Trump reconoció la pobreza americana
Conviene que el observador se observe. Me horrorizo por la victoria electoral de Trump; pero ¿quién soy yo? Una persona de clase media educada ajena a la realidad que viven grandes masas que votaron por Trump: la enorme, extensa e invisibilizada pobreza que existe en Estados Unidos.
En las áreas rurales —agrícolas, mineras, ganaderas, abandonadas, contaminadas, subutilizadas, malusadas, de pequeña finca y emigración forzada— no hay empleos y la pobreza es grande. Allí Trump obtuvo 62 por ciento de los votos.
El voto a Hillary Clinton se concentró en las costas este y oeste —e Illinois—, más ricas que el resto del país, y el de Trump en grandes regiones, muchas de ellas muy empobrecidas como el Rust belt de industrias decadentes, del medio oeste, oeste, norte y sur.
Fue mayor para Clinton el número entre votantes más pobres, y en ciudades de más de 50 mil habitantes. La respaldó la gran mayoría de los afroamericanos, hispanos y asiáticos. Pero no hay mayores diferencias en el apoyo que recibieron ambos candidatos de los grupos por nivel de ingreso y educación.
Clinton tuvo de los afroamericanos el 88 por ciento, 37 por ciento de los blancos, de los asiáticos el 65 por ciento y de los latinos 65. Trump obtuvo sólo 8 por ciento del voto afroamericano; 58 por ciento del voto blanco; 29 del asiático y 29 del latino.
En cuanto a género no hubo gran diferencia: Clinton obtuvo 54 por ciento del voto femenino y 41 por ciento del masculino, y Trump 42 y 53 respectivamente.
Sorprende el voto femenino para el empresario, después que diez mujeres lo acusaron de tocarlas y usarlas sexualmente, pintando el cuadro de un narcisista machista para quien el dinero todo lo compra. Es probable que la controversia sea sepultada y olvidada (muchos del establishment deben ser, discretamente, como las narraciones describen a Trump).
Nótese que la confusión diaria entre mensajes e imágenes de todo tipo en internet, y la sospecha de que intereses encubiertos están detrás de los medios de comunicación decidiendo lo que es o no «real», tienden a neutralizar los enunciados. Todo resulta dudoso y pasa sin mayor consecuencia, excepto lo que el estado interese que pase.
La campaña eleccionaria de Trump aprovechó esta cultura de confusión. Sus expresiones fueron aparentemente más del momento que fundadas en un concepto estratégico y elaborado. Pero tuvo dos ejes centrales: el reclamo de que el capital norteamericano se invierta más en la nación que en el extranjero, y atacar a Hillary Clinton y lo que políticamente representaba.
Incluyó ideas contradictorias, como sugerir en tono bravucón que desatará acción militar en el Medio Oriente o Corea del Norte, y por otro lado decir que Estados Unidos debe evitar los conflictos internacionales y dedicarse a sanar sus males nacionales. Trump denunció que pronto aumentarán en 22 por ciento las primas del Obamacare y la influencia que aparentemente tuvieron las aseguradoras en esta legislación, pero es incierto cómo hará que la libre empresa financie la salud.
Es razonable suponer que su estridencia perseguía recibir atención y llegar a sectores alejados de la política. La prensa mostró la gente racista, xenofóbica, reaccionaria, ultraderechista, ignorante y violenta que lo respaldó; no mostró a muchos otros. Claramente Trump buscaba el voto de estas gentes, pero no hay que concluir que preside un movimiento fascista. Es un burgués billonario interesado en reanimar la economía, coartar la exportación de capital estadounidense y estimular la productividad. No es un intelectual refinado, sino un comerciante vulgar. Su derechismo es una variante del derechismo general de la política americana.
Su franqueza capitalista seguramente le traerá problemas y estimulará las luchas de clases si reduce beneficios sociales a grupos cuya condición decía querer mejorar, y revierte logros ciudadanos en cuestiones ambientales, derechos civiles y demás.
Pero como en Estados Unidos las luchas sociales asumen forma fragmentada —todos contra todos como quien dice, cada cual agrediendo al prójimo más débil—, los blancos se empecinan contra los negros y otras minorías. El ascenso de Trump aumenta este riesgo. En consecuencia el Partido Demócrata se aparece como refugio de las minorías, análogamente a como el monasterio medieval servía de refugio a los campesinos contra la represión del señor feudal.
La atmósfera que ha seguido a la crisis financiera que estalló en 2007, la cual alentó al Tea Party y su crítica del establishment bipartidista, sirve de trasfondo al ascenso de Trump. Las redes sociales relativizaron el sitial sagrado de la gran prensa tradicional y propulsaron voces conservadoras rebeldes.
Pero Trump ha sido el único político prominente norteamericano —aparte del socialista Bernie Sanders— que se ha fijado en la vastísima pobreza que hay en Estados Unidos. Mientras Estados Unidos es líder en el sistema mundial y concentra una riqueza inaudita, los salarios bajan y crecen culturas de improductividad, corrupción y narcotráfico.
A su modo conservador, Trump ha abordado el problema de que, en tanto las naciones más poderosas exportan capital (esta exportación es la base del «imperialismo») a Asia, África, América, etc., aumenta el desempleo en ellas pues, por ejemplo, en vez de instalarse una fábrica americana en Ohio o Kansas, se traslada a Asia o México.
El «capital imperialista» aprovecha los bajos costos en los países semicoloniales, coloniales y dependientes, de materias primas, fuerza de trabajo, suelo, y la ausencia de competidores, incentivos tributarios, etc. Así moldea y configura la vida de decenas de países subordinados: su economía, geografía, cultura y recursos naturales y sociales.
Pero en la potencia imperialista se deteriora la sociedad. La concentración monopólica de capital que provocó su exportación de capital destruye, en el país dominante, pequeñas empresas; atrasa la agricultura al restarle recursos que van a otros sitios; disminuye relativamente la innovación tecnológica; reduce la competencia de mercado; y resta aportaciones al erario que podrían dedicarse a salud, educación, infraestructura, etc.
La llamada globalización es una dimensión nueva de estas tendencias. La concentración del capital a escala transnacional desestabiliza las naciones. En la Unión Europea el capital se concentra en Alemania y Francia a costa de los países más dependientes y endeudados de Europa y otras zonas. Las invocaciones de Trump a reconstruir la economía nacional y revocar arreglos transnacionales recuerdan el movimiento para que Gran Bretaña abandone la Unión Europea.
La gran banca liderea la exportación de capital, y en los países poderosos el capital-dinero (bancos y mercados financieros y sus bonos, préstamos, financiamientos, inversiones, etc.) se convierte en la fracción dominante, sometiendo la sociedad a sus impulsos y ahogando la actividad industrial y agrícola, que genera empleos, innovaciones tecnológicas, desarrollo local y comunitario y ética productiva.
El estado imperialista, pues, se hace crecientemente improductivo —relativamente a las posibilidades y necesidades sociales— y sus capas más poderosas descansan, más que en producciones que ayuden al bienestar general, en inversiones financieras. Se hace un estado rentista y parásito, indiferente a la pobreza de su país y a los peligros —que el sistema provoca— que acechan su propia solvencia; sus instituciones tienden a la corrupción y al deterioro.
Es irónico que un empresario de real estate sea el político que más interesa —en la clase capitalista— promover la productividad. Puede significar que amplios sectores empresariales norteamericanos, así como obreros y populares, entienden que el gobierno se ha hecho un botín de pequeños grupos económica y políticamente poderosos incrustados en él.
En España llaman popularmente «la casta» al bloque de grandes ricos adheridos al gobierno, que impide el mejoramiento del capitalismo mismo. En Estados Unidos la casta estaría formada por grupos que se reproducen gracias a su ubicación en los partidos Demócrata y Republicano y a la administración y apropiación de mucho dinero. El conservadurismo repetitivo y mediocre de esta casta se corresponde con el capital financiero antes mencionado. Es asombrosa su indiferencia hacia la crisis social y la pérdida de legitimidad del gobierno y la política.
Trump atacó esta casta, que Hillary Clinton representa fielmente, y la derrotó. Su triunfo ha desestabilizado la estructura de poder de ambos partidos. Ha sido un ataque frontal y certero, proveniente en cierto modo de la sociedad civil y protagonizado por un «líder» que se abrió paso gracias a sus millones. Algunos lo apoyarían admirándolo por ser rico; otros suponen que no se corromperá, pues ya es billonario.
Ahora bien, la casta de Washington se corresponde con el orden mundial, y éste debe ser protegido y reproducido día a día, en la mente de la gente y en las luchas de poder en los países. Viene formándose, pues, un «estado global».
Organismos militares, paramilitares y policiales, y de información, propaganda, vigilancia, espionaje y consejería de gobiernos laboran para que este «estado» prevalezca sobre las vicisitudes que constantemente surgen en el mundo. Deben neutralizar o liquidar los movimientos anticapitalistas en cualquier nación y garantizar el acceso a las fuentes de riqueza a como dé lugar, desestabilizando y literalmente destruyendo medio mundo si es necesario. Su aparato de inteligencia recopila, analiza y difunde información.
Distinto a los delitos sexuales y otros de vidas particulares, los crímenes contra los pueblos ocurren a la vista de todos, pero pasan desapercibidos.
El control financiero de los países por medio de préstamos, deudas, «ayuda para el desarrollo», etc., es una de las formas en que opera este imperialismo global. Es un totalitarismo, puede decirse. Como las corrientes anticapitalistas recurren, a causa de las contradicciones inherentes del capitalismo, la lucha protectora del estado global parece eterna, a menos que dichas corrientes triunfaran.
Un organismo dedicado a esta faena es la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (donde hay otras quince agencias de inteligencia). El jefe de la CIA en los años 50 y 60, Dulles, admiraba a los nazis alemanes —y reclutó a varios de ellos— pues, como éstos, suponía al socialismo el enemigo más peligroso e intransigente del sistema capitalista.
Defensora de una libertad total para el capital, la CIA jugó un rol principal en el viraje de la política estadounidense después de FD Roosevelt, quien falleció en 1945 (suponemos que por un infarto; a saber). Los gobiernos estadounidenses de posguerra echaron a un lado los planes de Roosevelt de redistribuir la riqueza; apoyar el trabajo, la agricultura y la pequeña empresa; regular la banca; y promover la paz internacional. En cambio, relanzaron con dureza la lógica del mercado, la exportación de capital, nuevas formas de colonialismo, el poder financiero, el anticomunismo, el militarismo y el armamentismo.
A Roosevelt le sucedió su vicepresidente Truman, quien expresó preocupación por el poder creciente del «gobierno secreto» (años antes había ordenado las bombas atómicas en Japón). Después fue electo el general Republicano Eisenhower, quien en 1961 alertó sobre el poder «militar-industrial». Luego vino Kennedy, cuyo asesinato fue seguramente organizado por la CIA usando elementos de la mafia, el ejército y exiliados cubanos contrarrevolucionarios. Lo sucedió el vicepresidente Johnson, un sumiso conocedor de lo que ocurría tras bastidores. Después vino Nixon, Republicano, antisocialista y abrazado al poder en su dimensión secreta y estratégica así como pequeña y ratera. Expulsado de la Casa Blanca en 1974, lo sustituyó el vicepresidente Ford. Gracias al descrédito de los Republicanos tras Watergate, el Demócrata progresista Carter pudo colarse; realizó obra democratizante y avanzada, que suele omitirse de la información general. Vino Reagan, Republicano, símbolo del neoliberalismo. Después fue GHW Bush, Republicano, exjefe de la CIA y responsable de la guerra del Golfo. Le sucedió Bill Clinton, más descuidado que otros en sus diversiones sexuales en la mansión, y significante de la plena inclusión de los nuevos Demócratas en «la casta». Bill desreguló la banca y promovió el libre comercio hemisférico. Después vino Bush hijo, Republicano, quien destruyó Irak, desató el torbellino internacional musulmán y amplió la vigilancia sobre la población americana y mundial. Obama, Demócrata, continuó este estado. Seguirá Trump.
Los Demócratas auspician un vasto clientelismo electoral que amarra a latinos, negros, feministas y sindicatos. Como los Republicanos, han fortalecido el imperialismo y el poder financiero, aunque suponen que los Republicanos son pro libre mercado y ellos pro burocracia gubernamental que cuida los pobres y sufridos.
Bill y Hillary han aumentado sus millones en sus puestos de gobierno y su Fundación Clinton. Esporádicamente aparece información, que desaparece enseguida, sobre sus probables violaciones de ley. A ella le atrae el poder y ha sido dura en la política imperial, como cuando auspició el golpe en Honduras contra un gobernante electo o cuando destruyó un país entero, Libia.
A su manera ramplona y simplista Trump la denunció durante la campaña, pero los medios de comunicación del mainstream, protectores del aparato que los Clinton han representado, optaron por desprestigiarlo a él, algo no muy difícil dados sus exabruptos y su irreverencia ante la simulación política, que le han servido para ganar votos y a la vez ser blanco fácil de ataque.
Trump gustó a amplios sectores por decir las cosas brutal y controvertiblemente. Grupos educados y acostumbrados a ser politically correct leyeron su rudeza con mujeres periodistas y su lenguaje corporal en los debates con Hillary como prueba inequívoca de machismo y misoginia. Pero Trump aprovechaba la tensión dramática y el escándalo de su agresividad histriónica para sugerir subtextualmente que trataba a Clinton como una política burguesa, y porque fuera mujer no la privilegiaría, ni excusaría sus corrupciones, mentiras y encubrimientos. Quizá esto le ganó más votos de los que perdió.
Trump es representado ahora como racista, sexista, xenófobo y bufón, por lo que su elección ha provocado protestas en las calles, pero es poca la reflexión sobre el hecho de que los medios —cuyo poder se concentra más con la internet— arman nuestras percepciones de la «realidad», por lo que hay que relacionar los personajes políticos con los procesos sociales.
La observación que circuló, de que Trump carecía de «estilo presidencial» y suficiente elegancia, supone que la función presidencial es digna y noble. Ignora la barbarie y atraso que esconden los rituales institucionales estadounidenses y sus formas de salón. Quizá sea verdad que los modales del sujeto reflejan el fondo de su calidad moral e intelectual. Pero a la vez es cierto que muchos crímenes masivos son obra de corteses caballeros y elegantes damas, educados en academias de élite y celebrados por su intelecto y profesionalismo.
Las representaciones que pueblan nuestra mente son parte de una producción ideológica, a la vez que comercial. Quien quiera informarse deberá leer los medios noticiosos dominantes, dudar de ellos sistemáticamente, nutrirse de otras y diferentes fuentes, e interrogar e investigar las imágenes y descripciones, para ver lo que no se ve a simple vista.
Si se puede inculcar en la mente de millones una lectura positiva o negativa de un político americano, qué no será respecto a Venezuela, Cuba, etc. En todo caso, aunque hoy se represente a Trump como villano y ridículo, mañana podrían representarlo como reformador y héroe de la clase dominante.