Todo lo sólido se desvanece
Vai caminhante
Antes do dia nascer
Vai caminhante
Antes da noite morrer
-Caminhante Noturno, Os Mutantes
Marshall Berman, el gran intelectual nuyorquino que nos regaló el clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire, me enseñó a amar la ciudad de Nueva York antes de mi gran primer encuentro con ella. Yo había venido varias veces por estas calles, pero ese primer gran encuentro solo fue posible tras haberlo leído.
Marshall Berman fue profesor en el sistema universitario público de la ciudad de Nueva York (CUNY) por más de tres décadas, crítico cultural y de arte, colaborador frecuente de revistas y periódicos como el New York Times, Dissent, The Nation, entre otros. Fue profesor de urbanismo en diferentes escuelas de arquitectura y autor del más alto calibre; escritor de prosa vívida y poética, una mente incisiva, un marxista feliz, lento e incansable caminante de ciudades, optimista irredento, irreverente mal pensado y bromista, amante del graffiti y las bien caminadas calles de cualquier ciudad; fue también mi amigo.
Al mudarme a Nueva York, Berman era esta figura mítico-titánica que quizás todavía caminaba y observaba lo que era ahora también mi ciudad, sin sospechar que yo -su gran fanático- andaba loco enamorado de sus calles e historia, y todo gracias a él.
Fue desde ese amor sin perspectiva, ya sintiéndome cómodo en ese asunto de no tener raíces y sabiéndome absolutamente moderno (full New Yorker que le dicen), que me aventuré, una vez más gracias a Todo lo sólido, a leer a la gran Jane Jacobs, a rockear y explotar las bocinas de mi estereo con el grupo checoslovaco The Plastic People of the Universe, Television y Patti Smith; fue por él que leí múltiples traducciones de Eugene Onegin de Pushkin, que investigué teorías bizantinas y bizarras sobre los problemas de la traducción en la poesía, y que descubrí el viaje prodigioso de St-Petersburg de Andrei Bely. Pero no conocía a Berman personalmente. Incluso a veces pensaba, no sé por qué razón, que estaba muerto.
En ese primer año en Nueva York decidí que la meta era no solo dejar que la ciudad me poseyera, sino -¡oh pequeño saltamontes!- de yo poseer a mi ciudad. Así que me embarqué en la búsqueda de hacer dinero para poder comprar nuestro propio espacio, y así reclamar sólidamente posesión de un micro-espacio en la gran urbe. Pero como siempre sucede, y así dicen que lo dijo Freud, a los meses de haber logrado la gran hazaña, de tener nuestro jaragual, la vida comenzó a sentirse hueca, la modernidad ya era asunto de todos los días, encontrarme downtown a Quentin Tarantino alquilando amores a las tres de la mañana era casi normal. Así que decidí hacer contacto.
Siempre recordaba esa penetrante y dolorosa introducción de Todo lo sólido, donde Berman habla de la muerte de su hijo de cinco años, Marc, en un accidente. Me imaginaba a Berman amargado, lejano, misántropo, solitario, el clásico loner, pero también imaginaba que ese dolor le daba dotes de observación y visión tipo superhéroe. Llamé a la universidad y pregunté por él. Un estudiante me dijo ‘Marshall no está ahora mismo, pero llámalo a la casa, su número está en la guía telefónica’. Hablemos de intelectual público. Lo llamé y dejé mensaje. Salí de la casa.
Al regresar, Marshall había dejado mensaje en mi máquina. Again, Marshall fokin Berman había dejado un mensaje con su propia voz en la máquina de Monxo López, de Cupey. Escuché el mensaje unas diez veces, y lo grabé. Y luego perdí esa grabación. Pero cool, porque todo lo sólido se desvanece en el aire. Eventualmente me invitó de oyente a su curso de marxismo. Nos llevamos bien. Me preguntó si yo, Monxo López de Cupey, quería ser su estudiante. Y le dije que sí, que claro, que cómo no.
De lejos Marshall parecía batear a un promedio de .500 como profesor. A veces se nos dormía en la clase, o parecía que dormía, y luego de dejarnos ladrar por media hora abría los ojos y decía, Fulano no sabe lo que dice, Mengana dijo lo único que me pareció interesante y nadie le hizo caso, Foucault is full of shit, y otras cosillas así. O sea, que Marshall no dormía, sino que meditaba en un estado superior de análisis, con un lado del cerebro observando a Marx en pingües aventuras y otro pedacito de su cráneo atento a nuestras babas y sinsentidos. Ese era el Marshall vago, lento y bajo promedio. Y eso es mejor que la mayoría.
El Marshall Berman a todo vapor eran tres horas discutiendo línea por línea el Manifiesto Futurista de Marinetti; haciéndonos sentir que volábamos en aviones metálicos a miles de millas por hora y a miles de millas sobre la tierra. Haciéndonos sentir el horror y el éxtasis de la velocidad de un auto de carreras. Dejándonos ver que esa apología del metal y la velocidad degeneró en horrores y Holocausto.
El Marshall Berman peligroso era esa lectura poética y rigurosa del Manifiesto del Partido Comunista, donde de repente las máquinas devoraban a la gente, las gentes y sistemas se devoraban entre sí, todo era violento y rápido, pero las posibilidades de libertad, de agenciamiento, de justicia, eran innegables; así que a dejarse de llorar y que viva la revolución.
El Marshall Berman en turbo nos transportaba al París de Las Cartas Persas de Montesquieu, y nos hacía ver por los ojos de esos dos príncipes turcos a la vez sorprendidos y espantados de los altos edificios de la ciudad y del libertinaje rampante de sus mujeres. El Marshall Berman humanista lloraba al hablar de Catch 22 o de The Great War in Modern Memory; porque en su mundo no había guerra absolutamente justa, y menos aún, humana.
Pero también había un Berman-Yoda, infinitamente viejo y sabio, que guardaba un minuto de silencio por las víctimas de tortura de Abu Ghraib, o los bombazos en Madrid. Ese Marshall me preparó para cuando mamá murió de cáncer en mis brazos, en el abrazo de mi vida, porque nos llegó a hablar de cómo se supone que nuestros padres mueran antes que nosotros, ya que ver a un hijo o hija morir no es la cronología justa de la existencia. Así que en Marshall pensaba yo, mientras mami se apagaba. Pensaba que ella estuvo ahí para recibirme, así que aquí estoy yo para despedirla. El dolor es secundario. Todo esto en seminario doctoral. De esas clases fue las que más aprendí.
Nueva York; nunca la quise ver como lugar, sino, como proceso. Como centro de operaciones y trampolín real (y discursivo) hacia otras tierras y posibles -aunque temporeras- existencias. Así que cuando comenzamos -mi esposa Libertad y yo- a viajar fanáticamente, auto-declarados embajadores de la modernidad tercermundista nuyorquina, descubrí al Marshall super estrella underground internacional. Sabía que era respetado en círculos académicos, eso era obvio. ¡Pero cuántos artistas, activistas y perros satos conocían, amaban y se inspiraban en su trabajo! En Estambul, en Perú, en Berlín, en Buenos Aires, en París, en Vigo, en el D.F., en San Juan. Marshall, mi director de tesis, era mucho caché. Llegué a ver una traducción polaca de Todo lo sólido en el Mercado de las Flores de Estambul.
El tema siempre era el mismo, tanto así, que yo me creo el cuento totalmente: no hay modernidad, sino modernidades. La modernidad no es siempre o necesariamente americanización e imperialismo. Hay deseos nativos y autóctonos de modernidad en casi todos los sitios donde la densidad alcanza niveles citadinos. Marshall entendió eso, los estudiantes en Pekín -por ejemplo- entendían que él sabía, y lo invitaban a hablar. Y yo le dije, pues háblales de revolución y derechos humanos, y el me dió el tapaboca amoroso de que sí, con la boca es un mamey, y después me regreso en avión para Nueva York y los dejo a ellos en un lío, what the fuck is wrong with you?
Marshall presentó su último libro, On the Town, en la sala de mi casa. Viajamos juntos con mi familia y otros amigos a Berlín. Allí comimos y bebimos en un restaurante ex-comunista hermoso, gris, triste, mustio y monumental. Nos dio un tour personal de Berlín. Caminamos juntos por la mítica y ahora odiada Potsdamer Platz. Se le durmió en la cara al odiado arquitecto de la Potsdamer Platz-shopping-mall en un panel. Una foto de Marshall dormido en la cara del mentado arquitecto, bajo el título ‘El arquitecto de Potsdamer Platz aburre hasta el sueño a nuestro ilustre invitado Marshall Berman’ (o algo así, porque yo no leo alemán), salió en primera plana en un periódico en Berlín.
Hablábamos dos veces por semana en algunos meses, y una vez cada tres meses otras ocasiones. Hablábamos mucho del Sur del Bronx.
Marshall Berman nació y se crió en el Sur del Bronx. El Sur del Bronx es felizmente mi casa, por voluntad y elección familiar. Nuestro vecindario fue destruido por Robert Moses y su Cross Bronx Expressway. Marshall vivió y sufrió esa destrucción, el urbicidio, como él le llamaba. Yo he vivido el renacimiento tras las ruinas. Marshall me hablaba de la vida antes y durante el urbicidio.
Marshall era un marxista alivianado y tenía un sentido del humor extraordinario; una bestia rara. Su visión de la revolución era vibrante, colorida, divertida y sensual. Marshall no argumentaba contra casi nada; él hablaba a favor de. Su cerebro no bregaba por oposiciones. Si se quiere entender quién era Marshall a nivel cerebral, hay que atreverse a dar los brincos vertiginosos a los que nos invita en Adventures in Marxism; ese libro presenta la raíz de su pensamiento. Si se quiere escuchar el corazón de Marshall, hay que entregarse a Todo lo Sólido, el libro que enamoró a Shellie, su hoy viuda.
Pensador audaz, Berman nunca cedió a la tentación de bautizar las cosas que le agradaban como modernas, y lo que no le agradaba como anti-moderno o post-moderno. Su visión de lo moderno era compleja y espumosa. Lo moderno nos puede liberar, pero nos puede destruir. Lo moderno puede ser humano, pero puede ser exclusivamente automóvil. Lo moderno es puentes y velocidad, pero es también desplazamientos de comunidades. Él vivía cómodo con esas «contradicciones».
Marshall decía que a él se le prendió el bombillo cuando leyó los Manuscritos de 1844 de Marx. Decía que se volvió marxista y moderno cuando se encontró con ese Marx. Yo, sin embargo, creo que él nació moderno irremediable y que Marx fue casi una excusa para tirarnos un cable a tierra, para que lo encontráramos -a Marshall- entre todo el ruido de lo moderno. Yo creo que Marx tuvo suerte de encontrarse con Marshall en el Bronx.
Sabía de su fragilidad física. Y observaba la elegancia y el dandismo con los que la sobrellevaba. Caminando lenta y sabiamente, con su bolsito tejido del altiplano, con sus t-shirts de colección, con su super-cool-look de que me parezco a Carlos Marx y me llamo Marshall Berman. Amaba cuando nos sentábamos a almorzar en la cafetería polaca en tercera y la doce, supuestamente a hablar de mi tesis, pero en realidad a ver la gente pasar y hablar de todo. Me encantaba invitarlo a comer. Me encantaba más aún cuando me invitaba. Que me hablara de sus hijos. Que confiara en mí. Que me considerara su amigo. Que le regalara libros a mi beba hermosa. Que me entregara un sobre con comentarios de mi disertación doctoral sobre Albert Camus, con notas hasta en el sobre.
La última vez que lo vi en público habló de imágenes de destrucción de ciudades desde Sodoma y Gomorra en tiempos bíblicos hasta el Sur del Bronx en tiempos de Reagan. Hubo par de inteligentes que trataron de pillarlo por su optimismo con preguntas enredadas y sin sentido, y él los dejó atrás, aún con su paso lento, viejo y cuidadoso. Corrió y bailó alrededor de ellos sin dar un paso.
La última vez que lo vi en persona fue en la puerta de su casa, hace dos semanas, cuando fui a recoger sus últimos comentarios sobre mi disertación. Se acababa de levantar, pero me dió un abrazo junto con mi tesis. Sentí su amor y amistad.
Me recordé de cómo, entrados los años de faena doctoral, y mientras trabajaba como asistente en nuestro departamento de ciencias políticas, me topé con mi propio expediente de solicitud de ingreso a la universidad. Y había una notita amarilla en el puño y letra de Marshall pegada a mi expediente: «I want him in!».
La última vez que hablé con él fue dos días antes de que muriera. Hablamos de mi defensa de tesis, de Camus en general, de las elecciones de Nueva York, de cosas personales, de que iba a hablar con los otros miembros del comité para ver qué les parecía mi trabajo (llegó a hablar con todos y me dicen que estaba bien feliz con mi trabajo, ¡ajem!), me felicitó una vez más por tener una bebé tan bella y una esposa tan espectacularmente hermosa e inteligente (siempre lo hacía), así que te llamo al final de la semana…
Anoche soñé con él. En el sueño yo sabía que Marshall había muerto; yo estaba en su casa junto con su familia. Su viuda, Shellie, me llevó a un lugar que nunca había visto en la casa: un espacio de reuniones semi-público. Ella me habló de que había una pared que Marshall siempre quiso reservar para que cuando muriera hicieran un mural en honor suyo, pero no sobre él, que les recordara a todos de él siendo feliz. Marshall de repente entra a nuestra conversación, sabemos que está muerto, pero no importa. Y yo les digo que yo siempre amé que Marshall citaba constantemente a Emma Goldman cuando decía que si no podía bailar en la revolución, que no quería la revolución. Y le dije que pintáramos la portada de su libro Adventures in Marxism, a ese pequeño Marx en caricatura, que corre y baila a la misma vez, y que, además, se parecía físicamente a Marshall. Les encantó la idea. Y me fui. Su última imagen en el sueño es Marshall poniéndole el brazo en el hombro a Shellie, ambos de espalda.
Cuando abrí la puerta al salir, estaba en la ruinas del Sur del Bronx.