregunta alguien a quien no voy ni quiero ver más en mi vida, me importa un bledo y también lo picheo. Al resto le contesto de frente y mirándolo a los ojos para observar su reacción: Graciela no es mi hermana, es mi pareja.
Sé de amigos muy conservadores a los que les ha costado mucho integrar nuestra relación a sus creencias y valores, pero la han aceptado con tanto amor que me conmueven hasta el punto de no hostigarlos nunca con el tema. Una de esas parejas me sorprendió recientemente cuando salí de viaje sola a Nueva York. A mi regreso me interpelaron: “¿Qué es eso de irte y dejar a Graciela? Si se busca a otra no te quejes”. Me dejaron muda. Nunca se habían referido a nosotras como pareja.
También pensé en escribir sobre este tema ante la nueva ola de peticiones legales para que se reconozca el matrimonio entre parejas del mismo sexo en Puerto Rico. Escuchar a anexionistas reclamar que el Tribunal Federal no puede imponer los valores y la cultura norteamericana validando los matrimonios gay es el mejor chiste político que he oído en mucho tiempo.
Se avecina una nueva batalla pública entre los fundamentalistas y nosotras y nosotros a la que doy la bienvenida porque me gusta ganar.
En fin, que quería decirles que entre nosotras y nosotros también hay historias de éxito. Hemos los que somos felizmente gay y es lo único que exigimos que nos dejen ser.